Regla

de San Benito de Nursia.

Adaptación Pedagógica: Dr. Carlos Etchevarne, Bach. Teol.

Contenido:

San Benito de Nursia.

1. Introducción.

Milagros de San Benito.

La Santa Regla.

Regla de San Benito.

Prólogo.

1. Las Clases de Monjes.

2. Como Debe Ser el Abad.

3. Convocación de los Hermanos a Consejo.

Virtudes.

4. Los Instrumentos de las Buenas Obras.

5. La Obediencia.

6. El Silencio.

7. La Humildad.

Oficios Divinos.

8. Los Oficios Divinos por la Noche.

9. Cuantos Salmos se han de Decir en las Horas Nocturnas.

10. Como se ha de Celebrar en Verano la Alabanza Nocturna.

11. Como han de Celebrarse  las Vigilias de los Domingos.

12. Como se ha de Celebrar el Oficio de Laudes.

13. Como han he Celebrarse los Laudes  en los Días Ordinarios.

14. Como han de Celebrarse las Vigilias en las Fiestas de los Santos.

15. En que Tiempos se Dirá Aleluya.

16. Como se han de Celebrar los Oficios Divinos Durante el Día.

17. Cuantos Salmos se han de Cantar en esas Mismas Horas.

18. En que Orden se han de Decir los Salmos.

19. El Modo de Salmodiar.

20. La Reverencia en la Oración.

Diferentes temas.

21. Los Decanos del Monasterio.

22. Como han de dormir los Monjes.

23. La Excomunión por las Faltas.

24. Cual debe ser el Alcance de la Excomunión.

25. Las Faltas mas Graves.

26. Los que se Juntan sin Permiso con los Excomulgados.

27. Con que Solicitud debe el Abad cuidar de los Excomulgados.

28. De los que Muchas Veces Corregidos no se Enmiendan.

29. Si los Monjes que se van del Monasterio deben ser Recibidos de Nuevo.

30. Como han de ser Corregidos los Niños en su Menor Edad.

31. Como debe ser el Mayordomo del Monasterio.

32. Las Herramientas y Objetos del Monasterio.

33. Si los Monjes deben tener Algo Propio.

34. Si Todos deben Recibir Igualmente lo Necesario.

35. Los Semaneros de Cocina.

36. Los Hermanos Enfermos.

37. Los Ancianos y los Niños.

38. El Lector de la Semana.

39. La Medida de la Comida.

40. La Medida de la Bebida.

41. A que Horas se debe Comer.

42. Que Nadie Hable Después de Completas.

43. Los que Llegan Tarde a la Obra de Dios o a la Mesa.

44. Como han de Satisfacer los Excomulgados.

45. Los que se Equivocan en el Oratorio.

46. Los que Faltan en Cualesquiera Otras Cosas.

47. El Anuncio de la Hora de la Obra de Dios.

48. El Trabajo Manual de cada Día.

49. La Observancia de la Cuaresma.

50. Los Hermanos que Trabajan Lejos del Oratorio o Están de Viaje.

51. Los Hermanos que no Viajan Muy Lejos.

52. El Oratorio del Monasterio.

53. La Recepción de los Huéspedes.

54. Si el Monje Debe Recibir Cartas u Otras Cosas.

55. El Vestido y Calzado de los Monjes.

56. La Mesa del Abad.

57. Los Artesanos del Monasterio.

58. El Modo de Recibir a los Hermanos.

59. Los Hijos de Nobles o de Pobres que son Ofrecidos.

60. Los Sacerdotes que Quieren Vivir en el Monasterio.

61. Como han de ser Recibidos los Monjes Peregrinos.

62. Los Sacerdotes del Monasterio.

63. El Orden de la Comunidad.

64. La Ordenación del Abad.

65. El Prior del Monasterio.

66. Los Porteros del Monasterio.

67. Los Hermanos que Salen de Viaje.

68. Si a un Hermano le Mandan Cosas Imposibles.

69. Que Nadie se Atreva a Defender a Otro en el Monasterio.

70. Que Nadie se Atreva a Golpear a Otro Arbitrariamente.

71. Que se Obedezcan unos a Otros.

72. El Buen Celo que han de Tener los Monjes.

73. En esta Regla no esta Contenida Toda la Practica de la Justicia.

Abadía.

1. Introducción.

Abad, Patrón de Europa y Patriarca del monasticismo occidental; Lema: "Ora y Labora," representado emblemáticamente por el arado y la cruz. Fiesta: de julio; Etimología: Benito: "bendecido." San Benito nació de familia rica en Nursia, Italia, en el año 480. Su hermana gemela, Escolástica, también alcanzó la santidad. Fue enviado a Roma para estudiar la retórica y la filosofía. Desilusionado de la vida en la gran ciudad, se retiró a Enfide (la actual Affile),para dedicarse al estudio y practicar una vida de rigurosa disciplina ascética. No satisfecho de esa relativa soledad, a los años se fue al monte Subiaco bajo la guía de un ermitaño y viviendo en una cueva. Tres años después se fue con los monjes de Vicovaro. No duró allí mucho ya que lo eligieron prior pero después trataron de envenenarlo por la disciplina que les exigía. Con un grupo de jóvenes, entre ellos Plácido y Mauro, fundó su primer monasterio en la montaña de Cassino en 529.

Fundó numerosos monasterios, centros de formación y cultura capaces de propagar la fe en tiempos de crisis. Se levantaba a las dos de la madrugada a rezar los salmos.

Pasaba horas rezando y meditando. Hacia también horas de trabajo manual, imitando a Jesucristo. Veía el trabajo como algo honroso. Su dieta era vegetariana y ayunaba diariamente, sin comer nada hasta la tarde. Recibía a muchos para dirección espiritual. Algunas veces acudía a los pueblos con sus monjes a predicar. Era famoso por su trato amable con todos. Su gran amor y su fuerza fueron la Santa Cruz con la que hizo muchos milagros. Fue un poderoso exorcista. Este don para someter a los espíritus malignos lo ejerció utilizando como sacramental la famosa Cruz de San Benito. San Benito predijo el día de su propia muerte, que ocurrió en marzo del 547, pocos días después de la muerte de su hermana, santa Escolástica. Desde finales del siglo VIII muchos lugares comenzaron a celebrar su fiesta . (Adaptada de "Vidas de los Santos" de Butler.) Si atendemos a la enorme influencia ejercida en Europa por los seguidores de San Benito, es desalentador comprobar que no tenemos biografías contemporáneas del padre del "monasticismo occidental." Lo poco que conocemos acerca de sus primeros años, proviene de los "Diálogos" de San Gregorio, quien no proporciona una historia completa, sino solamente una serie de escenas para ilustrar los milagrosos incidentes de su carrera. Benito nació y creció en la noble familia Anicia, en el antiguo pueblo de Sabino en Nurcia, en la Umbría en el año 480. Esta región de Italia es quizás la que mas santos ha dado a la Iglesia. Cuatro años antes de su nacimiento, el bárbaro rey de los Hérculos mató al último emperador romano poniendo fin a siglos de dominio de Roma sobre todo el mundo civilizado. Ante aquella crisis, Dios tenía planes para que la fe cristiana y la cultura no se apagasen ante aquella crisis. San Benito sería el que comienza el monasticismo en occidente. Los monasterios se convertirán en centros de fe y cultura.

De su hermana gemela, Escolástica, leemos que desde su infancia se había consagrado a Dios, pero no volvemos a saber nada de ella hasta el final de la vida de su hermano. El fue enviado a Roma para su "educación liberal," acompañado de una "nodriza," que había de ser, probablemente, su ama de casa. Tenía entonces entre y años, o quizá un poco más. Invadido por los paganos de las tribus arias, el mundo civilizado parecía declinar rápidamente hacia la barbarie, durante los últimos años del siglo V: la Iglesia estaba agrietada por los cismas, ciudades y países desolados por la guerra y el pillaje, vergonzosos pecados campeaban tanto entre cristianos como entre gentiles y se ha hecho notar que no existía un solo soberano o legislador que no fuera ateo, pagano o hereje. En las escuelas y en los colegios, los jóvenes imitaban los vicios de sus mayores y Benito, asqueado por la vida licenciosa de sus compañeros y temiendo llegar a contaminarse con su ejemplo, decidió abandonar Roma.

Se fugó, sin que nadie lo supiera, excepto su nodriza, que lo acompañó. Existe una considerable diferencia de opinión en lo que respecta a la edad en que abandonó la ciudad, pero puede haber sido aproximadamente a los veinte años.

Se dirigieron al poblado de Enfide, en las montañas, a treinta millas de Roma.

No sabemos cuanto duró su estadía, pero fue suficiente para capacitarlo a determinar su siguiente paso. Pronto se dio cuenta de que no era suficiente haberse retirado de las tentaciones de Roma; Dios lo llamaba para ser un ermitaño y para abandonar el mundo y, en el pueblo lo mismo que en la ciudad, el joven no podía llevar una vida escondida, especialmente después de haber restaurado milagrosamente un objeto de barro que su nodriza había pedido prestado y accidentalmente roto. En busca de completa soledad, Benito partió una vez más, solo, para remontar las colinas hasta que llegó a un lugar conocido como Subiaco (llamado así por el lago artificial formado en tiempos de Claudio, gracias a la represión de las aguas del Anio).En esta región rocosa y agreste se encontró con un monje llamado Romano, al que abrió su corazón, explicándole su intención de llevar la vida de un ermitaño. Romano mismo vivía en un monasterio a corta distancia de ahí; con gran celo sirvió al joven, vistiéndolo con un hábito de piel y conduciéndolo a una cueva en una montaña rematada por una roca alta de la que no podía descenderse y cuyo ascenso era peligroso, tanto por los precipicios como por los tupidos bosques y malezas que la circundaban. En la desolada caverna, Benito pasó los siguientes tres años de su vida, ignorado por todos, menos por Romano, quien guardó su secreto y diariamente llevaba pan al joven recluso, quien lo subía en una canastilla que izaba mediante una cuerda. San Gregorio dice que el primer forastero que encontró el camino hacia la cueva fue un sacerdote quien, mientras preparaba su comida un domingo de Resurrección, oyó una voz que le decía: "Estás preparándote un delicioso platito, mientras mi siervo Benito padece hambre." El sacerdote, inmediatamente, se puso a buscar al ermitaño, al que encontró al fin con gran dificultad. Después de haber conversado durante un tiempo sobre Dios y las cosas celestiales, el sacerdote lo invitó a comer, diciéndole que era el día de Pascua, en el que no hay razón para ayunar. Benito, quien sin duda había perdido el sentido del tiempo y ciertamente no tenía medios de calcular los ciclos lunares, repuso que no sabía que era el día de tan grande solemnidad. Comieron juntos y el sacerdote volvió a casa. Poco tiempo después, el santo fue descubierto por algunos pastores, quienes al principio lo tomaron por un animal salvaje, porque estaba cubierto con una piel de bestia y porque no se imaginaban que un ser humano viviera entre las rocas. Cuando descubrieron que se trataba de un siervo de Dios, quedaron gratamente impresionados y sacaron algún fruto de sus enseñanzas. A partir de ese momento, empezó a ser conocido y mucha gente lo visitaba, proveyéndolo de alimentos y recibiendo de él instrucciones y consejos. Aunque vivía apartado del mundo, San Benito, como los padres del desierto, tuvo que padecer las tentaciones de la carne y del demonio, algunas de las cuales han sido descritas por San Gregorio:" Cierto día, cuando estaba solo, se presentó el tentador. Un pequeño pájaro negro, vulgarmente llamado mirlo, empezó a volar alrededor de su cabeza y se le acercó tanto que, si hubiese querido, habría podido tomarlo con la mano, pero al hacer la señal de la cruz el pájaro se alejó. Una violenta tentación carnal, como nunca antes había experimentado, siguió después. El espíritu maligno le puso ante su imaginación el recuerdo de cierta mujer que él había visto hacía tiempo, e inflamó su corazón con un deseo tan vehemente, que tuvo una gran dificultad para reprimirlo. Casi vencido, pensó en abandonar la soledad; de repente, sin embargo, ayudado por la gracia divina, encontró la fuerza que necesitaba y, viendo cerca de ahí un tupido matorral de espinas y zarzas, se quitó sus vestiduras y se arrojó entre ellos. Ahí se revolcó hasta que todo su cuerpo quedó lastimado. Así, mediante aquellas heridas corporales, curó las heridas de su alma," y nunca volvió a verse turbado en aquella forma. En Vicovaro, en Tívoli y en Subiaco, sobre la cumbre de un farallón que domina Anio, residía por aquel tiempo una comunidad de monjes, cuyo abad había muerto y por lo tanto decidieron pedir a San Benito que tomara su lugar. Al principio rehusó, asegurando a la delegación que había venido a visitarle que sus modos de vida no coincidían — quizá él había oído hablar de ellos —.Sin embargo, los monjes le importunaron tanto, que acabó por ceder y regresó con ellos para hacerse cargo del gobierno. Pronto se puso en evidencia que sus estrictas nociones de disciplina monástica no se ajustaban a ellos, porque quería que todos vivieran en celdas horadadas en las rocas y, a fin de deshacerse de él, llegaron hasta poner veneno en su vino. Cuando hizo el signo de la cruz sobre el vaso, como era su costumbre, éste se rompió en pedazos como si una piedra hubiera caído sobre él. "Dios os perdone, hermanos," dijo el abad con tristeza. "¿Por qué habéis maquinado esta perversa acción contra mí? No os dije que mis costumbres no estaban de acuerdo con las vuestras? Id y encontrad un abad a vuestro gusto, porque después de esto yo no puedo quedarme por más tiempo entre vosotros." El mismo día retornó a Subiaco, no para llevar por más tiempo una vida de retiro, sino con el propósito de empezar la gran obra para la que Dios lo había preparado durante estos años de vida oculta. Empezaron a reunirse a su alrededor los discípulos atraídos por su santidad y por sus poderes milagrosos, tanto seglares que huían del mundo, como solitarios que vivían en las montañas. San Benito se encontró en posición de empezar aquel gran plan, quizás revelado a él en la retirada cueva, de "reunir en aquel lugar, como en un aprisco del Señor, a muchas y diferentes familias de santos monjes dispersos en varios monasterios y regiones, a fin de hacer de ellos un sólo rebaño según su propio corazón, para unirlos más y ligarlos con los fraternales lazos, en una casa de Dios bajo una observancia regular y en permanente alabanza al nombre de Dios." Por lo tanto, colocó a todos los que querían obedecerle en los doce monasterios hechos de madera, cada uno con su prior. El tenía la suprema dirección sobre todos, desde donde vivía con algunos monjes escogidos, a los que deseaba formar con especial cuidado. Hasta ahí, no tenía escrita una regla propia, pero según un antiguo documento, los monjes de los doce monasterios aprendieron la vida religiosa, "siguiendo no una regla escrita, sino solamente el ejemplo de los actos de San Benito." Romanos y bárbaros, ricos y pobres, se ponían a disposición del santo, quien no hacía distinción de categoría social o nacionalidad. Después de un tiempo, los padres venían para confiarles a sus hijos a fin de que fueran educados y preparados para la vida monástica. San Gregorio nos habla de dos nobles romanos, Tértulo, el patricio y Equitius, quienes trajeron a sus hijos, Plácido, de siete años y Mauro de doce, y dedica varias páginas a estos jóvenes novicios. (Véase San Mauro, de enero y San Plácido, de octubre). En contraste con estos aristocráticos jóvenes romanos, San Gregorio habla de un rudo e inculto godo que acudió a San Benito, fue recibido con alegría y vistió el hábito monástico. Enviado con una hoz para que quitara las tupidas malezas del terreno desde donde se dominaba el lago, trabajó tan vigorosamente, que la cuchilla de la hoz se salió del mango y desapareció en el lago. El pobre hombre estaba abrumado de tristeza, pero tan pronto como San Benito tuvo conocimiento del accidente, condujo al culpable a la orilla de las aguas, le arrebató el mango y lo arrojó al lago. Inmediatamente, desde el fondo, surgió la cuchilla de hierro y se ajustó automáticamente al mango. El abad devolvió la herramienta, diciendo: "¡Toma! Prosigue tu trabajo y no te preocupes." No fue el menor de los milagros que San Benito hizo para acabar con el arraigado prejuicio contra el trabajo manual, considerado como degradante y servil. Creía que el trabajo no solamente dignificaba, sino que conducía a la santidad y, por lo tanto, lo hizo obligatorio para todos los que ingresaban a su comunidad, nobles y plebeyos por igual. No sabemos cuanto tiempo permaneció el santo en Subiaco, pero fue lo suficiente para establecer su monasterio sobre una base firme y fuerte. Su partida fue repentina y parece haber sido impremeditada. Vivía en las cercanías un indigno sacerdote llamado Florencio quien, viendo el éxito que alcanzaba San Benito y la gran cantidad de gente que se reunía en torno suyo, sintió envidia y trató de arruinarlo. Pero como fracasó en todas sus tentativas para desprestigiarlo mediante la calumnia y para matarlo con un pastel envenenado que le envió (que según San Gregorio fue arrebatado milagrosamente por un cuervo), trató de seducir a sus monjes, introduciendo una mujer de mala vida en el convento. El abad, dándose perfecta cuenta de que los malvados planes de Florencio estaban dirigidos contra él personalmente, resolvió abandonar Subiaco por miedo de que las almas de sus hijos espirituales continuaran siendo asaltadas y puestas en peligro. Dejando todas sus cosas en orden, se encaminó desde Subiaco al territorio de Monte Cassino. Es esta una colina solitaria en los límites de Campania, que domina por tres lados estrechos valles que corren hacia las montañas y, por el cuarto, hasta el Mediterráneo, una planicie ondulante que fue alguna vez rica y fértil, pero que, carente de cultivos por las repetidas irrupciones de los bárbaros, se había convertido en pantanosa y malsana. La población de Monte Cassino, en otro tiempo lugar importante, había sido aniquilada por los godos y los pocos habitantes que quedaban, habían vuelto al paganismo o mejor dicho, nunca lo habían dejado. Estaban acostumbrados a ofrecer sacrificios en un templo dedicado a Apolo, sobre la cuesta del monte. Después de cuarenta días de ayuno, el santo se dedicó, en primer lugar, a predicar a la gente y a llevarla a Cristo. Sus curaciones y milagros obtuvieron muchos conversos, con cuya ayuda procedió a destruir el templo, su ídolo y su bosque sagrado. Sobre las ruinas del templo, construyó dos capillas y alrededor de estos santuarios se levantó, poco a poco, el gran edificio que estaba destinado a convertirse en la más famosa abadía que el mundo haya conocido. Los cimientos de este edificio parecen haber sido echados por San Benito, alrededor del año 530. De ahí partió la influencia que iba a jugar un papel tan importante en la cristianización y civilización de la Europa post-romana. No fue solamente un museo eclesiástico lo que se destruyó durante la segunda Guerra Mundial, cuando se bombardeó Monte Cassino. Es probable que Benito, de edad madura, en aquel entonces, pasara nuevamente algún tiempo como ermitaño; pero sus discípulos pronto acudieron también a Monte Cassino. Aleccionado sin duda por su experiencia en Sabiaco, no los mandó a casas separadas, sino que los colocó juntos en un edificio gobernado por un prior y decanos, bajo su supervisión general. Casi inmediatamente después, se hizo necesario añadir cuartos para huéspedes, porque Monte Cassino, a diferencia de Subiaco, era fácilmente accesible desde Roma y Cápua. No solamente los laicos, sino también los dignatarios de la Iglesia iban para cambiar impresiones con el fundador, cuya reputación de santidad, sabiduría y milagros habíase extendido por todas partes. Tal vez fue durante ese período cuando comenzó su "Regla," de la que San Gregorio dice que da a entender "todo su método de vida y disciplina, porque no es posible que el santo hombre pudiera enseñar algo distinto de lo que practicaba." Aunque primordialmente la regla está dirigida a los monjes de Monte Cassino, como señala el abad Chapman, parece que hay alguna razón para creer que fue escrita para todos los monjes del occidente, según deseos del Papa San Hormisdas. Está dirigida a todos aquellos que, renunciando a su propia voluntad, tomen sobre sí "la fuerte y brillante armadura de la obediencia para luchar bajo las banderas de Cristo, nuestro verdadero Rey," y prescribe una vida de oración litúrgica, estudio, ("lectura sacra") y trabajo llevado socialmente, en una comunidad y bajo un padre común. Entonces y durante mucho tiempo después, sólo en raras ocasiones un monje recibía las órdenes sagradas y no existe evidencia de que el mismo San Benito haya sido alguna vez sacerdote. Pensó en proporcionar "una escuela para el servicio del Señor," proyectada para principiantes, por lo que el ascetismo de la regla es notablemente moderado. No se alentaban austeridades anormales ni escogidas por uno mismo y, cuando un ermitaño que ocupaba una cueva cerca de Monte Cassino encadenó sus pies a la roca, San Benito le envió un mensaje que decía: "Si eres verdaderamente un siervo de Dios, no te encadenes con hierro, sino con la cadena de Cristo." La gran visión en la que Benito contempló, como en un rayo de sol, a todo el mundo alumbrado por la luz de Dios, resume la inspiración de su vida y de su regla. El santo abad, lejos de limitar sus servicios a los que querían seguir su regla, extendió sus cuidados a la población de las regiones vecinas: curaba a los enfermos, consolaba a los tristes, distribuía limosnas y alimentó a los pobres y se dice que en más de una ocasión resucitó a los muertos. Cuando la Campaña sufría un hambre terrible, donó todas las provisiones de la abadía, con excepción de cinco panes. "No tenéis bastante ahora," dijo a sus monjes, notando su consternación, "pero mañana tendréis de sobra." A la mañana siguiente, doscientos sacos de harina fueron depositados por manos desconocidas en la puerta del monasterio. Estos ejemplos se han proporcionado para ilustrar el poder profético de San Benito, al que se añadía el don de leer los pensamientos de los hombres. Un noble al que convirtió, lo encontró cierta vez llorando e inquirió la causa de su pena. El abad repuso: "este monasterio que yo he construido y todo lo que he preparado para mis hermanos, ha sido entregado a los gentiles por un designio del Todopoderoso. Con dificultad he logrado obtener misericordia para sus vidas." La profecía se cumplió cuarenta años después, cuando la abadía de Monte Cassino fue destruida por los lombardos. Cuando el godo Totila avanzaba triunfante a través del centro de Italia, concibió el deseo de visitar a San Benito, porque había oído hablar mucho de él. Por lo tanto, envió aviso de su llegada al abad, quien accedió a verlo. Para descubrir si en realidad el santo poseía los poderes que se le atribuían, Totila ordenó que se le dieran a Riggo, capitán de su guardia, sus propias ropas de púrpura y lo envió a Monte Cassino con tres condes que acostumbraban asistirlo. La suplantación no engañó a San Benito, quien saludó a Riggo con estas palabras: "hijo mío, quítate las ropas que vistes; no son tuyas." Su visitante se apresuró a partir para informar a su amo que había sido descubierto. Entonces, Totila, fue en persona hacia el hombre de Dios y, se dice que se atemorizó tanto, que cayó postrado. Pero Benito lo levantó del suelo, le recriminó por sus malas acciones y le predijo, en pocas palabras, todas las cosas que le sucederían. Al punto, el rey imploró sus oraciones y partió, pero desde aquella ocasión fue menos cruel. Esta entrevista tuvo lugar en 542 y San Benito difícilmente pudo vivir lo suficiente para ver el cumplimiento total de su propia profecía.

El santo que había vaticinado tantas cosas a otros, fue advertido con anterioridad acerca de su próxima muerte. Lo notificó a sus discípulos y, seis días antes del fin, les pidió que cavaran su tumba. Tan pronto como estuvo hecha fue atacado por la fiebre. El de marzo del año 543, durante las ceremonias del Jueves Santo, recibió la Eucaristía. Después, junto a sus monjes, murmuró unas pocas palabras de oración y murió de pie en la capilla, con las manos levantadas al cielo. Sus últimas palabras fueron: "Hay que tener un deseo inmenso de ir al cielo." Fue enterrado junto a Santa Escolástica, su hermana, en el sitio donde antes se levantaba el altar de Apolo, que él había destruido. Dos de sus monjes estaban lejos de allí rezando, y de pronto vieron una luz esplendorosa que subía hacia los cielos y exclamaron: "Seguramente es nuestro Padre Benito, que ha volado a la eternidad." Era el momento preciso en el que moría el santo .Que Dios nos envíe muchos maestros como San Benito, y que nosotros también amemos con todo el corazón a Jesús.

Que de tal manera, brille ante los demás la luz de vuestro buen Ejemplo, que ellos al ver vuestras buenas obras, glorifiquen al padre celestial. (S. Mateo 5)

Milagros de San Benito.

He aquí algunos de los muchos milagros relatados por San Gregorio, en su biografía de San Benito. El muchacho que no sabía nadar. El joven Plácido cayó en un profundo lago y se estaba ahogando. San Benito mandó a su discípulo preferido Mauro: "Láncese al agua y sálvelo." Mauro se lanzó enseguida y logró sacarlo sano y salvo hasta la orilla. Y al salir del profundo lago se acordó de que había logrado atravesar esas aguas sin saber nadar. La obediencia al santo le había permitido hacer aquel salvamento milagroso. El edificio que se cae. Estando construyendo el monasterio, se vino abajo una enorme pared y sepultó a uno de los discípulos de San Benito. Este se puso a rezar y mandó a los otros monjes que removieran los escombros, y debajo de todo apareció el monje sepultado, sano y sin heridas, como si hubiera simplemente despertado de un sueño. La piedra que no se movía. Estaban sus religiosos constructores tratando de quitar una inmensa piedra, pero esta no se dejaba ni siquiera mover un centímetro. Entonces el santo le envió una bendición, y enseguida la pudieron remover de allí como si no pesara nada. Por eso desde hace siglos cuando la gente tiene algún grave problema en su casa que no logra alejar, consigue una medalla de San Benito y le reza con fe, y obtiene prodigios. Es que este varón de Dios tiene mucho influjo ante Nuestro Señor. Panes que se multiplican. Muertes anunciadas. Un día exclamó: "Se murió mi amigo el obispo de Cápua, porque vi que subía al cielo un bello globo luminoso." Al día siguiente vinieron a traer la noticia de la muerte del obispo. Otro día vio que salía volando hacia el cielo una blanquísima paloma y exclamó: "Seguramente se murió mi hermana Escolástica." los Monjes fueron a averiguar, y sí, en efecto acababa de morir tan santa mujer. El, que había anunciado la muerte de otros, supo también que se aproximaba su propia muerte y mandó a unos religiosos a excavar…….(Bibliografía Butler; Vida de los Santos; Sálesman, P. Eliécer, "Vidas de los Santos" Sgarbossa, Mario; Giovannini, Luigi, "Un santo para cada día").

La Santa Regla.

Benedicto decidió que lo mejor era irse a vivir a un lugar solitario donde entregarse a la oración. No quería verse envuelto en las luchas por el poder, en la codicia, en la ambición y el egoísmo que suelen dominar la vida de los ricos y los poderosos.

En vez de eso quería tener tiempo para pensar en Dios, y en la vida de Jesucristo, y en cómo ser un buen cristiano. Durante una temporada vivió completamente solo en una cueva cerca de Subiaco, pero más adelante se le unieron otros hombres que acudían a pedirle que les enseñara a vivir como monjes. Para poder guiarles, Benedicto redactó su "regla para principiantes," donde explicaba lo principal que debía hacer un cristiano "si realmente busca a Dios." En ella decía que un cristiano debe vivir en paz con los demás, sin intentar salirse siempre con la suya, y sin tener una idea demasiado elevada de sí mismo. Debe vivir una vida sencilla, y no desear la posesión de muchas cosas que le hagan sentir importante y seguro. Un cristiano debe rezar a menudo, y también leer la Biblia.

Puesto que normalmente un grupo de gente que vive en común debe ponerse de acuerdo respecto a cómo hacer las cosas, Benedicto tuvo que descender también a detalles concretos: dijo cómo había que gobernar un monasterio, cuáles eran las tareas específicas que debían llevarse a cabo, qué oraciones había que rezar y cuándo había que rezarlas, qué tipo de persona debía ser el abad, cómo había que atender a los invitados, etc. Todos los monjes debían prometer obediencia al abad, y permanecer en la abadía durante toda su vida; y aunque los monjes hacían promesa de no casarse, la vida en el monasterio debía ser como una gran familia, de la cual el abad fuera el padre. Al abad lo elegían entre todos los monjes, y una vez elegido permanecía en el cargo durante toda su vida. El monasterio debía cubrir todas las necesidades de los monjes, y los hombres que llegaban allí venían de todos los estratos de la sociedad: desde hijos de campesinos que no sabían leer ni escribir hasta hijos de familias nobles que se habían educado en la escuela del monasterio. Sin embargo tenían que ser capaces de vivir juntos en paz y armonía.

Tuvo algunas dificultades, algunos monjes trataron a veces de matarle porque no estaban de acuerdo con sus ideas. En el año 520 se fue de Subiaco dirigiéndose hacia el sur, a Monte Cassino, donde fundó un nuevo monasterio. Pasó allí el resto de su vida, mientras Italia se convertía en un campo de batalla donde los godos y los ejércitos del emperador oriental libraban una guerra larga y salvaje que ningún lado podía ganar porque no era suficientemente poderoso. Mientras esta guerra cruel e inútil convertía una parte tras otra de Italia en una ruina asolada, San Benito trabajaba en Monte Cassino, donde murió hacia el año 555. Los reyes y generales dejaron tras ellos una tierra devastada, pero el Santo dejó su famosa "Regla."

Las ideas de Benedicto tuvieron una importancia especial en un mundo en el que el gobierno organizado, el comercio y las comunicaciones se estaban desmoronando ante las invasiones bárbaras. Sus monasterios eran una especie de islas" autosuficientes, que podían vivir durante larguísimos periodos de tiempo sin ayuda de ningún gobierno ni ninguna ciudad.

Esta Regla era tan práctica y funcionaba tan bien, que un monasterio tras otro decidió aceptarla, hasta que llegó a convertirse en la Regla principal de los monasterios de toda Europa durante los siguientes mil años. Durante una gran parte de ese tiempo, los monasterios serían los lugares más civilizados y Pacíficos de toda Europa.

A finales del siglo 6, un monje benedictino fue elegido papa: Gregorio el Grande, llamado así por todo lo que hizo por la Iglesia. Una de las cosas que hizo fue enviar un grupo de monjes a Inglaterra entre el 596 y el 597, dando comienzo con esta misión a la conversión de los ingleses al cristianismo; más tarde, el jefe de este grupo, Agustín, llegó a ser el primer arzobispo de Canterbury.

Con el paso de los siglos, la forma de vida de los grandes monasterios de Inglaterra y Francia fue cambiando, y se fue alejando de lo que predicaba San Benedicto. Los edificios se fueron haciendo cada vez más espléndidos y las oraciones más elaboradas; los monjes trabajaban menos en los campos y pasaban más tiempo dedicados al estudio y a la escritura y decoración de hermosos libros. Entre estos monasterios, los ingleses tenían unas características específicas. Los edificios se modificaron para adaptarse al clima frío de Inglaterra, e incluyeron una habitación especial en la que se encendía un fuego para calentarse en invierno. Además, los monasterios ingleses no estaban tan separados de la vida del país como pretendía San Benedicto: los reyes y las reinas se convirtieron en patrones de los monasterios, o en guardianes, y en muchas ocasiones la iglesia del monasterio era además la catedral de una región grande y el obispo vivía con los monjes. Además, las campanas de la abadía repicaban los domingos y los días festivos para avisar a la gente para que acudiera a la iglesia, y en ocasiones especiales los monjes y los ciudadanos organizaban procesiones por las calles de la ciudad.

Regla de San Benito.

Prólogo.

Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo verdaderamente. Así volverás por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia. Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia, para militar por Cristo Señor, verdadero Rey.

Ante todo pídele con una oración muy constante que lleve a su término toda obra buena que comiences, para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos, no tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones. En todo tiempo, pues, debemos obedecerle con los bienes suyos que Él depositó en nosotros, de tal modo que nunca, como padre airado, desherede a sus hijos, ni como señor temible, irritado por nuestras maldades, entregue a la pena eterna, como a pésimos siervos, a los que no quisieron seguirle a la gloria.

Levantémonos, pues, de una vez, ya que la Escritura nos exhorta y nos dice: "Ya es hora de levantarnos del sueño" (Rom. 13:11). Abramos los ojos a la luz divina, y oigamos con oído atento lo que diariamente nos amonesta la voz de Dios que clama diciendo: "Si oyeren hoy su voz, no endurezcan sus corazones" (Sal 94:8). Y otra vez: "El que tenga oídos para oír (Mt 11:15), escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias" (Apoc 2:7). ¿Y qué dice? "Vengan, hijos, escúchenme, yo les enseñaré el temor del Señor" (Sal 33:12). "Corran mientras tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan las tinieblas de la muerte" (Jn 12:35).

Y el Señor, que busca su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige este llamado, dice de nuevo: "¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?" (Sal 33:13). Si tú, al oírlo, respondes "Yo," Dios te dice: "Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela" (Sal 33:14-15). Y si hacen esto, pondré mis ojos sobre ustedes, y mis oídos oirán sus preces, y antes de que me invoquen les diré: "Aquí estoy." ¿Qué cosa más dulce para nosotros, caros hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Vean cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida.

Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su reino a Aquel que nos llamó.

Si queremos habitar en la morada de su reino, puesto que no se llega allí sino corriendo con obras buenas, preguntemos al Señor con el Profeta diciéndole: "Señor, ¿quién habitará en tu morada, o quién descansará en tu monte santo?" (Sal 14:1). Hecha esta pregunta, hermanos, oigamos al Señor que nos responde y nos muestra el camino de esta morada diciendo: "El que anda sin pecado y practica la justicia; el que dice la verdad en su corazón y no tiene dolo en su lengua; el que no hizo mal a su prójimo ni admitió que se lo afrentara" (Sal 14:2-3). El que apartó de la mirada de su corazón al maligno diablo tentador y a la misma tentación, y lo aniquiló, y tomó sus nacientes pensamientos y los estrelló contra Cristo. Estos son los que temen al Señor y no se engríen de su buena observancia, antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen, no es obra suya sino del Señor, y engrandecen al Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria" (Sal 113b:1). Del mismo modo que el Apóstol Pablo, que tampoco se atribuía nada de su predicación, y decía: "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Cor 15:10). Y otra vez el mismo: "El que se gloría, gloríese en el Señor" (2 Cor 10:17). Por eso dice también el Señor en el Evangelio: "Al que oye estas mis palabras y las practica, lo compararé con un hombre prudente que edificó su casa sobre piedra; vinieron los ríos, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa, pero no se cayó, porque estaba fundada sobre piedra" (Mt 7:24-25).

Después de decir esto, el Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos. Por eso, para corregirnos de nuestros males, se nos dan de plazo los días de esta vida. El Apóstol, en efecto, dice: "¿No sabes que la paciencia de Dios te invita al arrepentimiento?" . Pues el piadoso Señor dice: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 33:11).

Cuando le preguntamos al Señor, hermanos, sobre quién viviera en su casa, oímos lo que hay que hacer para habitar en ella, a condición de cumplir el deber del morador. Por tanto, preparemos nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar bajo la santa obediencia de los preceptos, y roguemos al Señor que nos conceda la ayuda de su gracia, para cumplir lo que nuestra naturaleza no puede. Y si queremos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo, y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir todas estas cosas a la luz de esta vida, corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará eternamente.

45 Vamos, pues, a instituir una escuela del servicio divino, y al hacerlo, esperamos no establecer nada que sea áspero o penoso. Pero si, por una razón de equidad, para corregir los vicios o para conservar la caridad, se dispone algo más estricto, no huyas enseguida aterrado del camino de la salvación, porque éste no se puede emprender sino por un comienzo estrecho. Mas cuando progresamos en la vida monástica y en la fe, se dilata nuestro corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino de los mandamientos de Dios. De este modo, no apartándonos nunca de su magisterio, y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la muerte, participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer también acompañarlo en su reino. Amén.

1. Las Clases de Monjes.

Es sabido que hay cuatro clases de monjes. La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un monasterio y que militan bajo una regla y un abad.

La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después de una larga probación en el monasterio. aprendieron a pelear contra el diablo, enseñados por la ayuda de muchos. Bien adiestrados en las filas de sus hermanos para la lucha solitaria del desierto, se sienten ya seguros sin el consuelo de otros, y son capaces de luchar con sólo su mano y su brazo, y con el auxilio de Dios, contra los vicios de la carne y de los pensamientos.

La tercera, es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas. Éstos no han sido probados como oro en el crisol por regla alguna en el magisterio de la experiencia, sino que, blandos como plomo, guardan en sus obras fidelidad al mundo, y mienten a Dios con su tonsura. Viven de dos en dos o de tres en tres, o también solos, sin pastor, reunidos, no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios. Su ley es la satisfacción de sus gustos: llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consideran ilícito lo que no les gusta.

La cuarta clase de monjes es la de los giróvagos, que se pasan la vida viviendo en diferentes provincias, hospedándose tres o cuatro días en distintos monasterios. Siempre vagabundos, nunca permanecen estables. Son esclavos de sus deseos y de los placeres de la gula, y peores en todo que los sarabaítas.

De la misérrima vida de todos éstos, es mejor callar que hablar. Dejándolos, pues, de lado, vamos a organizar, con la ayuda del Señor, el fortísimo linaje de los cenobitas.

2. Como Debe Ser el Abad.

Un abad digno de presidir un monasterio debe acordarse siempre de cómo se lo llama, y llenar con obras el nombre de superior. Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el monasterio, puesto que se lo llama con ese nombre, según lo que dice el Apóstol: "Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba, Padre" (Rom 8:15).

Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la justicia divina en las almas de los discípulos. Recuerde siempre el abad que se le pedirá cuenta en el tremendo juicio de Dios de estas dos cosas: de su doctrina, y de la obediencia de sus discípulos. Y sepa el abad que el pastor será el culpable del detrimento que el Padre de familias encuentre en sus ovejas. Pero si usa toda su diligencia de pastor con el rebaño inquieto y desobediente, y emplea todos sus cuidados para corregir su mal comportamiento, este pastor será absuelto en el juicio del Señor, y podrá decir con el Profeta: "No escondí tu justicia en mi corazón; manifesté tu verdad y tu salvación, pero ellos, desdeñándome, me despreciaron" (Sal 39:11; Is. 1:2). Y entonces, por fin, la muerte misma sea el castigo de las ovejas desobedientes encomendadas a su cuidado.

Por tanto, cuando alguien recibe el nombre de abad, debe gobernar a sus discípulos con doble doctrina, esto es, debe enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras. A los discípulos capaces proponga con palabras los mandatos del Señor, pero a los duros de corazón y a los más simples muestre con sus obras los preceptos divinos. Y cuanto enseñe a sus discípulos que es malo, declare con su modo de obrar que no se debe hacer, no sea que predicando a los demás sea él hallado réprobo, y que si peca, Dios le diga: "¿Por qué predicas tú mis preceptos y tomas en tu boca mi alianza? pues tú odias la disciplina y echaste mis palabras a tus espaldas" (Sal 49:16-17) y "Tú, que veías una paja en el ojo de tu hermano ¿no viste una viga en el tuyo?" (cf. Mt 7:3).

No haga distinción de personas en el monasterio. No ame a uno más que a otro, sino al que hallare mejor por sus buenas obras o por la obediencia. No anteponga el hombre libre al que viene a la religión de la condición servil, a no ser que exista otra causa razonable. Si el abad cree justamente que ésta existe, hágalo así, cualquiera fuere su rango. De lo contrario, que cada uno ocupe su lugar, porque tanto el siervo como el libre, todos somos uno en Cristo, y servimos bajo un único Señor en una misma milicia, porque no hay acepción de personas ante Dios. Él nos prefiere solamente si nos ve mejores que otros en las buenas obras y en la humildad. Sea, pues, igual su caridad para con todos, y tenga con todos una única actitud según los méritos de cada uno.

El abad debe, pues, guardar siempre en su enseñanza, aquella norma del Apóstol que dice: "Reprende, exhorta, amonesta" (2 Tim 4:2), es decir, que debe actuar según las circunstancias, ya sea con severidad o con dulzura, mostrando rigor de maestro o afecto de padre piadoso. Debe, pues, reprender más duramente a los indisciplinados e inquietos, pero a los obedientes, mansos y pacientes, debe exhortarlos para que progresen; y le advertimos que amoneste y castigue a los negligentes y a los arrogantes.

No disimule los pecados de los transgresores, sino que, cuando empiecen a brotar, córtelos de raíz en cuanto pueda, acordándose de la desgracia de Helí, sacerdote de Silo. A los mejores y más capaces corríjalos de palabra una o dos veces; pero a los malos, a los duros, a los soberbios y a los desobedientes reprímalos en el comienzo del pecado con azotes y otro castigo corporal, sabiendo que está escrito: "Al necio no se lo corrige con palabras" (Prov 29:19), y también: "Pega a tu hijo con la vara, y librarás su alma de la muerte" (Prov 23:14).

El abad debe acordarse siempre de lo que es, debe recordar el nombre que lleva, y saber que a quien más se le confía, más se le exige. Y sepa qué difícil y ardua es la tarea que toma: regir almas y servir los temperamentos de muchos, pues con unos debe emplear halagos, reprensiones con otros, y con otros consejos. Deberá conformarse y adaptarse a todos según su condición e inteligencia, de modo que no sólo no padezca detrimento la grey que le ha sido confiada, sino que él pueda alegrarse con el crecimiento del buen rebaño.

Ante todo no se preocupe de las cosas pasajeras, terrenas y caducas, de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de las almas encomendadas a él. Piense siempre que recibió el gobierno de almas de las que ha de dar cuenta. Y para que no se excuse en la escasez de recursos, acuérdese de que está escrito: "Busquen el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura" (Mt 6:33), y también: "Nada falta a los que le temen" (Sal 33:10).

Sepa que quien recibe almas para gobernar, debe prepararse para dar cuenta de ellas. Tenga por seguro que, en el día del juicio, ha de dar cuenta al Señor de tantas almas como hermanos haya tenido confiados a su cuidado, además, por cierto, de su propia alma. Y así, temiendo siempre la cuenta que va a rendir como pastor de las ovejas a él confiadas, al cuidar de las cuentas ajenas, se vuelve cuidadoso de la suya propia, y al corregir a los otros con sus exhortaciones, él mismo se corrige de sus vicios.

3. Convocación de los Hermanos a Consejo.

Siempre que en el monasterio haya que tratar asuntos de importancia, convoque el abad a toda la comunidad, y exponga él mismo de qué se ha de tratar. Oiga el consejo de los hermanos, reflexione consigo mismo, y haga lo que juzgue más útil. Hemos dicho que todos sean llamados a consejo porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor.

Los hermanos den su consejo con toda sumisión y humildad, y no se atrevan a defender con insolencia su opinión. La decisión dependa del parecer del abad, y todos obedecerán lo que él juzgue ser más oportuno. Pero así como conviene que los discípulos obedezcan al maestro, así corresponde que éste disponga todo con probidad y justicia.

Todos sigan, pues, la Regla como maestra en todas las cosas, y nadie se aparte temerariamente de ella. Nadie siga en el monasterio la voluntad de su propio corazón. Ninguno se atreva a discutir con su abad atrevidamente, o fuera del monasterio. Pero si alguno se atreve, quede sujeto a la disciplina regular. Mas el mismo abad haga todo con temor de Dios y observando la Regla, sabiendo que ha de dar cuenta, sin duda alguna, de todos sus juicios a Dios, justísimo juez.

Pero si las cosas que han de tratarse para utilidad del monasterio son de menor importancia, tome consejo solamente de los ancianos, según está escrito: "Hazlo todo con consejo, y después de hecho no te arrepentirás."

 

Virtudes.

4. Los Instrumentos de las Buenas Obras.

Estos son los instrumentos del arte espiritual. Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, el Señor nos recompensará con aquel premio que Él mismo prometió: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre lo que Dios ha preparado a los que lo aman." El taller, empero, donde debemos practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

 

5. La Obediencia.

El primer grado de humildad es una obediencia sin demora. Esta es la que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a Cristo. Ya sea en razón del santo servicio que han profesado, o por el temor del infierno, o por la gloria de la vida eterna, en cuanto el superior les manda algo, sin admitir dilación alguna, lo realizan como si Dios se lo mandara. El Señor dice de éstos: "En cuanto me oyó, me obedeció." Y dice también a los que enseñan: "El que a ustedes oye, a mí me oye." Estos tales, dejan al momento sus cosas, abandonan la propia voluntad, desocupan sus manos y dejan sin terminar lo que estaban haciendo, y obedeciendo a pie juntadas, ponen por obra la voz del que manda. Y así, en un instante, con la celeridad que da el temor de Dios, se realizan como juntamente y con prontitud ambas cosas: el mandato del maestro y la ejecución del discípulo. Es que el amor los incita a avanzar hacia la vida eterna. Por eso toman el camino estrecho del que habla el Señor cuando dice: "Angosto es el camino que conduce a la vida." Y así, no viven a su capricho ni obedecen a sus propios deseos y gustos, sino que andan bajo el juicio e imperio de otro, viven en los monasterios, y desean que los gobierne un abad. Sin duda estos tales practican aquella sentencia del Señor que dice: "No vine a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió."

Pero esta misma obediencia será entonces agradable a Dios y dulce a los hombres, si la orden se ejecuta sin vacilación, sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración o sin negarse a obedecer, porque la obediencia que se rinde a los mayores, a Dios se rinde. Él efectivamente dijo: "El que a ustedes oye, a mí me oye." Y los discípulos deben prestarla de buen grado porque "Dios ama al que da con alegría." Pero si el discípulo obedece con disgusto y murmura, no solamente con la boca sino también con el corazón, aunque cumpla lo mandado, su obediencia no será ya agradable a Dios que ve el corazón del que murmura. Obrando así no consigue gracia alguna, sino que incurre en la pena de los murmuradores, si no satisface y se enmienda.

6. El Silencio.

Hagamos lo que dice el Profeta: "Yo dije: guardaré mis caminos para no pecar con mi lengua; puse un freno a mi boca, enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun cosas buenas." El Profeta nos muestra aquí que si a veces se deben omitir hasta conversaciones buenas por amor al silencio, con cuanta mayor razón se deben evitar las palabras malas por la pena del pecado.

Por tanto, dada la importancia del silencio, rara vez se dé permiso a los discípulos perfectos para hablar aun de cosas buenas, santas y edificantes, porque está escrito: "Si hablas mucho no evitarás el pecado," y en otra parte: "La muerte y la vida están en poder de la lengua." Pues hablar y enseñar le corresponde al maestro, pero callar y escuchar le toca al discípulo.

Por eso, cuando haya que pedir algo al superior, pídase con toda humildad y respetuosa sumisión. En cuanto a las bromas, las palabras ociosas y todo lo que haga reír, lo condenamos a una eterna clausura en todo lugar, y no permitimos que el discípulo abra su boca para tales expresiones.

7. La Humildad.

Clama, hermanos, la Divina Escritura diciéndonos: "Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado." Al decir esto nos muestra que toda exaltación es una forma de soberbia. El Profeta indica que se guarda de ella diciendo: "Señor, ni mi corazón fue ambicioso ni mis ojos altaneros; no anduve buscando grandezas ni maravillas superiores a mí." Pero ¿qué sucederá? "Si no he tenido sentimientos humildes, y si mi alma se ha envanecido, Tú tratarás mi alma como a un niño que es apartado del pecho de su madre."

Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, tenemos que levantar con nuestros actos ascendentes la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube. Ahora bien, la escala misma así levantada es nuestra vida en el mundo, a la que el Señor levanta hasta el cielo cuando el corazón se humilla. Decimos, en efecto, que los dos lados de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, y en esos dos lados la vocación divina ha puesto los diversos escalones de humildad y de disciplina por los que debemos subir.

Así, pues, el primer grado de humildad consiste en que uno tenga siempre delante de los ojos el temor de Dios, y nunca lo olvide. Recuerde, pues, continuamente todo lo que Dios ha mandado, y medite sin cesar en su alma cómo el infierno abrasa, a causa de sus pecados, a aquellos que desprecian a Dios, y cómo la vida eterna está preparada para los que temen a Dios. Guárdese a toda hora de pecados y vicios, esto es, los de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia, y apresúrese a cortar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios lo mira siempre desde el cielo, y que en todo lugar, la mirada de la divinidad ve sus obras, y que a toda hora los ángeles se las anuncian.

Esto es lo que nos muestra el Profeta cuando declara que Dios está siempre presente a nuestros pensamientos diciendo: "Dios escudriña los corazones y los riñones." Y también: "El Señor conoce los pensamientos de los hombres," y dice de nuevo: "Conociste de lejos mis pensamientos." Y: "El pensamiento del hombre te será manifiesto." Y para que el hermano virtuoso esté en guardia contra sus pensamientos perversos, diga siempre en su corazón: "Solamente seré puro en tu presencia si me mantuviere alerta contra mi iniquidad."

En cuanto a la voluntad propia, la Escritura nos prohibe hacerla cuando dice: "Apártate de tus voluntades." Además pedimos a Dios en la Oración que se haga en nosotros su voluntad. Justamente, pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad cuidándonos de lo que la Escritura nos advierte: "Hay caminos que parecen rectos a los hombres, pero su término se hunde en lo profundo del infierno," y temiendo también, lo que se dice de los negligentes: "Se han corrompido y se han hecho abominables en sus deseos."

En cuanto a los deseos de la carne, creamos que Dios está siempre presente, pues el Profeta dice al Señor: "Ante ti están todos mis deseos."

Debemos, pues, cuidarnos del mal deseo, porque la muerte está instalada en la entrada del placer. Por eso la Escritura nos da este precepto: "No vayas en pos de tus concupiscencias."

Luego, si "los ojos del Señor vigilan a buenos y malos," y "el Señor mira siempre desde el cielo a los hijos de los hombres, para ver si hay alguno inteligente y que busque a Dios," y si los ángeles que nos están asignados, anuncian día y noche nuestras obras al Señor, hay que estar atentos, hermanos, en todo tiempo, como dice el Profeta en el salmo, no sea que Dios nos mire en algún momento y vea que nos hemos inclinado al mal y nos hemos hecho inútiles, y perdonándonos en esta vida, porque es piadoso y espera que nos convirtamos, nos diga en la vida futura: "Esto hiciste y callé."

El segundo grado de humildad consiste en que uno no ame su propia voluntad, ni se complazca en hacer sus gustos, sino que imite con hechos al Señor que dice: "No vine a hacer mi voluntad sino la de Aquel que me envió." Dice también la Escritura: "La voluntad tiene su pena, y la necesidad engendra la corona." El tercer grado de humildad consiste en que uno, por amor de Dios, se someta al superior en cualquier obediencia, imitando al Señor de quien dice el Apóstol: "Se hizo obediente hasta la muerte."

El cuarto grado de humildad consiste en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: "El que perseverare hasta el fin se salvará," y también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor." Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero." Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: "Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó." La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios! nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda." Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo: "Pusiste hombres sobre nuestras cabezas." En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos; con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a los que los maldicen.

El quinto grado de humildad consiste en que uno no le oculte a su abad todos los malos pensamientos que llegan a su corazón y las malas acciones cometidas en secreto, sino que los confiese humildemente. La Escritura nos exhorta a hacer esto diciendo: "Revela al Señor tu camino y espera en Él." Y también dice: "Confiesen al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia." Y otra vez el Profeta: "Te manifesté mi delito y no oculté mi injusticia. Dije: confesaré mis culpas al Señor contra mí mismo, y Tú perdonaste la impiedad de mi corazón."

El sexto grado de humildad consiste en que el monje esté contento con todo lo que es vil y despreciable, y que juzgándose obrero malo e indigno para todo lo que se le mande, se diga a sí mismo con el Profeta: "Fui reducido a la nada y nada supe; yo era como un jumento en tu presencia, pero siempre estaré contigo."

El séptimo grado de humildad consiste en que uno no sólo diga con la lengua que es el inferior y el más vil de todos, sino que también lo crea con el más profundo sentimiento del corazón, humillándose y diciendo con el Profeta: "Soy un gusano y no un hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe. He sido ensalzado y luego humillado y confundido." Y también: "Es bueno para mí que me hayas humillado, para que aprenda tus mandamientos."

El octavo grado de humildad consiste en que el monje no haga nada sino lo que la Regla del monasterio o el ejemplo de los mayores le indica que debe hacer.

El noveno grado de humildad consiste en que el monje no permita a su lengua que hable. Guarde, pues, silencio y no hable hasta ser preguntado, porque la Escritura enseña que "en el mucho hablar no se evita el pecado." y que "el hombre que mucho habla no anda rectamente en la tierra."

El décimo grado de humildad consiste en que uno no se ría fácil y prontamente, porque está escrito: "El necio en la risa levanta su voz."

El undécimo grado de humildad consiste en que el monje, cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con humildad y con gravedad, diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la voz, pues está escrito: "Se reconoce al sabio por sus pocas palabras."

El duodécimo grado de humildad consiste en que el monje no sólo tenga humildad en su corazón, sino que la demuestre siempre a cuantos lo vean aun con su propio cuerpo, es decir, que en la Obra de Dios, en el oratorio, en el monasterio, en el huerto, en el camino, en el campo, o en cualquier lugar, ya esté sentado o andando o parado, esté siempre con la cabeza inclinada y la mirada fija en tierra, y creyéndose en todo momento reo por sus pecados, se vea ya en el tremendo juicio. Y diga siempre en su corazón lo que decía aquel publicano del Evangelio con los ojos fijos en la tierra: "Señor, no soy digno yo, pecador, de levantar mis ojos al cielo." Y también con el Profeta: "He sido profundamente encorvado y humillado."

Cuando el monje haya subido estos grados de humildad, llegará pronto a aquel amor de Dios que "siendo perfecto excluye todo temor," en virtud del cual lo que antes observaba no sin temor, empezará a cumplirlo como naturalmente, como por costumbre, y no ya por temor del infierno sino por amor a Cristo, por el mismo hábito bueno y por el atractivo de las virtudes. Todo lo cual el Señor se dignará manifestar por el Espíritu Santo en su obrero, cuando ya esté limpio de vicios y pecados.

 

Oficios Divinos.

8. Los Oficios Divinos por la Noche.

En invierno, es decir, desde el primero de noviembre hasta Pascua, siguiendo un criterio razonable, levántense a la octava hora de la noche, a fin de que descansen hasta un poco más de media noche, y se levanten ya reparados. Lo que queda después de las Vigilias, empléenlo los hermanos que lo necesiten en el estudio del salterio y de las lecturas.

Pero desde Pascua hasta el mencionado primero de noviembre, el horario se regulará de este modo: Después del oficio de Vigilias, tras un breve intervalo para que los hermanos salgan a las necesidades naturales, sigan los Laudes, que se dirán con las primeras luces del día.

9. Cuantos Salmos se han de Decir en las Horas Nocturnas.

En el mencionado tiempo de invierno, debe decirse en primer lugar y por tres veces el verso: "Señor, ábreme los labios, y mi boca anunciará tus alabanzas," al que se añadirá el salmo 3 y el "Gloria"; tras éste, el salmo 94 con antífona, o por lo menos, cantado. Siga luego el himno, después seis salmos con antífonas. Dichos éstos y el verso, dé el abad la bendición. Siéntense todos en bancos, y los hermanos lean por turno en el libro del atril, tres lecturas, entre las cuales cántense tres responsorios. Dos responsorios díganse sin "Gloria," pero después de la tercera lectura, el que canta diga "Gloria." Cuando el cantor comienza a entonarlo, levántense todos inmediatamente de sus asientos en honor y reverencia de la Santa Trinidad.

Léanse en las Vigilias los libros de autoridad divina, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, así como los comentarios que hayan hecho sobre ellos los Padres católicos conocidos y ortodoxos.

Después de estas tres lecturas con sus responsorios, sigan otros seis salmos que se han de cantar con "Aleluya." Tras éstos, una lectura del Apóstol que se ha de recitar de memoria, el verso y la súplica de la letanía, esto es el "Kirie eleison." Así se concluirán las "Vigilias" nocturnas.

10. Como se ha de Celebrar en Verano la Alabanza Nocturna.

Desde Pascua hasta el primero de noviembre manténgase, en cuanto al número de salmos, todo lo que se dijo arriba, pero, a causa de la brevedad de las noches, no se leerán las lecturas en el libro, sino que, en lugar de esas tres lecturas, se dirá una de memoria, tomada del Antiguo Testamento y seguida de un responsorio breve. Todo lo demás cúmplase como se dijo, es decir, que nunca se digan en las Vigilias menos de doce salmos, sin contar en este número el salmo 3 y el 94.

11. Como han de Celebrarse  las Vigilias de los Domingos.

El domingo levántense para las Vigilias más temprano. Guárdese en tales Vigilias esta disposición: Reciten, como arriba dispusimos, seis salmos y el verso. Siéntense todos por orden en los bancos, y léase en el libro, como arriba dijimos, cuatro lecciones con sus responsorios. Sólo en el cuarto responsorio diga "Gloria" el cantor, y al entonarlo, levántense todos en seguida con reverencia.

Después de estas lecturas, síganse por orden otros seis salmos con antífonas, como los anteriores, y el verso. Luego léanse de nuevo otras cuatro lecturas con sus responsorios en el orden indicado.

Después de éstas, díganse tres cánticos de los Profetas, los que determine el abad, los cuales se salmodiarán con "Aleluya." Dígase el verso, dé el abad la bendición, y léanse otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento en el orden indicado. Después del cuarto responsorio empiece el abad el himno "Te Deum laudamus." Una vez dicho, lea el abad una lectura de los Evangelios, estando todos de pie con respeto y temor. Al terminar, todos respondan "Amén," y prosiga en seguida el abad con el himno "Te decet laus," y dada la bendición, empiecen los Laudes.

Manténgase este orden de las Vigilias del domingo en todo tiempo, tanto en verano como en invierno, a no ser que se levanten más tarde — lo que no suceda — y haya que abreviar un poco las lecturas o los responsorios. Cuídese mucho de que esto no ocurra, pero si aconteciere, el responsable de esta negligencia dé conveniente satisfacción a Dios en el oratorio.

12. Como se ha de Celebrar el Oficio de Laudes.

En los Laudes del domingo, dígase en primer lugar el salmo 66 sin antífona, todo seguido. Luego dígase el 50 con "Aleluya"; tras él, el 117 y el 62; después el "Benedicite" y los "Laudate," una lectura del Apocalipsis dicha de memoria, el responsorio, el himno, el verso, el cántico del Evangelio, la letanía, y así se concluye.

13. Como han he Celebrarse los Laudes  en los Días Ordinarios.

En los días ordinarios, en cambio, celébrese la solemnidad de Laudes de este modo: Dígase el salmo 66 sin antífona, demorándolo un poco, como el domingo, para que todos lleguen al 50 que se dirá con antífona. Luego díganse otros dos salmos, como es de costumbre, esto es: el lunes, el 5 y el 35; el martes, el 42 y el 56; el miércoles, el 63 y el 64; el jueves, el 87 y el 89; el viernes, el 75 y el 91; y el sábado, el 142 y el cántico del Deuteronomio que se dividirá en dos "Glorias." Pero en los demás días se dirá un cántico de los Profetas, cada uno en su día, como salmodia la Iglesia Romana. Sigan después los "Laudate," luego una lectura del Apóstol que se ha de recitar de memoria, el responsorio, el himno, el verso, el cántico del Evangelio, la letanía, y así se concluye.

Los oficios de Laudes y Vísperas no deben terminar nunca sin que el superior diga íntegramente la oración del Señor, de modo que todos la oigan. Esto se hará, porque como suelen aparecer las espinas de los escándalos, amonestados por la promesa de la misma oración que dice: "Perdónanos así como nosotros perdonamos," se purifiquen de este vicio. En las otras Horas, en cambio, se dirá la última parte de esta oración, para que todos respondan: "Mas líbranos del mal."

14. Como han de Celebrarse las Vigilias en las Fiestas de los Santos.

En las festividades de los santos y en todas las solemnidades celébrese el oficio como dispusimos para el domingo, excepto que se dirán los salmos, las antífonas y las lecturas que correspondan al mismo día. Pero guárdese la disposición prescrita.

15. En que Tiempos se Dirá Aleluya.

Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, se dirá "Aleluya" sin interrupción, tanto en los salmos como en los responsorios. Pero desde Pentecostés hasta el principio de Cuaresma se dirá únicamente todas las noches a los Nocturnos, con los seis últimos salmos.

Pero todos los domingos, salvo en Cuaresma, se dirán con "Aleluya" los cánticos, Laudes, Prima, Tercia, Sexta y Nona; mas las Vísperas con antífona. En cambio, los responsorios no se digan nunca con "Aleluya," sino desde Pascua hasta Pentecostés.

16. Como se han de Celebrar los Oficios Divinos Durante el Día.

Dice el Profeta: "Siete veces al día te alabé." Nosotros observaremos este sagrado número septenario, si cumplimos los oficios de nuestro servicio en Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas, porque de estas horas del día se dijo: "Siete veces al día te alabé." Pues de las Vigilias nocturnas dijo el mismo Profeta: "A media noche me levantaba para darte gracias."

Ofrezcamos, entonces, alabanzas a nuestro Creador "por los juicios de su justicia," en estos tiempos, esto es, en Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas, y levantémonos por la noche para darle gracias.

17. Cuantos Salmos se han de Cantar en esas Mismas Horas.

Ya hemos dispuesto el orden de la salmodia en los Nocturnos y en Laudes; veamos ahora en las Horas siguientes.

En la Hora de Prima díganse tres salmos separadamente, y no bajo un solo "Gloria"; el himno de esta Hora se dirá después del verso: "Oh Dios, ven en mi ayuda," antes de empezar los salmos. Cuando se terminen los tres salmos recítese una lectura, el verso, el "Kirie eleison" y la conclusión.

A Tercia, Sexta y Nona celébrese la oración con el mismo orden, esto es: el himno de esas Horas, tres salmos, la lectura y el verso, el "Kirie eleison" y la conclusión. Si la comunidad fuere numerosa, los salmos se cantarán con antífonas, pero si es reducida, seguidos.

El oficio de Vísperas constará, en cambio, de cuatro salmos con antífona; después de éstos ha de recitarse la lectura, luego el responsorio, el himno, el verso, el cántico del Evangelio, la letanía, y termínese con la Oración del Señor.

Completas comprenderá la recitación de tres salmos que se han de decir seguidos, sin antífona; después de ellos, el himno de esta Hora, una lectura, el verso, el "Kirie eleison," y termínese con una bendición.

18. En que Orden se han de Decir los Salmos.

Primero dígase el verso: "Oh Dios, ven en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme," y "Gloria"; y después el himno de cada Hora.

En Prima del domingo se han de decir cuatro secciones del salmo 118: pero en las demás Horas, esto es, en Tercia, Sexta y Nona, díganse tres secciones de dicho salmo 118. En Prima del lunes díganse tres salmos, el 1, el 2 y el 6. Y así cada día en Prima, hasta el domingo, díganse por orden tres salmos hasta el 19, dividiendo el salmo 9 y el 17 en dos partes. Se hace así, para que las Vigilias del domingo empiecen siempre con el salmo 20.

En Tercia, Sexta y Nona del lunes díganse las nueve secciones que quedan del salmo 118, tres en cada Hora. Como el salmo 118 se termina en dos días, esto es entre el domingo y el lunes, el martes en Tercia, Sexta y Nona salmódiense tres salmos desde el 119 hasta el 127, esto es, nueve salmos. Estos salmos se repetirán siempre los mismos en las mismas Horas hasta el domingo, conservando todos los días la misma disposición de himnos, lecturas y versos. Así se comenzará siempre el domingo con el salmo 118.

Cántese diariamente Vísperas modulando cuatro salmos, desde el 109 hasta el 147, exceptuando los que se han reservado para otras Horas, esto es, desde el 117 hasta el 127, y el 133 y el 142. Los demás deben decirse en Vísperas. Pero como resultan tres salmos menos, por eso han de dividirse los más largos de dicho número, es a saber, el 138, el 143 y el 144. En cambio el 116, porque es breve, júntese con el 115. Dispuesto, pues, el orden de los salmos vespertinos, lo demás, esto es, lectura, responsorio, himno, verso y cántico, cúmplase como arriba dispusimos.

En Completas, en cambio, repítanse diariamente los mismos salmos, es a saber, el 4, el 90 y el 133.

Dispuesto el orden de la salmodia diurna, todos los demás salmos que quedan, repártanse por igual en las Vigilias de las siete noches, dividiendo aquellos salmos que son más largos, y asignando doce para cada noche.

Advertimos especialmente que si a alguno no le gusta esta distribución de salmos, puede ordenarlos como le parezca mejor, con tal que mantenga siempre la recitación íntegra del salterio de ciento cincuenta salmos en una semana, y que en las Vigilias del domingo se vuelva a comenzar desde el principio, porque muestran un muy flojo servicio de devoción los monjes que, en el espacio de una semana, salmodian menos que un salterio, con los cánticos acostumbrados, cuando leemos que nuestros santos Padres cumplían valerosamente en un día, lo que nosotros, tibios, ojalá realicemos en toda una semana.

19. El Modo de Salmodiar.

Creemos que Dios está presente en todas partes, y que "los ojos del Señor vigilan en todo lugar a buenos y malos," pero debemos creer esto sobre todo y sin la menor vacilación, cuando asistimos a la Obra de Dios.

Por tanto, acordémonos siempre de lo que dice el Profeta: "Sirvan al Señor con temor." Y otra vez: "Canten sabiamente." Y, "En presencia de los ángeles cantaré para ti."

Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestra voz.

20. La Reverencia en la Oración.

Si cuando queremos sugerir algo a hombres poderosos, no osamos hacerlo sino con humildad y reverencia, con cuánta mayor razón se ha de suplicar al Señor Dios de todas las cosas con toda humildad y pura devoción.

Y sepamos que seremos escuchados, no por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas. Por eso la oración debe ser breve y pura, a no ser que se prolongue por un afecto inspirado por la gracia divina. pero en comunidad abréviese la oración en lo posible, y cuando el superior dé la señal, levántense todos juntos.

Diferentes temas.

21. Los Decanos del Monasterio.

Si la comunidad es numerosa, elíjanse hermanos que tengan buena fama y una vida santa, y sean nombrados decanos, para que velen en todo con solicitud sobre sus decanías, según los mandamientos de Dios y los preceptos de su abad.

Elíjanse decanos a aquellos con quienes el abad pueda compartir confiadamente su cargo. Y no se elijan por orden, sino según el mérito de su vida y la sabiduría de su doctrina.

Si alguno de los decanos, hinchado por el espíritu de soberbia, se hace reprensible, corríjaselo una primera, una segunda y una tercera vez, y si no quiere enmendarse, destitúyaselo y póngase en su lugar a otro que sea digno. Lo mismo establecemos respecto del prior.

22. Como han de dormir los Monjes.

Duerma cada cual en su cama. Reciban de su abad la ropa de cama adecuada a su género de vida. Si es posible, duerman todos en un mismo local, pero si el número no lo permite, duerman de a diez o de a veinte, con ancianos que velen sobre ellos. En este dormitorio arda constantemente una lámpara hasta el amanecer.

Duerman vestidos, y ceñidos con cintos o cuerdas. Cuando duerman, no tengan a su lado los cuchillos, no sea que se hieran durante el sueño. Estén así los monjes siempre preparados, y cuando se dé la señal, levántense sin tardanza y apresúrense a anticiparse unos a otros para la Obra de Dios, aunque con toda gravedad y modestia. Los hermanos más jóvenes no tengan las camas contiguas, sino intercaladas con las de los ancianos. Cuando se levanten para la Obra de Dios, anímense discretamente unos a otros, para que los soñolientos no puedan excusarse.

23. La Excomunión por las Faltas.

Si algún hermano es terco, desobediente, soberbio o murmurador, o contradice despreciativamente la Santa Regla en algún punto, o los preceptos de sus mayores, sea amonestado secretamente por sus ancianos una y otra vez, según el precepto de nuestro Señor. Si no se enmienda, repréndaselo públicamente delante de todos. Si ni así se corrige, sea excomulgado, con tal que sea capaz de comprender la importancia de esta pena. Si no es capaz, reciba un castigo corporal.

24. Cual debe ser el Alcance de la Excomunión.

La gravedad de la excomunión o del castigo debe calcularse por la gravedad de la falta, cuya estimación queda a juicio del abad.

Si un hermano cae en faltas leves, no se le permita compartir la mesa. Con el excluido de la mesa común se seguirá este criterio: En el oratorio no entone salmo o antífona, ni lea la lectura, hasta que satisfaga. Tome su alimento solo, después que los hermanos hayan comido; así, por ejemplo, si los hermanos comen a la hora de sexta, coma él a la de nona, si los hermanos a la de nona, él a la de vísperas, hasta que sea perdonado gracias a una expiación conveniente.

25. Las Faltas mas Graves.

Al hermano culpable de una falta más grave exclúyanlo a la vez de la mesa y del oratorio. Ninguno de los hermanos se acerque a él para hacerle compañía o para conversar. Esté solo en el trabajo que le manden hacer, y persevere en llanto de penitencia meditando aquella terrible sentencia del Apóstol que dice: "Este hombre ha sido entregado a la muerte de la carne, para que su espíritu se salve en el día del Señor." Tome a solas su alimento, en la medida y hora que el abad juzgue convenirle. Nadie lo bendiga al pasar, ni se bendiga el alimento que se le da.

26. Los que se Juntan sin Permiso con los Excomulgados.

Si algún hermano se atreve, sin orden del abad, a tomar contacto de cualquier modo con un hermano excomulgado, a hablar con él o a enviarle un mensaje, incurra en la misma pena de la excomunión.

27. Con que Solicitud debe el Abad cuidar de los Excomulgados.

Cuide el abad con la mayor solicitud de los hermanos culpables, porque "no necesitan médico los sanos, sino los enfermos." Por eso debe usar todos los recursos, como un sabio médico. Envíe, pues, "sempectas," esto es, hermanos ancianos prudentes que, como en secreto, consuelen al hermano vacilante, lo animen para que haga una humilde satisfacción, y lo consuelen "para que no sea abatido por una excesiva tristeza," sino que, como dice el Apóstol, "experimente una mayor caridad"; y todos oren por él.

Debe, pues, el abad extremar la solicitud y procurar con toda sagacidad e industria no perder ninguna de las ovejas confiadas a él. Sepa, en efecto, que ha recibido el cuidado de almas enfermas, no el dominio tiránico sobre las sanas, y tema lo que Dios dice en la amenaza del Profeta: "Tomaban lo que veían gordo y desechaban lo flaco." Imite el ejemplo de piedad del buen Pastor, que dejó noventa y nueve ovejas en los montes, y se fue a buscar una que se había perdido. Y tanto se compadeció de su flaqueza, que se dignó cargarla sobre sus sagrados hombros y volverla así al rebaño.

28. De los que Muchas Veces Corregidos no se Enmiendan.

Al hermano que, a pesar de ser corregido frecuentemente por una falta, y aun excomulgado, no se enmienda, aplíquesele una corrección más severa, esto es, castígueselo con azotes. Pero si ni aun así se corrige, o tal vez, lo que ojalá no suceda, se llena de soberbia y pretende defender su conducta, el abad obre como un sabio médico: si ya aplicó los fomentos y los ungüentos de las exhortaciones, los medicamentos de las divinas Escrituras y, por último, el cauterio de la excomunión y las heridas de los azotes, y ve que no puede nada con su industria, aplique también lo que es más eficaz, esto es, su oración y la de todos los hermanos por aquel, para que el Señor, que todo lo puede, sane al hermano enfermo.

Mas si no sana ni con este medio, use ya entonces el abad del hierro de la amputación, como dice el Apóstol: "Arranquen al malo de entre ustedes." Y en otro lugar: "El infiel, si se va que se vaya," no sea que una oveja enferma contagie todo el rebaño.

29. Si los Monjes que se van del Monasterio deben ser Recibidos de Nuevo.

El hermano que se fue del monasterio por su propia culpa, y quiere luego volver, comience por prometer una total enmienda de lo que fue causa de su salida. Se le recibirá entonces en el último grado, para que así se compruebe su humildad. Mas si vuelve a salir, recíbaselo de igual modo hasta una tercera vez, sabiendo que, en adelante, toda posibilidad de retorno le será denegada.

30. Como han de ser Corregidos los Niños en su Menor Edad.

Cada uno debe ser tratado según su edad y capacidad. Por eso, los niños y los adolescentes, o aquellos que son incapaces de comprender la gravedad de la pena de la excomunión, siempre que cometan una falta, deberán ser sancionados con rigurosos ayunos o corregidos con ásperos azotes, para que sanen.

31. Como debe ser el Mayordomo del Monasterio.

Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea sabio, maduro de costumbres, sobrio y frugal, que no sea ni altivo, ni agitado, ni propenso a injuriar, ni tardo, ni pródigo, sino temeroso de Dios, y que sea como un padre para toda la comunidad.

Tenga el cuidado de todo. No haga nada sin orden del abad, sino que cumpla todo lo que se le mande. No contriste a los hermanos. Si quizás algún hermano pide algo sin razón, no lo entristezca con su desprecio, sino niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide indebidamente.

Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol: "Quien bien administra, se procura un buen puesto." Cuide con toda solicitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres, sabiendo que, sin duda, de todos éstos ha de dar cuenta en el día del juicio.

Mire todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar. No trate nada con negligencia. No sea avaro ni pródigo, ni dilapide los bienes del monasterio. Obre en todo con mesura y según el mandato del abad.

Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una respuesta amable, porque está escrito: "Más vale una palabra amable que la mejor dádiva" . Tenga bajo su cuidado todo lo que el abad le encargue, y no se entrometa en lo que aquél le prohiba. Proporcione a los hermanos el sustento establecido sin ninguna arrogancia ni dilación, para que no se escandalicen, acordándose de lo que merece, según la palabra divina, aquel que "escandaliza a alguno de los pequeños."

Si la comunidad es numerosa, dénsele ayudantes, con cuya asistencia cumpla él mismo con buen ánimo el oficio que se le ha confiado.

Dense las cosas que se han de dar, y pídanse las que se han de pedir, en las horas que corresponde, para que nadie se perturbe ni aflija en la casa de Dios.

32. Las Herramientas y Objetos del Monasterio.

El abad confíe los bienes del monasterio, esto es, herramientas, vestidos y cualesquiera otras cosas, a hermanos de cuya vida y costumbres esté seguro, y asígneselas para su custodia y conservación, como él lo juzgue conveniente. de estos bienes tenga el abad un inventario, para saber lo que da y lo que recibe, cuando los hermanos se suceden en sus cargos.

Si alguien trata las cosas del monasterio con sordidez o descuido, sea corregido, y si no se enmienda, sométaselo a la disciplina de la Regla.

33. Si los Monjes deben tener Algo Propio.

En el monasterio se ha de cortar radicalmente este vicio. Que nadie se permita dar o recibir cosa alguna sin mandato del abad, ni tener en propiedad nada absolutamente, ni libro, ni tablillas, ni pluma, nada en absoluto, como a quienes no les es lícito disponer de su cuerpo ni seguir sus propios deseos. Todo lo necesario deben esperarlo del padre del monasterio, y no les está permitido tener nada que el abad no les haya dado o concedido. Y que "todas las cosas sean comunes a todos," como está escrito, de modo que nadie piense o diga que algo es suyo.

Si se sorprende a alguno que se complace en este pésimo vicio, amonésteselo una y otra vez, y si no se enmienda, sométaselo a la corrección.

34. Si Todos deben Recibir Igualmente lo Necesario.

Está escrito: "Repartíase a cada uno de acuerdo a lo que necesitaba." No decimos con esto que haya acepción de personas, no lo permita Dios, sino consideración de las flaquezas. Por eso, el que necesita menos, dé gracias a Dios y no se contriste; en cambio, el que necesita más, humíllese por su flaqueza y no se engría por la misericordia. Así todos los miembros estarán en paz.

Ante todo, que el mal de la murmuración no se manifieste por ningún motivo en ninguna palabra o gesto. Si alguno es sorprendido en esto, sométaselo a una sanción muy severa.

35. Los Semaneros de Cocina.

Sírvanse los hermanos unos a otros, de tal modo que nadie se dispense del trabajo de la cocina, a no ser por enfermedad o por estar ocupado en un asunto de mucha utilidad, porque de ahí se adquiere el premio de una caridad muy grande. Dése ayuda a los débiles, para que no hagan este trabajo con tristeza; y aun tengan todos ayudantes según el estado de la comunidad y la situación del lugar. Si la comunidad es numerosa, el mayordomo sea dispensado de la cocina, como también los que, como ya dijimos, están ocupados en cosas de mayor utilidad. Los demás sírvanse unos a otros con caridad.

El que termina el servicio semanal, haga limpieza el sábado. Laven las toallas con las que los hermanos se secan las manos y los pies. Tanto el que sale como el que entra, laven los pies a todos. Devuelva al mayordomo los utensilios de su ministerio limpios y sanos, y el mayordomo, a su vez, entréguelos al que entra, para saber lo que da y lo que recibe.

Los semaneros recibirán una hora antes de la comida, un poco de vino y de pan sobre la porción que les corresponde, para que a la hora de la refección sirvan a sus hermanos sin murmuración y sin grave molestia, pero en las solemnidades esperen hasta el final de la comida.

Al terminar los Laudes del domingo, los semaneros que entran y los que salen, se pondrán de rodillas en el oratorio a los pies de todos, pidiendo que oren por ellos. El que termina su semana, diga este verso: "Bendito seas, Señor Dios, porque me has ayudado y consolado." Dicho esto tres veces, el que sale recibirá la bendición. Luego seguirá el que entra diciendo: "Oh Dios, ven en mi ayuda, apresúrate, Señor, a socorrerme." Todos repitan también esto tres veces, y luego de recibir la bendición, entre a servir.

36. Los Hermanos Enfermos.

Ante todo y sobre todo se ha de atender a los hermanos enfermos, sirviéndolos como a Cristo en persona, pues Él mismo dijo: "Enfermo estuve y me visitaron" y "Lo que hicieron a uno de estos pequeños, a mí me lo hicieron." Pero consideren los mismos enfermos que a ellos se los sirve para honrar a Dios, y no molesten con sus pretensiones excesivas a sus hermanos que los sirven. Sin embargo, se los debe soportar pacientemente, porque tales enfermos hacen ganar una recompensa mayor. Por tanto el abad tenga sumo cuidado de que no padezcan ninguna negligencia. Para los hermanos enfermos haya un local aparte atendido por un servidor temeroso de Dios, diligente y solícito. Ofrézcase a los enfermos, siempre que sea conveniente, el uso de baños; pero a los sanos, especialmente a los jóvenes, permítaselos más difícilmente. A los enfermos muy débiles les es permitido comer carne para reponerse, pero cuando mejoren, dejen de hacerlo, como se acostumbra. Preocúpese mucho el abad de que los mayordomos y los servidores no descuiden a los enfermos, porque él es el responsable de toda falta cometida por los discípulos.

37. Los Ancianos y los Niños.

Aunque la misma naturaleza humana mueva a ser misericordioso con estas dos edades, o sea la de los ancianos y la de los niños, la autoridad de la Regla debe, sin embargo, mirar también por ellos. Téngase siempre presente su debilidad, y en modo alguno se aplique a ellos el rigor de la Regla en lo que a alimentos se refiere, sino que se les tendrá una amable consideración, y anticiparán las horas de comida regulares.

38. El Lector de la Semana.

En la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura. Pero no debe leer allí el que de buenas a primeras toma el libro, sino que el lector de toda la semana ha de comenzar su oficio el domingo. Después de la misa y comunión, el que entra en función pida a todos que oren por él, para que Dios aparte de él el espíritu de vanidad. Y digan todos tres veces en el oratorio este verso que comenzará el lector: "Señor, ábreme los labios, y mi boca anunciará tus alabanzas."

Reciba luego la bendición y comience su oficio de lector. Guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector.

Sírvanse los hermanos unos a otros, de modo que los que comen y beben, tengan lo necesario y no les haga falta pedir nada; pero si necesitan algo, pídanlo llamando con un sonido más bien que con la voz. Y nadie se atreva allí a preguntar algo sobre la lectura o sobre cualquier otra cosa, para que no haya ocasión de hablar, a no ser que el superior quiera decir algo brevemente para edificación. El hermano lector de la semana tomará un poco de vino con agua antes de comenzar a leer, a causa de la santa Comunión, y para que no le resulte penoso soportar el ayuno.

Luego tomará su alimento con los semaneros de cocina y los servidores. No lean ni canten todos los hermanos por orden, sino los que edifiquen a los oyentes.

39. La Medida de la Comida.

Nos parece suficiente que en la comida diaria, ya se sirva ésta a la hora sexta o a la hora nona, se sirvan en todas las mesas dos platos cocidos a causa de las flaquezas de algunos, para que el que no pueda comer de uno, coma del otro. Sean, pues, suficientes dos platos cocidos para todos los hermanos, y si se pueden conseguir frutas o legumbres, añádase un tercero.

Baste una libra bien pesada de pan al día, ya sea que haya una sola comida, o bien almuerzo y cena. Si han de cenar, reserve el mayordomo una tercera parte de esa misma libra para darla en la cena.

Pero si el trabajo ha sido mayor del habitual, el abad tiene plena autoridad para agregar algo, si cree que conviene, evitando empero, ante todo, los excesos, para que nunca el monje sufra una indigestión, ya que nada es tan contrario a todo cristiano como la glotonería, como dice el Señor: "Miren que no se graven sus corazones con la voracidad." A los niños de tierna edad no se les dé la misma cantidad que a los mayores, sino menos, guardando en todo la templanza.

Y todos absténganse absolutamente de comer carne de cuadrúpedos, excepto los enfermos muy débiles.

40. La Medida de la Bebida.

"Cada cual ha recibido de Dios su propio don, uno de una manera, otro de otra," por eso establecemos con algún escrúpulo la medida del sustento de los demás. Teniendo, pues, en cuenta la flaqueza de los débiles, creemos que es suficiente para cada uno — una hémina de vino al día. Pero aquellos a quienes Dios les da la virtud de abstenerse, sepan que han de tener un premio particular.

Juzgue el superior si la necesidad del lugar, el trabajo o el calor del verano exigen más, cuidando en todo caso de que no se llegue a la saciedad o a la embriaguez. Aunque leemos que el vino en modo alguno es propio de los monjes, como en nuestros tiempos no se los puede persuadir de ello, convengamos al menos en no beber hasta la saciedad sino moderadamente, porque "el vino hace apostatar hasta a los sabios."

Pero donde las condiciones del lugar no permiten conseguir la cantidad que dijimos, sino mucho menos, o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven, y no murmuren. Ante todo les advertimos esto, que no murmuren.

41. A que Horas se debe Comer.

Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, coman los monjes a la hora sexta, y cenen al anochecer. Desde Pentecostés, durante el verano, si los monjes no trabajan en el campo o no les molesta un calor excesivo, ayunen los miércoles y viernes hasta nona, y los demás días coman a sexta. Pero si trabajan en el campo, o el calor del verano es excesivo, la comida manténgase a la hora sexta. Quede esto a juicio del abad. Éste debe temperar y disponer todo de modo que las almas se salven, y que los hermanos hagan lo que hacen sin justa murmuración.

Desde el catorce de setiembre hasta el principio de Cuaresma, coman siempre los hermanos a la hora nona.

En Cuaresma, hasta Pascua, coman a la hora de vísperas. Las mismas Vísperas celébrense de tal modo que los que comen, no necesiten luz de lámparas, sino que todo se concluya con la luz del día. Y siempre calcúlese también la hora de la cena o la de la única comida de tal modo que todo se haga con luz natural.

42. Que Nadie Hable Después de Completas.

Los monjes deben esforzarse en guardar silencio en todo momento, pero sobre todo en las horas de la noche. Por eso, en todo tiempo, ya sea de ayuno o de refección, se procederá así:

Si se trata de tiempo en que no se ayuna, después de levantarse de la cena, siéntense todos juntos, y uno lea las "Colaciones" o las "Vidas de los Padres," o algo que edifique a los oyentes, pero no el Heptateuco o los Reyes, porque no les será útil a los espíritus débiles oír esta parte de la Escritura en aquella hora. Léase, sin embargo, en otras horas.

Si es día de ayuno, díganse Vísperas, y tras un corto intervalo acudan enseguida a la lectura de las "Colaciones," como dijimos. Lean cuatro o cinco páginas o lo que permita la hora, para que durante ese tiempo de lectura puedan reunirse todos, porque quizás alguno estuvo ocupado en cumplir algún encargo, y todos juntos recen Completas. Al salir de Completas, ninguno tiene ya permiso para decir nada a nadie. Si se encuentra a alguno que quebranta esta regla de silencio, sométaselo a un severo castigo, salvo si lo hace porque es necesario atender a los huéspedes, o si quizás el abad manda algo a alguien. Pero aun esto mismo hágase con suma gravedad y discreta moderación.

43. Los que Llegan Tarde a la Obra de Dios o a la Mesa.

Cuando sea la hora del Oficio divino, ni bien oigan la señal, dejen todo lo que tengan entre manos y acudan con gran rapidez, pero con gravedad, para no provocar disipación. Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios.

Si alguno llega a las Vigilias después del Gloria del salmo 94 (que por esto queremos que se diga muy pausadamente y con lentitud), no ocupe su puesto en el coro, sino el último de todos o el lugar separado que el abad determine para tales negligentes, para que sea visto por él y por todos. Luego, al terminar la Obra de Dios, haga penitencia con pública satisfacción.

Juzgamos que éstos deben colocarse en el último lugar o aparte, para que, al ser vistos por todos, se corrijan al menos por su misma vergüenza. Pero si se quedan fuera del oratorio, habrá alguno quizás que se vuelva a acostar y a dormir, o bien se siente afuera y se entretenga charlando y dé ocasión al maligno. Que entren, pues, para que no lo pierdan todo y en adelante se enmienden.

En las Horas diurnas, quien no llega a la Obra de Dios hasta después del verso y del Gloria del primer salmo que se dice después del verso, quédese en el último lugar, según la disposición que arriba dijimos, y no se atreva a unirse al coro de los que salmodian, hasta terminar esta satisfacción, a no ser que el abad lo perdone y se lo permita; pero con tal que el culpable satisfaga por su falta.

Quien por su negligencia o culpa no llega a la mesa antes del verso, de modo que todos juntos digan el verso y oren y se sienten a la mesa a un tiempo, sea corregido por esto hasta dos veces. Si después no se enmienda, no se le permita participar de la mesa común, sino que, privado de la compañía de todos, coma solo, sin tomar su porción de vino, hasta que dé satisfacción y se enmiende. Reciba el mismo castigo el que no esté presente cuando se dice el verso después de la comida.

Nadie se atreva a tomar algo de comida o bebida ni antes ni después de la hora establecida. Pero si el superior le ofrece algo a alguien, y éste lo rehusa, cuando lo desee, no reciba lo que antes rehusó, ni nada, absolutamente nada, antes de la enmienda correspondiente.

44. Como han de Satisfacer los Excomulgados.

Cuando se termina en el oratorio la Obra de Dios, aquel que por culpas graves ha sido excomulgado del oratorio y de la mesa, se postrará junto a la puerta del oratorio sin decir nada, sino que solamente permanecerá rostro en tierra, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. Y hará esto hasta que el abad juzgue que ha satisfecho.

Cuando el abad lo llame, arrójese a los pies del abad, y luego a los de todos, para que oren por él. Y entonces, si el abad se lo manda, sea admitido en el coro, en el puesto que el abad determine. Pero no se atreva a entonar salmos, ni a leer o recitar cosa alguna en el oratorio, si el abad no se lo manda de nuevo. En todas las Horas, al terminar la Obra de Dios, póstrese en tierra en el lugar en que está, y dé así satisfacción, hasta que el abad nuevamente le mande que ponga fin a esta satisfacción.

Pero los que por culpas leves son excomulgados sólo de la mesa, satisfagan en el oratorio hasta que disponga el abad. Háganlo hasta que éste los bendiga y les diga que es suficiente.

45. Los que se Equivocan en el Oratorio.

Si alguno se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, y no se humilla allí mismo delante de todos dando satisfacción, sométaselo a un mayor castigo, por no haber querido corregir con la humildad la falta que cometió por negligencia. A los niños, empero, pégueseles por tales faltas.

46. Los que Faltan en Cualesquiera Otras Cosas.

Si alguno, mientras hace algún trabajo en la cocina, en la despensa, en un servicio, en la panadería, en la huerta o en otro oficio, o en cualquier otro lugar, falta en algo, rompe o pierde alguna cosa, o en cualquier lugar comete una falta, y no se presenta enseguida ante el abad y la comunidad para satisfacer y manifestar espontáneamente su falta, sino que ésta es conocida por conducto de otro, sométaselo a un castigo más riguroso.

Si se trata, en cambio, de un pecado oculto del alma, manifiéstelo solamente al abad o a ancianos espirituales que sepan curar sus propias heridas y las ajenas, sin descubrirlas ni publicarlas.

47. El Anuncio de la Hora de la Obra de Dios.

El llamado a la Hora de la Obra de Dios, tanto de día como de noche, es competencia del abad. Este puede hacerlo por sí mismo, o puede encargar esta tarea a un hermano solícito, para que todo se haga a su debido tiempo.

Entonen por orden los salmos y antífonas, después del abad, aquellos que recibieron esta orden. Pero no se atreva a cantar o a leer sino aquel que pueda desempeñar este oficio con edificación de los oyentes. Y aquel a quien el abad se lo mande, hágalo con humildad, gravedad y temor.

48. El Trabajo Manual de cada Día.

La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la lectura espiritual. Creemos, por lo tanto, que ambas ocupaciones pueden ordenarse de la manera siguiente:

Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al salir de Prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que sea necesario. Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta, dedíquense a la lectura. Después de Sexta, cuando se hayan levantado de la mesa, descansen en sus camas con sumo silencio, y si tal vez alguno quiera leer, lea para sí, de modo que no moleste a nadie. Nona dígase más temprano, mediada la octava hora, y luego vuelvan a trabajar en lo que haga falta hasta Vísperas.

Si las condiciones del lugar o la pobreza les obligan a recoger la cosecha por sí mismos, no se entristezcan, porque entonces son verdaderamente monjes si viven del trabajo de sus manos, como nuestros Padres y los Apóstoles. Sin embargo, dispóngase todo con mesura, por deferencia para con los débiles.

Desde el catorce de septiembre hasta el comienzo de Cuaresma, dedíquense a la lectura hasta el fin de la hora segunda. Tercia dígase a la hora segunda, y luego trabajen en lo que se les mande hasta nona. A la primera señal para la Hora de Nona, deje cada uno su trabajo, y estén listos para cuando toquen la segunda señal. Después de comer, ocúpense todos en la lectura o en los salmos.

En los días de Cuaresma, desde la mañana hasta el fin de la hora tercera, ocúpense en sus lecturas, y luego trabajen en lo que se les mande, hasta la hora décima.

En estos días de Cuaresma, reciban todos un libro de la biblioteca que deberán leer ordenada e íntegramente. Estos libros se han de distribuir al principio de Cuaresma.

Ante todo desígnense uno o dos ancianos, para que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a la lectura. Vean si acaso no hay algún hermano perezoso que se entrega al ocio y a la charla, que no atiende a la lectura, y que no sólo no saca ningún provecho para sí, sino que aun distrae a los demás. Si se halla a alguien así, lo que ojalá no suceda, repréndaselo una y otra vez, y si no se enmienda, aplíquesele el castigo de la Regla, de modo que los demás teman.

Y no se comunique un hermano con otro en las horas indebidas.

El domingo dedíquense también todos a la lectura, salvo los que están ocupados en los distintos oficios. A aquel que sea tan negligente o perezoso que no quiera o no pueda meditar o leer, encárguesele un trabajo, para que no esté ocioso.

A los hermanos enfermos o débiles encárgueseles un trabajo o una labor tal que, ni estén ociosos, ni se sientan agobiados por el peso del trabajo o se vean obligados a abandonarlo. El abad debe considerar la debilidad de éstos.

49. La Observancia de la Cuaresma.

Aunque la vida del monje debería tener en todo tiempo una observancia cuaresmal, sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza, los exhortamos a que en estos días de Cuaresma guarden su vida con suma pureza, y a que borren también en estos días santos todas las negligencias de otros tiempos. Lo cual haremos convenientemente, si nos apartamos de todo vicio y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia.

Por eso, añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro servicio, como oraciones particulares o abstinencia de comida y bebida, de modo que cada uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo sobre la medida establecida, esto es, que prive a su cuerpo de algo de alimento, de bebida, de sueño, de conversación y de bromas, y espere la Pascua con la alegría del deseo espiritual.

Lo que cada uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su oración y consentimiento, porque lo que se hace sin permiso del padre espiritual, hay que considerarlo más como presunción y vanagloria que como algo meritorio. Así, pues, todas las cosas hay que hacerlas con la aprobación del abad.

50. Los Hermanos que Trabajan Lejos del Oratorio o Están de Viaje.

Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a la hora debida, y el abad reconoce que es así, hagan la Obra de Dios allí mismo donde trabajan, doblando las rodillas con temor de Dios.

Del mismo modo, los que han salido de viaje, no dejen pasar las horas establecidas, sino récenlas por su cuenta como puedan, y no descuiden pagar la prestación de su servicio.

51. Los Hermanos que no Viajan Muy Lejos.

El hermano que es enviado a alguna diligencia, y espera volver al monasterio el mismo día, no se atreva a comer fuera, aun cuando se lo rueguen con insistencia, a no ser que su abad se lo hubiera mandado. Si obra de otro modo, sea excomulgado.

52. El Oratorio del Monasterio.

Sea el oratorio lo que dice su nombre, y no se lo use para otra cosa, ni se guarde nada allí. Cuando terminen la Obra de Dios, salgan todos en perfecto silencio, guardando reverencia a Dios, de modo que si quizás un hermano quiere orar privadamente, no se lo impida la importunidad de otro.

Y si alguno, en otra ocasión, quiere orar por su cuenta con más recogimiento, que entre sencillamente y ore, pero no en alta voz, sino con lágrimas y con el corazón atento. Por lo tanto, al que no ora así, no se le permita quedarse en el oratorio al concluir la Obra de Dios, no sea que, como se dijo, moleste a otro.

53. La Recepción de los Huéspedes.

Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él mismo ha de decir: "Huésped fui y me recibieron." A todos dése el honor que corresponde, pero sobre todo a los hermanos en la fe y a los peregrinos.

Cuando se anuncie un huésped, el superior o los hermanos salgan a su encuentro con la más solícita caridad. Oren primero juntos y dense luego la paz. No den este beso de paz antes de la oración, sino después de ella, a causa de las ilusiones diabólicas.

Muestren la mayor humildad al saludar a todos los huéspedes que llegan o se van, inclinando la cabeza o postrando todo el cuerpo en tierra, adorando en ellos a Cristo, que es a quien se recibe.

Lleven a orar a los huéspedes que reciben, y luego el superior, o quien éste mandare, siéntese con ellos. Léanle al huésped la Ley divina para que se edifique, y trátenlo luego con toda cortesía.

En atención al huésped, el superior no ayunará (a no ser que sea un día de ayuno importante que no pueda quebrantarse), pero los hermanos continúen ayunando como de costumbre. El abad vierta el agua para lavar las manos de los huéspedes, y tanto el abad como toda la comunidad laven los pies a los huéspedes. Después de lavarlos, digan este verso: "Hemos recibido, Señor, tu misericordia en medio de tu templo."

Al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos.

Debe haber una cocina aparte para el abad y los huéspedes, para que éstos, que nunca faltan en el monasterio, no incomoden a los hermanos, si llegan a horas imprevistas.

Dos hermanos que cumplan bien su oficio, encárguense de esta cocina durante un año. Si es necesario, se les proporcionará ayudantes para que sirvan sin murmuración; por el contrario, cuando estén menos ocupados, vayan a trabajar a donde se los mande. Y no sólo con éstos, sino con todos los que trabajan en oficios del monasterio, téngase esta consideración de concederles ayuda cuando lo necesiten, pero luego, cuando estén desocupados, obedezcan lo que les manden.

Un hermano, cuya alma esté poseída del temor de Dios, se encargará de la hospedería, en la cual habrá un número suficiente de camas preparadas. Y la casa de Dios sea sabiamente administrada por varones sabios.

No trate con los huéspedes ni converse con ellos quien no estuviere encargado de hacerlo. Pero si alguno los encuentra o los ve, salúdelos humildemente, como dijimos, pida la bendición y pase de largo, diciendo que no le es lícito hablar con un huésped.

54. Si el Monje Debe Recibir Cartas u Otras Cosas.

En modo alguno le es lícito al monje recibir cartas, eulogias o cualquier pequeño regalo de sus padres, de otra persona o de otros monjes, ni tampoco darlos a ellos, sin la autorización del abad. Aunque fueran sus padres los que le envían algo, no se atreva a aceptarlo sin antes haber informado al abad. Y si éste manda recibirlo, queda en la potestad del mismo abad el disponer a quién se lo ha de dar. Y no se ponga triste el hermano a quien se lo enviaron, no sea que dé ocasión al diablo. Al que se atreva a obrar de otro modo, sométaselo a la disciplina regular.

55. El Vestido y Calzado de los Monjes.

Dése a los hermanos la ropa que necesiten según el tipo de las regiones en que viven o el clima de ellas, pues en las regiones frías se necesita más, y en las cálidas menos. Esta apreciación le corresponde al abad.

Por nuestra parte, sin embargo, creemos que en lugares templados a cada monje le basta tener cogulla y túnica (la cogulla velluda en invierno, y ligera y usada en verano), un escapulario para el trabajo, y medias y zapatos para los pies. No se quejen los monjes del color o de la tosquedad de estas prendas, sino acéptenlas tales cuales se puedan conseguir en la provincia donde vivan, o que puedan comprarse más baratas. Preocúpese el abad de la medida de estos mismos vestidos, para que no les queden cortos a los que los usan, sino a su medida.

Cuando reciban vestidos nuevos, devuelvan siempre al mismo tiempo los viejos, que han de guardarse en la ropería para los pobres. Pues al monje le bastan dos túnicas y dos cogullas, para poder cambiarse de noche y para lavarlas; tener más que esto es superfluo y debe suprimirse. Devuelvan también las medias y todo lo viejo, cuando reciban lo nuevo.

Los que salen de viaje, reciban ropa interior de la ropería, y al volver devuélvanla lavada. Haya también cogullas y túnicas un poco mejores que las de diario; recíbanlas de la ropería los que salen de viaje, y devuélvanlas al regresar.

Como ropa de cama es suficiente una estera, una manta, un cobertor y una almohada. El abad ha de revisar frecuentemente las camas, para evitar que se guarde allí algo en propiedad. Y si se descubre que alguien tiene alguna cosa que el abad no le haya concedido, sométaselo a gravísimo castigo.

Para cortar de raíz este vicio de la propiedad, provea el abad todas las cosas que son necesarias, esto es: cogulla, túnica, medias, zapatos, cinturón, cuchillo, pluma, aguja, pañuelo y tablillas para escribir, para eliminar así todo pretexto de necesidad.

Sin embargo, tenga siempre presente el abad aquella sentencia de los Hechos de los Apóstoles: "Se daba a cada uno lo que necesitaba." Así, pues, atienda el abad a las flaquezas de los necesitados y no a la mala voluntad de los envidiosos. Y en todas sus decisiones piense en la retribución de Dios.

56. La Mesa del Abad.

Reciba siempre el abad en su mesa a huéspedes y peregrinos. Cuando los huéspedes sean pocos, puede llamar a los hermanos que él quiera; pero procure dejar uno o dos ancianos con los hermanos, para que mantengan la disciplina.

57. Los Artesanos del Monasterio.

Los artesanos que pueda haber en el monasterio, ejerzan con humildad sus artes, si el abad se lo permite. Pero si alguno de ellos se engríe por el conocimiento de su oficio, porque le parece que hace algo por el monasterio, sea removido de su oficio, y no vuelva a ejercerlo, a no ser que se humille, y el abad lo autorice de nuevo.

Si hay que vender algo de lo que hacen los artesanos, los encargados de hacerlo no se atrevan a cometer fraude alguno. Acuérdense de Ananías y Safira, no sea que la muerte que ellos padecieron en el cuerpo, la padezcan en el alma éstos, y todos los que cometieren algún fraude con los bienes del monasterio.

En los mismos precios no se insinúe el mal de la avaricia. Véndase más bien, siempre algo más barato de lo que pueden hacerlo los seglares, "para que en todo sea Dios glorificado."

58. El Modo de Recibir a los Hermanos.

No se reciba fácilmente al que recién llega para ingresar a la vida monástica, sino que, como dice el Apóstol, "prueben los espíritus para ver si son de Dios."

Por lo tanto, si el que viene persevera llamando, y parece soportar con paciencia, durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la dilación de su ingreso, y persiste en su petición, permítasele entrar, y esté en la hospedería unos pocos días. Después de esto, viva en la residencia de los novicios, donde éstos meditan, comen y duermen. Asígneseles a éstos un anciano que sea apto para ganar almas, para que vele sobre ellos con todo cuidado.

Debe estar atento para ver si el novicio busca verdaderamente a Dios, si es pronto para la Obra de Dios, para la obediencia y las humillaciones. Prevénganlo de todas las cosas duras y ásperas por las cuales se va a Dios. Si promete perseverar en la estabilidad, al cabo de dos meses léasele por orden esta Regla, y dígasele: He aquí la ley bajo la cual quieres militar. Si puedes observarla, entra; pero si no puedes, vete libremente.

Si todavía se mantiene firme, lléveselo a la sobredicha residencia de los novicios, y pruébeselo de nuevo en toda paciencia. Al cabo de seis meses, léasele la Regla para que sepa a qué entra. Y si sigue firme, después de cuatro meses reléasele de nuevo la misma Regla.

Y si después de haberlo deliberado consigo, promete guardar todos sus puntos, y cumplir cuanto se le mande, sea recibido en la comunidad, sabiendo que, según lo establecido por la ley de la Regla, desde aquel día no le será lícito irse del monasterio, ni sacudir el cuello del yugo de la Regla, que después de tan morosa deliberación pudo rehusar o aceptar.

El que va a ser recibido, prometa en el oratorio, en presencia de todos, su estabilidad, vida monástica y obediencia, delante de Dios y de sus santos, para que sepa que si alguna vez obra de otro modo, va a ser condenado por Aquel de quien se burla.

De esta promesa suya hará una petición a nombre de los santos cuyas reliquias están allí, y del abad presente. Escriba esta petición con su mano, pero si no sabe hacerlo, escríbala otro a ruego suyo, y el novicio trace en ella una señal y deposítela sobre el altar con sus propias manos. Una vez que la haya depositado, empiece enseguida el mismo novicio este verso: "Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi esperanza." Toda la comunidad responda tres veces a este verso, agregando "Gloria al Padre."

Entonces el hermano novicio se postrará a los pies de cada uno para que oren por él, y desde aquel día sea considerado como uno de la comunidad.

Si tiene bienes, distribúyalos antes a los pobres, o bien cédalos al monasterio por una donación solemne. Y no guarde nada de todos esos bienes para sí, ya que sabe que desde aquel día no ha de tener dominio ni siquiera sobre su propio cuerpo.

Después, en el oratorio, sáquenle las ropas suyas que tiene puestas, y vístanlo con las del monasterio. La ropa que le sacaron, guárdese en la ropería, donde se debe conservar, pues si alguna vez, aceptando la sugerencia del diablo, se va del monasterio, lo que Dios no permita, sea entonces despojado de la ropa del monasterio y despídaselo.

Pero aquella petición suya que el abad tomó de sobre el altar, no se le devuelva, sino guárdese en el monasterio.

59. Los Hijos de Nobles o de Pobres que son Ofrecidos.

Si quizás algún noble ofrece su hijo a Dios en el monasterio, y el niño es de poca edad, hagan los padres la petición que arriba dijimos, y ofrézcanlo junto con la oblación, envolviendo la misma petición y la mano del niño con el mantel del altar.

En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en la mencionada petición que nunca le han de dar cosa alguna, ni le han de procurar ocasión de poseer, ni por sí mismos, ni por tercera persona, ni de cualquier otro modo. Pero si no quieren hacer esto, y quieren dar una limosna al monasterio en agradecimiento, hagan donación de las cosas que quieren dar al monasterio, y si quieren, resérvense el usufructo.

Ciérrense así todos los caminos, de modo que el niño no abrigue ninguna esperanza que lo ilusione y lo pueda hacer perecer, lo que Dios no permita, como lo hemos aprendido por experiencia.

Lo mismo harán los más pobres. Pero los que no tienen absolutamente nada, hagan sencillamente la petición y ofrezcan a su hijo delante de testigos, junto con la oblación.

60. Los Sacerdotes que Quieren Vivir en el Monasterio.

Si algún sacerdote pide ser admitido en el monasterio, no se lo acepte demasiado pronto. Pero si insiste firmemente en este pedido, sepa que tendrá que observar toda la disciplina de esta Regla, y que no se le mitigará nada, para que se cumpla lo que está escrito: "Amigo, ¿a qué has venido?"

Permítasele, sin embargo, colocarse después del abad, y si éste se lo concede, puede bendecir y recitar las oraciones conclusivas. En caso contrario, de ningún modo se atreva a hacerlo, sabiendo que está sometido a la disciplina regular; antes bien, dé a todos ejemplos de humildad.

Si se trata de ocupar un cargo en el monasterio, o de cualquier otra cosa, ocupe el lugar que le corresponde por su entrada al monasterio, y no el que se le concedió en atención al sacerdocio.

Si algún clérigo, animado del mismo deseo, quiere incorporarse al monasterio, colóqueselo en un lugar intermedio, con tal que prometa también observar la Regla y la propia estabilidad.

61. Como han de ser Recibidos los Monjes Peregrinos.

Si un monje peregrino, venido de provincias lejanas, quiere habitar en el monasterio como huésped, y acepta con gusto el modo de vida que halla en el lugar, y no perturba al monasterio con sus exigencias, sino que sencillamente se contenta con lo que encuentra, recíbaselo todo el tiempo que quiera. Y si razonablemente, con humildad y caridad critica o advierte algo, considérelo prudentemente el abad, no sea que el Señor lo haya enviado precisamente para eso.

Si luego quiere fijar su estabilidad, no se opongan a tal deseo, sobre todo porque durante su estadía como huésped pudo conocerse su vida.

Pero si durante este tiempo de hospedaje, se descubre que es exigente y vicioso, no sólo no se le debe incorporar al monasterio, sino que hay que decirle cortésmente que se vaya, no sea que su mezquindad contagie a otros.

Pero si no fuere tal que merezca ser despedido, no sólo se lo ha de recibir como miembro de la comunidad, si él lo pide, sino aun persuádanlo que se quede, para que con su ejemplo instruya a los demás, puesto que en todo lugar se sirve al único Señor y se milita bajo el mismo Rey.

Si el abad viere que lo merece, podrá también colocarlo en un puesto algo más elevado. Y no sólo a un monje, sino también a los sacerdotes y clérigos que antes mencionamos, puede el abad colocarlos en un sitio superior al de su entrada, si ve que su vida lo merece.

Pero tenga cuidado el abad de no recibir nunca para quedarse, a un monje de otro monasterio conocido, sin el consentimiento de su abad o cartas de recomendación, porque escrito está: "No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo."

62. Los Sacerdotes del Monasterio.

Si el abad quiere que le ordenen un presbítero o diácono, elija de entre los suyos uno que sea digno de ejercer el sacerdocio.

El ordenado, empero, guárdese de la altivez y de la soberbia, y no presuma hacer nada que no le haya mandado el abad, sabiendo que debe someterse mucho más a la disciplina regular. No olvide, con ocasión del sacerdocio, la obediencia a la Regla, antes bien, progrese más y más en el Señor.

Guarde siempre el lugar que le corresponde por su ingreso al monasterio, salvo en el ministerio del altar, o también, si el voto de la comunidad y la voluntad del abad lo hubieren querido promover por el mérito de su vida. Pero sepa que debe observar la regla establecida para los decanos y prepósitos.

Si se atreve a obrar de otro modo, júzgueselo no como a sacerdote sino como a rebelde. Y si amonestado muchas veces no se corrige, tómese por testigo al mismo obispo. Pero si ni así se enmienda, y las culpas son evidentes, sea expulsado del monasterio, siempre que su contumacia sea tal que no quiera someterse y obedecer a la Regla.

63. El Orden de la Comunidad.

Guarde cada uno su puesto en el monasterio según su antigüedad en la vida monástica, o de acuerdo al mérito de su vida, o según lo disponga el abad. Éste no debe perturbar la grey que le ha sido confiada, disponiendo algo injustamente, como si tuviera un poder arbitrario, sino que debe pensar siempre que ha de rendir cuenta a Dios de todos sus juicios y acciones.

Por lo tanto, mantengan el orden que él haya dispuesto, o el que tengan los mismos hermanos, para acercarse a la paz y a la comunión, para entonar salmos, y para colocarse en el coro.

En ningún lugar, absolutamente, sea la edad la que determine el orden o dé preeminencia, porque Samuel y Daniel siendo niños, juzgaron a los ancianos. Así, excepto los que, como dijimos, el abad haya promovido por motivos superiores, o degradado por alguna causa, todos los demás guarden el orden de su ingreso a la vida monástica. Por ejemplo, el que llegó al monasterio a la segunda hora del día, sepa que es menor que el que llegó a la primera, cualquiera sea su edad o dignidad. Pero con los niños, mantengan todos la disciplina en todas las cosas.

Los jóvenes honren a sus mayores, y los mayores amen a los más jóvenes. Al dirigirse a alguien, nadie llame a otro por su solo nombre, sino que los mayores digan "hermanos" a los más jóvenes, y los jóvenes díganles "nonos" a sus mayores, que es expresión que denota reverencia paternal.

Al abad, puesto que se considera que hace las veces de Cristo, llámeselo "señor" y "abad," no para que se engría, sino por el honor y el amor de Cristo. Por eso piense en esto, y muéstrese digno de tal honor.

Dondequiera que se encuentren los hermanos, el menor pida la bendición al mayor. Al pasar un mayor, levántese el más joven y cédale el asiento, sin atreverse a sentarse junto a él, si su anciano no se lo manda, cumpliendo así lo que está escrito: "Adelántense para honrarse unos a otros."

Los niños y los adolescentes guarden sus puestos ordenadamente en el oratorio y en la mesa. Fuera de allí y dondequiera que sea, estén sujetos a vigilancia y a disciplina, hasta que lleguen a la edad de la reflexión.

64. La Ordenación del Abad.

Cuando hay que ordenar un abad, téngase siempre como norma que se ha de establecer a aquel a quien toda la comunidad, guiada por el temor de Dios, esté de acuerdo en elegir, o al que elija sólo una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con más sano criterio.

El que ha de ser ordenado, debe ser elegido por el mérito de su vida y la doctrina de su sabiduría, aun cuando fuera el último de la comunidad.

Pero si toda la comunidad, lo que Dios no permita, elige de común acuerdo a uno que sea tolerante con sus vicios, y estos vicios de algún modo llegan al conocimiento del obispo a cuya diócesis pertenece el lugar en cuestión, o son conocidos por los abades o cristianos vecinos, impidan éstos la conspiración de los malos, y establezcan en la casa de Dios un administrador digno, sabiendo que han de ser bien recompensados, si obran con rectitud y por celo de Dios, y que, contrariamente, pecan si no lo hacen.

El que ha sido ordenado abad, considere siempre la carga que tomó sobre sí, y a quién ha de rendir cuenta de su administración. Y sepa que debe más servir que mandar.

Debe ser docto en la ley divina, para que sepa y tenga de dónde sacar cosas nuevas y viejas; sea casto, sobrio, misericordioso, y siempre prefiera la misericordia a la justicia, para que él alcance lo mismo. Odie los vicios, pero ame a los hermanos. Aun al corregir, obre con prudencia y no se exceda, no sea que por raspar demasiado la herrumbre se quiebre el recipiente; tenga siempre presente su debilidad, y recuerde que no hay que quebrar la caña hendida. No decimos con esto que deje crecer los vicios, sino que debe cortarlos con prudencia y caridad, según vea que conviene a cada uno, como ya dijimos. Y trate de ser más amado que temido.

No sea turbulento ni ansioso, no sea exagerado ni obstinado, no sea celoso ni demasiado suspicaz, porque nunca tendrá descanso. Sea próvido y considerado en todas sus disposiciones, y ya se trate de cosas de Dios o de cosas del siglo, discierna y modere el trabajo que encomienda, recordando la discreción del santo Jacob que decía: "Si fatigo mis rebaños haciéndolos andar demasiado, morirán todos en un día." Tomando, pues, este y otros testimonios de discreción, que es madre de virtudes, modere todo de modo que los fuertes deseen más y los débiles no rehuyan.

Sobre todo, guarde íntegramente la presente Regla, para que, habiendo administrado bien, oiga del Señor lo que oyó aquel siervo bueno que distribuyó a su tiempo el trigo entre sus consiervos: "En verdad les digo" — dice — "que lo establecerá sobre todos sus bienes."

65. El Prior del Monasterio.

Sucede a menudo que con ocasión de la ordenación del prior, se originan graves escándalos en los monasterios. En efecto, algunos, hinchados por el maligno espíritu de soberbia, se imaginan que son segundos abades, y atribuyéndose un poder absoluto, fomentan escándalos y causan disensiones en las comunidades. Esto sucede sobre todo en aquellos lugares, donde el mismo obispo o los mismos abades que ordenaron al abad, instituyen también al prior. Se advierte fácilmente cuán absurdo sea este modo de obrar, pues ya desde el comienzo le da pretexto para que se engría, sugiriéndole el pensamiento de que está exento de la jurisdicción del abad: "porque tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad."

De aquí nacen envidias, riñas, detracciones, rivalidades, disensiones y desórdenes. Mientras el abad y el prior tengan contrarios pareceres, necesariamente han de peligrar sus propias almas, y sus subordinados, adulando cada uno a su propia parte, van a la perdición. La responsabilidad del mal que se sigue de este peligro, pesa sobre aquellos que fueron autores de este desorden.

Por lo tanto, para que se guarde la paz y la caridad, hemos visto que conviene confiar al juicio del abad la organización del monasterio.

Si es posible, provéase a todas las necesidades del monasterio, como antes establecimos, por medio de decanos, según disponga el abad, de modo que siendo muchos los encargados, no se ensoberbezca uno solo. Pero si el lugar lo requiere, o la comunidad lo pide razonablemente y con humildad, y el abad lo juzga conveniente, designe él mismo su prior, eligiéndolo con el consejo de hermanos temerosos de Dios.

Este prior cumpla con reverencia lo que le mande su abad, sin hacer nada contra la voluntad o disposición del abad, porque cuanto más elevado está sobre los demás, tanto más solícitamente debe observar los preceptos de la Regla.

Si se ve que este prior es vicioso, o que se ensoberbece engañado por su encumbramiento, o se comprueba que desprecia la santa Regla, amonésteselo verbalmente hasta cuatro veces, pero si no se enmienda, aplíquesele el correctivo de la disciplina regular. Y si ni así se corrige, depóngaselo del cargo de prior, y póngase en su lugar otro que sea digno. Y si después de esto, no vive en la comunidad quieto y obediente, expúlsenlo también del monasterio.

Pero piense el abad que ha de dar cuenta a Dios de todas sus decisiones, no sea que alguna llama de envidia o de celos abrase su alma.

66. Los Porteros del Monasterio.

A la puerta del monasterio póngase a un anciano discreto, que sepa recibir recados y transmitirlos, y cuya madurez no le permita estar ocioso.

Este portero debe tener su celda junto a la puerta, para que los que lleguen encuentren siempre presente quién les responda. En cuanto alguien golpee o llame un pobre, responda enseguida "Gracias a Dios" o "Bendíceme," y con toda la mansedumbre que inspira el temor de Dios, conteste prontamente con fervor de caridad.

Si este portero necesita un ayudante, désele un hermano más joven.

Si es posible, debe construirse el monasterio de modo que tenga todo lo necesario, esto es, agua, molino, huerta, y que las diversas artes se ejerzan dentro del monasterio, para que los monjes no tengan necesidad de andar fuera, porque esto no conviene en modo alguno a sus almas.

Queremos que esta Regla se lea muchas veces en comunidad, para que ninguno de los hermanos alegue ignorancia.

67. Los Hermanos que Salen de Viaje.

Los hermanos que van a salir de viaje, encomiéndense a la oración de todos los hermanos y del abad. Y en la última oración de la Obra de Dios, hágase siempre conmemoración de todos los ausentes.

Los que vuelven de un viaje, el mismo día que vuelvan, al terminar la Obra de Dios, a todas las Horas canónicas, póstrense en el suelo del oratorio y pidan a todos su oración, para reparar las faltas que tal vez cometieron en el camino, viendo u oyendo algo malo, o teniendo conversaciones ociosas.

Nadie se atreva a contar a otro lo que pueda haber visto u oído fuera del monasterio, porque es muy perjudicial. Y si alguien se atreve, quede sometido a la disciplina regular.

Tómese la misma medida con aquel que se atreva a salir fuera de la clausura del monasterio e ir a cualquier parte, o hacer algo, por pequeño que sea, sin permiso del abad.

68. Si a un Hermano le Mandan Cosas Imposibles.

Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o imposibles, reciba éste el precepto del que manda con toda mansedumbre y obediencia. Pero si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su imposibilidad con paciencia y oportunamente, y no con soberbia, resistencia o contradicción. Pero si después de esta sugerencia, el superior mantiene su decisión, sepa el más joven que así conviene, y confiando por la caridad en el auxilio de Dios, obedezca.

69. Que Nadie se Atreva a Defender a Otro en el Monasterio.

Hay que cuidar que, en ninguna ocasión, un monje se atreva a defender a otro o como a protegerlo, aunque los una algún parentesco de consanguinidad. De ningún modo se atrevan los monjes a hacer semejante cosa, porque de ahí puede surgir una gravísima ocasión de escándalos. Si alguno falta en esto, sea castigado severamente.

70. Que Nadie se Atreva a Golpear a Otro Arbitrariamente.

En el monasterio debe evitarse toda ocasión de presunción. Por eso establecemos que a nadie le sea permitido excomulgar o golpear a alguno de sus hermanos, si el abad no lo ha autorizado. "Los transgresores sean corregidos públicamente para que teman los demás."

Procuren todos mantener una diligente disciplina entre los niños hasta la edad de quince años, pero con mesura y discreción.

El que se atreva a actuar contra uno de más edad, sin autorización del abad, o se enardece sin discreción contra los mismos niños, sométaselo a la disciplina regular, porque escrito está: "No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo."

71. Que se Obedezcan unos a Otros.

El bien de la obediencia debe ser practicado por todos, no sólo respecto del abad, sino que los hermanos también deben obedecerse unos a otros, sabiendo que por este camino de la obediencia irán a Dios.

Den prioridad a lo que mande el abad o las autoridades instituidas por él, a lo que no permitimos que se antepongan órdenes privadas, pero en todo lo demás, los más jóvenes obedezcan a los mayores con toda caridad y solicitud. Y si se halla algún rebelde, sea corregido.

Si algún hermano es corregido en algo por su abad o por algún superior, aunque fuere por un motivo mínimo, o nota que el ánimo de alguno de ellos está un tanto irritado o resentido contra él, al punto y sin demora arrójese a sus pies y permanezca postrado en tierra dando satisfacción, hasta que aquella inquietud se sosiegue con la bendición. Pero si alguno menosprecia hacerlo, sométaselo a pena corporal, y si fuere contumaz, expúlsenlo del monasterio.

72. El Buen Celo que han de Tener los Monjes.

Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad, esto es, "adelántense para honrarse unos a otros"; tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales; obedézcanse unos a otros a porfía; nadie busque lo que le parece útil para sí, sino más bien para otro; practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; y nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna.

73. En esta Regla no esta Contenida Toda la Practica de la Justicia.

Hemos escrito esta Regla para que, observándola en los monasterios, manifestemos tener alguna honestidad de costumbres, o un principio de vida monástica. Pero para el que corre hacia la perfección de la vida monástica, están las enseñanzas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la perfección. Porque ¿qué página o qué sentencia de autoridad Divina del Antiguo o del Nuevo Testamento, no es rectísima norma de vida humana? O ¿qué libro de los santos Padres católicos no nos apremia a que, por un camino recto, alcancemos a nuestro Creador? Y también las Colaciones de los Padres, las Instituciones y sus Vidas, como también la Regla de nuestro Padre san Basilio, ¿qué otra cosa son sino instrumento de virtudes para monjes de vida santa y obedientes? Pero para nosotros, perezosos, licenciosos y negligentes, son motivo de vergüenza y confusión.

Quienquiera, pues, que te apresuras hacia la patria celestial, practica, con la ayuda de Cristo, esta mínima Regla de iniciación que hemos delineado, y entonces, por fin, llegarás, con la protección de Dios, a las cumbres de doctrina y virtudes que arriba dijimos. Amén.

Fin De La Regla

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Abadía.

Un monasterio canónicamente erigido y autónomo, con una comunidad de no menos que doce religiosos o monjes, bajo el gobierno de un abad; o bien religiosas o monjas bajo el de una abadesa.

Un priorato autónomo hoy en día es gobernado por un superior que haya llevado anteriormente el título de prior en vez del de abad; aunque esta distinción era desconocido en los primeros siglos de la historia monástica. Así fueron los doce grandes prioratos de la Catedral de Inglaterra, gobernados eficazmente por un prior, el diocesano que era considerado el abad. Otros prioriatos fueron fundados como "celdas," o sucesores de las grandes abadías, y se mantuvieron independientes de la casa paterna, por aquellos abades que señaló el prior, y fueron removidos a voluntad. Originalmente el vocablo monasterio designaba, tanto en el Este como en el Oeste, la vivienda de un anacoreta o de una comunidad; mientras que caenobium, congregatio, fraternitas, asceterion, etc. fueron referidos solamente a las casas de comunidades. Los monasterios tomaron sus nombres de su ubicación, de sus fundadores, o de algún monje cuya vida destacó en ellos; y más adelante, de algún santo cuyas reliquias fueron preservadas allí, o quien era en ese lugar objeto de una especial veneración. Los monjes de Egipto y Palestina, como se recoge en "Peregrinatio Etheriae," eligieron para sus monasterios sitios célebres por su relación con algún pasaje o personaje bíblico. Los primeros monjes se asentaban generalmente en lugares solitarios, lejos de la población, aunque también fueron encontrados a veces en ciudades como Alejandría, Roma, Cartago, e Hippo. Los monasterios, fundados en distintos lugares del país, se reunían normalmente alrededor de los asentamientos que, con el tiempo, se desarrollaron como grandes centros de población e industria, especialmente en Inglaterra y Alemania,. Muchas ciudades importantes deben su origen a esta causa; pero esta tendencia sin embargo nunca se pudo constatar claramente en África y en el Este. Aunque los sitios elegidos eran a menudo hermosos, muchos asentamientos, sobre todo en Egipto, estaban a propósito en medio de desiertos áridos. Pero, por lo general, no fue esta la forma de austeridad que se vivía en ellos. En la Edad Media, la más triste y salvaje época en que aparecieron estos sitios, la mayor parte aparecían bajo el temperamento severo de los Cistercienses. No obstante, la preferencia, de parte al menos de la mayoría de los monjes del Oeste, era hacia las tierras fértiles, más idóneas para el cultivo y la agricultura.

La formación de las comunidades data de tiempos pre-cristianos, como atestiguan los Esenios; pero las primeras fundaciones monásticas cristianas de las cuales tenemos claro conocimiento eran simplemente grupos de chozas sin ninguna estructura organizada, levantadas sobre el asentamiento de algún famoso anacoreta por su santidad o ascetismo, alrededor de los cuales se había arracimado un grupo de discípulos impacientes por aprender su doctrina e imitar su estilo de vida. Las comunidades que habían dejado atrás su comodidad monástica, prefirieron fabricar casas sencillas hechas de ramas, y se multiplicaron como el enjambre en una colmena. Los obispos fundaron muchos monasterios, mientras que otros debieron su existencia a la piedad de príncipes y nobles, que también los dotaron generosamente. El Concilio de Calcedonia (451) prohibió la fundación de cualquier monasterio sin el permiso del obispo ordinario, lo que evitaría los problemas de enfrentarse a la corrección de una acción irresponsable. Esta norma se convirtió en ley universal, y también salvaguardó a estas instituciones contra las conductas licenciosas o la ruina, puesto que gozaron de cierto carácter sagrado en la consideración popular. Los Monasterios Dobles (o mixtos) eran aquellos en los que moraban comunidades de hombres y mujeres al mismo tiempo, bajo gobierno de un superior común, un abad o abadesa. El emperador Justiniano los suprimió en el Este a causa de los abusos a los cuales esta forma de vida pudo conducir; pero la costumbre prevaleció largo tiempo en Inglaterra, Francia, y España, donde había reglas estrictas, manteniendo ambos sexos separados siempre en toda época, reduciendo al mínimo el peligro de posibles escándalos. Ejemplos de éstos fueron las casas de la Orden de San Gilberto de Sempringham; y en Francia, Faremoutiers, Chelles, Remiremont, etc.

Al principio, los anacoretas no dieron ninguna importancia al diseño formal de sus viviendas. Hicieron uso de cualquier cosa que la naturaleza les brindaba, o lo que les venía sugerido por sus circunstancias. En el Este, concretamente en Egipto, estaban en tumbas abandonadas y cuevas de sepulturas; en el Oeste, las cuevas y las chozas bastas construidas con ramas de árboles, con barro, de adobe o de ladrillos secados al sol, y equipadas con las necesidades más elementales, resguardaron durante mucho tiempo a los primeros anacoretas. Cuando el número de esos solitarios en un lugar crecía, y las chozas aumentaron en proporción, convinieron poco a poco someterse todos a un superior y seguir una regla de vida común; pero no tenían ningún lugar de reunión para todos, excepto una iglesia a la cual se dedicaban especialmente durante los servicios dominicales. En Tebas, en el Nilo, en el Alto Egipto, sin embargo, San Pacomio puso las bases de la vida cenobítica, disponiéndolo todo de forma bien organizada. Construyó varios monasterios, conteniendo cada uno cerca de 1.600 celdas separadas unas de otras y dispuestas en líneas, como en un campamento, donde los monjes dormían y realizaban algunas de sus tareas manuales; habiendo también naves grandes para sus necesidades comunes, como la iglesia, el refectorio o comedor, la cocina, incluso una enfermería y una hospedería o casa de huéspedes. Una empalizada que protegía a todas estas construcciones daba al asentamiento la apariencia de una aldea amurallada; pero cada lugar estaba construido con una extrema sencillez, sin ninguna pretensión de estilo arquitectónico. Esta era la norma común de los monasterios, inaugurada por San Pacomio, que finalmente se extendió a través de Palestina, y recibió el nombre de laurae, que quiere decir algo así como "paseos" o "caminos." Además de estas congregaciones de anacoretas, toda la vida apartadas en chozas, que era allí cenobio, en monasterios donde vivieron internos una vida común, a ninguno de ellos le era permitido retirarse a las celdas del laurae antes de haber experimentado un período muy largo de entrenamiento. Por aquel tiempo esta forma de vida común reemplazó la de los laurae más antiguos.

El Monasticismo en el Oeste debe su desarrollo a San Benito (480-543). Su Regla se expandió muy deprisa, y el número de los monasterios fundados en Inglaterra, Francia, España, e Italia entre 520 y 700 era muy grande. Más de 15.000 abadías, siguiendo la Regla Benedictina, habían sido establecidas antes del Concilio de Constanza de 1415. No se adoptó ni fue seguido ningún plan especial en el edificio del primer cenobio, o en los monasterios tal como podemos entender el término hoy. Los monjes simplemente copiaron los edificios que les eran más familiares, la casa o villa Romana, cuyos planes de edificación, a través de la herencia del Imperio Romano, eran prácticamente uniformes. Los fundadores de monasterios lo que tenían que hacer era simplemente instalar a la comunidad en una casa ya existente. Cuando tuvieron que construir, el instinto natural era copiar viejos modelos. Se fijaban sobre un asentamiento con los edificios que ya estaban allí, si hacía falta los reparaban, y los adaptaban sencillamente a sus necesidades más básicas, como San Benito hizo en Monte Cassino, aplicando de modo Cristiano los lugares que habían sido dedicados antes a servir a los ídolos. La difusión de la vida monástica efectuó gradualmente grandes cambios en el modelo de la villa Romana. Las diversas advocaciones seguidas por los monjes necesitaron edificaciones que se ajustasen a las mismas, del modo más conveniente, que sin estar al principio erigidas sobre ningún plan premeditado, fueron aplicándose conforme hubo necesidad. Estas denominaciones, sin embargo, siendo prácticamente iguales en cada país, dieron lugar a normas prácticamente similares en todas partes.

Los legisladores monásticos del Este no dejaron ninguna documentación escrita acerca de las dependencias principales de sus monasterios. San Benito, no obstante, señala las partes componentes de los mismos en su Regla, con gran precisión, como el oratorio, dormitorio, refectorio, cocina, talleres, sótanos para los almacenes, enfermería, noviciado, hospedería, y por inferencia, el Aula Capitular. Éstos, por lo tanto, se hallan en todas las abadías benedictinas, ya que todas siguieron un plan conjunto, modificado solamente por la adecuación a las circunstancias locales. Los principales edificios fueron diseñados alrededor de un cuadrilátero. Tomando la estructura inglesa habitual, la iglesia estaría situada por norma en el lado norte, sus altas y anchas paredes con las que se procuraba a los monjes un buen resguardo de los fuertes vientos del norte. Las edificaciones del Coro, Presbiterio, de las Capillas traseras que se ampliaban más al Este, dieron una cierta protección contra el penetrante viento del este. Cantorbery y Chester, sin embargo, fueron las excepciones, porque sus iglesias estaban en el lado sur o meridional, donde también fueron encontradas con frecuencia en climas calientes y soleados, con el propósito obvio de obtener cierta protección del calor del sol. Una puerta en la entrada de los claustros del Norte y del Este, otra puerta abierta al Coro normalmente, prevista ya en los monasterios ingleses, dado que el extremo occidental u oeste del claustro norte estaba reservado para las procesiones más solemnes. Aunque durante bastante tiempo y oficialmente tuvo lugar el trabajo en dependencias cerradas (chequer o saccarium), en celdas individuales se realizaba en fechas más recientes, pero los claustros eran, principalmente, el espacio de reunión de la comunidad entera, y donde la vida común tenía lugar. El claustro norte, parecido al sur, era el más cálido de los cuatro recintos. Allí estaba el asiento del prior, al lado de la puerta de la iglesia; luego el resto, más o de menos en orden. El lugar del abad estaba en la esquina noreste. El maestro de los novicios con los novicios ocupaba la porción meridional o sur del claustro este, mientras que los monjes menores estaban situados frente a la parte oeste. El paseo sur, frío, sombrío, no fue utilizado; pero desde él se llegaba al refectorio, con el lavabo cerca. En las casas cistercienses estaba situado perpendicularmente al Claustro. Cerca del refectorio estaba la cocina conventual con sus distintas dependencias. El aula capitular se abría al claustro este, tan cerca de la iglesia como fuera posible. La colocación del dormitorio no estaba tan precisada. Normalmente, éste se comunicaba con el crucero sur, por lo tanto situado sobre el claustro este; estaba colocado a veces perpendicularmente a él, como en Winchester, o en el lado oeste, como en Worcester. La enfermería parece haber estado normalmente al este del dormitorio, pero tampoco tuvo asignada ninguna posición fija. La hospedería estaba situada donde fuera el lugar menos molesto o menos probable de interferir la clausura monacal. Posteriormente, cuando los diversos escritos abundaban lo suficiente, se agregaba una edificación especial destinada como Biblioteca, perpendicularmente a uno de los pasillos del claustro. A éstos se pueden agregar el calefactorio, la sala, o el locutorium, la limosnería, y las dependencias de las obediencias; aunque estas construcciones adicionales sólo se ajustaron en el plan general donde mejor se pudieran introducir, y su disposición se diferenció algo en los distintos monasterios. Las casas cistercienses inglesas, de las cuales hay tantos y hermosos restos, fueron restauradas principalmente después del plan de Citeaux, en Borgoña, la casa madre, con pocas variaciones locales.

El monasterio de la Cartuja se diferenció considerablemente en sus especificaciones de las de otras órdenes. Los monjes eran prácticamente eremitas, y cada uno ocupaba una pequeña cabaña separada del resto, con tres dependencias, que eran solamente para atender a los servicios de la iglesia y para algunos días en que la comunidad se reunía junta en el refectorio. Estas cabañas tenían abiertos tres lados de un claustro cuadrangular, y en el cuarto lado estaban la iglesia, el refectorio, la sala capitular, y otras dependencias públicas. Los laurae y el caenobium estaban rodeados por las paredes que protegían a los de dentro contra la intrusión de seculares o de la violencia de merodeadores. Ningún monje podía ir más allá de este recinto sin el debido permiso. Los primeros monjes consideraban esta separación del mundo externo como una cuestión de primer orden. Nunca permitieron a las mujeres entrar en los recintos de los monasterios masculinos; incluso el acceso a la misma iglesia a menudo les fue negado, o, en el caso de estar admitida la entrada, como en Durham, eran relegadas a un espacio totalmente limitado, situado lo más lejos posible del coro de los monjes. Incluso respecto de la clausura de las religiosas se siguió una mayor observancia. El peligro del ataque de las hordas de los Sarracenos hizo necesario, en el caso de los monasterios del Este, el levantamiento de paredes altas, que tuvieran solamente un lugar de entrada a muchos pies de altura, al que se accedía mediante una escalera o puente levadizo que se pudiera elevar o bajar a voluntad, para la defensa del recinto. Los monjes del Oeste, no estando tan acosados por el miedo de tales incursiones, no necesitaron tales salvaguardias, y por lo tanto tuvieron suficiente con paredes comunes de clausura. Para desempeñar el oficio de portero normalmente se elegía a un religioso de edad y carácter maduros, el cual actuaba como canal de comunicación entre los internos y el mundo exterior. Su celda estaba siempre cerca de la puerta, de modo que él podía encargarse de recibir a los mendigos y de anunciar la llegada de huéspedes. En los monasterios egipcios la hospedería, situada cerca de la puerta de entrada, era un lugar que estaba a cargo del portero, que era ayudado por los novicios. San Benito dispuso que debía de ser un lugar distinto del monasterio en sí, aunque dentro del mismo recinto. Tenía su propia cocina, que era atendida por dos de la fraternidad designados anualmente para ese propósito; un refectorio donde el abad compartiría el momento de la comida con los huéspedes distinguidos, y, cuando él lo creyera oportuno, invitaría a algunos de los monjes mayores para que lo acompañaran allí; un apartamento para la recepción solemne de los invitados, hacia quienes el rito del lavatorio de los pies, según lo prescrito por la regla, era ofrecida por el abad y su comunidad; y también un dormitorio amueblado convenientemente. Así los huéspedes recibían la atención debida según las leyes de la caridad y de la hospitalidad, y la comunidad, mientras que ganaba el mérito de dispensarles una gran cordialidad, a través de los operarios designados, no sufría ninguna alteración de su propia paz y tranquilidad. Era normal que los edificios dedicados a las tareas hospitalarias, fueran dispuestos divididos en cuatro áreas: uno para la recepción de huéspedes distinguidos, otro para los viajeros pobres y peregrinos, uno tercero para los comerciantes que llegasen para hacer negocios con el celador, y el último para los monjes que vinieran de visita.

Antes, como ahora, las comunidades monásticas siempre y por todos sitios han transmitido una amable hospitalidad hacia todos como manera importante de manifestar su servicio a la sociedad; por lo tanto los monasterios que estaban cerca de las carreteras principales gozaron siempre de una consideración y estima particular. Donde los invitados fueron frecuentes y numerosos, la comodidad proporcionada a ellos era realmente a su gusto. Y como esto era necesario para los grandes personajes que viajaban acompañados por una auténtica muchedumbre de porteadores, hubieron de agregarse amplios establos extensos y otras dependencias externas en los hostales monásticos. Más tarde, las xenodochia, o enfermerías, fueron anexadas a esta hospedería, en donde los viajeros enfermos podían recibir el tratamiento médico apropiado. San Benito ordenó que el oratorio monástico fuera realmente lo que su nombre indicaba, un lugar reservado exclusivamente para el rezo público y privado. Al principio fue una sola capilla, lo suficientemente grande para albergar a los religiosos, donde los externos no eran admitidos. El tamaño de estos oratorios fue agrandado gradualmente para resolver las necesidades litúrgicas. Generalmente había también otro oratorio, fuera del recinto monástico, en el cual eran admitidas mujeres.

El refectorio era el salón común donde los monjes podían comer. Allí se observaba un silencio estricto, pero durante las comidas uno de la fraternidad leía en voz alta hacia la comunidad. El refectorio fue construido originalmente sobre el planta de un triclinium romano antiguo, terminando en un ábside. Las mesas estaban enfiladas a lo largo de tres de las paredes de la sala, cerca de las mismas, dejando el espacio interior para los movimientos de los que hacían de camareros. Cerca de la puerta del refectorio estaba siempre el lavabo, donde los monjes lavaban sus manos antes y después de cada comidas. La cocina estaba, para su conveniencia, situada siempre cerca del refectorio. En los monasterios más grandes había cocinas separadas para la comunidad (donde los hermanos realizaban los deberes en turnos semanales), el abad, los enfermos, y los huéspedes. El dormitorio era el cuarto con las camas de la comunidad. Una lámpara se consumía en él a lo largo de toda la noche. Los monjes dormían arropados, y así podían estar preparados, como dice San Benito, para levantarse sin demora para el Oficio nocturno. Lo normal, cuando el número de hermanos lo permitía, era que cada uno durmiera en su dormitorio, por lo que el espacio era a menudo muy grande; más de lo que cada uno necesitaba. La práctica, sin embargo, vino gradualmente en dividir el dormitorio grande en numerosos departamentos pequeños, asignándose uno para cada monje. Los retretes estaban separados de los edificios principales por un pasadizo, y dispuestos siempre considerando el más grande respeto a la salud y a la limpieza, con una fuente abundante de agua corriente que era utilizada donde fuera posible.

Aunque San Benito no hace ninguna mención específica de una sala capitular, sin embargo pide a los monjes "vayan todos justo después de la cena a leer las 'Colaciones.'" Ninguna sala capitular aparece en la planta del gran monasterio suizo de San Gall, que data del siglo noveno; en los primeros tiempos, por tanto, los claustros debían haber servido para las reuniones de la comunidad, para la instrucción o para discutir los asuntos del monasterio. Pero la oportunidad pronto sugirió un lugar especial para estas funciones, y se mencionan habitaciones capitulares en el Concilio de Aix-la-Chapelle (817). La habitación capitular estaba siempre a nivel del claustro, al que se abría. Los claustros, aunque cubiertos, estaban generalmente abiertos a la intemperie, y eran una adaptación del viejo atrium romano. Además de resultar ser un medio de comunicación entre las diferentes partes del monasterio, eran la vivienda y el taller de los monjes, así que la voz claustro se convirtió en sinónimo de vida monástica. Es un misterio cómo los monjes de climas pudieron vivir en climas fríos en esas galerías abiertas durante los meses de invierno; en los monasterios ingleses había una dependencia, llamada "calefactorio," calentada mediante tubos, o en los que se mantenía fuego adentro, donde los monjes se podían retirar de vez en cuando para calentarse. En el continente la práctica de cómo considerar a los novicios se diferenció algo de la que prevalecía en Inglaterra. No habían sido aún incorporados a la comunidad, por lo que no se les permitía vivir en el interior del monasterio. Ellos tenían un lugar en el coro durante el Oficio Divino, pero pasaban el resto de su tiempo en el noviciado. Un monje mayor, llamado maestro de novicios, les formaba en los principios de la vida religiosa, y "probaba sus espíritus para ver si eran conformes a Dios," tal como instituyó San Benito. Este período de prueba duraba un año entero. Hacia fuera, el edificio quedaba aparte para los novicios y tenía su propio dormitorio, cocina, refectorio, taller, e incluso a veces sus propios claustros; era, de hecho, un pequeño monasterio dentro de otro más grande.

La enfermería era un edificio especial que quedaba aparte para la comodidad de los hermanos enfermos y encamados, que allí recibían el cuidado y la atención especiales que necesitaban, en manos de aquellos a los que se les había encomendado ese deber. Un herbolario proporcionó muchos de los remedios utilizados. Cuando la muerte hacía acto de presencia entre ellos, los monjes eran enterrados en un ataúd dentro del recinto monástico. Era un privilegio muy estimado el honor de un entierro entre religiosos, y a veces también lo acordaban obispos, personajes reales y distinguidos benefactores.

No había monasterio completo sin los sótanos para almacenar sus provisiones. Había, además, graneros, cuadras, etc., todos bajo cuidado del mayordomo, así como cualquier dependencia interior o exterior cuando fueran utilizadas con propósitos agrícolas. Los jardines y las huertas proporcionaron verduras y fruta tal como fueron cultivados en la Edad Media. El trabajo en los campos, sin embargo, no ocupaba todo el tiempo de los monjes. Además de cultivar las artes, y de transcribir manuscritos, gestionaron muchos negocios, tales como sastrería, zapatería, carpintería, etc., mientras que otros cocían al horno el pan para su consumo diario. La mayoría de los monasterios tenían un molino para moler su propio maíz. Era normal ver que una abadía, especialmente si mantenía una gran comunidad, era como una pequeña ciudad, autónoma y autosuficiente, tal como San Benito quiso que fuera, para evitar lo más posible que los monjes tuvieran que dejar la clausura para cualquier necesidad. El enorme desarrollo de la vida monástica llevaba en sí mismo un desarrollo parejo en la comodidad que le convenía. Los edificios monásticos, tan primitivos al principio, crecieron con el tiempo hasta que presentaron un aspecto muy imponente; y las artes fueron requisadas y los modelos arquitectónicos antiguos fueron copiados, adaptados, y modificados. La planta de Basílica, original de Italia, fue, naturalmente, el que primero se adoptó. Sus iglesias consistieron en una nave y los pasillos, iluminados por las ventanas del triforio, y terminando en un santuario semicircular o ábside. Con el paso del tiempo, el arco redondo, típico de la arquitectura de Basílica y del Románico, dio poco a poco lugar al arco apuntado, peculiar del nuevo estilo gótico, que se definió como "Románico perfeccionado." En Inglaterra se convirtió en tendencia hacer el santuario rectangular en vez de absidal. Los normandos adoptaron esta forma; y en los planes de sus iglesias es del tipo oblongo inglés de presbiterio que tomó gradualmente el lugar del ábside románico y continental, y la planta de Basílica fue abandonada por la del Gótico, de una travesía o un crucero, separando la nave del presbiterio, siendo el último extendido para hacer el sitio para el coro. La evolución final del estilo peculiar inglés se debe a los Cistercienses, la característica de aquellas abadías era la simplicidad extrema y la ausencia de ornamento innecesario; su renuncia del mundo fue evidenciada por todos los que tuvieron contacto con ellos. Los pináculos, las torrecillas, las vidrieras, y el cristal manchado eran, en sus primeros días, como mínimo, proscritos. Y durante el siglo doce, la influencia cisterciense predominó por toda Europa Occidental. Las iglesias cistercienses de esta época, Fountains, Kirkstall, Jervaulx, Netly, y Tintern, tienen presbiterios rectangulares. Éstas y otras iglesias del mismo siglo pertenecen a lo que se conoce como el estilo Normando Transitorio o Apuntado. Luego siguió la mayor elaboración de estilo inglés Temprano y Adornado, según puede verse en Norwich y Worcester, o la reconstruida Westminster, culminando en los esplendores del estilo Perpendicular, o de Tudor, del que la capilla de Enrique VII, en Westminster, es un ejemplo tan magnífico. Pocas abadías inglesas de renombre, sin embargo, tenían una arquitectura homogénea; de hecho, eran una mezcla de estilos, incluso a veces casi desconcertante, aunque solía complacer al arqueólogo y al artista encontrar junto a columnas estáticas la mayores obras pictóricas.

La rutina de un monasterio se podía mantener y supervisar solamente por la delegación de alguna de las funciones del abad a los diversos colaboradores suyos, que así compartían con él el peso de la norma y de la administración, y de la transmisión de los asuntos -- importantes y que aumentaban siempre de tamaño, donde un monasterio grande e importante fuera requerido. La regla era ejercida en subordinación al abad por el prior del claustro y el subprior; la administración, por los colaboradores llamados por obediencia que poseían poderes extensos en sus áreas respectivas. Su número varió en las diversas casas; pero los que siguen eran los auxiliares ordinarios, junto con sus deberes, nombrados lo más comúnmente posible según las viejas Costumbres: El cantor, o el preceptor, que dirigía el canto en el servicio religioso, y era asistido por el succentor o sub-cantor. Él instruía a los novicios para que interpretaran correctamente el canto tradicional. En algunos lugares él actuaba como maestro de los muchachos de la escuela claustral. Él era bibliotecario y archivero, y en su oficio, se hizo cargo de los preciosos tomos y manuscritos preservados en un mostrador o librería especial, y tenía que entregar los libros del coro para leerlos en el refectorio. Él se encargaba de enviar al lado de sus cartas, o mediante esquelas enrolladas, la comunicación a otros monasterios de la muerte de alguno de los hermanos. Él era también uno de los tres guardianes oficiales del sello del convento, llevando colgada al pecho una de las llaves donde fuera guardado. Al sacristán y a sus ayudantes les fue encomendado el cuidado de la iglesia, junto con su plata y vestiduras sagradas. Él tuvo que cuidar de la limpieza y la iluminación de la iglesia, de su cobertura para los grandes festivales, y del uso de los armarios o vitrinas para las vestiduras sagradas. El cementerio estaba también a su cargo. A su oficio perteneció la iluminación del monasterio entero: y la supervisión de la fabricación de velas, y compraba las cantidades necesarias de cera, de sebo, y de algodón para los fieltros. Él dormía en la iglesia, y comía a un paso, de modo que día y noche la iglesia no quedara sin guardián. Sus principales ayudantes eran un revestiarius, que cuidaba las vestiduras, el lino, y las colgaduras de la iglesia, y era responsables de lo que guardar lo que se estaba reparando, o sustituido cuando estaba fuera de su sitio; y el tesorero, que estaba al especial cuidado de los relicarios, las vasijas sagradas, y el resto de la plata.

El cillerero o mayordomo era el proveedor de toda la comida y bebida para uso de la comunidad. Esto le exigía ausencias frecuentes, y por tanto la exención de muchos de los deberes ordinarios del coro. Él estaba al cuidado de los criados empleados del monasterio, a los que sólo él podía contratar, despedir, o amonestar. Él supervisaba el servicio de las comidas. A su trabajo correspondía proveer de combustible, el transporte de mercancías, las reparaciones de la casa, etc. Era asistido por un sub-mayordomo, y en la panadería, por un granador, o encargado del grano, que se ocupaba de moler y de la calidad de la harina. El camarero se hacía cargo del comedor, o "fraterno," manteniéndolo limpio, provisto con paños, servilletas, jarras, y platos, y supervisaba la colocación de las mesas. También le fue asignado el cuidado del lavabo, proporcionando él las toallas y, en caso de necesidad, el agua caliente. El trabajo del cocinero era de una gran responsabilidad, porque le correspondía repartir la comida, y sólo su gran experiencia podía preservarla entre la basura y la avaricia. Tuvo a su cargo un gastador, o comprador, experimentado en la comercialización. Había de mantener un control estricto de los gastos y de los almacenes, presentando cada semana los libros al abad para su correspondiente examen. Dirigía toda la cocina, cuidando especialmente que todos la vajilla fuera mantenida limpia de un modo escrupuloso. La excusa de su deber exigió su exención frecuente del coro. Los servidores de cada semana ayudaban en la cocina, bajo las órdenes de los cocineros, y esperaban en la mesa durante las comidas. Su trabajo semanal concluía la tarde del sábado después de lavar los pies de los hermanos. El enfermero tenía que atender al enfermo con cariñosa compasión, y, si era necesario, podía ser excusado de sus obligaciones normales. Si era sacerdote, decía Misa por los enfermos; si no, él conseguiría que un sacerdote lo hiciera. Él dormía siempre en la enfermería, incluso cuando no había enfermos allí, para ser encontrado siempre dispuesto en caso de emergencia. La práctica curiosa de las sangrías, vista como saludable en otras épocas, era realizada por el enfermero. El deber principal del limosnero era distribuir las limosnas del monasterio, en alimento y ropa, a los pobres, con amabilidad y discreción; y; mientras atendía a sus necesidades materiales, no debía nunca olvidarse de las espirituales. Él supervisaba el lavatorio diario de los pies de los pobres escogidos para ese propósito. Otros de sus deberes era llevar la dirección de cualquier escuela, con excepción de la claustral, en conexión con el monasterio. También tenía bajo su cargo la tarea de vigilar la transmisión del obituario o relación de difuntos.

En la época medieval la hospitalidad manifestada a los viajeros por los monasterios era de tales detalles constantes que el jefe de la hospedería requería de mucho tacto, prudencia, discreción, así como afabilidad, puesto que la reputación de la casa consistía en su acogida. Su primer deber era considerar que la hospedería estuviera siempre lista para la recepción de los visitantes, que según lo impuesto por la Regla, era como recibir a Cristo mismo, y durante su estancia proveerles de lo que necesitasen, entretenerles, conducirles a los servicios religiosos, y generalmente mantenerse a su disposición. Los principales deberes del chambelán de un monasterio se referían al guardarropa de los hermanos, reparando o renovando su ropa gastada, y el preservar las que estaban fuera de uso para su distribución a los pobres por el limosnero. Él tenía también la lavandería en su supervisión. Como le correspondía proveer de paño y tela para la ropa, tuvo que asistir a los mercados vecinos para hacerse con sus existencias. A él también le incumbió la tarea de preparar los baños, lavado de pies, y de afeitar a los hermanos.

El maestro de novicios era por supuesto uno de los oficiales más importantes de cada monasterio. En la iglesia, en el refectorio, en el claustro, en el dormitorio, mantenía un control vigilante sobre los novicios, y pasaba el día instruyéndoles y ejercitándoles en las reglas y prácticas tradicionales de la vida religiosa, animando y ayudando a todos, pero especialmente a los que demostraban buenas cualidades para la vocación monástica. Los oficiales semanales eran, además de los servidores referidos ya, el lector en el refectorio, que le fue impuesta una preparación cuidadosa para evitar errores. También, el antifonista debía leer el invocatorio en Maitines, entonando la primera antífona de los salmos, versículos y responsorios, después de las lecciones, y del capítulo, o del pequeño capítulo, etc. El liturgista, o sacerdote que presidía la recitación del breviario de una semana, tenía que comenzar todas las diversas Horas canónicas, dando las bendiciones que hicieran falta, y cantando la Misa Conventual cada día.

Las mayores abadías en Inglaterra fueron representadas a través de sus superiores en el Parlamento, en Convocatorias, y en Sínodo. Incluyeron a sus superiores regularmente en las Comisiones de Paz, y en todo actuaban como, y eran considerados los iguales de, sus grandes vecinos feudales. Los donativos dados a los pobres por los monasterios, junto con algunos gestionados por derecho, por los sacerdotes de la parroquia, servían de ayuda a los pobres más recientes que carecían de suficientes recursos para hacer reclamar lo que les correspondía. Los pobres fueron iluminados, pues ellos sabían que podían volver a las casas religiosas en busca de ayuda y compasión. La pobreza según se atestiguaba en esa época era imposible en toda la Edad Media, porque los monjes, extendidos por todo el país, actuaban como meros administradores de la propiedad de Divina, y la dispensaban, si bien pródigamente, además con toda discreción. Las relaciones entre los monjes y sus arrendatarios estaban amablemente acordadas; los terratenientes más pequeños fueron tratados con mucha consideración, y si se llegaba a la necesidad de tener que infringir multas, la justicia fue tomada con misericordia. Los señoríos monásticos fueron trabajados al principio un poco como en una granja cooperativa. Podemos formarnos un juicio en el conjunto de Inglaterra a partir del "Durham Halmote Rolls," las condiciones de la vida aldeana dejaron al poco de ser deseadas. Las medidas para cuidar de la salud pública fueron hechas cumplir, se protegieron los abastecimientos de agua excesivos, fueron tomadas medidas rigurosas en vista de los manantiales y pozos, y la limpieza de charcas y de los embalses de los molinos. Un molino de campo común molía el maíz de los arrendatarios, y su pan era cocido en un horno común. La relación de los monjes con los campesinos era más de arrendatarios que de dueños absolutos.

Henry Norbert Birt

Transcrito por Rev. Louis Hacker, O.S.B.

Traducido por Luis Javier Moxó Soto

CE, 2005.

http://www.franciscanos.net/teologos/reglas/benito.htm