Historia de la Iglesia

Para usos internos y didácticos solamente

ADAPTACIÓN PEDAGÓGICA: Dr. Carlos Etchevarne, Bach.Teol.

 

Introducción.

§ 1. Posibilidad y Valor de la Historia de la Iglesia.

I. Historicidad de la Iglesia. II. Profundización de la Imagen de la Iglesia.

§ 2. Articulación de la Historia de la Iglesia.

I. Articulación Objetiva. II. Articulación Temporal. III. Las Distintas Épocas. Antigüedad. La Iglesia en el Mundo Greco-Romano.

§3. Delimitación y División de la Antigüedad Cristiana.

Primera Época. La Iglesia en el Imperio Romano Pagano. Período Primero. Preparación, Fundación y Primera Expansión de la Iglesia. De los Judíos a los Paganos.

§ 4. El Entorno del Cristianismo Naciente.

§ 5. Los Entornos Culturales: Israel, Grecia, Roma, Oriente.

I. Características Fundamentales. II. El Entorno Judío. III. El Entorno Griego. IV. El Entorno Romano. V. La Influencia del Oriente. VI. Resumen.

§ 6. Jesús de Nazaret, Fundador de la Iglesia.

§ 7. La Primitiva Comunidad de Jerusalén.

§ 8. El Cristianismo entre los Paganos.

I. Pablo. II. Antioquia. La Disputa Sobre la "Ley."

§ 9. Comienzos de la Comunidad de Roma.

Período segundo. Enfrentamiento de la Iglesia con el Paganismo Y la Herejía. Estructura Interna.

§ 10. Propagación de la Iglesia.

§ 11. Las Causas del Conflicto con el Estado.

§ 12. Desarrollo de las Persecuciones.

I. Las Persecuciones antes de Decio. II. Las Persecuciones Generales.

§ 13. El Culto Religioso de los Martires.

§ 14. La Contienda Literaria: Polemica Pagana y Apologia Cristiana.

§ 15. Teología y Herejía.

I. Fuerzas Básicas de la Teología. II. El Problema de la Herejía.

§ 16. Herejías en los Siglos II y III: Monarquianos, Gnosis, Marcion, Maniqueos.

§ 17. Luchas en el Campo de la Vida Moral y Religiosa. En los Siglos II Y III. Santidad Personal y Objetiva.

§ 18. El Ministerio Jerárquico

§ 19. Profesión de Fe y Sacramentos en los Primeros Tiempos de la Iglesia.

Segunda Época. La Iglesia en el Imperio Romano "Cristiano." Desde Constantino a la Caída del Imperio Romano de Occidente.

§ 20. Características Generales de la Época

§ 21. Constantino, Primer Emperador Cristiano.

§ 22. El Emperador Juliano y la Reacción Pagana.

§ 23. El Cristianismo como Religión del Imperio.

§ 24. Desarrollo de la Estructura de la Iglesia.

§ 25. Fe y Formulación de los Dogmas.

§ 26. La Cuestión Trinitaria.

§ 27. La Controversia Cristologica.

I. El Nestorianismo. II. El Monofisismo. El Monotelismo.

§ 28. La Formulación de los Dogmas.

§ 29. La Santidad de la Iglesia. Gracia y Voluntad.

§ 30. Los Grandes Padres de la Iglesia Latina.

I. Ambrosio. II. Agustín. III. Jerónimo.

§ 31. Los Pobres y el Culto Litúrgico.

§ 32. El Monacato.

§ 33. Invasión de los Pueblos Germánicos.

Edad Media. El Periodo Romano-Germánico.

§ 34. Características Generales.

I. El Escenario. II. Los Fundamentos. III. Tareas y Posibilidades. IV. Régimen de la Iglesia Privada. V. Subdivisión Temporal. Primera Época. Fundamentos de la Edad Media. Época de los Merovingios.

§ 35. Los dos Poderes del Futuro:

Los Francos y el Papado. Gregorio Magno.

I. La Iglesia de los Francos. II. El Papado.

§ 36. El Cristianismo Celta Insular.

Visigodos, Anglosajones y Otros Germanos

I. Observaciones Fundamentales sobre la Evangelización de los Germanos. II. La Conversión de cada una de las Tribus.

37. Vida y Actividad Social de la Iglesia

en la Época Merovingia.

§ 38. La Misión Anglosajona entre los Germanos.

I. Willibrordo. II. Bonifacio.

§ 39. Alianza del Papado con los Francos. El Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio.

 

 

Introducción.

§ 1. Posibilidad y Valor de la Historia de la Iglesia.

 

I. Historicidad de la Iglesia.

La historia es una peculiar dimensión del ser y el acontecer. El pensamiento histórico es una categoría espiritual propia; no es innata al ser humano. Cuando se quiere comprender a la Iglesia históricamente, cobra un significado especial, el hecho de la relación de la iglesia con su contexto que la Iglesia tiene que ver, y por cierto esencialmente, con elementos que hacen a su propio accionar socioinstitucional, dentro del devenir histórico. Por ello será útil empezar aclarando el concepto de historia de la Iglesia y ciertas leyes fundamentales que se dejan entrever en su propio desarrollo.

1. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, el Cristo que sigue viviendo. Por eso es algo divino y objeto de fe. Como tal no puede ser captada ni comprendida, en el sentido propio de la palabra, por la inteligencia humana; ésta puede, sin embargo, penetrar en su naturaleza y en sus obras con hondura suficiente para hacer de ella una exposición científica.

Una ayuda importante para lograr este objetivo es el conocimiento de la historia de la Iglesia. Pues aunque la Iglesia es divina, tiene una historia real: Jesucristo, el Logos divino venido al mundo y, con ello, a la historia por la encarnación, su vida, su doctrina y su influjo en el curso de los siglos hasta hoy.

El cúmulo de los datos de la historia de la Iglesia durante estos siglos nos enseña lo siguiente: cuando con Cristo y su mensaje lo divino irrumpió en el mundo de lo natural y dio testimonio de sí mediante milagros, no destruyó las categorías del ser y el crecer naturales; se sometió a ellas. El cristianismo no se tornó en modo alguno una magia. Así, la realidad divino-cristiana, que como tal no puede mudarse, como fenómeno histórico ha tomado a lo largo de los siglos múltiples formas. Como cuerpo de Cristo, la Iglesia es un organismo vivo que no permanece anquilosado en su estado originario fundacional, sino que se desarrolla.

La posibilidad intrínseca de mantenerse idéntica a sí misma dentro de su desarrollo se hace hasta cierto punto comprensible en lo profético. El sentido de lo profético, de lo inspirado por Dios, tiene un alcance más hondo y más amplio de lo que el autor humano (¡incluso el inspirado!) es capaz de advertir en su conciencia. A menudo es sólo la historia — cuyo Señor es Dios — la que va desarrollando en plenitud ese sentido Únicamente desde este ángulo se comprende en toda su profundidad un pasaje como Mt 16:18 1. Únicamente desde esta perspectiva es posible compaginar, por ejemplo, la concepción de Jesucristo en el seno de María por obra del Espíritu Santo y la bienaventuranza del Magníficat (Lc 1:46ss), con la confesión de que "no entendieron sus palabras" (Mc 9:32).

2. Entre las fuentes de la historia de la Iglesia destacan por su valor los escritos reunidos en el Nuevo Testamento: los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis. Tales escritos, en efecto, contienen la doctrina cuyo anuncio fundamenta y dirige la vida de la Iglesia desde su fundación, es decir, su historia entera. Relatan de cerca la vida y doctrina de Jesús de Nazaret y la vida de sus primeros seguidores hasta fines del siglo I.

Los escritos del Nuevo Testamento están unidos orgánicamente a lo del Antiguo. Así lo atestiguan la figura y la doctrina de Jesucristo, fundador de la Iglesia; así lo confirman las noticias del Nuevo Testamento sobre las primeras comunidades. No es posible, en consecuencia, captar correctamente el sentido de los escritos del NT más que en relación con el Antiguo.

La diferente condición anímico-espiritual de los autores, las distintas fuentes que tuvieron a su alcance y las diferencias del tiempo de composición y del círculo de lectores justifican, como es natural, la peculiaridad, a veces tan acusada, de las Sagradas Escrituras. Tampoco faltan desavenencias notables y aparentes contradicciones: la revelación se encarna también en las imperfecciones del lenguaje humano. En principio, esto no es más que una prueba de la tesis fundamental, ya enunciada, de que la irrupción de lo divino en la naturaleza (y en parte también contra ella) que supone el cristianismo, no suprimió las categorías naturales del ser y el acontecer en la historia de la revelación divina.

La revelación no pretende comunicar un saber abstracto y sistemático, sino ante todo un anuncio de hechos salvíficos, expresado a menudo mediante símbolos y parábolas. También por este lado es comprensible que se den desavenencias todavía mayores.

A pesar de todo no hay en la Sagrada Escritura verdaderas contradicciones. Su unitariedad es tanto más notable por cuanto la mayoría de los autores no eran "cultos" y la fijación por escrito del mensaje de Cristo durante mucho tiempo apenas estuvo sometida a reglas obligatorias, por lo que el canon pudo formarse "con libertad."

3. La encarnación de Dios (Jn 1:14) es la base de la Iglesia; de este hecho, por tanto, debe partir toda descripción de su historia. Cristo predijo que sus palabras no iban a pasar (Mt 24:35); pero también que su reino iba a extenderse con un crecimiento inesperado (Mt 13:31 cf. Mt 28:19s). El crecimiento orgánico sobre el fundamento de los apóstoles (Ef 2:10) y bajo la dirección del Espíritu Santo (Jn 16:13) es, por lo mismo, una categoría fundamental de la historia de la Iglesia.

La Iglesia, efectivamente, ha tenido un desarrollo real, que puede seguirse en el culto, en la teología, en la administración, en la doctrina y en la comprensión de sí misma. Su contacto con los diversos pueblos y culturas ha provocado profundos cambios. Aunque los hombres en esencia son todos iguales, sus esquemas mentales son muy diferentes. La forma de pensar de los predicadores de la verdad cristiana del siglo II es grandemente distinta de la de un teólogo moderno. Tertuliano, Orígenes, Agustín, Bonifacio, Tomás de Aquino, Nicolás de Cusa, Fenelón, Sailer, Newman, Schell, etc., expresan la fe cristiana común de modos en extremo diferentes. En esta diversidad se refleja en parte la transformación histórica y el progresivo desarrollo del pensamiento cristiano.

4. Hay un ámbito en la Iglesia contra el cual "no prevalecerán las puertas del infierno" (Mt 16:18). En la medida en que este ámbito coincide con la esencia de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán "contra la Iglesia."

Mas la evolución de la Iglesia no ha seguido siempre una línea recta. También en la historia de la Iglesia, "Dios escribe derecho con renglones torcidos." Este desarrollo se ha efectuado, según la promesa del Señor, bajo la asistencia especial del Espíritu Santo (Mt 16:18 y 28:20). Pretender pusilánimemente eliminar de la historia de la Iglesia sus innumerables debilidades, deficiencias y tensiones sería tanto como recortar el dominio de Dios sobre ella. Según la Escritura, la Iglesia no cesará de extenderse en este eón; penetrará en todos los pueblos "hasta los confines de la tierra" (Mt 28:19s). Pero lo que no está revelado es que vaya a transformar a la humanidad entera en un perfecto reino de Dios. La propia Iglesia es, como tal, la Iglesia de los pecadores, de los peces malos (Mt 13:47s); es decir, su desenvolvimiento asumirá también la forma de la decadencia. Es cierto que el reino de Dios está ya entre nosotros (Lc 17:21), manifestándose parcialmente en la fuerza de Dios, de forma que muchos lo ven y creen en él; pero sólo al fin de los tiempos irrumpirá con toda su plenitud, desde el más allá, en este mundo arrebatado por la rebelión contra Dios y su Cristo.

Por otra parte, una de las cosas más grandes e impresionantes de la historia de la Iglesia es el hecho de haber permanecido, dentro de sus enormes progresos e innumerables debilidades, fiel a su esencia, infalible en su núcleo e inequívocamente inmutable.

Esta realidad divina inmutable en la historia de la Iglesia no puede captarse por completo más que por la fe. Pero no forzosamente por una fe separada de la crítica histórica. Este es el punto en que la historia de la Iglesia se convierte en teología. El problema estriba en precisar si es ciencia, hasta qué punto y de qué modo.

5. Para exponer la historia de la Iglesia tal como realmente ha transcurrido, es decir, como se ha configurado de hecho bajo la voluntad del Señor de la historia, es condición indispensable adoptar la actitud cristiana básica: ser oyente. La historia de la Iglesia no puede deducirse de las ideas, ni siquiera de las reveladas; hay que descubrirla con fidelidad y abnegación en lo que un día vino a ser y fue sin nuestra intervención.

Esto quiere decir que en la medida en que la Iglesia ha vivido una historia, y por haberla vivido, su estudio guarda afinidad con toda otra ciencia histórica. La investigación y exposición de la vida de la Iglesia a lo largo de los siglos se efectúa conforme a las mismas leyes de crítica histórica que rigen en toda ciencia histórica auténtica. Por otra parte, la historia de la Iglesia se diferencia de la ciencia puramente natural, ya que trabaja según propios principios, tomados de la Revelación.

La combinación correcta de ambos elementos no se produce de modo que los fundamentos teológicos puedan determinar o incluso modificar los resultados históricos, sino que éstos están subordinados a la intención del fundador de la Iglesia, es decir, son interpretados y valorados teológicamente según los fundamentos de la revelación.

6. Así, pues, lo primero que ha de hacer el historiador es asegurar el material, fijar lo sucedido y documentarlo históricamente, esto es, "probarlo."

El grado de demostrabilidad varía según los distintos períodos de la historia de la Iglesia. La Edad Moderna ofrece mucha más documentación sobre cualquier suceso que el Medioevo, y éste, por lo general, más que la Antigüedad:

En consecuencia, por lo que respecta a las pruebas, también las exigencias de la ciencia histórica son de diverso grado según las distintas épocas. La historia de la Iglesia tiene derecho, por su parte, a aceptar esa gradación. Resulta antihistórico exigirle, cuando se trata de una tesis científica de la historia de la Iglesia antigua, una certeza histórica comparativamente mayor, o incluso esencialmente superior, que la que se exige para un acontecimiento de parecida importancia entre los sucesos de la historia. Un ejemplo típico es la cuestión de si Pedro actuó en Roma y murió allí (cf. § 9).

II. Profundización de la Imagen de la Iglesia.

1. La historia de la Iglesia es un medio apropiado para conocer más a fondo la esencia del mensaje cristiano y la Iglesia.

Cuando vino el Mesías, sus discípulos no comprendieron que tenía que padecer y morir y, cuando llegó la hora temida, creyeron perdida su causa; cuando Jesús volvió al Padre, las primeras generaciones cristianas creyeron que vendría enseguida a realizar el juicio final; cuando el primer día de Pentecostés fue fundada la Iglesia, muchos estaban convencidos de que la Iglesia sería una comunidad integrada sólo por santos y que el pecado jamás volvería a tener poder sobre sus miembros: el desarrollo histórico, recorriendo caminos muy distintos, ha venido a demostrar que aún no se había captado el significado completo de las palabras de Jesús. La historia de la Iglesia ha venido a ser una pedagoga, que hace entender la predicación de Jesús y su creación: la Iglesia.

La historia de la Iglesia ayuda, pues, a formarse un concepto justo de la Iglesia. Su más específica aportación a este respecto consiste en impedir una falsa espiritualización (espiritualismo) y la consiguiente volatilización de la realidad "Iglesia." Dicha historia muestra más bien, primero, que la Iglesia tiene un cuerpo, que es visible, superando así la falsa distinción entre una Iglesia "ideal" y otra "real" (haciendo asimismo entender que sólo hay una Iglesia, que es a un mismo tiempo institución divina y fruto del crecimiento histórico: Iglesia invisible, que sólo se puede captar por la fe, e Iglesia a la par visible y comprobable); y, segundo, preserva de una falsa visión de la santidad de la Iglesia. Esta santidad es objetiva; no excluye la pecaminosidad de los miembros y jefes de la Iglesia ni disminuye por causa de la misma.

Por este lado, y con toda claridad, la historia de la Iglesia remite a ese concepto sin el cual es imposible lograr una fructífera inteligencia e interpretación de la historia, a la felix culpa, a la culpa dichosa. El contenido fundamental de este concepto viene a decir que en los fenómenos históricos (personas, sistemas, acciones) error y culpa no equivalen a absurdo histórico, sino que pueden llegar a tener un hondo sentido según el plan salvífico de Dios y de hecho, a partir del pecado, con frecuencia decididamente lo tienen. Este concepto expresa el reconocimiento del Dios viviente en la historia. Responde a la afirmación agustiniana de que cuanto sucede en el tiempo es de Dios. Toma en serio la idea cristiana de la providencia. El error sigue siendo error; la cizaña, cizaña; el pecado, pecado; unos y otros son la antítesis reprobable de lo anunciado por Dios. Pero la voluntad salvífica de Dios gobierna el mundo y hace que incluso el error de los hombres sea útil para su santo designio.

2. Las enseñanzas del NT exigen inequívocamente la unidad de la Iglesia (Jn 17:21ss; Ef 4:5). Quienes se apartaban de esa unidad eran considerados como desviados de la doctrina verdadera (herejía, sectas, § 15) y tratados de acuerdo con la palabra del Señor: "Y si no hace caso ni siquiera a la Iglesia, considéralo como un pagano" (Mt 18:17).

Ni siquiera la gran escisión de la cristiandad a raíz de la Reforma del siglo XVI destruyó del todo este concepto. El proceso se consumó al consolidarse la separación y con la sucesiva y al parecer irremediable multiplicación de las escisiones (sobre todo a partir del siglo XVIII). También la filosofía moderna, con su destrucción del concepto de verdad objetiva y con su relativismo, ha tenido un influjo decisivo. Mas hoy, incluso en la cristiandad no ortodoxa, se vuelve a reconocer expresamente que la escisión en varias Iglesias está en abierta contradicción con la voluntad del fundador de la Iglesia.

Esta unidad implica que la verdad prometida a la Iglesia por su fundador sólo puede estar plena y objetivamente en una Iglesia. El cristiano ortodoxo cree y afirma que esa Iglesia es la Iglesia Ortodoxa que es Apostólica, Una e indivisible que fue fundada por Cristo Nuestro Señor. Ello no quiere decir en modo alguno que en ella se halle suficientemente expuesto el depósito de la fe en toda su plenitud, amplitud y libertad, y menos aún que se lo haya apropiado subjetivamente de una manera perfecta en todos los casos. La historia de la Iglesia demuestra lo contrario.

Pero la posesión objetiva de la verdad por parte de la Iglesia Ortodoxa está garantizada, en el plano del análisis histórico científico, por una prueba directa y otra indirecta.

Prueba directa: la Iglesia Ortodoxa es la única que, a pesar de no pocas pérdidas y muestras de agotamiento, ha mantenido en todo lo esencial la línea de desarrollo establecida por Cristo y los apóstoles. Ella sola, en especial, ha conservado plenamente el ministerio obligatorio y vinculante en conciencia, tal como lo tuvieron y ejercieron los apóstoles (§ 18).

Prueba indirecta: si la Iglesia Ortodoxa no es la Iglesia fundada por Jesucristo, resulta que las diversas Iglesias Cristianas no Ortodoxas son, en todo lo esencial, sucesoras legítimas de la fundación de Jesús. Esto implicaría: 1) la negación de la unidad de la Iglesia; 2) que en la Iglesia de Jesús podrían darse cosas abiertamente contradictorias (cf. las diversas opiniones sobre la persona del Señor, sobre el nacimiento virginal, sobre el sacramento del altar); 3) presupondría que la Iglesia fundada por Jesús, inmediatamente después de su partida, habría caído en errores sustanciales, en contra de su promesa; 4) significaría que la cristiandad entera habría estado equivocada en lo esencial desde los años 50-60, aproximadamente, hasta 1517 (o quizá a partir del Gran Cisma cuando la Iglesia Romana se aleja de la Iglesia Ortodoxa).

La unidad de la Iglesia no significa que los no Ortodoxos bautizados en Cristo y creyentes en él, y otro tanto los paganos, no pertenezcan a la Iglesia una. La doctrina sobre la voluntad salvífica universal de Dios, sobre el Logos spermatikos, sobre las viae extraordinariae gratiae (caminos extraordinarios de la gracia), sobre la distinción (no muy feliz) entre pertenencia plena y parcial, ofrecen la base conceptual necesaria para desarrollar ulteriormente esta idea fundamental de la Iglesia Ortodoxa 2.

3. La historia de la Iglesia es uno de los mejores instrumentos para hacerse cargo de la riqueza y la verdad de la fe Ortodoxa, fe que no sólo ha satisfecho a tantas personalidades de todos los tiempos y lugares, tan grandes y tan diversas entre sí, sino que las ha impulsado a insuperables empresas en todos los niveles elevados de la vida.

Como miembro de la Iglesia, el cristiano ortodoxo siente la necesidad natural (que en cierto modo se convierte en un deber para el ortodoxo culto) de conocer la vida de la familia sobrenatural a que pertenece. Siente también esta necesidad como hombre moderno, pues la cultura actual del Occidente, aunque a menudo sea hostil o extraña a la Iglesia, en su óptima parte se basa en el cristianismo y en gran medida ha sido creada por la Iglesia. Europa es cristiana en sus raíces gracias a la Iglesia.

4. El estudio de la historia de la Iglesia constituye una eficaz apología de la misma. Esto es evidente en lo que respecta a sus grandes tiempos, figuras y empresas heroicas. Pero también es verdad con respecto a las variadísimas y graves taras que encontramos en la historia de la Iglesia. Porque: 1) estos fallos tienen un profundo sentido religioso y cristiano por cuanto significan la misteriosa continuación de la pasión de Jesús por parte de la Iglesia. Llevan al cristiano a conocer su propia situación: la del siervo inútil y pecador (Lc 17:10) que sólo se mantiene por la fuerza de la gracia de Cristo; le enseñan continuamente que, exceptuando el núcleo esencial, la Iglesia es también Iglesia de pecadores; 2) la Iglesia ha encontrado siempre, a menudo en las situaciones más difíciles, fuerzas para reformarse a sí misma y llevar a sus miembros a nuevas cimas de vida religiosa y moral. Esto es un signo evidente de que en ella no opera sólo la fuerza humana, sino también la gracia divina; 3) esta idea es legítimo desarrollarla hasta el extremo de afirmar que tal vez la prueba más impresionante de la divinidad la Iglesia radica en que toda la pecaminosidad, debilidad e infidelidad de sus propios jefes y miembros no han conseguido destruir su vida.

Con esto queda claro que semejante "apología" no puede consistir de ningún modo en encubrir tendenciosamente las taras de la historia de la Iglesia. Esas taras son reales y enormes y sigue planteando hoy problemas de conciencia a más de un cristiano. Pero desde que Jesús fue condenado como malhechor y maldito y en la cruz pudo sentirse abandonado del mismo Dios, no es nada fácil poner límites a su agonía en la vida de su Iglesia.

Si mostramos honestamente las deficiencias (al menos aquellas que pueden comprobarse con seguridad) podemos justamente esperar que los adversarios de la Iglesia, o los que tienen otras creencias, escuchen y se fíen de lo que decimos cuando describimos los aspectos positivos de la Iglesia y asimismo acepten nuestro rechazo de doctrinas contrarias a la Iglesia con la seriedad que corresponde a una opción de conciencia científicamente probada y madurada.

Esta actitud fue prescrita por el fundador con la exigencia radical de hacer penitencia.

5. Para salir airoso de semejante tarea es del todo preciso que el estudioso tenga la interior libertad cristiana. "Cristiano" dice tanto como verdad y amor, ambos en inseparable unidad. Sólo el conocimiento fecundado por el amor, esto es, por el entusiasmo, llega al punto más íntimo de las cosas. Mas el conocimiento amoroso sólo puede tener por objeto una realidad. Así, pues, para conocer la verdad (sobre todo en la historia de la Iglesia) son necesarios el entusiasmo y la crítica, el amor y la veracidad. La actitud general ha de ser un entusiasmo desapasionado. Esto no significa en modo alguno frialdad o escepticismo; es más bien la plenitud del amor, porque lo es de la verdad. Es un optimismo auténtico, cristiano, realista, alejado de todo entusiasmo fanático y estéril. Sólo tal apología es duradera y útil para la causa sagrada de la Santa Iglesia. Sólo ella ayuda a llevar la cruz, que nunca puede faltar en el cristianismo.

Jesucristo, su naturaleza, su vida, su pasión, su resurrección y su predicación resumen todo el mensaje del Padre a la humanidad. La historia de la Iglesia por él fundada debe narrarse tal como en realidad se ha desarrollado, no de otra forma. El valor o el juicio de este desarrollo dependen naturalmente de la medida en que éste se haya mantenido fiel al mensaje del Padre en Jesucristo.

6. Todo estudio histórico corre un grave peligro: propende a tomar como reproducción objetiva de la totalidad de la historia lo que puede captar en las fuentes conservadas (leyes, escritos, monumentos arquitectónicos, etc.). La vida del verdadero pueblo, de la masa, pasa entonces fácilmente a segundo plano. Este reduccionismo peligroso, inadmisible, puede darse también en la historia de la Iglesia. La doctrina y actuación de la jerarquía y de los teólogos están la mayoría de las veces relativamente bien documentadas, mientras que la fe y sus repercusiones en los otros miembros del pueblo de Dios lo están muy poco o no lo están en absoluto.

Ahora bien: la plenitud de la verdadera fe en la masa de los miembros de la Iglesia es evidentemente lo que, junto con el ministerio y los sacramentos, constituye la realización del reino de Dios en la tierra. Y dado que mucho, tal vez la mayor parte de esta realización, yace en el anonimato, bajo el imperceptible cambio de los cuadros históricos, y permanece desconocido en sus detalles, resulta como consecuencia importante que sólo conocemos una pequeña parte de lo que constituye la vida histórica de la Iglesia. Toda historia es más rica que su rostro visible. Lógicamente, esto es aplicable en mucho mayor grado a la historia de los misterios de Dios en el mundo.

7. Lo que es válido para la historia política, lo es también para la eclesiástica: hay que captarla pensando; lo cual supone interpretar, juzgar y valorar. Es preciso poner de relieve el distinto significado de cada persona y de cada hecho. La mera yuxtaposición de hechos aislados es sólo un paso previo, o bien conduce a un historicismo relativista y a la consiguiente negación de la verdad absoluta.

La plenitud y la riqueza de la historia de la Iglesia, aun manteniendo la distancia crítica, deben ser proclamadas vivamente, para interpelar e invitar al individuo. Porque es cierto que la historia se mueve en el pasado, pero no es simplemente pasado: se nos acerca viva, bien porque nos ofrece tesoros que verificar, bien porque nos exige realizar mejor y con mayor pureza tareas históricas que en su tiempo no se resolvieron satisfactoriamente. Esto es aplicable a la historia en general. Para la historia de la revelación salvífica, que nos compromete vitalmente, tiene, como es natural, un alcance mucho mayor, incluso en lo negativo. También en la historia de la Iglesia se da el hecho básico de los desarrollos negativos e interpretaciones erróneas, hasta con repercusión universal. Estos han de ser expuestos como tales, con toda claridad. Quien renuncia a exponer la verdad y a distinguirla de lo falso, puede que describa con tonos positivos fenómenos que se dicen cristianos, pero no escribe historia de la Iglesia de Cristo.

 

1 Para cimentar este pensamiento en la Sagrada Escritura, cf. Jn 11:51: "Esto no se le ocurrió a él; siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó...."

2 Una síntesis clásica de esta fe nos la ofrece Agustín: "¿Cuántos de aquellos que no nos pertenecen son, sin embargo, nuestros, y cuántos de los nuestros se hallan fuera?"

 

 

§ 2. Articulación de la Historia de la Iglesia.

 

I. Articulación Objetiva.

1. El acontecer histórico-eclesiástico se nos presenta inicialmente con una multiformidad abigarrada, en los más variados escenarios y las más diversas zonas y tiempos. Mas esta multiformidad no es algo inconexo. De principio, ya hay una fuerza que atenúa e incluso supera toda digresión; es la persona del fundador de la Iglesia, a la que todos siempre se han remitido y con la que han relacionado su patrimonio religioso. Además, según las fuentes del NT, como ya hemos dicho, la Iglesia es un todo, un organismo. Y de esta unidad y totalidad orgánica siempre ha tenido conciencia, una conciencia que ha ido en aumento, cierto, pero que ya era asombrosamente intensa en los primeros tiempos del cristianismo. Su historia, en consecuencia, es también una unidad, que se basa en el único fundamento que es Jesucristo, su obra, su doctrina y su fundación, y que siempre gira en torno a los mismos temas que ya él propuso e impuso como tarea.

Sin embargo, dado que la Iglesia, aun siendo obra de la gracia divina, se presenta en hombres mortales y hechos pasajeros condicionados por el tiempo, su vida y consiguientemente su historia son asimismo múltiples no sólo en el sentido de la multiplicidad antes mencionada, sino en el sentido estructural, esto es, como desenvolvimiento de planos estructurales diversos. Desde este punto de vista, se puede articular la historia de la Iglesia en: a) la vida fundamental, b) la vida interna y c) la vida externa de la Iglesia.

2. La vida fundamental de la Iglesia es el elemento divino que hay en ella, la Iglesia tomada en sentido estricto; es el cuerpo místico de Cristo en cuanto que vive de la gracia divina, independientemente de la índole religioso-moral de sus miembros, esto es, la gracia misma; es la verdad objetiva y la santidad objetiva de la Iglesia, jamás empañadas por la sombra del error y del pecado.

De esta vida fundamental brota, con la colaboración de los miembros de la Iglesia, su vida interna y externa.

A la vida interna de la Iglesia pertenece cuanto la Iglesia hace desde su propio centro, independientemente de la "sociedad perfecta" (el Estado) que existe a su lado, y sin referencia "al mundo"; es, pues, su vida en lo que atañe a la esfera directamente religiosa. De la vida interna de la Iglesia forman parte, por ejemplo, su vida de piedad sacramental y extra-sacramental, sus actividades caritativas, su teología; en suma: la conciencia religiosa que de sí misma tiene la Iglesia.

A la vida externa de la Iglesia pertenecen sobre todo sus relaciones con el Estado y con el mundo, y consiguientemente con la cultura y con otras religiones, así como su propagación externa. "Externa" no quiere decir simplemente ni exclusivamente "exterior." Dado el carácter misionero inmanente al cristianismo, las relaciones de la Iglesia con el Estado, el mundo y la cultura son esenciales para su vida.

Para entender la historia de la Iglesia y la Iglesia misma es de suma importancia distinguir en las manifestaciones de la Iglesia actual los planos de la vida histórico-eclesiástica que acabamos de indicar y, sobre todo, descubrir su íntima conexión recíproca.

 

II. Articulación Temporal.

1. Hacer una división cronológica del proceso histórico, y hacerla con acierto, no es algo accesorio, sino una de las exigencias más importantes para comprender la historia. Es cierto que la corriente de la vida histórica es un continuum, pero como tal no es una mera mezcla informe. Está articulado en sí misma, independientemente del espíritu humano que la contempla. Hasta cierto punto, pues, esta articulación puede recibir un epígrafe en cada una de sus fases de desarrollo. Y tal intitulación — lo que generalmente se llama "articulación," si se elige con acierto, es una ayuda excepcional para conocer y entender la historia, naturalmente bajo el supuesto de tener conciencia del limitado valor de toda subdivisión en períodos. Quien ha repensado a fondo una buena panorámica de la historia de la Iglesia y ha llegado a tener una visión clara del desarrollo que en ella tiene lugar, a) dispone de un marco seguro y fácil de abarcar en todo momento, dentro del cual puede ordenar y situar los detalles históricos en su justo lugar, y b) la visión de conjunto puede servirle de guía para detectar y entender los detalles a la luz del desarrollo general, ayudándole así a captar más profundamente el sentido de la historia.

2. Del mismo modo que la vida del individuo es diferente en la niñez, en la juventud y en la madurez, y lo mismo cabe decir de los pueblos enteros, otro tanto ocurre con la Iglesia. La cuestión se complica en este caso porque la Iglesia es una realidad extendida por toda la tierra y persistente a través de los tiempos (universalidad espacio-temporal de la Iglesia): esos pueblos a los que la Iglesia predicó y en los que realizó su ideal en el curso de la historia y que, a su vez, emplearon sus mejores fuerzas en configurar y sostener a la Iglesia han cambiado. Eso ha hecho cambiar no sólo el escenario de la historia de la Iglesia, sino también, y en mayor medida, la misma vida eclesial propia de cada época, pueblo y lugar. En la medida en que un escenario y la vida que en él se desarrolla forman una cierta unidad, tenemos ante nosotros una unidad histórica; al "principio" y al "fin" de semejante unidad está, pues, justificado marcar momentos de división y desarrollo.

3. En el curso de la historia de la Iglesia, prescindiendo de otros innumerables incisos menos evidentes, hay especialmente dos sucesos que justifican la división de la historia de la Iglesia en tres grandes secciones, hablando de una Antigüedad cristiana, de una Edad Media y de una Edad Moderna. Estos dos sucesos son:

a) La gran migración de los pueblos en los siglos IV, V y VI hace derrumbarse el marco 5 en que se había desenvuelto hasta entonces la historia de la Iglesia, el antiguo Imperio romano ( fin de la Antigüedad); reduce y amplía a la vez el escenario de la historia de la Iglesia y, sobre todo, hace entrar en la escena de la historia universal como factores activos a pueblos enteramente nuevos, brinda a la semilla de la palabra de Dios una tierra diferente: los jóvenes pueblos germánicos y más tarde, los eslavos. La maduración de estos pueblos nuevos en estrecho contacto con la Iglesia (y en múltiples tensiones con ella) llena la historia de la Edad Media.

b) La radical transformación de la vida espiritual de Occidente a partir de los siglos XIV y XV relaja cada vez más la íntima vinculación de tales pueblos, al ir éstos adquiriendo paulatinamente su autonomía espiritual, con la Iglesia, de la que hasta entonces habían sido, como de la forma más natural, miembros principales..

4. Este esquema sólo es válido para Occidente. Los factores que determinan su historia hasta hoy se diferencian extraordinariamente de los que caracterizaron la estructuración del Oriente cristiano. La continuación de la Antigüedad helenista o bizantina queda fundamentalmente salvaguardada en Oriente por la supervivencia del Imperio romano-oriental (hasta la caída de Constantinopla en 1453). En cambio, una de las consecuencias más graves de la separación entre la Iglesia occidental y la oriental en el siglo XI es que en Occidente desaparece casi por completo el contacto con las fuentes de la vida de la Iglesia griega (¡los Padres griegos!). En la Iglesia oriental no se estanca en modo alguno la vida durante los siglos que los occidentales llamamos Edad Media, sino que, por el contrario, es extraordinariamente activa, si bien no conoce ni valora mucho una actividad como la de Occidente en teología, piedad y órdenes religiosas. Como contrapartida, la Iglesia oriental está en parte más próxima a la atmósfera del cristianismo primitivo en la liturgia y en el carácter de su teología (por ejemplo podemos citar a los Nuestros Venerables Padres y Teólogos del S. XIV, San Gregorio Palamas, San Gregorio Sinaita y Nicolás Cabasilas entre otros).

5. Los dos acontecimientos señalados de la historia de la Iglesia son de una evidencia palmaria. A pesar de ello no hay que exagerar su importancia "divisoria." En la historia nunca se da el caso de que una época acabe completamente y al punto se inicie otra nueva, por entero separada de la primera. Al contrario: en la época que "llega a su fin," y partiendo de ella, se desarrollan gérmenes que se convierten a su vez en factores determinantes de la nueva época. Las épocas se entrecruzan.

Así, durante la Antigüedad tardía la Iglesia crece sin cesar en el ámbito de la (ya decadente) cultura antigua, que transmite luego a los nuevos pueblos junto con la doctrina cristiana, y así crea y desarrolla con éstos lo que llamamos Edad Media. Estos mismos nuevos pueblos, en las postrimerías de la Antigüedad, son primero servidores y colaboradores y, en parte, incluso sostenedores del Imperio romano de Occidente, en progresiva decadencia, antes de destruirlo y sustituirlo por los nuevos reinos nacionales y antes de que surja luego de ellos la civitas christiana, la cristiandad occidental.

Hay que tener presente además que el proceso de las diversas esferas de la vida eclesiástica no presenta las mismas curvas y que no siempre coinciden sus puntos culminantes y decadentes.

La vida jamás se deja encerrar completamente en una fórmula, porque es demasiado rica. Lo mismo puede decirse, y con mayor razón, de la vida histórica, que es compleja por naturaleza. Así, pues, cuando en esta obra caracterizamos con una etiqueta las diferentes épocas y los diversos períodos, sólo pretendemos subrayar unos cuantos caracteres más sobresalientes, pero que no han de entenderse en sentido exclusivo.

Y de ahí, si se quiere una exposición más detallada, nace la posibilidad de subdividir la mencionada división tripartita de la historia de la Iglesia en un número mayor de unidades de espacio, tiempo y materia.

6. No es lo mismo que un pensamiento se exprese en Alejandría, en Roma o en Inglaterra o que una institución surja en Roma, en Antioquía o en Citeaux. El pensamiento tendrá en cada caso presupuestos diferentes, poseerá finalidades intrínsecas diversas y la institución ostentará distinto poder. La idea del marco cultural es de suma importancia para toda historia, y su comprensión, altamente determinante para el estudio de la historia (§ 5).

El peligro de que una concepción de la historia que opere con esta idea pueda subestimar o incluso ignorar el papel decisivo de la personalidad creadora no es muy grande cuando se escribe la historia del cristianismo, porque su comienzo, su continuación y su esencia se basan exclusivamente en la persona del fundador. La historia del cristianismo y de la Iglesia es la historia del seguimiento de Cristo, bien del seguimiento anhelado y en parte conseguido, bien del fracaso en esta tarea fundamental.

Es cierto que lo objetivo, lo general y lo trascendente en verdad y santidad tienen en el cristianismo una importancia decisiva. Pero, por otra parte, su importancia y utilidad siempre dependen esencialmente de su apropiación por parte de la persona individual. La acción de Dios con el hombre, tal como se cree y enseña en el cristianismo y aparece de múltiples formas en el curso de la historia de la Iglesia, es siempre una acción del Dios personal con el hombre personal, creado a su imagen y semejanza.

 

III. Las Distintas Épocas.

1. La Antigüedad cristiana, considerada globalmente, se caracteriza por el hecho de que el cristianismo se encontró durante esta época ante una civilización madura, altamente evolucionada y ya consolidada; una civilización crecida sin el cristianismo y antes de él, que en su conjunto le era extraña y continuó siéndolo: el antiguo paganismo del Mediterráneo.

a) Una consecuencia inmediata e igualmente importante de este hecho fue que en la Antigüedad el cristianismo estuvo primero y más que nada replegado sobre sí mismo. Por eso este período, por lo menos en su primera mitad, es ante todo el tiempo de la vida interna de la Iglesia, con predominio casi exclusivo de la actividad religiosa.

En este tiempo la Iglesia crea, sobre las bases establecidas en el período de su fundación (Jesús y sus apóstoles), las formas fundamentales de su propia vida interna (piedad, liturgia, constitución), asienta los criterios esenciales en lo que respecta al ámbito y las características de su patrimonio y de su actividad o misión (lucha contra el cristianismo judaico y contra la gnosis; escritos confesionales frente al Estado perseguidor; recopilación de los escritos del Nuevo Testamento; símbolo de la fe; controversias trinitarias y cristológicas) y da testimonio de la revelación de Cristo con la predicación, la vida y la definición de los dogmas.

b) Hacia el exterior, el cuadro es fundamentalmente distinto antes y después del año 313. Antes de esta fecha la Iglesia, en lo que respecta a su vida externa, se sitúa principalmente en posición defensiva; en las persecuciones ha de sostener una lucha sangrienta por su derecho a la existencia, al mismo tiempo que trata de definir de algún modo, por vía de ensayo, sus relaciones con la cultura. Los cristianos son una insignificante minoría. En cambio, a partir del 313, el cristianismo es libre y poco a poco se convierte en la religión del Estado; el representante del poder civil se hace cristiano. La actuación de la Iglesia se vuelve activa, asumiendo una iniciativa mayor en toda la línea de su vida externa. También afluyen a la Iglesia las "masas." La misma Iglesia estrecha sus lazos con el Estado y la cultura y se convierte en parte importante del "mundo." Las luchas espirituales, por el contrario, se trasladan al interior de la Iglesia y cobran mayor importancia, pero llevan en sí mismas huellas profundas del cambio de postura de la Iglesia respecto al Estado y la cultura (cuestiones trinitarias y cristológicas, concilios).

La Antigüedad cristiana es la época del nacimiento de la Iglesia, de su primera actividad misionera y de la consolidación de su existencia frente al Estado y la herejía, así como de la fijación de su autointerpretación dogmática básica.

2. A diferencia de la Antigüedad cristiana, la Edad Media se caracteriza por el hecho de que la Iglesia "está ahí en primer plano," sin que se le oponga una cultura superior. Es ella la que crea una nueva cultura cristiano-eclesiástica 4 y la lleva luego a su plena autonomía. Mas también la Iglesia participa en este cambio. Se puede afirmar que la Iglesia y los pueblos germánicos crecen juntos hasta formar, en una compenetración recíproca cada vez más íntima, esa realidad cristiana que llamamos Occidente cristiano medieval: Europa es cristiana desde sus raíces. Por efecto de una vida interna muy floreciente (monacato, liturgia, arte, teología, derecho y piedad popular), la Iglesia se dedica ahora con gran dinamismo al campo de la vida exterior: a) vuelve sus ojos hacia la cultura y la integra completamente en la vida cristiano-eclesiástica; b) pasan a primer plano los problemas de política eclesiástica, esto es, las cuestiones relativas a su constitución, así como los referentes a las relaciones entre Iglesia y Estado.

3. La Edad Moderna. Tras un cierto aislamiento de la vida cultural y espiritual dentro de una misma cristiandad, la vida cristiano-eclesiástica sucumbe en parte ante esa misma vida cultural que la Iglesia había contribuido a crear y que progresivamente se va separando de la Iglesia hasta contraponerse a ella: a) como no católica, b) como no cristiana, c) como no religiosa. El desencadenamiento de esta lucha tiene sus raíces profundas en la Edad Media, en determinadas actitudes de la jerarquía medieval (lucha con el Imperio por la idea hierocrática del papado), y su desarrollo en las tres etapas mencionadas llena la Edad Moderna.

Mas también aquí la vida interna de la Iglesia muestra una múltiple y en cierto modo maravillosa riqueza, aunque con dolorosos altibajos de fuerza y debilidad.

4. Muy diverso ha sido el grado y la forma en que han aceptado el cristianismo los hombres de las distintas épocas. Cada época, en efecto, realiza su propio cometido con relativa perfección sólo por breve tiempo.

Para el mundo oriental y americano, nuestras categorías no son válidas sin una considerable modificación. En los países de misión el crecimiento depende también de muchas otras condiciones; generalmente, a la larga aparece gravado por la tensión entre la forma de la doctrina cristiana, de cuño europeo, y las antiguas civilizaciones indígenas, evolucionadas o primitivas, que eran y en su mayoría han seguido siendo extrañas a Occidente y a su intelectualismo.

5. La Iglesia ha de traer la redención a la humanidad. La historia analizada sin pasión nos remite espontáneamente a la auténtica profecía del evangelio: en este mundo jamás habrá una victoria definitiva (Jn 14:17; 15:18; 16:20; 18:36). La historia de la Iglesia es una sucesión constante de altibajos en la lucha de la verdad y santidad cristianas contra el error, la mentira y la maldad pecaminosa de dentro y de afuera. También la historia de la Iglesia revela como fundamento de la fe cristiana la teología de la cruz.

3 El proceso es complicado y de larga duración El avance del Islam desde el Sureste y luego su dominio del Mediterráneo occidental hizo más profunda la disolución, pero no la provocó (contra Pirenne).

4A este estado de cosas se llegó paulatinamente; los siglos V, VI y VII fueron de transición, durante ellos la vida siguió por lo general las leyes de la antigua civilización romana.

 

 

 

Antigüedad.

La Iglesia en el Mundo Greco-Romano.

 

 

§3. Delimitación y División

de la Antigüedad Cristiana.

1. La historia de la Iglesia de la Antigüedad cristiana se articula en dos grandes épocas: la "cesura" viene señalada por el llamado Edicto de Milán del año 313 (§ 21). La primera época, por tanto, abarca la vida de la Iglesia en el Imperio romano pagano (hasta el 313); la segunda, sus avatares en el Imperio romano "cristiano" (desde el 313 hasta la invasión de los bárbaros).

En el desarrollo de la primera época pueden distinguirse las diferentes fases mediante: a) la toma y destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70; b) la desaparición de los últimos testigos directos — de vista u oído — de la vida del Señor, hacia el año 100, y la muerte del último discípulo de los apóstoles, alrededor del 130 (o 150).

a) La toma de Jerusalén significa el fin del judaísmo político, la erradicación del más peligroso enemigo de la Iglesia de entonces: tanto el judaísmo rígido, enemigo de los cristianos, como el cristianismo judaizante, que se había vuelto herético; y luego la dispersión forzosa de la primitiva comunidad cristiana más allá de Jerusalén .

b) La figura histórica de Jesús, gracias a los discípulos de los apóstoles, siguió influyendo directamente en la comunidad hasta el año 130 aproximadamente. Esta inmediatez fue de una fuerza singular. La personalidad, la imagen y hasta la voz, por así decir, del Señor actuaban como algo próximo y vivo. De otra manera no se podría explicar la inconcebible pujanza de expansión de esa "pequeña grey" (Lc 12:32), aparentemente perdida, frente a la potencia mundial de la Roma pagana. Más tarde, esta conexión inmediata con la vida histórica de Jesús fue sustituida, de modo general y definitivo, por una conexión sólo mediata: cambio éste absolutamente decisivo. De ahí, entre otras cosas, la íntima necesidad de fijar la doctrina predicada por Jesús.

2. En la primera época, los años 30-70 (130) señalan el tiempo del cristianismo primitivo; es la época puramente religiosa de la fundación de la Iglesia, el tiempo de los apóstoles y de los discípulos de los apóstoles, el tiempo en que la vida cristiana apenas tiene contacto alguno con la cultura. El cristianismo primitivo es la mejor ilustración de las palabras de Jesús: "no sois de este mundo" (.Jn 18:36). Dominan las ideas escatológicas: se espera el inminente fin del mundo, no ciertamente de un modo uniforme y siempre claro (epístolas de Pablo), pero sí hasta el punto de considerar innecesario e incluso reprobable el acomodo aquí en la tierra. Es el tiempo en que el entusiasmo religioso y el amor activo llenan casi toda la vida de los cristianos. El escenario es preferentemente Palestina, Samaría, Siria, Asia Menor, Macedonia, Grecia (Jerusalén; Antioquía, la zona de misión de Pablo), después también Roma y "España."

El segundo período de esta primera época, los años 70 (130)-313, abarca el tiempo helénico-romano. Ahora la situación (junto con los elementos mencionados) se caracteriza, aunque muy lentamente, por la relación de la Iglesia con "el mundo"; más concretamente: a) con la cultura helenista; es el tiempo de las apologías y de la teología incipiente en lucha con la duda y la herejía (gnosis); b) con el Estado romano; es la Iglesia que combate y sufre pero que afianza al Estado, es el tiempo de las persecuciones.

3. En la segunda época (313 hasta el fin de las migraciones de los pueblos), el cristianismo es libre. Ser cristiano ya no es un riesgo, sino una ventaja; los obispos son unos privilegiados social y jurídicamente. El cristianismo se convierte en la religión del Estado y la Iglesia en Iglesia imperial. Pero el César es también "señor" de la Iglesia. En el ámbito interno es el tiempo de la teología de los Padres de la Iglesia, del nacimiento del monacato y de las grandes disputas doctrinales: a) en Oriente, la disputa trinitaria (siglo IV) y la cristológica (siglos V, VI y VII); b) en Occidente, la cuestión de la grada (pelagianismo) y la disputa sobre la Iglesia y su santidad objetiva (donatistas): es el tiempo de San Agustín.

4. El límite mínimo de la Antigüedad cristiana no puede fijarse unitariamente. En Oriente, en todo caso, ha de fijarse mucho más tarde que en Occidente. Aquí, en Occidente, pese al inmenso y dilatado inciso de la invasión de los pueblos bárbaros, es muy difícil establecer con cierta precisión siquiera el año que marca el "fin" de la Antigüedad y el "comienzo" de la Edad Media. Y esto por diversas causas. Primera, porque sólo desaparece uno de los elementos que caracterizan la Antigüedad cristiana, o sea, el Imperio romano en cuanto marco político y geográfico. Pero el otro elemento, el interno, no desaparece: la cultura antigua, que se diluye y se trasvasa. En el ámbito propiamente eclesiástico la vida siguió guardando sus antiguas formas incluso después de la invasión de los bárbaros.

 

Primera Época.

La Iglesia en el Imperio Romano Pagano.

Período Primero.

Preparación, Fundación y Primera Expansión

de la Iglesia. De los Judíos a los Paganos

 

§ 4. El Entorno del Cristianismo Naciente.

1. El Imperio romano surgió poco antes del nacimiento de Cristo. Con Octavio, que recibe del Senado el nombre de Augusto (30 a.C-14 d.C.), y con sus inmediatos sucesores el Imperio se extiende cada vez más. Abarca las tierras del Mediterráneo, con su cultura mediterránea entonces dominante, además de las Galias y partes de Britania; el Rin y el Danubio forman sus fronteras continentales. El siglo I d.C. es a un tiempo el punto culminante del poderío del Imperio romano y el comienzo de su (lenta) decadencia.

Al nacer Cristo, Palestina pertenecía al Imperio romano. Desde que Pompeyo conquistó Jerusalén (63 a.C.), ya no hubo un estado judío independiente, aunque se les conservó el principado hereditario. Tras la muerte de Herodes el Idumeo (37-4 a.C.), fue procurador en Judea y Samaría Poncio Pilato. Con Agripa I (41-44 d.C.) volvieron a unirse otra vez ambos territorios (bajo la soberanía romana).

2. Dentro del gran Imperio romano, el "rincón palestino," la tierra de los despreciados judíos, no era más que una parte insignificante. El César poseía un poder casi ilimitado sobre todo el imperio. No obstante, la administración era mesurada. Las provincias gozaban de una cierta autonomía.

a) El punto central, la capital y al mismo tiempo el modelo de todo el imperio era Roma, la "ciudad," una verdadera maravilla del mundo. Ya como idea (es decir, como encarnación del imperio eterno), Roma era una potencia real, que a lo largo de la Antigüedad y de la Edad Media ejerció una enorme influencia, de gran importancia incluso para la Iglesia. Esta influencia es uno de los grandes fenómenos de la historia, y que racionalmente sólo es posible captar por aproximación. Ciertamente (para la historia general como para la eclesiástica), la influencia ha sido a la larga positiva, pero muchas veces también perjudicial, sobre todo si se piensa en la idea de soberanía encarnada en la idea de Roma, en cómo ésta hizo posible en Constantinopla, la "segunda Roma," la competencia eclesiástica contra el papado, en cómo la fomentó y finalmente contribuyó, con los excesos de ambas partes, a la nefasta escisión de las Iglesias oriental y occidental (§ 47; para la idea de la tercera Roma [Moscú] como heredera de Bizancio desde el siglo XV, cf. vol. II).

b) En Roma concurría toda la variedad multicolor del imperio. La cara espiritual de la ciudad no era unitaria. Roma era una creación pagana. Apenas puede uno imaginarse mayor diferencia respecto a una ciudad cristiana. Estaba repleta de templos. Pero éstos sólo eran morada de las imágenes de los dioses, no lugares de oración (el culto se celebraba ante las puertas). El Capitolio y el Foro eran el verdadero centro de la ciudad: los lugares donde se promulgaban las leyes, se dictaba sentencia y discurría la vida política, a la cual tenía que someterse hasta la liturgia oficial.

Había majestuosos palacios, lujosos y refinados, que entonces, y en ritmo creciente, comenzaron a ser centros de vida regalada. Había teatros y anfiteatros, en los que celebraban sus triunfos todo tipo de artes inmorales y crueldades. Pero no existían lugares de amor al prójimo, donde acoger a los pobres y enfermos, como nuestros hospitales. El hecho de que existieran asociaciones religioso-caritativas, en las que se prestaba ayuda (especialmente para asegurar una sepultura digna), y la influencia de la filosofía estoica suavizan algo el cuadro, pero no lo cambian esencialmente. Faltaba la fuerza capaz de transformar la vida. La inmoralidad penetraba cada vez más profundamente en todos los círculos (como en el imperio en general). Un lujo exagerado y un sibaritismo refinado se daban la mano con un desprecio escalofriante de la vida humana, en especial de la vida de las capas sociales inferiores, de los esclavos. Siempre serán una prueba impresionante de ello los frecuentes combates de gladiadores, en que tantas vidas humanas se sacrificaban por el solo placer del espectáculo. Incluso en tiempos de un emperador como Tito (79-81), "el preferido de los dioses y de los hombres," fueron sacrificados en tales luchas muchos millares de hombres (¡2.500 sólo en Cesarea, después de la destrucción de Jerusalén!).

c) En el resto del Imperio romano, ante todo en las ciudades, las colonias civiles y las guarniciones militares, la vida discurría según el modelo de Roma. El imperio era en cierto modo una multiplicación de Roma. Esto tenía sus ventajas para la difusión del mensaje cristiano, mas, por otra parte, facilitaba, llegado el caso, la lucha contra él.

3. Jesucristo vino "cuando se cumplió el tiempo" (Gál 4:4; Ef 1:10). Esta gran palabra de Pablo, más allá de su contenido esencial (histórico-salvífico), cobra todo su sentido iluminador de la historia cuando se considera que tal cumplimiento se había realizado ya en todos los ámbitos de la cultura de entonces.

Para evitar equívocos, hay que tener presente que el "cumplimiento" de que hablamos no ha de ser entendido como un fundamento, del que el mensaje cristiano vendría a ser, por decirlo así, complemento natural. Se refiere más bien a una disposición espiritual y religiosa de los espíritus y de las almas, muy diversa en cada caso (que a menudo llegaba hasta la superstición), en la que podía entroncar el mensaje cristiano, y ello — decisivamente a veces — dándole una interpretación contraria. El "cumplimiento" no suprime en modo alguno el contraste, ni siquiera la contradicción del cristianismo con el mundo. Gran parte de los cristianos de la Antigüedad, a pesar de sus lazos de unión con el medio pagano y particularmente el griego, se consideraban ante todo como algo nuevo, como una contradicción con la sabiduría y la cultura de este mundo; eran los llamados a salir del mundo. Y esto era una interpretación auténtica de la persona del Señor crucificado y resucitado. Él es el comienzo absoluto.

La preparación de la vida y la obra de Jesús hasta esta plenitud de los tiempos se llevó a cabo a) esencialmente en la historia del pueblo escogido, el pueblo judío, mas b) también en la historia de la gentilidad greco-romana.

4. En tiempo de Jesús, en la religión judía se habían configurado diversas tendencias. Dos de esas orientaciones resultaron especialmente importantes para el destino de Jesús y de su doctrina. La una se había impuesto en Palestina; la otra, entre los judíos que vivían fuera de la tierra prometida en todas las grandes ciudades del Imperio romano, entonces mundial, es decir, en el judaísmo de la diáspora (= dispersión). La orientación palestinense se caracteriza ante todo por una estrechez y un anquilosamiento inusitados, radicalmente cerrados a todo lo no judío, si bien en muy diversa medida. Había saduceos, fariseos y esenios.

Los saduceos provenían de los círculos abiertos a la cultura helenista. Cuando se agruparon (bastante pronto), la fe en la resurrección no había llegado a ser creencia general de los judíos; de ahí que rechazaran la resurrección. En los tiempos de Jesús se habían convertido en un partido político.

Los fariseos eran aún más rígidos y cerrados, como ya indica su nombre hebreo. Eran una agrupación de chassidim (piadosos). En tiempos de Jesús estaban dominados por el grupo de los escribas.

Los esenios eran también una rama de los chassidim. Entre ellos había círculos similares a una orden religiosa (con celibato, oración común; en Egipto había comunidades parecidas, los terapeutas). Recientemente, tras el hallazgo de los escritos del Mar Muerto (por lo demás aún muy discutidos, no unitarios), conocemos de ellos una configuración especial, la de los esenios de Qumrán, en cuya comunidad destaca una figura singular, la del "maestro de la sabidurías." Tal vez Juan Bautista estuvo relacionado con ellos.

El judaísmo fariseo trataba sobre todo de conseguir la justicia mediante el exacto cumplimiento literal de las numerosas prescripciones particulares de la "ley." En lo cual había mucho de exteriorización, autojustificación e hipocresía, que Jesús repetidas veces censuró con dureza (Mt 23:13ss).

El judaísmo fariseo también tenía fuerza interna. La mejor prueba de ello es el hecho de que pudiera ligar tan fuertemente a su causa a un espíritu tan noble como Pablo (§ 8). Por lo demás, era un ideal peligroso, por el que el judaísmo finalmente se sacrificaría dándose muerte a sí mismo, mas no por eso dejaba de ser un ideal. Era la orgullosa conciencia de poseer, en toda su singularidad y exclusividad, el verdadero judaísmo, renacido de la heroica lucha de los macabeos; era el vigoroso intento de mantenerse alejados de todo lo "impuro."

Los judíos odiaban a los romanos, demoledores de su independencia política. La mayor gloria del pueblo judío consistía en no reconocer otro rey que el Yahvé de los cielos. Los judíos, a su vez, gozaban de pocas simpatías entre los romanos y los griegos. No obstante, la religión monoteísta y la moral interiorizada de los profetas y de algunos salmos y escritos didácticos poseían tal fuerza de atracción, que un considerable número de paganos se convirtieron en prosélitos (es decir, advenedizos) del judaísmo. Muchos se convertían del todo y se sometían a la circuncisión y a todo el ceremonial de la ley; otros buscaban una relación más estrecha con el judaísmo por la sola y exclusiva razón de aceptar la fe en el Dios único; éstos eran los "temerosos de Dios," que conocemos por el Nuevo Testamento (por ejemplo, Hch 2:5; 13:43; 17:17). Los prosélitos y "temerosos de Dios" son una prueba de la inquietud religiosa dentro del paganismo de entonces.

La fuerza de atracción de la religión y la moral judías ejercía su máxima influencia en el judaísmo de la diáspora. Este mantenía su adhesión a todo lo esencial de la religión judía, pero libre de la exagerada estrechez y rigidez del judaísmo palestino. Estaba más abierto al mundo y a la universal filosofía greco-helenista. A mediados del siglo II a. C., el filósofo Aristóbulo había intentado en Alejandría demostrar la armonía entre la ley mosaica y la filosofía griega. Esta relación se echa de ver de forma impresionante en los escritos del judío Filón de Alejandría, filósofo de la religión (contemporáneo de Jesús, 25 a.C. - 40 d.C.). Escritos que fueron no menos importantes para la evolución de la doctrina eclesiástica. Ofrecen una exégesis alegórico-místico-filosófica del Antiguo Testamento y muestran una verdadera conexión entre la religión judía y la filosofía helenista. Este tipo de judaísmo se convirtió en el puente más importante entre el joven cristianismo y el paganismo. En él encontramos claramente estructurado por vez primera un aspecto de la posterior síntesis cristiana: segura de sí misma e inflexible en lo fundamental, pero ensayando sin cesar el diálogo para comprender mejor sus fundamentos y radicalmente abierta a todos los valores espirituales para transmitir a todos los hombres la única religión verdadera.

También el judío Flavio Josefo (segunda mitad del siglo I) escribió sus obras históricas (Antiquitates judaicae; De bello judaico) según el patrón helenístico y para helenistas ilustrados.

La religión judía está expuesta en los escritos del Antiguo Testamento en hebreo y en parte en griego. La traducción de este libro sagrado al griego por los presuntos setenta sabios (LXX = Septuaginta) de la comunidad judía de Alejandría (siglos III y II a.C.) significó la mayor transmisión de la religión monoteísta paleotestamentaria al mundo pagano. Con esta traducción, el Antiguo Testamento se convirtió en la Escritura Sagrada del cristianismo antiguo. No era uno de tantos libros de los cristianos; para ellos era el libro sagrado. Los escritos del Nuevo Testamento fueron apareciendo paulatinamente, siendo coleccionados más tarde (§ 6).

Mas el contenido del Antiguo Testamento no es filosofía, sino revelación religiosa, escritura inspirada y testimonio de la acción salvadora de Dios en la historia de su pueblo elegido. Encierra un claro monoteísmo y el mensaje religioso-moral de los profetas, basado en la autoridad divina.

Este libro apunta más allá del judaísmo, al tiempo de la salvación mesiánica. Aunque los judíos, al comienzo de nuestra era, por un lado alentaban una esperanza mesiánica teñida de muchos matices políticos, los escritos "apocalípticos" y el mensaje profético, por otro, habían preparado los ánimos para entender la inminente doctrina religiosa del Mesías Salvador. En este sentido el mismo judaísmo es un testimonio a favor de la Iglesia, cuando ésta toma posesión de la herencia del pueblo elegido.

También fue de gran importancia para la historia de la Iglesia la clara conciencia de Israel, basada y alentada en los escritos sagrados, de creerse el pueblo elegido. Este convencimiento, acrecentado por las promesas y el mandato misionero del Señor, pasó como legítima herencia al cristianismo. Y dio lugar a una concepción cristiana, no judeo-céntrica, del mundo y de la historia. Lo característico de esta concepción, en cuanto a su contenido, es que en última instancia todo depende de Dios; y lo importante de su orientación es que hay primero un anuncio y, en consecuencia, la historia no sigue un movimiento circular de retorno, sino que verdaderamente progresa, apuntando a una meta final, que de una vez para siempre clausurará toda la historia (pero con un nuevo ser del "eón venidero").

El hecho de que el cristianismo resultase de este modo heredero del judaísmo dio a su vez ocasión en la Iglesia a una síntesis enormemente fructífera: la Iglesia goza del título legal y honorífico de un pasado antiquísimo, respetable y probado, siendo al mismo tiempo nueva y joven.

5. A pesar de lo dicho, al comienzo de nuestra era las religiones paganas del Imperio romano no habían dejado de tener importancia. Toda la vida, pública y privada, aún estaba sembrada de sacrificios, oráculos y magias de todo tipo en honor de los dioses. Una numerosa e influyente casta sacerdotal ejercía un variado y perfeccionado culto.

A todo ello vino a añadirse entonces, por exigencia de los emperadores, el culto de nuevas divinidades. Junto a la personificación del Estado en la diosa Roma, aparece la persona del emperador rodeada de honores divinos. El culto del César floreció especialmente en las provincias orientales (el Oriente es la patria del culto al soberano en general). Este culto al emperador, ya insinuado con César y consumado con Augusto, Domiciano lo hizo preceptivo para todos.

Mucho de la religiosidad pagana de aquel tiempo era pura exterioridad. En conjunto, la antigua religión mitológica y pagana de los dioses olímpicos había sobrepasado ya su punto de apogeo mucho tiempo atrás, tanto en Oriente como en Grecia y en la misma Roma. Los intentos (de Augusto) de hacerla revivir tuvieron poco éxito. La ilustración filosófica, junto con un creciente deseo de interiorización, habían ejercido una crítica victoriosa sobre las antiguas divinidades, como Cronos, Zeus y Hera. Semejante propagación y difusión efectiva del culto al emperador no es simplemente una prueba de creciente religiosidad. El culto del emperador, en el fondo, no era más que una expresión del oscuro concepto pagano de Dios, carente de santidad y de carácter absoluto.

Por otra parte, en el paganismo de entonces existía un positivo afán religioso; de ordinario no insistimos en él lo suficiente, pero el hecho es que fue distanciándose progresivamente del culto oficial estatal, prescrito y practicado. Las personas cultas, en caso de no haber sucumbido al escepticismo como los más, se refugiaban en una religiosidad filosófica que no raras veces propendía fuertemente al monoteísmo o, cuando menos, a una especie de universalismo religioso. Las capas sociales más inferiores (pero también cultas) buscaban salvación y redención en los antiguos misterios renacidos o en los nuevos misterios de procedencia oriental, en los cuales, a través de enigmáticos e impresionantes signos exteriores ("bautismo," alimento sagrado), creían encontrar la expiación y la unión con la divinidad. Mas el contenido religioso de estos (perfeccionados) misterios helenistas era muy diferente y a menudo problemático. Esto vale especialmente para sus pretendidos paralelismos con la muerte y resurrección de Jesús: son crasa (y oscura) superstición e idolatría, en contraste con la figura del Señor, que es la vida (Jn 1:4) y da la vida en la fe; fantasmagorías, frente a los múltiples testimonios históricamente probados de aquellos a quienes se apareció Jesús después de su resurrección. Particularmente significativa es la diferencia entre la autojustificación pagana y la confesión cristiana de la culpa y la remisión gratuita.

Extraordinariamente importantes, y durante muchos siglos fuertes competidores y enemigos del cristianismo, fueron los misterios de Mitra, en los que se daba una especie de "bautismo." Del culto de la Gran Madre (Cibeles, Attis) conocemos el taurobolio, en el que el iniciado se hacía rociar con sangre de toro para quedar limpio de pecado.

A la mencionada interiorización también había contribuido el derecho romano. Su aplicación por parte del Estado, tolerante e intolerante al mismo tiempo, era marcadamente positivista. Pero, gracias a la jurisprudencia, el concepto de la aequitas (= justicia basada en la interioridad, o sea, en el derecho natural) había adquirido una preponderancia decisiva. Basándose en él, dado que era un principio reconocido también por los paganos, los apologistas cristianos del siglo II pudieron ejercer una crítica terminante contra el proceder del Estado, hostil a los cristianos, y contra sus correspondientes principios jurídicos.

6. Estas nuevas corrientes de la religiosidad pagana demuestran que, junto al judaísmo, también el paganismo fue un "educador para Cristo" (Clemente de Alejandría).

Lo más importante, aparte del ansia de redención, fue el proceso de evolución hacia el monoteísmo. Este ya estaba abierto desde hacía mucho tiempo en la religiosidad filosófica: primero con Jenófanes (= 475 a.C.), el primer monoteísta de la Antigüedad clásica, y luego con Platón (= 348 a.C.) y Aristóteles (= 322 a.C.); y se convirtió en característica general de la situación espiritual de la época, después del viraje hacia la religión que dio al estoicismo el gran pensador griego Posidonio de Siria (135-50 a.C.). Séneca, Epicteto, Marco Aurelio y, antes, también Cicerón, discípulo de Posidonio, son los representantes más notables de esta tendencia a principios de la era cristiana. Muchos hombres cultos, contemporáneos de Jesús, se sentían atraídos por la elevación moral del estoicismo. El monoteísmo de Séneca y su ideal de la enseñanza filosófica apartaron a muchos hombres de la antigua idolatría, preparándolos así para el cristianismo. Mas, por otra parte, la brillante espiritualidad de este contemporáneo de Pablo satisfizo a muchos, impidiéndoles a su vez su adhesión al cristianismo. Más tarde, la ética y los valores vitales estoicos siguieron influyendo de diversos modos en el pensamiento cristiano; la aguda elocuencia de Séneca y partes de su antropología entusiasmaron a muchos humanistas cristianos, que lo tomaron por modelo (lo que pudo luego favorecer tanto la interpretación moralista del mensaje cristiano de la salvación como la reducción del campo de la gracia).

De forma aún más directa en la preparación al cristianismo influyó la superación práctica de la diversidad de dioses, gracias a las ansias de unidad que se manifestaban en todos los ámbitos culturales del Imperio romano.

Como consecuencia de un largo proceso, que entró en su fase decisiva con la expedición de Alejandro Magno al Oriente (334-324 a.C.) y la consiguiente transmisión de la cultura oriental al Occidente, en el Imperio romano había ido formándose una cultura unitaria: la helenístico-romana. Intensas mezclas de pueblos y sus diversos modos de pensar, especialmente en las grandes ciudades como Alejandría y Roma, dieron lugar a una general igualación de las imágenes de los dioses y sus cultos respectivos (sincretismo; cf. § 16). A esto se añadía la poderosa unidad del Imperio romano, dentro del cual podía uno entenderse en todas partes en latín o en el griego koiné, con su administración unitaria y una amplísima red de comunicaciones. Entonces la idea de unidad brotaba por todos lados ante los paganos de manera ostensible y permanente. La unidad estatal, como las otras aspiraciones unitarias en la cultura y la religión, exigían de algún modo como complemento la unidad de la verdad, de la religión, de Dios. En este orden de cosas estaba perfectamente abonado el suelo para el mensaje de Jesús, que interpela al hombre como tal, esto es, a todos los hombres y pueblos, y para la unidad de la Iglesia, que abarca toda la tierra.

Los romanos eran plenamente conscientes de ser los protagonistas de la historia mundial. ¡Qué enorme fuerza supuso esto después para los romanos convertidos al cristianismo! ¡Qué gran robustecimiento de la misión divina de Roma como sede del papado! ¡Qué relevancia para el Sacro Imperio romano-germánico de la Edad Media!

El valor de la revelación cristiana no disminuye por el hecho de reconocer valores religioso-morales en el paganismo. Al contrario: el cristianismo no gana sólo cuando encuentra error y podredumbre; también gana cuando topa con otros valores y sale victorioso de la confrontación. De esta manera se manifestó en un principio, en este momento decisivo de la evolución humana, la grandeza del concepto cristiano de Dios o, mejor dicho, el poder transformador del mensaje divino en Jesucristo.

A este respecto, como ya se ha dicho, hay que tener en cuenta que al penetrar la revelación cristiana en el mundo pagano toda la vida pública y privada, el día, la semana y el año, el tráfico y el comercio, toda la realidad, en una palabra, estaba como de la forma más natural, impregnada de politeísmo; esto condicionaba de una u otra forma todo el modo de pensar y de hablar. El enmarañado confusionismo de esta situación había ensombrecido el espíritu del hombre de la época en lo referente a la ecumene de un modo difícil de comprender para nosotros, pero enormemente real. Un ejemplo bastante significativo en el cristianismo primitivo es el caso de Simón Mago. Y no deja de serlo aun cuando hagamos caso omiso de ciertas concepciones particulares sobre las emanaciones de divinidades inferiores, de la materia y del hombre. tal como informa Ireneo, y nos atengamos exclusivamente al relato de los Hechos de los Apóstoles (8:9ss): él se declaraba a sí mismo como un ser superior, hasta el punto de que grandes y chicos le llamaban "la gran fuerza de Dios" a causa de su magia; y, no obstante, se hallaba tan cautivo de la magia politeísta, que con toda seriedad trató de comprar a Pedro y a Juan el Espíritu Santo con dinero.

El mayor peligro de estas y similares ideas paganas residía en lo siguiente: se estaba tan acostumbrado a la jerarquización y gradación de los dioses que por ninguna parte aparecía un Dios absoluto esencialmente separado de todos los demás; todo, más bien, parecía nacer de todo y retornar a todo, en una especie de ritmo orgánico-cósmico (véase sincretismo y gnosis, § 16:2).

No obstante esta general preparación del cristianismo en el ámbito judío y pagano, surge el siguiente interrogante: ¿por qué el cristianismo apareció precisamente entonces y no antes? Este problema ya preocupó a los primeros cristianos, fue una objeción que les echaron en cara sus adversarios 1. Para lo cual sólo hay dos respuestas, e íntimamente relacionadas: 1) los misterios de Dios son inescrutables (Rom 11:33); 2) precisamente entonces había llegado la "plenitud de los tiempos" (Heb 1:1s) según la voluntad de Dios, el Señor de la historia.

7. Otro aspecto del mismo problema: pese a toda su preparación, a los hombres de entonces el cristianismo les pareció algo por completo desconocido, algo inaudito. Cuando hizo acto de presencia en el mundo, hasta los espíritus más elevados lo sintieron como algo totalmente nuevo. Los cristianos, junto con los judíos y paganos (griegos) y después de ellos, son verdaderamente la "tercera raza," un "pueblo" realmente "nuevo," una "nueva alianza." Ellos mismos lo entendieron así. ¿Por qué?

a) Al monoteísmo pagano de la época le faltaban dos cosas: claridad y exclusividad. La tendencia de la religión propendía al reconocimiento de un solo Dios, pero no lo conseguía; los otros dioses seguían existiendo de una u otra forma. El concepto de "dios" se entendía de múltiples maneras; en el mejor de los casos significaba más el "supremo" que el "único" dios. A su lado había mucho panteísmo e incluso dualismo (= la materia como segundo principio, igualmente eterno, junto a Dios: toda una serie de oscuras ideas panteístas, que prácticamente invadían toda la vida y el pensamiento).

b) En los principios morales la falta de amor y misericordia no era total, pero casi. Privaba el egoísmo más refinado, sin principios superiores preceptivos que se le opusieran.

El más noble pensamiento ético del paganismo (salvo el caso de Sócrates y algunos estoicos) nunca logró establecer la unidad entre vida y doctrina. Para el cristianismo, sin embargo, esto es lo decisivo. Aunque muchas veces la realización del ideal no se haya correspondido con la exigencia, siempre se ha mantenido una diferencia esencial: la doctrina cristiana no se detiene en el campo del conocimiento; fundamentalmente exige ser vivida sin atenuaciones. Sólo que la exigencia la establece Dios, y a la vista de su gracia. Y fracasar es pecar. Para los cristianos esto iba en serio.

c) Antes que se anunciase el mensaje cristiano, los hombres percibían en su interior la voz de la "ley," tenían una coincidencia (Rom 1:19s). Sin embargo, dejando a un lado la autoridad, la claridad y el éxito, puede decirse que sólo la revelación cristiana dio una conciencia a la humanidad. El concepto de religión se vio como algo nuevo, el valor del hombre se cifró primeramente en su inmortalidad. Todos los hombres aparecen como miembros de una familia (como hijos de un mismo Padre celestial y consiguientemente hermanos). Queda ennoblecida la familia y el matrimonio (unidad, indisolubilidad, santidad; situación de la mujer)2. El trabajo, como la vida entera, entra en el ánimo de la fe, experimentando así una revalorización esencial.

d) Y, sobre todo, el cristianismo es la relación de la revelación del Dios que toma figura humana en una persona histórica: "De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo" (2Cor 5:17). Lo nuevo del cristianismo es el mismo Jesucristo, su vida, su maravillosa personalidad, y la llamada y la posibilidad para todos de tomar parte en esta vida, por la que son librados del pecado en que han caído. Y esto por la fe obrada por Dios en el hombre. Esta fe es una fuerza determinante, implica la convicción absoluta de poseer la verdad en Cristo Jesús. En virtud del mandato misionero del Señor, se sabe lo suficientemente fuerte para vencer al "mundo" (Jn 16:33).

Desde estas premisas, el cristianismo del amor vive también de la intolerancia dogmática, como muy expresivamente ha formulado Pablo: "Y aunque un ángel bajara del cielo para enseñarnos otro evangelio, sea anatema" (Gál 1:8).

Cuando se consideran todas y cada una de las mencionadas características, se echa de ver el sello de verdad que el cristianismo tiene en exclusiva, su incomparable síntesis. Todo lo humanamente valioso halla en él su plenitud; toda verdad pertenece a su verdad. "Cualquier verdad que haya sido dicha en alguna parte, ha sido dicha por el Espíritu Santo" (Ambrosio, sobre 1Cor 12).

1 En la carta a Diogneto del siglo II o III y en el ataque de Celso, hacia el 178 (cf. Orígenes, § 15).

2 Su dignidad no sólo fue ensalzada en el misterio del matrimonio (Pablo: como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, Ef 5:25); también la alta estima de la virginidad influyó en este sentido.

 

§ 5. Los Entornos Culturales:

Israel, Grecia, Roma, Oriente.

I. Características Fundamentales.

1. En los evangelios se advierte que Jesús era un buen comunicador, ya que él habló de distinto modo a los fariseos de Jerusalén, formados y expertos en la Escritura, que a los sencillos e incultos campesinos y pecadores de Galilea. Cuando hablaba con aquellos utilizaba palabras, imágenes y conceptos que apenas empleaba con éstos; ante los escribas hacía hincapié en los aspectos de su mensaje que para ellos revestían mayor importancia. Como prudente educador, Jesús tenía en cuenta la mentalidad propia de sus respectivos oyentes, procuraba ilustrar su predicación con los ejemplos más familiares de la vida de la naturaleza, del hombre y de la historia.

La Iglesia en el curso de los siglos ha guardado este legado, en el cual se echa de ver una gran libertad interior, y así ha logrado acercar la riqueza del evangelio a hombres, clases y pueblos de la más diversa disposición anímico-espiritual. Ya Pablo, con esa misma actitud, se hizo "todo para todos" (1Cor 9:22). Siempre que la Iglesia, en el paso de los siglos, no se ha atenido a esta secular sabiduría pedagógica aquí manifiesta, lo ha acusado sensiblemente el crecimiento del reino de Dios.

De la misma manera que las falsas interpretaciones y reacciones que el Señor encontró en Jerusalén fueron diferentes de las de Galilea, otro tanto ha ocurrido en los siglos posteriores. El hombre culto ha tenido en cada tiempo sus propios problemas y dificultades, el griego distinto de los del romano, y éste del oriental. Y lo mismo ha ocurrido después con los germanos, luego con los eslavos y más tarde con los asiáticos orientales y con los pueblos primitivos. El cristianismo y la comprensión de su mensaje ha planteado a cada uno de estos pueblos problemas particulares, aparte de los comunes; los ensayos de solución (como también los intentos contrarios para no encontrarla) caracterizan la historia de la Iglesia en las diversas regiones, tiempos y representantes eclesiásticos.

En resumen: la vida del mensaje cristiano ha estado desde el principio en estrecha conexión con las fuerzas naturales del ambiente en que ha sido proclamado.

2. Dentro del amplísimo marco del Imperio romano universal había tres ámbitos principales, distintos en cultura y mentalidad, tres círculos culturales esencialmente diferentes: el judaísmo, la civilización griega y la civilización romana (¡las tres lenguas que figuraban en la cruz de Jesús!). Ahora bien: dado que el ámbito greco-helenístico —sobre todo allí donde hubo de sobreponerse a las grandes civilizaciones anteriores— había sufrido en parte fuertes transformaciones, puede decirse que en aquel tiempo también había un cuarto ámbito, el "oriental." Esta triple (o cuádruple) diversidad, por otra parte, aunque no del todo eliminada, vino a ser notablemente complementada y hasta contrarrestada por el carácter unitario de la cultura griega de la época imperial, equilibrio que se acusaba incluso dentro de la diversidad de lenguas.

Para la historia de la Iglesia esto significa que la siembra de la doctrina cristiana en la Antigüedad cayó en tres suelos distintos; el joven cristianismo, en su difusión durante los primeros siglos, tuvo que enfrentarse y confrontarse con tres culturas diferentes: judaísmo, cultura griega y cultura romana. En este hecho radican todas las cuestiones que nos plantea la primitiva historia de la Iglesia. Sólo cuando se hayan desentrañado las peculiaridades de cada una de ellas podrá darse una respuesta convincente a las cuestiones del modo, el proceso y las causas de la propagación del cristianismo en el mundo antiguo.

3. De hecho, cuando uno se para a mirar los caracteres más sobresalientes de los tres ámbitos mencionados, el mundo judío aparece como eminentemente religioso, el griego como filosófico y el romano como político: religión judía, educación helenista, Estado romano (esto es, derecho romano en su realización concreta). Cada una de estas tres culturas planteaba al cristianismo problemas específicos, influía sobre él de una forma particular, tanto por su mentalidad como por sus limitaciones, y por la gran variedad de sus "costumbres" (de pensamiento como de vida, pública y privada). Las influencias se correspondían en cada caso con las características del entorno respectivo. Las grandes cuestiones y luchas, que dominan la historia de la Iglesia en la Antigüedad, son radicalmente distintas en el entorno judío, griego y romano. Pero al mismo tiempo en todos ellos se hace patente la misma cosa: la clara conciencia de la Iglesia de su unidad esencial dentro de una notable diversidad.

4. En Palestina y en el mundo greco-romano florecían a principios de la era cristiana determinados sistemas, doctrinas, conceptos, ideologías y costumbres que no eran nuevas, pero regían la vida entera desde tiempo inmemorial. Entonces sobrevino el joven cristianismo como algo imprevisto y comenzó bien la fecundación, bien la lucha recíproca de todos estos factores, distintos en edad, éxitos, derechos adquiridos y pretensiones.

El interrogante histórico decisivo rezaba así: ¿Se impondrá lo nuevo frente a lo ya existente? Y la respuesta dependía: a) de las fuerzas intrínsecas de lo nuevo, del cristianismo, y b) de cómo iban a reaccionar ante el nuevo retoño las fuerzas de las culturas ya existentes. Si las costumbres o, por lo menos, las posibilidades de la vieja cultura se acomodan a las necesidades y aspiraciones del elemento joven, todo resultará fácil, rápido, nadie sufrirá menoscabo de sus particularidades, lo nuevo, incluso, absorberá lo antiguo en lo posible. Si, por el contrario, lo nuevo choca con obstáculos, con elementos radicalmente extraños, si presenta exigencias que ante todo contradicen las costumbres y la ideología del organismo antiguo, entonces la tarea de imponerse se vuelve cuestión de ser o no ser. No sólo lo nuevo tendrá mayores dificultades para someter lo antiguo, sino que lo antiguo tratará por todos los medios de impedir que lo nuevo germine, intentará absorberlo o destruirlo violentamente.

5. Esta, precisamente, fue la situación del joven cristianismo al tiempo de su nacimiento en el seno del pueblo judío y de sus primeras incursiones en el mundo greco-romano.

El cristianismo, el nuevo elemento que entonces entró en la evolución histórica era de naturaleza religiosa y, además, de un carácter marcadamente exclusivista y universalista; tenía la pretensión de ser la única religión verdadera y procuraba que todo el mundo le prestara adhesión. Para la acogida que haya de encontrar el cristianismo va a ser decisiva la actitud ante la religión en general que adopten los diferentes ambientes con los que va a entrar en contacto.

a) El cristianismo es un regalo de Dios a los hombres. No se trataba sólo de que llegase a imponerse. Su misión era mucho mayor: renovar la humanidad. Debía intentar penetrar en el pensamiento y acción humanos. Así, de forma natural, las fuerzas y los caracteres de cada pueblo habían de repercutir recíprocamente en el pensamiento de los evangelizadores cristianos. En los obligados intentos de "adaptarse" a las ideas y modos de pensar de los oyentes fácilmente surgía, como ya se ha dicho, un grave peligro para la pureza del mensaje cristiano.

b) A consecuencia de su pretensión de verdad por una parte y de su objetivo misionero por otra, toda la historia de la Iglesia está regida por una doble ley: conservar el mensaje evangélico en su pureza revelada de la necedad de la cruz (1Cor 1:18) y al mismo tiempo predicarlo 3 con la debida acomodación (moderada, no extrema). Desde esta perspectiva se entienden la posibilidad y los límites de una Iglesia "italiana," "francesa," "alemana," "india," "japonesa" dentro de la indivisible unidad de la Iglesia Universal.

c) El límite absoluto de la acomodación (pureza e inmutabilidad de la revelación) no pierde en absoluto su imperatividad frente a las diversas manifestaciones del folklore, y lo mismo vale para los usos y costumbres religiosas. Vistos todos ellos desde la perspectiva cristiana, no constituyen ningún valor autónomo. La acomodación tampoco debe confundirse con el relativismo (desviación de la verdad única). Es simplemente expresión de deferencia, bondad y libertad interior, rasgos esenciales de la persona y de la doctrina de Jesús, quien, si bien por una parte se consume en el celo de la casa del Señor (Jn 2:17), por otra es extraño a todo fanatismo. Desde estos supuestos, todo encratismo (rigorismo ascético), a pesar de su fervor 4, es sospechoso.

II. El Entorno Judío.

1. Dos circunstancias determinan la situación: a) el cristianismo realmente no penetró en el judaísmo, sino que brotó de él como de su suelo materno; b) el judaísmo era una entidad religiosa, como el cristianismo. En el judaísmo no reinaba un monarca ni una minoría de personas sobresalientes; era una teocracia, un señorío de Dios. En el judaísmo reinaba Yahvé por la "ley." Por eso, los problemas de la historia de la Iglesia en el ámbito judío son de índole declaradamente religiosa. Tanto las ventajas, que en el ambiente judío favorecían el surgimiento del cristianismo, como los obstáculos, que amenazaban su existencia y dificultaban su desarrollo, dimanan del campo religioso.

2. Las ventajas para el cristianismo se cifraban principalmente en lo siguiente:

a) La religión en el judaísmo no era un apéndice o anejo de la política, como en todas las demás creaciones estatales antiguas, sino que todo el organismo del Estado o del pueblo, la vida entera con sus múltiples relaciones, tenía en la religión su objetivo y su meta. Y eso precisamente pretende el cristianismo: subordinar a la religión la vida entera del hombre.

b) La doctrina de Jesús culmina en la afirmación de que él es el Mesías prometido. Entre los judíos, la espera del Mesías era el punto central. Visto desde este ángulo, el cristianismo representaba directamente el cumplimiento del judaísmo. En Roma, por ejemplo, donde no existía el concepto de "Mesías," la predicación de Jesús hubiera sido sencillamente incomprensible.

c) Por encima de todos los arranques de monoteísmo que hemos encontrado en los pueblos antiguos no judíos, sólo el judaísmo había elaborado un monoteísmo moral puro, claramente expresado y exigido sin reticencias ni concesiones. Por eso era tan importante la inteligencia con el judaísmo en este punto, porque también se trataba de un dogma fundamental de la nueva religión y porque, en definitiva, si el cristianismo logró la victoria en el mundo de entonces fue debido en cierto sentido al monoteísmo.

3. Las desventajas y peligros que el judaísmo ofrecía al cristianismo se basan, todo ellos, en la estrecha unión nacional de la religión judía (palestinense) con su piedad legal exteriorizada en las obras. Esto constituía un obstáculo para dos rasgos fundamentales del cristianismo, en cuanto que a) el mensaje cristiano se basa esencialmente en la exigencia de interioridad, y b) por principio va dirigido, partiendo de los judíos, a todos los hombres (cf. Jn 10:16; Mt 28:19). Fácil es comprender, desde estos supuestos, que la confrontación entre cristianismo y judaísmo llegara a centrarse en esta cuestión: ¿Pueden hacerse cristianos sólo los judíos o también los gentiles (§ 8)?

III. El Entorno Griego.

1. Aunque cuando apareció el cristianismo el (antiguo) espíritu helénico hacía tiempo que se había transformado en el helenismo, el espíritu griego, a pesar del giro de la filosofía helenista hacia la ética y la religión, y a pesar del profundo cambio de estructuras motivado por la irrupción de la cultura oriental, primero, y por la configuración romana, después, siguió vigente durante los primeros siglos cristianos, sobre todo el espíritu del conocimiento, de la filosofía y de la educación. Las cuestiones suscitadas por su encuentro con el cristianismo habrían de ser preferentemente de naturaleza filosófica. Los griegos intentarían armonizar las doctrinas de la nueva religión con sus habituales formas de pensar, entender de alguna manera la religión en sentido filosófico. Así, y precisamente en este contexto, es como surgió la cuestión fundamental de la historia del pensamiento cristiano: el problema de la fe y la ciencia, y con él el problema de la fundamentación y defensa filosófica de la fe, esto es, el problema de la teología en general, así como el de las controversias doctrinales o de las herejías filosóficas y el de la formulación de los dogmas.

Una muestra tan expresiva como excepcional de todo esto, y con ello del influjo específico del medio griego en el destino de la predicación cristiana, la tenemos en el repetido eco que hallaron en el mundo griego e incluso en el pueblo las muchas especulaciones y discusiones dogmáticas (§ 27); las discusiones en pro y en contra eran seguidas con una pasión que para nosotros, modernos hombres occidentales, apenas es comprensible. Filosofar (en el contexto de la revelación, es decir, hacer teología), eso fue el alma del último helenismo.

De hecho, a lo largo de toda la historia de la Iglesia antigua, las cuestiones de la teología, las herejías filosóficas y la formulación de los dogmas están condicionadas por el ambiente griego. (Hasta las discusiones teológicas del Occidente latino, por ejemplo, de Tertuliano y de Agustín, se llevan a cabo preferentemente con medios e imágenes de la mentalidad griega).

2. Como ventajas que este medio cultural brinda al cristianismo hay que señalar:

a) La mencionada evolución de la filosofía griega hacia la ética, la teología y la religión. El cristianismo no se encuentra sólo con escépticos sin religión, sino también con filósofos propensos a todo tipo de interioridad e interiorización, es decir, aptos para acoger comprensivamente la nueva religiosidad.

b) Los griegos cultos ejercían, ya desde antiguo, una aguda crítica contra las viejas figuras, demasiado humanas e impotentes, de sus dioses, de modo que el cristianismo, a la hora de combatir el culto idolátrico y el politeísmo, ya tenía las armas preparadas. A esto se añade su aproximación al monoteísmo y la exigencia de una honda religiosidad espiritual y moral.

c) El poder especulativo del genio griego, por otra parte, también ayudó al cristianismo a convertirse en una potencia espiritual y a elaborar una sublime teoría del conocimiento capaz de satisfacer las mayores exigencias espirituales.

d) Finalmente, Grecia fue la que con su idioma, entonces de todos conocido (¡la carta de san Pablo a los Romanos fue escrita en griego!), brindó al joven cristianismo el único medio viable para predicar la nueva doctrina, maravilloso instrumento que permitía presentar sugestivamente los nuevos pensamientos con toda su inagotable riqueza.

3. Desventajas. Existía un gran peligro. El cristianismo es esencialmente un anuncio de fe y, como tal, un misterio; es decir, para el entendimiento humano no es accesible de forma total y adecuada; por su afán de saber, sin embargo, el hombre propende intrínsecamente a un conocimiento total. Esto, en el campo de la religión, y especialmente la religión de la locura de la cruz (1Cor 1:18.23), lleva consigo el peligro del racionalismo y de la herejía, por el intento de convertir la revelación y la fe en un conocimiento natural (cf. gnosis, § 16).

IV. El Entorno Romano.

1. El mundo romano es por naturaleza no tanto teórico como práctico o, más exactamente, político. Está cumplidamente representado por el Estado romano; más aún: es el Estado romano. Es el mundo del gobierno, de la administración, del mando. Es también el mundo de la autovaloración y de la valoración del derecho positivo. Está vivo en él el sentido de la organización, como también el de la necesidad de obedecer, y otro tanto la aspiración a la unidad universal y a la expansión colonial.

La religión oficial de Roma no tenía absolutamente nada que ver con la conciencia, con la intención interna. Era la pura ejecución de un culto externo. El corazón podía y, de hecho, solía faltar. Los dioses romanos eran venerados. A su lado, poco a poco, entraron y fueron reconocidos los dioses de las provincias 5. El paganismo romano no pretendía exclusivismo alguno.

Pero, dado que a todos se exigía el acto externo de sacrificar a los dioses reconocidos por el Estado, la tolerancia religiosa en el Estado romano estaba sustancialmente condicionada por una coacción de conciencia para todos aquellos cuyas convicciones les impedían realizar dicho acto externo. Este era sobre todo el caso de los cristianos. Pues para el judaísmo existía una excepción: por ser religión nacional y, además, circunscrita por tan estrechos límites que jamás podría ejercer una atracción sobre las masas, se les permitió rechazar aquel sacrificio.

El Estado romano, por consiguiente, no se preocupará de la doctrina de la nueva religión. Pero tendrá que ocuparse de los cristianos por consideraciones prácticas de bien común. Y, en ese caso, todo su interés se resume en la siguiente pregunta: ¿Se compagina la existencia de esta comunidad religiosa con los intereses del Estado? ¿Tienen los cristianos derecho a la existencia?

Por otra parte, en la cristiandad romana los problemas del comportamiento concreto se acusarán profundamente y ocuparán el lugar preferente de sus preocupaciones: cuestiones de constitución, organización, gobierno, administración, moralidad y santidad.

2. Ventajas. Todavía está muy difundida la opinión de que el Imperio romano pagano para el cristianismo no fue más que un campo de batalla. Debemos guardarnos de considerar exclusivamente el Estado romano bajo el prisma de las persecuciones de los cristianos. También fue un suelo abonado para la nueva religión: por su general tolerancia religiosa y ante todo por su especial tolerancia para con los judíos, "a cuya sombra creció el cristianismo" (Tertuliano); además, con su paz garantizada en el interior y sus posibilidades de comunicación, facilitó decisivamente la siembra de la buena noticia. El imperio, con su división en zonas urbanas, en provincias y posteriormente en diócesis, con su administración, así como con la idea de unidad que él mismo representaba, sirvió de modelo perfecto, conforme al cual la Iglesia pudo ir afianzando progresivamente su organización y expresando su vida de forma variada, sugestiva y fácilmente accesible a la inteligencia romano-pagana 6. Además, a pesar de las persecuciones, la afirmación de la autoridad estatal era para los cristianos, a tenor de la doctrina de Jesús ("dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César," Mc 12:17; Jesús ante Herodes, Lc 23:7ss; Rom 13:1; 1 Pe 2:16), algo evidente, y así se expresa a menudo en la literatura cristiana primitiva. Desde los apologetas del siglo II, la grandeza del imperio y su duración se atribuye incluso a la oración de los cristianos y a su vida piadosa.

3. Desventajas. Esta disposición de fuerzas encerraba nuevamente el peligro de exagerar los caracteres propios del ambiente: esto es, que el poder político no se detuviese ante el umbral de lo religioso. Esto se echa de ver en las persecuciones del Estado pagano, que exigía de los cristianos la práctica de la religión estatal romana. Posteriormente, en la época cristiana, se demostraron sus peligrosos efectos en el cesaropapismo (§ 21) del emperador Constantino y sus sucesores, especialmente Justiniano I, que en este sentido vivían plenamente inmersos en el espíritu de la Roma antigua. (De un modo u otro, este problema inicial de toda historia vuelve a desempeñar un importante papel en la historia de la Iglesia en el Medioevo e incluso en la Edad Moderna).

El mayor peligro, posiblemente, residía en que la indiscutible calidad del gobierno político romano se infiltrase con desmesurada intensidad en el gobierno de la Iglesia, perjudicando así el estilo, completamente diferente, del ministerio apostólico de la Iglesia.

V. La Influencia del Oriente.

1. Ninguna de las culturas hasta ahora mencionadas como factores influyentes en la nueva religión se mantenía entonces en toda su pureza, sin mixtificaciones. Todo el mundo antiguo estaba fuertemente orientalizado.

En el transcurso de los siglos I y II de nuestra era se fue imponiendo progresivamente, dentro del helenismo, el elemento oriental; se hizo cargo, sin violencia alguna, de la guía espiritual. Y esta evolución no dejó de ser importante para el cristianismo, ante todo porque dicha tendencia presentaba un marcado tinte religioso: "a época del Imperio romano figura entre las grandes épocas religiosas de la historia universal" (H. E. Stier). El hecho de que una religión procedente de Oriente pudiera despertar un interés general ha de ser valorado, sin duda, como factor positivo. Mas también en el Oriente surgió el más poderoso rival del cristianismo primitivo, el culto de Mitra. Y de allí procede igualmente una de las más peligrosas herejías con las que tuvo que luchar la joven Iglesia, la doctrina de Mani, ideario religioso de la antigua Persia 7.

2. Por consiguiente, en el entramado de las fuerzas fundamentales que acompañan la evolución del cristianismo en su período de fundación también hay que examinar los rasgos característicos de lo oriental. Su importancia aún es mayor si consideramos que las ciudades de Alejandría y Antioquía, en las cuales surgieron las primeras escuelas de catequistas, que tanto influyeron en la formación de la doctrina, se encuentran ambas en suelo helenista y que Bizancio, situada en el límite de Asia Menor, dependía mucho más de la influencia oriental que de la griega.

La supremacía política de Roma tampoco cambia mucho este estado de cosas. Tan abierta estaba a las corrientes procedentes del Oriente, que su propia lengua no era de hecho más que una de tantas, como podía serlo la celta o la ibera.

VI. Resumen.

1. La diversidad de los contextos culturales en que se difundió y vivió el mensaje cristiano es, sin lugar a dudas, de capital importancia para el desarrollo de la historia de la Iglesia, así como para su valoración. Puesto que Dios es el Señor de la historia y puesto que por la encarnación del Hijo el cristianismo ha venido a ser un fenómeno histórico determinante y decisivo, también su camino ha discurrido a través de la historia; por consiguiente, ninguno de sus contactos profundos con este o con aquel pueblo o cultura ha sido algo secundario para su destino, sino verdaderamente esencial. O dicho más claramente: es un hecho histórico-salvífico de primera categoría que la buena nueva, en su período fundacional, no fuera dirigida preferentemente al Oriente, por ejemplo, a los indios, que oraban según esquemas primitivos, sino a estrictos pensadores, a los griegos, que defendían la supremacía de lo racional, y a los romanos, que pensaban y obraban tan autoritaria como prácticamente. Todo el que explícitamente propugne la divisa del "solo Dios" ha de sacar de este ocasional encuentro del evangelio con el Occidente político y racional muy serias consecuencias para la valoración del curso de la historia de la Iglesia, pues de aquí dimana esencialmente su desarrollo.

2. Por las citadas desventajas de los entornos culturales surgen a veces ciertos ataques contra el cristianismo y contra la Iglesia. Frente a ellos, la Iglesia se defiende y se afianza. De rechazo, este contraste influye a su vez sobre la Iglesia. De este modo, y sobre todo como manifestación de su propia vitalidad, crece y se desarrolla.

En la Antigüedad cristiana, las provocaciones provienen: 1) del judaísmo: el problema del judaísmo y del cristianismo de los gentiles en el siglo I (§ 8); 2) del paganismo, y en concreto: a) del Estado romano y de la actitud hostil de las masas populares (siglos II y III; §§ 11 y 12); b) de las fuerzas de la cultura helenista que propenden a la herejía (afianzamiento de la religión revelada por Dios; siglos II al V; §§ 16, 26 y 27).

Ya conocemos esquemáticamente el marco externo dentro del cual surgió la nueva religión, el mensaje cristiano, y las condiciones generales bajo las que podía arraigar y crecer.

Vamos ahora a ocuparnos de la religión como tal. Y, antes que nada, del único centro vital y fundamento que la sustenta.

 

3 Para ilustrar esto, cf. el apartado III (helenización aguda o moderada) y el § 34 (germanización); problemas parecidos hubo en la misión de los jesuitas en el Asia oriental.

4 Cf. a este respecto el celo exagerado del jansenismo, tan sensible contra cualquier acomodación.

5 Hubo muy pocas excepciones, salvo, por ejemplo, el culto de los druidas, que aún practicaba sacrificios humanos; para otros cultos hubo limitaciones locales o sociales, como, por ejemplo, el culto de Cibeles; en la misma Roma, hasta el año 38 d.C., estuvo prohibido el culto de Isis y de Osiris.

6 Ya Orígenes interpretó esto en defensa del cristianismo diciendo: "Dios preparó las naciones para su doctrina, a fin de que estuviesen bajo un solo emperador romano y las naciones, so pretexto de que existían muchos estados, no se encontrasen recíprocamente separadas y, por tanto, resultase excesivamente difícil cumplir lo que Jesús mandó a los apóstoles diciéndoles: "Id y enseñad a todas las gentes."

7 Estas influencias orientales se diferencian grandemente del elemento griego; no están determinadas por el pensamiento, sino por el sentimiento o por la fantasía. Cf. también a este respecto la herejía de Taciano (§ 16).

 

 

§ 6. Jesús de Nazaret,

Fundador de la Iglesia.

1. La vida y la obra entera de Jesús es la base y el fundamento de la Iglesia. Dado que sus palabras fueron pronunciadas para todos los tiempos (Mt 24:35) y él mismo prometió estar con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28:20; Jn 15:1 y 8:12), todo lo que él es y lo que él dijo e hizo es esencial para lo que ha sido, ha vivido y es su Iglesia, que él mismo ha fundado en la historia. Todo lo que de él sabemos pertenece, por lo mismo, a la esencia de la historia de la Iglesia. Teniendo en cuenta el cometido especial de la historia de la Iglesia (no se trata de exégesis), conviene recordar algunas cosas.

a) Las fuentes de nuestro conocimiento de la vida de Jesús son los escritos recopilados en el Nuevo Testamento. Adicionalmente, pero a enorme distancia, tienen valor algunos —muy escasos— testimonios no cristianos sobre el Señor.

La cuestión del origen de los evangelios se ha discutido acaloradamente desde hace muchos siglos. La Ilustración y el liberalismo se han esforzado en demostrar que en cuanto fuentes no tienen ningún valor crítico, en situar su aparición en el siglo II y en negarles la paternidad de los autores indicados por la tradición. Y lo mismo que con los evangelios se ha hecho con gran parte de las cartas de los apóstoles. Sin embargo, la crítica científica más reciente se ha pronunciado a favor de la autenticidad y antigüedad apostólica de los evangelios. En todos los sectores se entiende mucho mejor el confuso proceso histórico de la génesis de los escritos sagrados y de su recopilación en un "canon" preceptivo, así como la participación humana de los autores inspirados en su selección y formulación. Y este conocimiento más profundo de los elementos naturales de su redacción, precisamente, ha robustecido la idea de que el valor histórico del núcleo de los evangelios no puede en absoluto ser negado.

El reciente intento de fraccionar radicalmente el Nuevo Testamento por capas o niveles o de volatilizar el suceso objetivo en un personal sentirse afectado y hacerlo "suceso," está claramente condicionado, pese a la inmensa erudición que todo ello entraña, por determinados esquemas filosóficos de un determinado tiempo histórico. (Desde hace aproximadamente un siglo, la historia de la exégesis demuestra lo efímero de semejantes intentos).

Frente a todo esto, la primera lectura da la impresión, que la más cuidadosa y amplia crítica de fuentes confirma, de la esencial unidad interna del mensaje de Jesús de Nazaret, que fue crucificado, resucitó y envió a los apóstoles que él eligió a difundir el reino de Dios con la fuerza del Espíritu Santo.

b) El Evangelio de Mateo fue primitivamente redactado en arameo. Marcos escribió en griego y reprodujo en lo esencial las enseñanzas de Pedro. El Evangelio de Marcos fue utilizado posteriormente por el traductor griego del Evangelio de Mateo, tanto en sus expresiones como en la disposición de la materia. Ambas obras, junto con otras tradiciones orales y escritas, sirvieron de fuente a Lucas. Mateo y Marcos escribieron su obra antes de la destrucción de Jerusalén; Lucas, probablemente, poco después de la misma.

c) El más discutido de todos ha sido el Evangelio de Juan, del que no se quería reconocer como autor al "discípulo amado" (Jn 21:20). Sin embargo, la mayoría de los investigadores, incluso protestantes 8, afirma dicha paternidad, así como su redacción hacia el año 100. Ahora bien: mientras los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas presentan 9 un material muy parecido sobre la vida, doctrina y muerte de Jesús, el Evangelio de Juan ofrece muchas cosas nuevas en cuanto a forma y contenido. Y esto es comprensible. Puesto que él escribió unos veinte o treinta años más tarde que los otros evangelistas, ya conocidos y reconocidos desde hacía mucho tiempo, era natural que cubriera algunas lagunas, diera ciertas cosas por supuestas y con su narración tomara postura sobre las nuevas cuestiones planteadas. De este modo, el Evangelio de Juan se convierte en un importantísimo pilar de la tradición viva, que se adentra hasta los tiempos en que ya no vivía nadie de los que conocieron personalmente a Jesús. Mediante Policarpo (§ 11), la conexión queda asegurada hasta bien avanzado el siglo II.

El evangelista Juan parece haber recibido el don de un profundo y especial conocimiento del Señor y su doctrina, él, "a quien amaba el Señor." Su Evangelio muestra en muchos pasajes con qué fidelidad y reconocimiento había conservado él en su corazón ciertos íntimos momentos y coloquios con el Señor. La continuada y espontánea meditación sobre lo maravilloso de este encuentro se plasmó, como es natural, en una exposición que no solamente es un relato, sino también, y esencialmente, una esclarecedora predicación. El Evangelio de Juan da muestras de una notable elaboración teológica del mensaje de Jesús. En muchos casos no resulta nada fácil separar las palabras de Jesús de lo que es originario de Juan.

En Juan aparece ya una confrontación positiva con la cultura helenista. El mejor ejemplo de ello es el primer capítulo de su Evangelio, donde se emplea el concepto griego de logos, aunque profundizado por la revelación cristiana, para expresar, en tono de alabanza, el misterio de la divinidad del Hijo, su poder creador y su encarnación en una proclamación y profesión de fe de gran estilo.

d) Lucas dice expresamente que ya había una considerable literatura sobre la vida y la predicación de Jesús (Lc 1:1s). Junto a los relatos aceptados por la Iglesia, en efecto, existían muchos otros que la misma Iglesia rechazó como no históricos (apócrifos): el Evangelio de los Egipcios, de Judas, de Pedro, de Santiago, de Gamaliel, Apocalipsis... En general puede afirmarse científicamente que la Iglesia dio muestras de un instinto extraordinariamente acertado en la elección. La sobria discreción de los Libros Santos por ella reconocidos contrasta, con todas las ventajas a su favor, con el sinnúmero de exageraciones fantásticas, cuando no ingenuas, sobre la vida del Jesús niño, sobre su muerte o hasta sobre sus predicaciones de un reino de mil años de los apócrifos.

2. Jesucristo murió (probablemente) el 14 de Nisán 10 del año 783 de la fundación de Roma, o sea, el 7 de abril del año 30 de nuestra era.

El año del nacimiento de Jesús, debido a un error del monje Dionisio el Exiguo (= 566) al hacer el cómputo de la era cristiana, debe fijarse unos tres o cinco años antes de su comienzo.

a) Jesucristo es Dios. Esto nos lo enseña la fe. Apoyos de esta fe son la conciencia mesiánica de Jesús, las profecías en él ostensiblemente cumplidas, los milagros por él realizados, particularmente su resurrección corporal de entre los muertos, la divina limpieza y santidad de su vida, la inagotable riqueza, sabiduría y avasalladora verdad de su doctrina y la majestad divina de su personalidad. Todos estos elementos forman un todo, y solamente así, tomados en conjunto, tienen fuerza expresiva, aprovechable incluso científicamente.

En cuanto al modo como Jesús habló, lo más notable es su plena, y para los hombres inalcanzable, seguridad en sí mismo, que ni en las afirmaciones más solemnes ni en las aparentemente menos elevadas pierde su propio centro o se muestra de algún modo desmesurada.

b) Jesucristo, cumpliendo la profecía, vino al mundo como hijo de David, de la estirpe de Judá, para hacerse hermano de los hombres y salvar a sus hermanos. Aunque cargó con los pecados de éstos, él permaneció como unigénito del Padre, plenamente al lado de Dios. Por eso, y en un sentido misterioso, es hondamente significativo que Jesús naciera de "María la Virgen," no por "voluntad de varón" (Mt 1:25; Lc 1:35s).

En la Sagrada Escritura se habla a menudo de los "hermanos de Jesús" (Mc 6:3). Que no se trata de hermanos en sentido propio y estricto se deduce de lo siguiente: a) En Lc 1:34 María afirma, en un contexto que confiere enorme trascendencia a su aserción, que "no conoce varón." Ella adoptó esta actitud en medio de la creencia general de que todo judío y especialmente todo miembro de la familia de David podía o debía contribuir a la llegada del Mesías esperado con la procreación de los hijos; ¡sería sencillamente inexplicable y hasta contradictorio un posterior cambio de su actitud primera! b) En correspondencia con esto está el hecho de que nunca uno de los "hermanos de Jesús" recibe el apelativo de hijo de María; éste está reservado en exclusiva a Jesús. c) Con ello, en fin, también concuerda el hecho de que a cada uno de los cuatro "hermanos de Jesús" mencionados en el evangelio se les asigna una madre distinta de María, la madre de Jesús (cf. entre sí Mc 6:5; Mt 13:35; Jn 19:25; Gál 1:19) 11.

3. En Cristo se ha manifestado el amor gratuito de Dios, con el fin de atraerse a la humanidad para hacerla partícipe de su propia plenitud de vida divina. El individuo es llamado a la comunidad de los santos (= de la Iglesia).

Por consiguiente, obra y doctrina de nuestro Salvador se dirigen:

a) al hombre individual, b) a la Iglesia.

a) Jesús quiere traer a los hombres la recta religión y la verdadera piedad, que culminan en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22:37ss), exigen la pureza de intención (la "justicia mejor" del Sermón de la Montaña). Con ello Jesús rechaza el mecanismo y la exteriorización de la piedad y convierte enteramente la religión en cosa de conciencia: Dios y el alma. Jesús, igualmente, elimina la política de la religión. El reino de Dios que él anuncia no está destinado sólo para la descendencia de Abrahán, sino para todos los hombres: trae el universalismo religioso, la religión de la humanidad.

La religión de Jesús está íntimamente capacitada para eso, porque es sencilla y libre de todo condicionamiento temporal e histórico; porque sólo busca y estimula lo más hondo del hombre, el hombre mismo, su alma; porque se dirige a necesidades y aptitudes que se dan en todas partes, sin distinción de lugar o de raza. No hay contradicción en que Jesús, continuando y cumpliendo el Antiguo Testamento (Mt 5:17), limitase su predicación esencialmente a Israel, como tampoco en que a los apóstoles y discípulos en su primera misión los enviara sólo a los judíos (Mt 10:5s; 15:24). Jesús, como es natural, está fuertemente adherido a la tradición. No ha venido "a abolir la ley, sino a cumplirla" (Mt 5:17). Pero dentro de esta sustancial conexión con la historia del pueblo elegido, y junto con ella, aparece el otro elemento, el poderoso y revolucionario "pero yo os digo" (Mt 5:22) del Señor, que lo es incluso del sábado (Mt 12:8). Por esto es por lo que Jesús predijo la reprobación del judaísmo (Mt 21:23ss; 22:1-14).

En esta reprobación radica la tragedia del judaísmo. Y ésta sobrevino porque los judíos querían un Mesías terreno, una grandeza política, y por eso repudiaron a Jesús en un procesamiento tumultuoso. Y precisamente en él dieron, sin quererlo, testimonio contra sí mismos y en favor de Jesús. Pues ya Isaías había anunciado al Mesías como doliente siervo de Dios (Is 53:1.12); pero este pensamiento se había ido perdiendo y ya era extraño en la época de Jesús.

b) Del mismo modo, la obra de Jesús está esencial e íntimamente ordenada a la fundación de una Iglesia. Jesús hace sin cesar hincapié en la idea comunitaria de su religión (¡Padre nuestro; perdónanos nuestras culpas!). Quiere reunir el "pueblo de Dios." Quiere que todos seamos hermanos, que formemos una familia que alabe en común al Padre que está en el cielo. Esta familia, sin embargo, no es una escuela, sino una comunidad de vida: la que se forma entre todos los pueblos, es decir, la Iglesia Ortodoxa Universal 12.

Jesús no sólo anunció el reino de Dios al pequeño círculo de los que reunió a su alrededor; también fundó su Iglesia expresamente como Iglesia misionera. Quería hacer de sus discípulos pescadores de hombres (Lc 5:10; Mt 4:19) y los envió hasta los confines de la tierra (Hch 1:8). De ahí que a la Iglesia le sea inherente un elemental impulso de expansión, una fuerza ofensiva en el más noble sentido de la palabra. La fundación y la doctrina de Jesús son esencialmente amor y servicio, extrañas a toda mera pasividad y falsa interioridad.

Jesús fundó también esta Iglesia como sociedad visible y comunidad histórica: 1) por la solemne declaración en Mt 16:18; 2) por la institución de los sacramentos; 3) por la constitución de los apóstoles en sacerdotes de la nueva alianza (Lc 22:19), y 4) por su constitución en maestros de los pueblos (Mt 28:19).

Todo esto no obsta para que la Iglesia visible, fundada por Jesús, sea una realidad de fe y, en cuanto tal, esencialmente invisible.

c) Los acontecimientos más decisivos en la vida de los apóstoles fueron la resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo. Sólo ellos produjeron su (ya preparada) transformación interior y duradera de incultos y medrosos pescadores en apóstoles, confesores, enérgicos predicadores y mártires.

La gran transformación de su conciencia afectaba al núcleo del judaísmo: aquellos que poco antes esperaban al Mesías como señor guerrero-político comprendieron ahora el espíritu del Sermón de la Montaña, la interioridad, la pobreza, la mansedumbre, la renuncia y el sufrimiento 13. También supieron ahora que sólo en este mensaje, sólo en el nombre de Jesús está la salvación (Hch 4:12).

Nunca se insistirá bastante en la sustancial diferencia que media entre aquellos apóstoles que huyeron de los judíos y se encerraron llenos de miedo y esos mismos hombres cincuenta días más tarde, el día de Pentecostés, cuando ante la asamblea de todos los representantes del judaísmo, de Oriente y de Occidente, anunciaron "que Jesús es el Señor," que aquel que pocas semanas antes los sumos sacerdotes habían ajusticiado como criminal en el infamante madero de la cruz había sido elevado a la derecha de Dios (Hch 2:14ss). ¡Una tribuna ante el mundo! ¡Y qué fuerza! Esta transformación, por obra de la gracia, infundió a los apóstoles el ánimo de saberse responsables de la valiosa causa que defendían.

Aquí se hizo efectivo el encargo que Jesús había encomendado a sus discípulos (cf. la misión de los setenta discípulos, Lc 10,lss), y en especial a sus apóstoles y a su Iglesia, como obligación principal: id a todo el mundo y enseñad a todas las gentes. Aquí se cumple la esencia de la verdad, que no puede ser otra que comunicarse para el bien de todos aquellos a quienes alcanza.

4. La Iglesia es la continuación de la redención, en cuanto que la anuncia a los hombres y la transmite realizada (palabra y sacramentos). Todos los hombres están redimidos y deben tornarse redimidos. La misión de la Iglesia, por tanto, es la penetración, el sometimiento del "mundo." Con lo cual todo lo que en la doctrina de Jesús, aparte de lo inmediatamente religioso, determina la relación del cristianismo con el mundo, adquiere especial relevancia para la historia de la Iglesia. El principio fundamental es el siguiente: el hombre no tiene nada que pueda dar como rescate por su alma (Mt 16:26). Por esto se debe rechazar todo lo pecaminoso y exigir la abstención del mundo pecador (ascética, "huida del mundo"): "¡Quién quiera ser mi discípulo, tome su cruz y sígame!" (Mt 16:24). Mas, por otra parte, aunque la religión de Jesús es neutral ante las diversas formas de cultura, reconoce a su vez al Estado, como al mundo creado por Dios, y lo aprueba. Con la frase: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22:21), Jesús admite dos grandes esferas autónomas y, por lo mismo, la relación positiva del hombre con el Estado.

Ambas direcciones, la huida del mundo y la orientación hacia el mundo, han resultado esenciales para el curso de la historia de la Iglesia; son como dos grandes corrientes que en el transcurso de los tiempos han aparecido alternativamente en primer término, pero que una y otra se complementan. Son dos fuerzas básicas, una de las cuales, la visible y "mundana," ha tratado siempre de apartar al reino, que no es de este mundo (Jn 18:36), de su vocación. Mas la orientación hacia el mundo, por otra parte, no es sólo oposición a la cruz, aunque fácilmente se preste a ello.

Jesús dio a su Iglesia un programa que debe determinar toda su historia. Como se trata de una institución que opera la salvación o la perdición de todos los hombres, la descripción de la historia de dicha institución está asimismo obligada a no quedarse reducida a un mero informe de su desarrollo histórico; también debe medir ese desarrollo según su programa obligatorio, según sus medidas establecidas, inmutables.

5. La vida terrena de Jesús terminó externamente con un fracaso: la crucifixión, que se convierte en centro de la redención. Por fuerza tenía que suceder que la Iglesia, continuación de su vida, participase permanentemente de esta misma cruz (tal como el Señor les predijo expresamente a los apóstoles, Jn 15:20); sí, la cruz es el auténtico camino de la Iglesia para alcanzar su meta; incluso una de sus leves fundamentales, como se proclama en el evangelio (Mt 10:39; Jn 12:24), dice: ganancia por renuncia. Visto desde fuera, en sentido histórico-pragmático, junto a éxitos no faltan fracasos; junto a la santidad, la irregularidad. La Iglesia fundada por Jesús es Iglesia de santos e Iglesia de pecadores. Incluso en sus más brillantes épocas y personalidades no ha dejado de participar de la cruz, debiendo constatar fracasos en su propio seno. No es científico (y sí señal de poca fe) negar estos fenómenos negativos y pretender dibujar un cuadro tan retocado como irreal, sólo lleno de virtud y de fe. Pero también lo contrario es anticientífico y antihistórico: la simple división de la única Iglesia visible-invisible en la llamada Iglesia del amor y la Iglesia del derecho sólo puede llevar, por ejemplo, a condenar globalmente la historia de la Iglesia posconstantiniana y, en especial, la "papista" del Medioevo, cosa que científicamente es inviable.

6. Del material histórico hasta ahora aducido ya se desprende una característica esencial de la historia de la Iglesia, que es preciso explicar con mayor detalle si queremos lograr una visión más fructífera. Es una característica que luego aplicaremos en la exposición de la historia de la Iglesia, y podremos comprobar su validez. Se trata del concepto, ya varias veces apuntado, de la síntesis católica. La actitud formal, a la que siempre hay que volver para captar la realidad plena de cualquier ámbito del ser y del acontecer, es la observación desde todos los ángulos posibles y la consiguiente visión de conjunto de las diferentes opiniones, las unas y las otras. Esto cobra especial importancia ante la complejidad de la historia, en nuestro caso la historia eclesiástica. Si se quiere ir más allá de una descripción aditivo-positivista, más allá de una mera yuxtaposición de hechos, y llegar a captar lo esencial, es preciso ensayar una visión orgánica del conjunto, una síntesis. Esto es: considerar la totalidad partiendo, sí, del material concreto críticamente verificado pero intentando al mismo tiempo a) descubrir las raíces comunes de las que derivan esos datos concretos, y b) comprender el profundo sentido de cada uno de ellos dentro del todo, partiendo de las leyes y conceptos teológicos fundamentales conocidos o del contenido esencial previamente intuido. Esta visión orgánica y sintética es la única satisfactoria cuando se trata de hacer la valoración última, esto es, cuando se trata de poner en claro la verdad, la riqueza y la supremacía fundamental de la Iglesia sobre todas las otras religiones y sistemas.

Síntesis, en este sentido, es también expresión de catolicidad y universalismo. No hay otra fórmula que pueda hacer espiritual e intelectualmente tan fructífero el estudio de la historia de la Iglesia. La Iglesia es un sistema de centro. Si no perdemos de vista los reproches hechos a la Iglesia sobre sus múltiples, siempre lamentables estancamientos respecto a los propios ideales, es científicamente legítimo decir: la Iglesia representa el resumen o síntesis de todos los valores de derecha y de izquierda. En una historia inmensamente rica ha sabido evitar, en lo que para ella es esencial, la unilateralidad y la exageración: deja al pueblo judío su posición privilegiada como pueblo elegido, pero con la nueva alianza hace que toda la humanidad sea el verdadero Israel; reconoce la fuerza del entendimiento humano aun dentro de la doctrina revelada, pero rechaza la equiparación de la religión con la filosofía; sabe que la doctrina de Jesús encierra un estricto misterio y da a este misterio toda su sublimidad, pero la razón, aunque no puede captar adecuadamente la esencia del misterio (1Cor 13:2ss), sí puede ilustrarla de algún modo; enseña que lo salvífico es todo obra de la gracia, pero también sabe que Dios cuenta con el hombre, y confiere asimismo a la voluntad humana fuerza y responsabilidad bastante para la colaboración que Dios le pide y con su gracia le facilita: toda la historia de la Iglesia con su manifiesta multiplicidad puede ser estudiada desde este punto de vista. Siempre que, por muy razonables que sean los motivos, algún elemento no sea valorado según su aportación a la obra total, la institución de Jesús no habrá sido valorada objetivamente y parecerá imperfecta.

Es obvio que no se debe confundir síntesis con indiscriminada mezcolanza. Tampoco la expresión católica "tanto esto como aquello" significa la suma de dos realidades del mismo rango y los mismos derechos. La primera condición para la síntesis es la absoluta primacía de la revelación y la redención, esto es, de la gracia. Y la segunda condición es el rigor sin compromisos. En el acontecer histórico, síntesis es tanto como construcción orgánica desde la base fundacional.

Este modo de estudiar la historia de la Iglesia está íntimamente relacionado con su esencia. Pues la total —y paradójica— plenitud de la historia de la Iglesia a que aludíamos está basada, ejemplificada y previamente vivida en la persona, obra y doctrina de Jesús: Dios y hombre; la máxima conciencia de sí mismo y la profundísima humildad del que se niega a sí mismo; firmeza en las exigencias y misericordia; no repudiar la ley, sino llenarla de un nuevo sentido; intención interna y obra exterior; reino de amor y constitución; individuo y comunidad; cada punto de la doctrina respecta al todo, pero el todo sólo se halla donde se guardan y verifican todas las "singularidades..".

El reconocimiento de los hechos, primero, y de la riqueza de esta síntesis, después, es lo que hace posible reconocer la unitariedad y la consecuencia lógica de la doctrina de Jesús y del cristianismo primitivo, sin tener que recurrir, como hace la crítica liberal, a una "evolución" paulatina de la conciencia y la doctrina de Jesús, hiriendo así de muerte a toda forma determinante, a todo el cristianismo objetivo en germen.

8 Cf. a este respecto el importante papiro de Rylands Greek (475). La pequeña hoja contiene fragmentos de Jn 18. Procede del Egipto central (!) y fue escrita lo más tarde en el 130. De esto se puede deducir, y con razón, que el evangelio fue redactado algunos decenios antes. (Cf. ilustración 2).

9 Con una simple mirada pueden abarcarse los textos ordenados uno al lado del otro = sinopsis, sinópticos.

10 Primer mes del año hebreo.

11 Hegesipo (siglo II) llama, por ejemplo, a Santiago hijo del hermano de José. Su madre era hermana de la Madre de Jesús (Jn 19:25).

12 Del griego kat bolon = universal, unitario, global.

13 Especialmente Lc 24:7.26.46: "¿No tenía el Mesías que padecer todo esto para entrar en su gloria?" Toda la tensión de esta concepción, frente a la expectativa general de los judíos, se manifiesta además en la angustiosa pregunta de Juan el precursor, caracterizado por la predicación de la penitencia y por la ira del Dios del AT: "¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?" (Mt 11:3).

 

 

§ 7. La Primitiva Comunidad de Jerusalén.

1. Jesús fue condenado y crucificado en Jerusalén. También en Jerusalén se apareció a los once apóstoles (Lc 24:49.52; Hch 1:4.12). Estos permanecieron allí "unánimes en la oración con las mujeres y María, la madre de Jesús, y sus hermanos" (Hch 1:14). Estaban reunidos unos 120 hombres (Hch 1:15), y allí, a los cincuenta días (50 = pentecostés), experimentaron la venida del Espíritu Santo (Hch 2:1).

Este fue el núcleo de la primitiva comunidad de Jerusalén; sus miembros eran judíos. Por la predicación de san Pedro en Pentecostés se convierten tres mil judíos, y poco después otros dos mil (Hch 2:5.22-29.36-41; 4:4).

Sobre la formación y vida interna de esta primera comunidad y la ulterior difusión del cristianismo estamos informados por los relatos de los Hechos de los Apóstoles, en los que se trasluce el encanto peculiar del primer crecimiento y del primer amor: la fuerza de la avasalladora verdad se manifiesta espontáneamente.

Lo más importante para la comprensión histórica es el hecho de que los convertidos al mensaje de Jesucristo formaban con los apóstoles una comunidad propia (Hch 2:41ss), y como tales vivían, pero no se separaron ni interior ni exteriormente de la sinagoga, ni eludieron la autoridad del sanedrín (Hch 21:24). Los miembros de la nueva comunidad se sentían realmente como plenitud del judaísmo, al que ellos, entendiéndolo según las enseñanzas de Jesús (con su persona como punto céntrico), comprendían mejor que sus padres. Celosamente participaban con sus sacrificios en el culto judaico 14; pero junto a ello tenían sus propias asambleas litúrgicas en las casas: "partían el pan," es decir, celebraban la santa cena "con júbilo y sencillez de corazón" (Hch 2:46s). Igual que Jesús en la última cena pronunció una acción de gracias, así hacían también sus discípulos. Por eso estas celebraciones litúrgicas se llamaron "eucaristía," acción de gracias. Hasta hoy, el núcleo de este servido divino, la misa, es recuerdo agradecido y presencialización en acción de gracias de lo que el Señor celebró con sus discípulos "en la noche en que fue traicionado" (1Cor 11:23).

Los cristianos de la comunidad primitiva (como en general las primeras comunidades) celebraban este servicio litúrgico, propio y privativo suyo, únicamente en casas particulares (Hch 2:42). Mas los apóstoles también se atrevieron a anunciar el mensaje cristiano en el templo. Era natural que el judaísmo oficial se soliviantara y procurara impedir con palabras y sanciones semejante acción misionera (Hch 4:1-22; 5:17-40): una primera "persecución," una primera ocasión de "martirio," y el mismo éxito, que tantas veces se repetirá después: reforzado celo por la difusión del reino de Dios (Hch 5:42).

2. Del patrimonio de la religiosidad judía, heredado de los mayores, la primitiva cristiandad conservó la idea de que la comunidad debía estar articulada y dirigida por los ancianos; para ella, por tanto, era tan evidente como fundamental el concepto del ministerio espiritual con poderes plenos y perpetuos. La figura básica esencial de la Iglesia (docente con autoridad), según disposición de Jesús, ya existía en el ámbito palestino, antes de que el cristianismo penetrara en el mundo helenista.

La estructura jerárquica estaba ya prefigurada en la dirección de la primitiva comunidad de Jerusalén por los "doce," que el mismo Señor había elegido, nombrado y enviado. Las fuentes describen como la cosa más natural el desarrollo orgánico de este gobierno autoritario, jamás una fisura del mismo, destacando entre los apóstoles a Pedro, Juan, Santiago el Mayor y, más tarde, Santiago el Menor.

3. Junto a estos elementos jerárquico-institucionales de la comunidad primitiva figuran también lo carismático y lo profético, y no con menor intensidad, aunque no lleguen éstos a eliminar a aquellos. El milagro de pentecostés es el documento más significativo que conocemos. El mismo Pablo, que fue llamado de modo tan extraordinario, trabajó antes de su misión desde Antioquía con un grupo de "profetas y maestros" (Hch 13:1). También él nos da noticia de una multiplicidad de similares dones "libres" y vocaciones (charismata) en las primitivas comunidades. El mismo Apocalipsis lo resume diciendo: "El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía" (Ap 19:10). Con lo que de una manera global se significa la noticia del Mesías, su llegada, su llamada a la penitencia y su juicio, y el sentirse afectado por la palabra y el testimonio de Cristo. El profetismo, pues, tiene su lugar legítimo en la Iglesia, es una vocación particular y directa de Cristo (Ef 4:11). Pablo resume lo autoritativo-institucional y lo carismático diciendo de la comunidad: "Estáis edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas" (Ef 2:20; cf. 3:5).

4. La diferencia entre una clase directiva y docente en la Iglesia y la multitud de los creyentes (cf., por ejemplo, Hch 1:15-26; 3:15, "a nosotros se nos apareció el resucitado.."., no a todos) viene determinada por la vocación de los apóstoles, por su encargo de celebrar la eucaristía (los relatos de la cena), ejercer el poder espiritual y realizar su misión; la diferencia es inmensa e insalvable. Mas no por eso se debe olvidar que la comunidad como tal era corresponsable activo de toda la vida de la Iglesia: es patente el sacerdocio general de todos los fieles (la nueva criatura: 2Cor 5:17; la estirpe sacerdotal: 1Pe 2:5). En las primeras deliberaciones que conocemos de la comunidad primitiva, un amplio sector de ella toma notable parte en las decisiones. Todos los dones gratuitos y todos los ministerios de la Iglesia estaban unidos por el vínculo de la hermandad ante el único Padre del cielo.

5. Las peculiaridades de la primera comunidad se manifiestan por doble conducto: a) su mayor interés se centraba en permanecer incontaminados de este mundo (St 1:27); b) mostraban con su vida el cumplimiento de la palabra del Señor: "En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros" (Jn 13:34s). Tenían un solo corazón y una sola alma (Hch 4:32). Muchos vendían sus bienes y entregaban su importe a los apóstoles. Socorrían a los pobres (Hch 4, 32-37). La mayoría de ellos vivían un comunismo voluntario, radicado en el amor de Cristo a sus hermanos. En su estilo de vida estos discípulos de Jesús constituían realmente una comunidad de santos. Vivían de la fe. Anhelaban la nueva venida del Señor.

6. Dentro de esta vida de amor de la comunidad primitiva, precisamente, hubo de surgir la tensión que tanto habría de pesar sobre las primeras generaciones cristianas, la cuestión: ¿judeocristianismo o pagano-cristianismo?

Entre los convertidos por la predicación de Pedro en Pentecostés se encontraban muchos judíos de la diáspora. Estos, a la hora de la distribución de los servicios o ayudas, se sintieron perjudicados. La disputa al respecto motivó la elección de siete diáconos (aquí aparece por vez primera un nuevo ministerio en la Iglesia), entre los cuales por lo menos dos de los más significados eran helenistas, hombres con marcada tendencia a la predicación misionera y sin los inconvenientes de los judíos palestinos: Esteban y Felipe.

Felipe fue, a lo que sabemos, el que admitió en la Iglesia al primer pagano (Hch 8:38). Esteban, que posiblemente había llegado a la comunidad junto con todo el grupo de los llamados helenistas, provenientes del círculo de los esenios (§4:4), y que, por tanto, tal vez se hallaba bajo la influencia espiritual de Qumrán, luchó contra la supravaloración de las ideas judías. Con él entramos de lleno en las fuertes tensiones que habrían de acompañar la desvinculación de las comunidades cristianas de las judías. En Jerusalén, aparte del templo, había también sinagogas en donde la Biblia no se leía en hebreo, sino en griego. Allí oían la palabra de Dios los judíos no palestinos que venían a Jerusalén. Debido a su lengua, mentalidad y estilo de vida helenista, mantenían cierta tirantez con los hebreos.

Estas rivalidades llegaron a ser aún más fuertes entre los discípulos judíos de Jesús. La disputa en torno a Esteban se originó en la sinagoga de Alejandría.

Jesús se había declarado cumplidor del Antiguo Testamento, de tal modo que no podía perderse ni una jota de la ley. Pero también él había extendido el reino de Dios a todos los procedentes de Oriente y de Occidente, mientras que los hijos del reino serían rechazados (Mt 8:12). Estas ideas, en completa armonía con las de Pablo, el Apóstol de las gentes, mueven tan fuertemente a Esteban que éste no tiene ningún miramiento con los vacilantes (Pablo aprenderá después a tenerlo): la ley termina con Jesús, y con ello el templo y la ejecución literal de las prescripciones ceremoniales (Hch 6:14).

De este modo se atrajo Esteban el odio particular de los fariseos. En el curso de estas controversias cayó víctima de la primera persecución masiva de los cristianos (Hch 6:8-3:3).

7. Esta persecución, tal como se originó, iba dirigida preferentemente (aunque no únicamente) contra los helenistas de la comunidad cristiana. Causó dolor en la Iglesia, pero se obtuvieron grandes ventajas: la prueba acrisoló y unió más estrechamente al joven rebaño, aumentó su conciencia de ser una nueva unidad diferente del judaísmo. En ellos creció el convencimiento de que debían difundir la predicación de Jesús: "no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído" (Hch 4:20), declaran Pedro y Juan ante el sumo sacerdote. Algunos miembros de la comunidad (no los apóstoles) abandonaron Jerusalén, se repartieron por Judea y Samaría y se convirtieron, como los primeros bautizados en el día de Pentecostés al volver a sus casas, en predicadores de la buena nueva fuera de Jerusalén: en misioneros (Hch 8:1-4).

Así nació una nueva comunidad en Samaría, en un país no judío, semipagano. También así comenzó el cristianismo a sobrepasar al judaísmo. Y también con ocasión de esta persecución encontró el verdadero camino, que le convertiría de perseguidor en servidor y guía, el hombre que ha hecho por el cristianismo más que todos los demás: el fariseo Saulo, con el sobrenombre de Pablo (Hch 8:1-3 y 9:lss).

 

14 Había horas determinadas para la oración (Hch 3:1); los fieles de Damasco seguían también esta norma (Hch 9:1-8).

 

 

§ 8. El Cristianismo entre los Paganos.

Los apóstoles, pese a haber sido formados por el Señor durante largo tiempo, pese a haber sido constituidos en sacerdotes de la nueva alianza en la última cena, pese a haber sido enviados por el resucitado a todo el mundo y a todas las gentes, todavía no habían superado el concepto nacionalista judío de la soberanía del Mesías. Continuaban esperando el restablecimiento del reino nacional de Israel por el Señor (Hch 1:6). Por eso aún no tenían conciencia clara de que también los paganos, es decir, los "impuros," podían ser admitidos en la Iglesia. El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre la visión de san Pedro de los animales puros e impuros, su informe ante la comunidad de Jerusalén (Hch 11, 1-18), así como la sorpresa de los judíos que habían venido con Pedro a Cesarea ante las gracias divinas concedidas a los paganos (Hch 10:45), nos dejan entrever fácilmente los obstáculos internos que fue necesario salvar para que Pedro en Cesarea admitiese en la Iglesia al capitán pagano Cornelio. Y a pesar de las extraordinarias manifestaciones divinas que llevaron a dar este paso, en los círculos judeocristianos subsistió, no obstante, la oposición.

 

I. Pablo.

1. Pablo fue el hombre cuyo ingente trabajo había de quebrantar esta oposición, cuya vida entera fue una lucha para liberar al cristianismo del lastre de la ley judía y ganar a todos los hombres para Cristo. Era de sangre judía; y él fue precisamente quien arrancó al cristianismo del suelo judío, cuya estrechez amenazaba con ahogarlo, lo llevó al escenario histórico universal de la cultura greco-romana y del Imperio romano y lo implantó allí, en el amplio suelo del mundo. El formidable cambio que experimenta la situación del cristianismo desde la muerte de Jesús hasta el año 67 (martirio de Pablo) es esencialmente obra suya; un trabajo gigantesco desde todos los puntos de vista; tanto más si se tiene en cuenta que hubo de ser realizado y afianzado por un cuerpo enfermo y contra un ejército de falsos hermanos, que por todas partes iban entorpeciendo su labor.

2. Pablo nació en la ciudad helénica de Tarso de Cilicia, en el Asia Menor, de padres judíos, que poseían el derecho de ciudadanía romana. Bajo la dirección del fariseo Gamaliel se formó como escriba fariseo, que ardía en celo por la ley de sus padres. Su sustento (de lo que luego, siendo apóstol, estaría orgulloso) se lo ganaba (como tejedor) con el trabajo de sus manos, como todos los miembros de las hermandades fariseas. En el camino de Damasco la gracia de Dios lo llamó de perseguidor de la Iglesia a siervo particular de Jesucristo, el Kyrios, el Señor (Hch 9,lss). Una estancia de tres años en Arabia y en Damasco le capacitó interiormente para su nueva vocación de Apóstol de las gentes. Aunque el evangelio que él predicaba le fue revelado por Jesús (Gál 1:12), a los tres años de su conversión se dirigió a Jerusalén para ver a Pedro, donde, tras una estancia de catorce días, tuvo ocasión de ver también a Santiago, el "hermano" del Señor (Gál 1:18s). Catorce años más tarde volvió a Jerusalén para comparar su evangelio con el de los apóstoles, y allí Juan, Pedro y Santiago le ratificaron el encargo de la misión de los gentiles (Gál 2:1-9).

3. Pablo era, pues, judío, romano y (también) helenista. De este modo (aunque en diversa medida) era representante nato, por nacimiento, educación y estilo de vida, de las tres grandes culturas con las que el cristianismo tuvo que enfrentarse en la Antigüedad.

Y, por lo mismo, estaba capacitado para llevar al cristianismo a la victoria en todos los frentes o, cuando menos, para prepararla, labor que habría de ser decisiva para toda la historia de la Iglesia.

a) Pablo era doctor de la ley. Había aprendido los métodos de la teología judía farisaico. Por lo cual se hallaba en disposición de ser el primer teólogo cristiano y, sobre todo, de asentar las bases de toda la teología cristiana. Este hecho es extraordinariamente importante. Se refleja en muchos momentos decisivos de la historia eclesiástica. Y lo mismo hay que decir de las tensiones que precisamente las enseñanzas y formulaciones de Pablo han provocado a lo largo de los siglos en el seno de la teología cristiana.

En su casa paterna, además del hebreo y del arameo, Pablo había aprendido también el griego; en su ciudad natal se había familiarizado asimismo con la cultura helenista y de alguna manera conocía la filosofía estoica (tardía) de la época. Por eso llegó a convertirse, gracias a su discurso en el areópago (Hch 17:22), en precursor y modelo de aquellos hombres que luego hubieron de anunciar el cristianismo a los representantes de la cultura helenística con los medios propios de ésta (los apologetas del siglo II, § 14). No obstante todo esto, en Pablo nunca quedó en segundo plano la predicación de Jesucristo el Kyrios, de la cruz y su locura y de la justificación por la sola fe; tal predicación constituyó siempre el centro inamovible de su doctrina.

Pablo era ciudadano romano. Tenía conciencia de las ventajas que le daba la ciudadanía romana. Las aprovechó apelando al emperador (Hch 25:11); pero también reconocía expresamente el derecho del Estado, como el de toda autoridad (Rom 13:1).

b) Hay que tomarlo, pues, en sentido literal cuando Pablo dice que se ha hecho todo para todos para ganarlos a todos, gentil para los gentiles, griego para los griegos, judío para los judíos: el Apóstol de las gentes (cf. 1Cor 9:20ss). Pablo era un hombre "católico" (entiendase desde el punto de vista de su universalidad). La ley fundamental del cristianismo, ser siervo (el mandamiento básico del amor, "en el que se cumple toda la ley" [Rom 13:8-10]. ¡Hágase tu voluntad! [Mt 6:10]), alcanza en él su forma plena. Su clarísima conciencia de sí mismo no es más que la conciencia de la misión encomendada por Dios, a la cual tiene que servir desinteresadamente, y de la fuerza que Dios le ha dado, con la cual tiene que trabajar. "¡Ay de mí si yo no predicase el evangelio ¡"(1Cor 9:16). Por eso en él alentaba al mismo tiempo una gran humildad, que le hacía consciente de su propia debilidad personal, y una confianza sin límites en que la gracia habría de mostrarse fuerte en la debilidad (2Cor 12:10): "Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios" (Rom 8:28). Del tiempo anterior a su conversión le quedaba la conciencia de su profunda culpabilidad, que él confiesa con impresionante arrepentimiento (1Cor 15:9).

4. Poseemos catorce cartas de san Pablo. (La crítica textual, sin embargo, no le reconoce la redacción directa de la carta a los Hebreos). Constituyen la más antigua literatura cristiana. Encierran algunas dificultades, como ya se observa en la segunda carta de san Pedro (3:15s); pero también una plenitud inagotable de excelsos pensamientos. Vivamente reflejan el fogoso temperamento del Apóstol de las gentes y su impresionante, casi titánico esfuerzo por conocer los inefables misterios de Dios. En ellas alienta una indomable fe en el irresistible poder de la verdad de la revelación cristiana. Esta verdad la anuncia Pablo, aprovechando la inagotable riqueza de sus revelaciones, con formulaciones vivas, siempre nuevas, en las que, obviamente, le importa menos la exacta terminología o el sentido literal que la fuerza y la plenitud de vida en Cristo Jesús: el concepto de la plenitud (plhrwma) es central en Pablo y su predicación. Todo ese gran número de expresiones que hablan de "riqueza," de "edificación," de "conocimiento profundo," de "crecimiento en el amor" y de "alcanzar las indescriptibles riquezas de Dios" sirve a Pablo para ilustrar dicha plenitud de una forma igualmente variada e inagotable.

Las cartas de Pablo van dirigidas en su mayor parte a las comunidades que él mismo había fundado, o también, como la dirigida a los romanos, a aquellos de cuya fe tenía gozosa noticia y a los que ardía en deseos de conocer y evangelizar personalmente. Estas cartas se leían en las celebraciones litúrgicas y se intercambiaban entre las comunidades.

Pablo realizó tres grandes viajes misioneros. Aunque sabía que había sido enviado especialmente a los gentiles (Rom 11:13; Gál 2:9), él y sus compañeros, por ejemplo, Bernabé, siempre se dirigían primero a la sinagoga. Pablo, después de su primer viaje de misión (durante el cual, en Pafos de Chipre, convirtió a un alto empleado, el gobernador Sergio Paulo) subió a Jerusalén, donde (hacia el año 50) tomó parte en el concilio apostólico (Hch 15:6-29). El segundo viaje misionero le llevó otra vez a Europa. Su estancia en Atenas y Corinto reforzó su contacto con el helenismo.

Amenazado de muerte repetidas veces por los judíos de Jerusalén (como ya lo fuera al principio de su misión en Damasco y en Jerusalén, Hch 9:23ss) y acusado por ellos, fue llevado a Cesarea por las fuerzas romanas de ocupación; denunciado allí por los judíos al gobernador Félix como jefe de los nazarenos, encarcelado durante más de dos años y nuevamente acusado ante el gobernador Festo, apeló al César de Roma (Hch 25:1 l). Fue llevado allí y vivió, vigilado únicamente por un soldado, en prisión atenuada. Después llegó posiblemente hasta España (cf. Rom 15:24.28).

Pablo fue decapitado hacia el año 67 en Roma, probablemente en la Vía Ostiense.

5. Para Pablo, el objeto principal de la fe y la predicación fue Cristo crucificado y resucitado, el Señor exaltado, el Kyrios. Por medio del Señor, nosotros, que experimentamos en nuestros miembros la poderosa ley del pecado (Rom 7), somos justificados por la fe (Rom 5:1). Pablo fue ante todo predicador de la gracia, mejor dicho, de la gracia de la redención merecida por la muerte de Jesús en la cruz, con la cual se cumple la ley.

Pablo, no obstante, sabía muy bien de la necesidad que tiene el hombre de colaborar con la gracia inmerecida, gratis data. Su lucha incansable por calar más hondo en los misterios de Dios y de la gracia redentora que en ellos libremente se regala se integra plenamente en la lucha por el premio de la victoria (1Cor 9:24). Pablo se castigó a sí mismo para no ser repudiado (1Cor 9:27). Quiso, incluso, completar (Col 1:24) lo que aún faltaba a la pasión de Cristo. Esperaba para sí la recompensa del cielo (2Tim 4:8), tal como el mismo Jesús, casi de la misma forma que en su contestación a la pregunta de Pedro (Mt 19:27), le había prometido. Pablo, que tanto sabía de la ley del pecado en el cuerpo de los hombres, confiesa al mismo tiempo que él ya no vive, sino que es Cristo quien vive en él (Gál 2:20). Pese a su tremendo grito: "¡quién me librará de este cuerpo de muerte!" (Rom 7:24), no vive en absoluto con conciencia desesperada, sino que confiesa de sí mismo con sorprendente naturalidad: "Siempre hasta hoy me he conducido delante de Dios con toda rectitud de conciencias" (Hch 23:1).

En el curso de la historia, la doctrina de Pablo ha venido a ser muchas veces punto de partida de herejías. La causa ha sido siempre el mismo equívoco: que no se han tenido en cuenta todas sus formulaciones, tan extremadas a veces, sino que algunas de ellas han sido, unilateralmente, absolutizadas.

 

II. Antioquia. La Disputa Sobre la “Ley.”

1. La primera etapa visible del cristianismo en su salida del judaísmo o, mejor dicho, de Jerusalén hacía el gran mundo fue Antioquía. Allí se formó una comunidad cristiana nueva. Sus miembros, en su gran mayoría, no eran judíos, tanto que hasta en su aspecto externo se diferenciaban claramente del judaísmo. Se les reconocía que dependían de la persona, de la vida y de la doctrina de Cristo, y por eso se les dio por primera vez el nombre de cristianos.

a) Los jefes de la comunidad antioquena fueron Bernabé y Saulo. Bernabé fue enviado allí por la comunidad de Jerusalén y se llevó consigo a Saulo de Tarso (Hch 11:22-25). En esta tierra, más bien pagano-cristiana, comenzó la obra misionera del Apóstol de las gentes. Enseguida pasó a primer plano la discusión en torno a la libertad de los hijos de Dios frente a la "ley" judía. Los nacidos judíos proclamaban la exigencia de que toda la ley debía continuar siendo obligatoria para todos los cristianos. Pero Pablo predicaba: si somos justificados por la ley, Cristo ha muerto en vano. Desde Abrahán toda justificación viene de la fe. Pablo expuso frecuentemente estos pensamientos; la exposición más vigorosa la hizo en su carta a los Romanos, en la que él, judío, da una terrible negativa al judaísmo de la ley: ¿acaso no fue la ley (¡que por cierto no debe ser despreciada! [Rom 3:31] la que en el pasado fue creada exclusivamente para hacer pecadores a los hombres? ¿Cuánto más vigor no habrá perdido hoy, cuando sólo la vida en Cristo puede por la fe vencer el pecado que aparece en nuestros miembros contra nuestra voluntad?

Primero se llegó a una violenta contienda en la misma comunidad de Antioquía (Hch 15:2). Bernabé y Pablo fueron enviados a Jerusalén al frente de una delegación. El "concilio apostólico" se ocupó de este asunto. Allí estaba presente, entre otros, Santiago, el "hermano del Señor," que, aun entre los judeocristianos de la línea más rigurosa, gozaba de mucha consideración. Unánimemente se decidió, mediante una carta, que los cristianos gentiles debían estar exentos de la ley. La decisión fue tomada por los "apóstoles, los ancianos y toda la comunidad" (Hch 15:26), lo que también se hizo constar en la carta (v. 23). El texto importante dice: "Le ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros..." (v. 28). ¡Para la decisión doctrinal el concilio se remite a la asistencia del Espíritu Santo!

b) Con esto quedó zanjada la polémica, pero no terminó la discusión. Todavía no se había hallado la praxis correcta o todavía no se había impuesto. Los judeocristianos no participaban aún en el banquete con los pagano-cristianos. El mismo Pedro se dejó intimidar y en Antioquía se apartó de éstos. En esta hora crítica fue ante todo Pablo quien se mostró como paladín de la libertad de la buena nueva frente a la estrechez de la ley. Reprochó a Pedro la contradicción de su postura vacilante y le devolvió así el valor para no condescender en demasía con los hermanos judeocristianos (Gál 2:11ss).

2. Mas el peligro no estaba eliminado. En la gran obra de la evangelización de los paganos, de la conquista del "mundo" para el cristianismo, siempre fueron los "falsos hermanos" de Palestina los que crearon al Apóstol de las gentes las mayores dificultades en su tarea. Frente a ellos tuvo él continuamente que defender, a veces con duras palabras, el derecho de su misión y su tarea y anunciar al mismo tiempo la libertad de los hijos de Dios, que han sido llamados al espíritu de filiación y mayoría de edad, no a la esclavitud (Rom 8:16ss; Gál 5:13).

Pablo, con ayuda de la gracia, logró finalmente vencer al judaísmo por la amplitud de su concepto del cristianismo. Mas las tradiciones seculares tienen una fuerza insospechada. La tenacidad de las pretensiones judías no cayó herida de muerte hasta el momento que fue aniquilado el suelo natural de aquellas tradiciones: la destrucción de Jerusalén por Tito, hijo del emperador Vespasiano (70 d. C.). Este suceso significó la disolución de la unidad nacional del judaísmo. Fue también el fin del templo, que con su liturgia sacrificial había sido el corazón de toda la vida del pueblo judío. La desaparición de Jerusalén y del templo, tenido como indestructible, asestó un golpe mortal a la conciencia de los judíos; además, con la dispersión se hizo imposible todo crecimiento unitario de la religión judía en el interior y todo efecto unitario hada el exterior.

En el siglo II desapareció casi por completo el judaísmo cristiano. La causa principal fue la penetración del evangelio en el mundo gentil. A esto se añadió una nueva catástrofe del pueblo judío bajo Adriano, en la guerra de Bar-Kochba (en el 135); Jerusalén se tornó ciudad pagana, Aelia Capitolina, con templos paganos en los lugares santificados por el Señor, y en ella no podía residir ningún judío. La comunidad cristiana local recibió un obispo pagano-cristiano: la situación había cambiado tanto que para un judío todo ello debía parecer incomprensible, poco menos que antidivino 15. Por lo demás, ya en el siglo I, aún en vida de Pablo, se había iniciado una disolución interna del judaísmo por infiltración de ideologías "gnósticas."

3. Fieles a la palabra del Señor (Mt 24:15), los cristianos, al aproximarse la tormenta en el año 68, huyeron a Perea y a Pella, al otro lado del Jordán. Para ellos, como para toda la cristiandad, la destrucción de Jerusalén y la consiguiente dispersión de la Iglesia cristiana allí existente encerraba un significado fundamental: la tierra donde había nacido el cristianismo ya no habría de ser su patria. La destrucción del templo, profetizada por Jesús, ya era un hecho. Es cierto que los que huyeron a Pella continuaron siendo judeocristianos en un sentido riguroso y exclusivo, que luego, como ya se ha dicho, se reduciría a lo puramente judaico 16; pero el cristianismo ya caminaba vigorosamente hacia su nueva patria y su nuevo centro: el paganismo, Europa, Roma.

 

15. En la época de los emperadores convertidos al cristianismo, la Iglesia de Jerusalén y su obispo volvieron a tener mayor importancia. Sin embargo, la tendencia ascendente, que se estaba abriendo paso (325: prioridad honoraria del obispo; 381: Jerusalén madre de todas las Iglesias), no llegó a su culminación, porque mientras tanto, por motivos políticos, fue ensalzada la sede de Constantinopla (cf. § 27).

16. Restos de la comunidad primitiva de Jerusalén huida a Pella (llamados ebionitas, o sea, "los pobres"), que cada vez fueron transformándose más y más en un movimiento de tendencia herética, se conservaron todavía durante varios siglos en el Oriente. En esta forma conoció, por ejemplo, Mahoma el cristianismo. De él, pues, Mahoma recibió una imagen turbia, herética.

 

 

§ 9. Comienzos de la Comunidad de Roma.

1. El cristianismo fue predicado por los apóstoles y por evangelizadores de oficio, itinerantes. Mas todo cristiano convertido también era un misionero. En el gozoso convencimiento de haber hallado la salvación en Cristo, y apoyando activamente la súplica "venga a nosotros tu reino," cada cual, agradecido, llevaba la revelación cristiana a los aún no convertidos.

a) No sabemos cuándo llegó a Roma la primera noticia del evangelio. Es cierto que ya bajo el emperador Claudio (41-54) hubo allí judeocristianos, que por mandato imperial tuvieron que abandonar la ciudad en el año 43 junto con los judíos, de los cuales aún no se diferenciaban.

Esta medida no pudo impedir el crecimiento de la comunidad. Prueba de esto es la carta de Pablo a los Romanos (hacia el año 57). Por ella sabemos que la Iglesia romana ya gozaba entonces de inusitado prestigio en la cristiandad.

b) Para el renombre de la Iglesia romana fue de gran importancia su lugar de actuación, la Roma "eterna." Pero la suprema autoridad no le sobrevino hasta más tarde, por el hecho de que Pedro y Pablo trabajaron en ella, la gobernaron, la promovieron y la consagraron con su martirio y con sus restos, que fueron sepultados en Roma.

Sabemos por los Hechos de los Apóstoles, y esto nunca ha sido puesto en duda, que Pablo estuvo y trabajó en Roma. Hoy día, los ataques desde la ciencia a la presencia y el martirio de Pedro en Roma han decrecido extraordinariamente 18. En todo caso, científicamente no puede aducirse nada decisivo en contra de esa tradición, que ha estado siempre viva en la Iglesia. Al contrario, las antiguas noticias 19 literarias a este respecto se han visto hace poco corroboradas por las excavaciones bajo la iglesia de San Sebastián en la Vía Apia y, aún más recientemente, por las realizadas bajo el altar de la confesión en la basílica de San Pedro en Roma.

2. El derecho de esta reivindicación viene avalado también por otras consideraciones.

En el marco de la estructura jerárquica de la Iglesia primitiva Pedro es, como senior entre conseniores (1Pe 5), el "primer hombre" de la comunidad. Claramente preferido por el Señor (según Mt 16:18 y Jn 21:15ss), desempeña un papel decisivo en el concilio de los apóstoles (Hch 15:7); Pablo, que también había recibido su evangelio por revelación del Señor, "marchó a Jerusalén para ver a Pedro," no viendo en esta ocasión a ningún otro apóstol excepto a Santiago (Gál 1:18; cf. 2:8).

Del mismo modo que el ministerio apostólico como tal, es decir, la dignidad de elegido y enviado directamente por el Señor y la función de testigo ocular de su vida, pasión, muerte y resurrección no era transferible, así tampoco lo era el ministerio apostólico de San Pedro. Pero dentro del ministerio apostólico hay un ministerio cuya transmisión y conservación en la Iglesia no sólo continuaba la línea de la constitución comunitaria judía, sino también se basaba en el mandato misionero del Señor; por eso se transmitió y conservó legítimamente en la Iglesia.

Desde los primeros tiempos, la potestad recibida de Jesús fue transmitida a otras personas. El ministerio vivo fue desde el principio un elemento esencial en la Iglesia de Dios.

También Pablo y Bernabé fueron investidos de un ministerio eclesiástico (Hch 13:1-3). Ambos, tras la oración y el ayuno, constituían presbíteros para las comunidades por la imposición de manos (Hch 14:23). Timoteo recibió asimismo un ministerio eclesiástico (1Tim 4:14). Por tanto, no se comprende por qué precisamente el ministerio petrino, encomendado por el Señor a Pedro (Mt 16:18) como fundamental para la Iglesia, tenía que limitarse al tiempo de la vida de Pedro. Es cierto que éste, no obstante su posición privilegiada, como hemos señalado, no era sino un colega entre colegas; pues también los otros apóstoles habían recibido del Señor el poder de atar y desatar (Mt 18:18), esta afirmación esta conforme a la concepción Ortodoxa sobre la primacía de San Pedro, "una primacía entre iguales," que es muy diferente a las aspiraciones papales posteriores de erigirse sobre los demás apóstoles y sus sucesores representados por los Patriarcas, Metropolitas y demás obispos como si se tratara de un absolutismo monárquico, esta incorrecta interpretación acerca de esta primacía llega a su máxima expresión en el dogma de la "Infalibilidad Papal."

Debido a esta coexistencia de primacía y colegialidad, desde el principio se dieron tensiones espinosas, pero no menos fructíferas, en la dirección a la par monárquica y colegial de la Iglesia.

Con lo cual, el texto de la promesa (Mt 16:18) no hace sino cobrar mayor importancia. Su fuerza radica precisamente en el hecho de que las palabras no pudieron, ni en el tiempo en que Jesús las pronunció ni en el tiempo en que Mateo las fijó por escrito, ser entendidas de forma natural y plena (como derivadas de la organización de las comunidades y de la conducta de los apóstoles entre sí). Era una palabra profética, que creó una realidad efectiva, pero cuyo contenido no fue aclarándose sino paulatinamente en el curso de la historia de la Iglesia. Como tal, además, participa del carácter misterioso de toda profecía, que contiene mucho más de lo que eventualmente comprenden sus inmediatos receptores. Para la correcta interpretación de toda la Sagrada Escritura es de suma importancia tener en cuenta esta característica.

También el primado cae dentro del vaticinio de comprensión progresiva que el Señor había pronunciado para toda la revelación en general: "El espíritu de verdad os guiará hacia la verdad entera" (Jn 16:13). Todo esto significa, en síntesis, que el anuncio profético-religioso no siempre fija su contenido de modo explícito y unívoco en todos sus detalles (Poschmann). Mas hay que tener asimismo presente que la Sagrada Escritura es la fijación más excelente de la transmisión viva de la fe (tradición) de la Iglesia, y que esta tradición, naturalmente, ya existía antes de la Sagrada Escritura, siendo ésta simplemente fijación de aquélla.

  1. Realizados en plenitud cristiana, no hubo más procesos que los resultantes del despliegue del fundamento vivo de toda la Iglesia, base firme de la verdad (1Tim 3:15), en estrecha conexión con la palabra del Señor en la Escritura y bajo la dirección del Señor de la historia. Cuando la Iglesia penetró en nuevos ambientes culturales y tuvo que expresarse a sí misma y revestir su predicación con un ropaje lingüístico nuevo, existió siempre la posibilidad y el peligro de que los contenidos no cristianos encerrados en los nuevos conceptos quedasen adheridos a su auténtica esencia, basada en la revelación. Ya se acusa un cambio importante, por ejemplo, en la traducción posterior de la palabra griega diakonía (= servicio), al principio traducida por ministerium, por la palabra latina officium (= oficio, cargo). Una densa corriente de pensamiento administrativo romano se infiltró por este conducto: la finalidad del oficio o cargo continuó siendo el servicio, sí, pero el concepto romano de officium también hubo de amortiguar, de diversas formas, los efectos de la diakonía cristiana.

Algo parecido debió de ocurrir con el papado: el primado de Pedro está claramente basado en la Escritura; pero que los conceptos posteriores de "vicariato" y "principiado," conceptos originariamente romanos, fueran adecuados para interpretar exactamente el ministerio de Pedro fundado por el Señor o sólo para influir favorablemente en su evolución, eso ya es otro problema.

En todo esto no debe perderse de vista el texto literal de Mt 16:18: "Sobre esta piedra edifica mi Iglesia." La piedra no es la Iglesia; la piedra se considera como la base estática de un acontecer enteramente dinámico, que se prevé en el futuro. La historia de Iglesia es la fecunda acción de Cristo en los hombres, mediante la cual los salva. Sin desechar el fundamento ya colocado, continuará en el futuro edificando su Iglesia: sobre la roca fundamental de los apóstoles y mediante la palabra de los profetas. Algo parecido vienen a decir muchas parábolas del señor, que para el reino de Dios profetizan un crecimiento orgánico y dinámico (Mt 13ss). La Iglesia es reino de Dios incipiente, crecimiento enderezado al reino definitivo que no ha aparecido todavía.

En el proceso de estructuración del papado a lo largo de los siglos encontraremos, efectivamente, muchas cosas condicionadas por el momento histórico que podrán nuevamente desaparecer. Como de todos los dones de Dios, también del primado se puede abusar, pero él mismo, amparado como está por una promesa, no se vería afectado en su esencia. El abuso del poder espiritual por afán de dominio y de placer lo podemos constatar en historia, y con muchas variantes. Son éstas una pesada cruz para Iglesia y una severa advertencia para el católico en concreto ("llevamos este tesoro en vasos de barro," 2Cor 4:7), pero no constituyen una objeción legítima contra la institución misma.

Sólo una interpretación escatológica del mensaje de Jesús en su sentido más estricto podría descalificar como ilegítima la continuidad del ministerio de Pedro en Iglesia. Mas semejante interpretación llevaría forzosamente a violentar las palabras de las Escrituras: tendría que negar la divinidad de Cristo y no podría justificar, en concreto, ni la predicación del incipiente reino de Dios, ni las palabras de la misión (hasta los confines de la tierra, Mt 28:19), ni la promesa del Señor de que estará con los suyos hasta el fin del mundo.

17 Ya Marsilio de Padua (§ 65) afirmó que no se podía demostrar la presencia de Pedro en Roma.

18 Aún se muestran contrarios, sobre todo, Karl Heussi (= 1961) y sus discípulos.

19 1 Pe 5:13 (la Iglesia de Babilonia = Iglesia de Roma. Esta equiparación Roma-Babilonia la hallamos también en otros lugares, no solamente en la literatura judaica [Apocalipsis de Baruc y de Esdras, ambos apócrifos de finales del siglo I]; también varias veces en el Apocalipsis de San Juan); Carta a los romanos de San Ignacio ("no como Pedro y Pablo os mando yo"); el sacerdote romano Cayo hacia el año 200; San Ireneo, que nos dice que Marcos estuvo en Roma con Pedro y que escribió su predicación; además, Dionisio de Corinto (estos dos últimos según sus propias declaraciones, conservadas por Eusebio en su Historia de la Iglesia). Tertuliano escribe que Pedro murió en Roma. Desde el siglo IV esta tradición es general; la construcción de la iglesia de San Pedro en Roma por obra de Constantino no sería comprensible sin estar claramente convencidos de este hecho.

20 Para la evolución posterior del primado romano, cf. §§ 18 y 24.

 

 

 

Período segundo.

Enfrentamiento de la Iglesia con el Paganismo

y la Herejía. Estructura Interna.

§ 10. Propagación de la Iglesia.

1. Sobre las distintas etapas de la difusión del cristianismo en el Imperio romano tenemos muy poca y a veces nula información; ciertamente sabemos, sin embargo, y dentro de las reservas que luego indicaremos, que se difundió con sorprendente rapidez. Como causa principal, naturalmente al servicio de la gracia, hay que mencionar, por encima de los numerosos factores favorables dentro del ambiente judío, griego y romano, la íntima y misteriosa fuerza de atracción de la verdad y del bien, que alentaba especialmente en aquella peculiar forma de religión revelada y redentora que presentaba y transmitía la persona, la vida y el mensaje de Jesús, el Señor. De todo este proceso de fecundación, la época que mejor conocemos es la de los primeros tiempos, y ello gracias a los Hechos de los Apóstoles.

Particularmente intensa fue la fuerza de atracción del martirio heroico. Tertuliano caracterizó magistralmente la misteriosa fuerza en él encerrada con la frase "la sangre de los cristianos es una semilla." También a menudo se menciona la singular y profunda impresión que causaba la sencillez de las Escrituras. Tertuliano da otra fórmula aún más amplia: "en cuanto la verdad llegó al mundo, suscitó el odio con su mera presencia"; pero "la verdad luchó por sí misma."

Ya hemos hecho mención de la conciencia de sí misma y de la conciencia de misión, que, como en toda obra grande, también fue decisiva para el crecimiento de la nueva comunidad; es preciso, pues, incluirlas íntegramente en el análisis.

Y ante todo, si se trata de aducir las "causas" de su difusión, hay que tener en cuenta el carácter misterioso del crecimiento del primitivo cristianismo. La cuestión no queda realmente resuelta con el recuento de determinadas consignas. Posible es señalar ciertos momentos, pero el proceso entero es sumamente complejo, es un proceso vital en el cual cooperan, entrelazadas, muchas series de causas. No se puede negar que este proceso se desarrolló en su mayor parte a contrapelo de la debilidad moral de los hombres. Y también en este crecimiento, de otra parte, se echa de ver el alcance y la importancia del imprescindible principio teológico: Gratia praesupponit naturam; es decir, lo decisivo es la gracia divina, pero ésta no obra por arte de magia sino dentro del orden creado por Dios y en conformidad con los datos de la naturaleza.

2. La difusión del cristianismo, en líneas generales, tiene lugar inicialmente siguiendo un claro movimiento de Este a Oeste. Esto era natural: la expansión se efectuó dentro del Imperio romano. Desde Palestina, la buena nueva fue llevada primeramente al Asia Menor, que se convirtió en el primer país cristiano. Los principales centros y escenarios de la vida cristiana fueron luego, en los primeros siglos, África del Norte y Roma. San Ireneo (= hacia el 202) atestigua que ya a finales del siglo II había comunidades cristianas en la orilla izquierda del Rin. Del florecimiento del cristianismo en el sur de las Galias hacia mediados del siglo II nos da noticia la carta que los cristianos de Lyón y de Vienne remitieran a las comunidades del Asia Menor sobre los mártires de Lyón. Hacia el año 200, el cristianismo estaba representado en todas las partes del imperio. Donde más partidarios tenían era en Oriente. No es posible mencionar cifras. En lo que respecta al período anterior, sin embargo, las cartas de Pablo dejan constancia de un crecimiento relativamente importante. Los datos de Tácito (hacia el 55-115 d.C.) y el informe de Plinio el Joven (61-114) a Trajano sobre Bitinia y el Ponto atestiguan cuando menos la existencia de una considerable minoría en ciertas comarcas del imperio. La difusión, no obstante, fue muy irregular. Hasta Constantino (§ 21), los cristianos no dejaron de formar una minoría (no muy fuerte) de la población total del imperio.

La buena nueva se extendió con los soldados, los comerciantes y los predicadores a lo largo de las vías de comunicación. Por consiguiente, se estableció primero en las estaciones de estos caminos, es decir, en las ciudades, mientras que los que vivían en el campo (= pagani) siguieron siendo por mucho tiempo casi todos gentiles.

3. El evangelio era un mensaje de consolación y de misericordia. "Venid a mí los oprimidos," decía Jesús. Según Pablo, en sus comunidades había pocos miembros que eran distinguidos en el mundo (1Cor 1:26). El desprecio de los paganos hacia los cristianos y las noticias positivas a este respecto de los primeros tiempos nos lo confirman. Pablo, no obstante, encontró muchas veces ocasión para reprender a los pudientes de sus comunidades, porque no vivían suficientemente de acuerdo con el evangelio.

También el cristianismo, ya desde muy pronto, se dirigió a individuos de elevada posición social: a éstos pertenece el primer bautizado no judío, el ayuda de cámara de la reina de Etiopía (Hch 8:27ss); y otro tanto el gobernador Sergio, ganado por Pablo, y los miembros de la corte imperial, a los que menciona globalmente (Flp 4:22). En el año 95 se hace cristiano el cónsul Tito Flavio Clemente, primo del emperador (!).

De este modo, un cristiano llegó a presidir las sesiones del Senado pagano: no fue, sin embargo, más que un corto intermedio. Muy pronto encontramos, sí, una serie de mujeres nobles que se adhieren al cristianismo y celosamente lo favorecen.

Los últimos en convertirse en número un tanto considerable fueron los cultos, los filósofos. El escepticismo radical, un género de vida hostil al sacrificio, cruda o refinadamente materialista, y la inmoralidad siempre han sido, entonces como ahora, los adversarios más obstinados de la obligatoriedad de la verdad religiosa, de la fe y de la religión de la cruz.

La nueva religión predicaba un Padre del cielo, cuyos hijos amados son los hombres redimidos por Jesucristo. La fuerza de la fe y del amor que de ahí le emanaba y la a un tiempo vinculante y atrayente autoridad con que exponía sus doctrinas y preceptos hicieron aflorar lo más auténtico y bueno del hombre en una proporción mucho mayor que la lograda en general por el paganismo, si bien no faltaban los defectos morales, como los que tendrían que reprender, por ejemplo, San Pablo y San Ignacio de Antioquía. Y sobre todo: el mensaje cristiano situaba a los hombres, con sus debilidades y sus potencias, con su inteligencia y su amor, en una relación enteramente nueva: el Dios redentor era el que actuaba en ellos.

El alto nivel religioso-moral de aquellos primeros tiempos es un fuerte reproche contra muchas manifestaciones posteriores y actuales de la cristiandad. Con toda razón el celo reformista de muchos siglos ha apelado una y otra vez a aquella Iglesia originaria, primitiva, apostólica.

 

 

§ 11. Las Causas del Conflicto con el Estado.

1. Jesús había predicho que sus discípulos serían perseguidos por los judíos y por los paganos (Mt 10:17ss). Mas el paganismo romano era tolerante por principio. Dejaba incluso en paz al monoteísmo judío, que rechazaba todo culto idolátrico, así como la veneración de los dioses nacionales romanos. A la sombra de este monoteísmo, y considerado como una secta del judaísmo, creció el cristianismo 21. ¿Cómo fue que el Estado pasó de la tolerancia a la persecución de los cristianos?

2. Difícil es describir exactamente no sólo el desarrollo de las persecuciones de los cristianos, sino también su problemática interna. Primero, porque poseemos muy pocas declaraciones auténticas de las autoridades estatales a este respecto. Nos faltan casi en su totalidad los textos literales de los edictos imperiales contra los cristianos 22; el rescripto del emperador Adriano, del que luego hablaremos, es una rara excepción.

Segundo, porque la mayor parte de lo que podría orientarnos sobre el problema son manifestaciones cristianas de autodefensa y de acusación contra el Estado, esto es, manifestaciones de una sola parte en su propio favor.

Consiguientemente no podemos establecer con absoluta certeza los motivos legales del Estado romano para perseguir a los cristianos: ¿Fue una ley de excepción dictada ex profeso contra los cristianos? ¿O fue la aplicación de distintas leyes, que protegían el culto pagano de los dioses nacionales? ¿O fue solamente el sumo derecho de vigilancia de la policía estatal (derecho de coerción)? Hoy se tiende en general a no admitir una ley extraordinaria. Como única documentación legal tenemos en primer lugar el institutum neronianum que menciona Tertuliano, o sea, una consideración jurídica que había resultado de la praxis judicial de los procesos neronianos y llegado a imponerse, y en segundo lugar el rescripto del emperador Trajano a Plinio el Joven 23 (cf. § 12).

De hecho, el desarrollo de las persecuciones se corresponde con bastante exactitud al fundamento jurídico, de por sí inconsecuente, establecido por Trajano 24. Pues aunque los cristianos a partir del rescripto de Trajano estaban indudablemente en la ilegalidad, las persecuciones de los cristianos, por lo menos hasta Decio (incluso hasta más tarde, durante la persecución de Diocleciano), se caracterizaron por una sorprendente desigualdad de procedimiento y por una incoherencia total entre los motivos aducidos.

Por consiguiente, en el contexto general de la antigua Roma las persecuciones de los cristianos constituyen una excepción. No perturban en absoluto la conciencia de los contemporáneos ni aun la de los cristianos, excepción hecha de las comunidades y círculos inmediatamente cercanos al lugar de la represión y durante el tiempo correspondiente. Pruebas: escritores cristianos como Tertuliano hacen especial hincapié en el hecho de que los cristianos en todas partes colaboran en las tareas de la vida cotidiana, siempre que lo puedan hacer sin idolatría ni inmoralidad (cf. § 12); la imagen que presenta la vida en el Estado romano, una vez terminado el conflicto, es, según muestran los escritos, por ejemplo, de Ambrosio y de Jerónimo, completamente la de un sistema de orden y derecho esencialmente tranquilo 25.

El carácter esporádico de las persecuciones —y consiguientemente la tan amplia como efectiva libertad de los cristianos durante los primeros siglos— explica también hechos como los que siguen: a partir del siglo II, las comunidades cristianas pudieron comprar tierras y erigir iglesias, y hasta promover (y ganar) un proceso al respecto (la comunidad de Roma en el 230 contra los posaderos romanos); a mediados del siglo II, Justino dirigía en Roma su propia escuela pública; pudo surgir, en fin, una vasta literatura cristiana. El llamado período de las catacumbas fue una excepción.

3. Como la causa general más importante de las persecuciones de los cristianos hay que mencionar la radical oposición interna entre la "extraña y nueva religión" (como se lee en la carta de las Iglesias de Vienne y de Lyón), esto es, la "liga de Cristo," y el paganismo encarnado en el Estado romano; pese a esa múltiple predisposición espiritual que facilitó la difusión del cristianismo entre los paganos, esta oposición no dejó de existir. Con toda probabilidad tenía que presentarse el choque. Y cuando se presentó, dado que el Estado romano poseía la fuerza, el choque se tornó un intento de reprimir violentamente al cristianismo: la persecución de los cristianos.

Por ser el Imperio romano eminentemente un Estado de derecho, no es lícito achacarle fácilmente ilegalidades y mucho menos crueldades ilegales. Ya nos previene de ello la circunstancia de que las peores persecuciones no fueron promovidas por monstruos como Nerón, sino por nobles emperadores del siglo II y por notables soberanos del siglo III 26. El Estado tenía motivos que eran, desde su punto de vista, válidos.

4. Con esta rehabilitación parcial de los órganos del paganismo no disminuye la gloria de los mártires, sino que se acrecienta: su causa salió triunfante no sólo ante hombres vulgares, que no gozaban de las simpatías de nadie, sino también ante eminentes figuras de los siglos II y III; alcanzaron la victoria no sólo sobre fábulas inconsistentes, sino sobre los conceptos fundamentales que habían creado y sostenían el poderoso Imperio romano; convirtieron al cristianismo un mundo que no estaba marchito, sino que aún poseía energías propias.

a) Por otra parte, por las actas de los mártires y los escritos cristianos de los apologetas (§ 14) sabemos que también la plebe tomó algunas veces parte activa en las persecuciones. El motor principal no fue otro que el odio suscitado por las calumnias que circulaban. Mas este odio también se debe en parte a determinados emperadores y gobernadores (especialmente en cuanto que no se opusieron con suficiente energía a las difamaciones y a las acusaciones tumultuarias) 27.

Esta limitación, en la praxis, de las seguridades jurídicas básicas no debe ser tomada a la ligera. Hasta nosotros han llegado informes directos de acusaciones anónimas y presiones multitudinarias en el desarrollo de los procesos, así como de colaboración de las masas en la ejecución capital. Agitaciones como la de Lyón en el año 177 son expresiones de la fuerte y realísima oposición a lo nuevo que anidaba en las más diferentes capas sociales, oposición que en algunos lugares se vio reforzada por una sistemática instigación popular o por polémicas literarias en contra de la religión cristiana (por ejemplo, la del maestro de Marco Aurelio; cf. Celso y Luciano de Samosata). Septimio Severo, al principio, protegió a la Iglesia contra tales agitaciones tumultuarias.

b) En este contexto hay que destacar el hecho de que precisamente la primera persecución fue efecto de un odio impulsivo, no-fruto de una determinación jurídica estatal. Fue desencadenada por aquel hombre sin conciencia que fue Nerón. Este intentó, y con éxito, descargar en los cristianos la culpa del incendio de Roma (año 64); de ahí el furor del populacho contra ellos. Pero en el proceso judicial que entonces se entabló contra los cristianos la acusación no se basaba sino en el "odio al género humano," lo cual no constituye ningún motivo jurídico tangible. De esta persecución, nacida de un odio injustificado, quedó vigente para lo sucesivo la fórmula jurídica non licet vos esse (no tenéis derecho a existir); el cristianismo es así una religión ilícita, legalmente prohibida.

5. La hostilidad y el odio de la plebe contra los cristianos, de fatídicas consecuencias para la suerte de la nueva religión, tuvo diversas causas, de tenaz y duradera influencia:

a) La necesidad innata de los ignorantes y de la gente en general de tener un chivo expiatorio para cualquier adversidad. Los cristianos fueron considerados responsables de todas las calamidades públicas; contra estas ideas tuvo todavía que luchar San Agustín.

b) La necesidad, fuertemente arraigada entre los romanos, de crueles y desenfrenadas diversiones públicas en el circo, en el teatro y en la arena consideraba como un reproche por parte de los cristianos el que éstos se mantuvieran alejados de tales manifestaciones.

c) Pero lo que más alimentó el odio, o que el odio tomó como pretexto para enfurecerse, fueron las falsas interpretaciones, abonadas por la ignorancia y la calumnia, de las prácticas supuestamente antinaturales de los cristianos en sus reuniones secretas.

No faltan, además, acusaciones de tipo general como "necedad," "locura," "superstición desmedida," "tozudez" (frente a las invitaciones del juez para volver a las instituciones romanas) y "desobediencia."

Las consideraciones de base que indujeron al Estado romano, tolerante en materia religiosa, a perseguir a los cristianos están íntimamente relacionadas con la posición adoptada por los cristianos frente al Estado. Esta postura no estaba del todo clara: los cristianos reconocían al Estado como poder político superior, pero su dura crítica frente a las costumbres idolátricas estatales era también ilimitada; su fidelidad al Estado, en efecto, no siempre hubo de parecerle a éste fuera de toda duda. La idea que el Estado tenía al principio del cristianismo y de su postura política era, en efecto, bastante incompleta, y su actividad ante él, un tanto oscilante. No hay que perder de vista, además, que durante mucho tiempo la secta cristiana, por su pequeñez numérica, su insignificancia social y su impotencia política, apenas significaba nada en el vasto Imperio romano y sólo de cuando en cuando llegó a llamar la atención de los dueños del mundo, tan conscientes de sí mismos.

6. El Estado romano estaba esencialmente conectado con la religión nacional romana. Mas los cristianos reivindicaban para sí, en exclusiva, la verdadera religión; rechazaban los ídolos, la idolatría y el culto al emperador 28. Esto daba pie bastante para atraer sobre ellos la acusación de ateísmo. Y el ateísmo, a su vez, significaba un atentado contra el Estado; por eso los cristianos fueron inculpados de ser enemigos del Estado.

a) Lo que en la práctica dio a ambas acusaciones una importancia decisiva fue el avance incontenible del cristianismo por todo el mundo (tendencia universalista), su irresistible impulso expansivo. El cristianismo albergaba dentro de sí vocación y fuerza bastante para conquistar el mundo. No se trataba de una pequeña secta nacional como el judaísmo ni de una de tantas agrupaciones filosófico-religiosas sin relevancia política; el Estado, una vez conocida la naturaleza de la nueva religión, pudo más bien ver en el cristianismo un intento de desligar a la totalidad del pueblo tanto de los dioses como de la forma de Estado que con ellos parecía estar indisolublemente ligada. Tanto más cuanto que significados portavoces de los cristianos, como Justino y Tertuliano, hacían hincapié en que el cristiano es primeramente cristiano y luego romano.

Las autoridades romanas, en cambio, hubieron de comprobar que los cristianos eran súbditos leales; les faltaba todo lo que hubiera podido calificarse de revolucionario en el usual sentido de la palabra, Eran más bien amantes de la paz, ciudadanos honrados, que pagaban sus impuestos más puntualmente que los demás, que oraban por el bien del emperador y la estabilidad del Estado. Que esto lo hacían en serio y estaba garantizado por su extraordinariamente alta moralidad, que todos reconocían pese a los rumores.

b) La relación de los cristianos con el Estado era en algunos aspectos completamente nueva. Es comprensible que Roma no encontrase inmediatamente una clara línea de conducta al respecto. Efectivamente, como ya se ha dicho, el curso de los acontecimientos no tuvo en un principio sino ligeras consecuencias: mientras que el dominador del mundo no se ocupó de los cristianos como tales, su postura, hasta la persecución de Decio, osciló entre dos extremos. O bien se partía de la teoría de que había delitos punibles (ateísmo, delito de lesa majestad) y, basándose en el decreto de Nerón, se procedía a la represión, o bien se actuaba según la impresión inmediata que causaba la conducta pacífica de los cristianos y, efectivamente, no se les molestaba. Las denuncias anónimas estaban prohibidas; Adriano llegó incluso a castigarlas. Muchas veces los gobernadores estaban a favor de los cristianos y en contra de la plebe; Pablo mismo llegó a experimentar una protección de este tipo. Esta actitud fluctuante ya había sido, desde muy pronto, expresamente formulada y reconocida en la mencionada ordenanza oficial del emperador Trajano al gobernador Plinio.

7. La condena comportó para los cristianos la cárcel, la flagelación y la pena capital con múltiples variantes (decapitación, condena a la arena [con torturas siempre nuevas y diversas como, por ejemplo, ser asados en la parrilla; cf. la carta de Lyón-Vienne]). A veces (como en Lyón) se les prohibía el enterramiento, los cadáveres eran expuestos, ultrajados e incluso arrojados a los perros, y los restos lanzados al río.

De algunos mártires, como, por ejemplo, del obispo Policarpo de Esmirna, se cuenta que iban a la muerte cantando un cántico de alabanza. Conducta semejante no debe engañarnos sobre la dureza de la prueba. La palabra martirio se dice muy pronto. Pero si queremos hablar ajustadamente del martirio de los primeros cristianos, hemos de tener presente que todo ello implicaba: a veces, brutales tormentos; siempre, dolores y tribulaciones. Poseemos algunos relatos auténticos que lo describen detalladamente, como, por ejemplo, la carta de las Iglesias de Vienne y de Lyón a los cristianos de Asia Menor sobre el martirio de sus hermanos bajo Marco Aurelio. Aparte de algunas expresiones exageradas, qué sobria firmeza en medio de los tormentos y seguridad del triunfo con el Señor crucificado, hasta el martirio medio humano medio inhumano de Potino y de Blandina 29. Tampoco debemos dejarnos engañar por las palabras que de vez en vez eclipsan los sufrimientos.

El hecho de que en tiempos recientes se hayan ideado en Europa y Asia tormentos aún mucho más refinados, indecibles en el verdadero sentido de la palabra, no aminora los tormentos sufridos por los mártires cristianos de los primeros siglos. En ambos casos el único factor decisivo para una consideración cristiana es el sufrir por Cristo y basándose en su fuerza.

La reacción de los perseguidos, tan auténticamente humana como cristiana, que encontramos en la carta varias veces citada de las Iglesias de Lyón y de Vienne, forma parte de la verdadera imagen de las persecuciones de los cristianos: la sosegada certidumbre de victoria sobre el señor del paganismo, Satanás; la tristeza por los débiles que caen, y la gran humildad de aquellos que en el suplicio "habían dado testimonio de la verdad"; todos confesaban su propia debilidad mientras vivían y rechazaban el título honorífico de "mártires," título que querían que quedase reservado para los que, tras haber padecido y muerto, estaban unidos con el Señor.

21 Durante los siglos siguientes, la relación externa entre judaísmo y cristianismo en el Imperio romano fue extraordinariamente compleja. La antipatía que el pueblo bajo, especialmente en el sector greco-oriental del imperio, sentía contra los judíos fue a menudo transferida también a los cristianos, pues eran considerados como una secta judaica. Por otra parte, los judíos, por lo menos según el testimonio de los escritores cristianos de los primeros cuatro siglos, fueron a menudo los instigadores de las persecuciones locales contra los cristianos. Esto fue posible porque eventualmente gozaron de gran estima en la corte imperial (por ejemplo, con Nerón, y durante algún tiempo con Domiciano).

22 Las indicaciones que nos da Eusebio en su Historia eclesiástica (por ejemplo, en el libro IV) son de poca solvencia.

23 Este describió la situación en los siguientes términos: "Hasta ahora he procedido así contra aquellos que me eran indicados como cristianos: les preguntaba si eran cristianos. Si lo confesaban, les hacía dos y tres veces la misma pregunta, amenazándoles con la muerte. Si continuaban obstinados, los mandaba ajusticiar. Pues no dudaba en absoluto que, cualesquiera que fuesen sus faltas, se debía castigarlos por su terquedad e inflexible obstinación. Cuando otros, afectados de la misma locura, eran ciudadanos romanos, hacía tomar nota de ellos para remitirlos a Roma... Aquellos, que negaban... y sacrificaban... creía que debía dejarlos libres."

24 "Si se les acusa y se obstinan, los cristianos deben ser condenados; si se retractan, se marchan libres. No hay razón de estado para perseguirlos."

25 Crasamente lo expresan en su valoración de los bárbaros que irrumpían en el imperio; se les hacía muy costoso considerar verdaderos hombres a estos representantes del desorden.

26 Fueron precisamente emperadores débiles, incluso indignos, como Cómodo y Galiano. los que toleraron el cristianismo.

27 El rescripto de Trajano transfería al gobernador una cierta autonomía; de modo que muchas cosas dependían de la postura personal del gobernador. En Lyón, por ejemplo, en contra de-las disposiciones del emperador, el gobernador dictó la "orden de que se nos debía perseguir a todos nosotros" (Carta de la Iglesia de Lyón).

28 Policarpo, por ejemplo, se negó a decir "Señor emperador" (Kyrios), a lo que la muchedumbre respondió con la acusación: "Es el aniquilador de nuestros dioses."

29 Finalmente, su martirio se ilustra con estas palabras altamente significativas y particularmente hermosas: Ella, la pequeña y la débil cristiana despreciada, revestida del grande e invencible luchador Cristo, tenía que derribar al adversario en muchas batallas y en la lucha ser ceñida con la corona de la inmortalidad.

 

 

§ 12. Desarrollo de las Persecuciones.

I. Las Persecuciones antes de Decio.

1. ¿Cómo vivían los cristianos en un Estado hostil, del que podía venirles la muerte? No debemos pensar que de ordinario viviesen ocultos, ni aun en los tiempos de persecución. Mientras el Estado no tomaba la decisión de buscar a los cristianos, éstos vivían su vida ejerciendo un oficio como los paganos, bien de artesanos, bien de comerciantes, etc. De lo único que se cuidaban escrupulosamente era de no contaminarse en absoluto de idolatría o inmoralidad.

Por supuesto, cuando el peligro amenazaba a alguien en concreto, éste se ponía inmediatamente a cubierto huyendo, lo cual era cosa en general bien vista. Mal vista estaba cualquier provocación innecesaria de la condena, que era rechazada como temeraria. De otro lado, el tormento y la muerte eran considerados como testimonio consciente de fe, "porque ellos con su martirio quieren libraros también a vosotros (= paganos) de vuestros prejuicios injustos" (Justino).

2 En el variado desarrollo de las persecuciones llama la atención la diferencia entre Oriente y Occidente. Las comunidades orientales no tuvieron en absoluto que sufrir persecuciones tan intensas como en Occidente. En Occidente, por ejemplo, y concretamente en la parte del imperio de Constancio Cloro, sólo la última persecución no (o casi no) se llevó a cabo. Tanto aquí como allí hubo largos períodos de verdadera tolerancia. Especialmente desde finales del siglo II prevaleció la tendencia a no molestar a los cristianos. Todas las persecuciones anteriores al 250 estuvieron circunscritas territorialmente.

El número, antes adoptado comúnmente (siguiendo a Eusebio), de diez persecuciones fue establecido por analogía con las diez plagas de Egipto del Antiguo Testamento, pero no se corresponde con los datos históricos.

3 Bajo Trajano (98-117) murió Ignacio de Antioquía, el representante más significado de la época pos-apostólica. Sus cartas son para nosotros la más preciosa fuente de conocimiento de la situación interna de la Iglesia hacia el año 110 (§ 18). En ellas todavía hoy se puede apreciar directamente la fuerza sobrenatural, sobriamente reprimida, que urge al martirio para estar con el Señor: "Busco al que ha muerto por nosotros; quiero al que ha resucitado por nosotros. Mi nacimiento es inminente."

Marco Aurelio, ilustre filósofo en el trono imperial (161-180), no fue, como falsamente se ha afirmado, protector de los cristianos. Creía estar por encima de semejante "fanatismo." Bajo su reinado murió Justino el apologista. Y en Lyón, en el 177, tuvo lugar la sangrienta persecución ya mencionada. Ella nos da una muestra de la participación de la plebe en los padecimientos de los cristianos.

En esta época tuvo lugar el peligroso ataque literario de Celso (§ 14).

Por el contrario, Atenágoras y Melitón de Sardes se vieron obligados a dirigir al emperador Marco Aurelio cada uno un escrito de defensa de los cristianos, señal evidente de que la situación en otras partes del imperio no era precisamente tranquila, pero señal también de que podía manifestarse una cierta "oposición."

Bajo el reinado de Cómodo (180-192), los cristianos tuvieron en Marcia, mujer del emperador, una poderosa intercesora. Ya en el siglo II pudieron celebrarse sin impedimentos diversos sínodos con ocasión de la controversia sobre la fiesta de Pascua. No obstante, también en este "período de paz" hubo mártires: los de Scilli en África y el docto Apolonio (hacia el 185) en Roma, que pronunció un importante discurso de defensa parecido a las apologías cristianas.

4 Más sistemático fue el proceder de Septimio Severo (193-211), que trató de impedir el crecimiento del cristianismo, prohibiendo las conversiones.

Hubo entonces persecuciones contra los cristianos en Egipto 30 y en la provincia de África: en Cartago, la muerte de Perpetua y Felicidad (+ hacia el 202), que fueron bautizadas inmediatamente antes de su arresto. El conmovedor relato de su martirio es una muestra de la conducta verdaderamente humana y cristiana (no legendaria ni exagerada) de los mártires.

5 Bajo los sucesores sirios de Severo (211-235), tan incapaces en su carácter como en su política, los cultos orientales hicieron su entrada triunfal en Occidente. El punto culminante (tan repugnante como contaminado de inmoralidad cultual) se alcanzó con el reinado de Eliogábalo (218-222), quien, siendo ya emperador en Roma, siguió actuando como sumo sacerdote (sacrificador y danzarín cúltico) de su dios sirio. Con estos cultos se fue imponiendo oficialmente en Roma un concepto "sincretista" (§ 16) de la religión. Se llegó a estar convencido de la íntima afinidad, de la posible simbiosis y, como última consecuencia, de la identidad de todas las religiones y, por lo mismo, de su igualdad de derechos. Esta concepción, de suyo perniciosa, facilitó, sin embargo, la tolerancia del cristianismo.

El emperador Alejandro Severo (222-235) fue más benévolo con los cristianos que todos los emperadores anteriores. Toda una serie de mujeres de la familia imperial desempeñaba entonces un papel muy importante en la política. Especialmente relevante para la situación del cristianismo fue el hecho de que la madre de Alejandro Severo, la tan ambiciosa como competente Julia Mammea, estuviera relacionada con Orígenes y con Hipólito de Roma. Los cristianos podían presentarse como corporación legal y, como tales, adquirir bienes. Y, en consecuencia, comenzaron a levantar sus propios edificios de culto.

6-Desde finales del siglo II podemos constatar un notable incremento de la conciencia histórica de los cristianos. El Apologeticum del "jurista" Tertuliano es una prueba de ello. En él, como en otros, encontramos pensamientos de este tipo: que todavía exista el mundo se debe a la oración de los cristianos; por ellos, que son el mejor soporte del Estado y la sociedad, ha crecido el Imperio romano.

 

II. Las Persecuciones Generales.

1. El antagonismo del Estado creció a medida que se fueron dando a conocer las ideas de la nueva religión, objetivamente hostiles al paganismo, o que el Estado pagano creyó poder sancionarlas como tales. Esto sucedió acto seguido de la difusión exterior del cristianismo y su organización. Roma, en definitiva, quizá hubiera tolerado tácitamente la doctrina cristiana, pero creyó que debía destruir una Iglesia organizada, constituida jerárquicamente.

2 En el siglo III, como consecuencia de conmociones políticas y económicas, el imperio sufrió una grave crisis. Por otra parte, hasta el año 250 la organización de la Iglesia había progresado tanto que por vez primera el Estado pagano reconoció el peligro que le amenazaba por parte del cristianismo, y mucho más cuando el emperador Decio (249-251) quiso reorganizar el imperio sobre una nueva base religiosa común. La lucha entró en su fase decisiva; se desencadenó la primera persecución general, es decir, el primer intento sistemático, llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias en todo el imperio, de aniquilar el cristianismo.

3 El desencadenamiento de la persecución estuvo relacionado con el hecho de que los cristianos se negaron a tomar parte en los sacrificios oficiales que habían sido prescritos en todo el imperio para impetrar protección contra una epidemia. El edicto decía que todos los súbditos del imperio estaban oficialmente obligados a ofrecer el sacrificio y que, eventualmente, podían ser forzados a ello. Se establecieron comisiones sacrificiales ante las cuales todos, junto con sus mujeres e hijos, debían sacrificar y hacerse extender un justificante, un "libelo." (Se conservan muchas solicitudes de estos "libelos," con los correspondientes justificantes firmados, refrendados y fechados). Hubo toda una serie de mártires, y aún más de confesores, pero también hubo muchos que, entibiados por el largo período de paz precedente, apostataron 31 (lapsi; entre los cuales no faltaron clérigos y obispos). Algunos consiguieron el libelo sin haber sacrificado; después de la persecución, este tipo de apostasía fue tratado por la Iglesia con cierta benevolencia. La persecución de Decio terminó con la entrada de los godos en la Dacia. El emperador sucumbió en la batalla contra ellos. Sus medidas contra los cristianos fueron mantenidas por el emperador Valeriano (253-260). Mas esto no sucedió hasta el año 257, tras un repentino cambio de actitud respecto a los cristianos, lo que nuevamente pone de manifiesto cuán oscuro era el fundamento jurídico de las persecuciones. Este ataque, por otra parte, se desencadenó con más calculada minuciosidad; iba dirigido directamente contra los elementos más significados de la Iglesia: el clero, las asambleas de la comunidad, los jueces y senadores cristianos. Mártires fueron: en Roma, el papa Sixto II (+ 258) y su diácono Lorenzo, y en Cartago, el previamente desterrado Cipriano, el gran defensor de la unidad de la Iglesia.

4 Galieno, hijo de Valeriano, nada más ser constituido único emperador en el 260, derogó los edictos de persecución. Comenzó entonces, sobre la base de una tolerancia fáctica (no jurídica), una época de paz de cuarenta años 32, que fue de gran importancia 33. La organización interna de la Iglesia pudo avanzar sin impedimentos, y otro tanto su crecimiento por todo el imperio y en todas las capas sociales. Con ello, la Iglesia se fortaleció tanto que la tormenta que luego se desencadenaría ya no pudo afectarla de una manera decisiva.

Durante este período la Iglesia logró sobre todo superar plenamente el prejuicio público contra los cristianos. En la última persecución apenas participó la plebe; Atanasio nos cuenta que los paganos muchas veces protegían y ocultaban a los perseguidos de sus perseguidores.

5 A los dieciocho años de reinado, no antes, el emperador Diocleciano (284-305) se dejó arrastrar por su yerno y co-emperador Galerio (293-311), que odiaba fanáticamente la nueva religión, al ataque contra los cristianos. La persecución, no obstante, no se salió de la tónica general de vida de este emperador, que quería devolver al imperio su antigua fuerza y prestigio. A este fin, todo lo no pagano debía ser eliminado como no romano.

Diocleciano había instaurado una nueva ordenación del imperio: reparto del poder entre dos emperadores augustos, uno en Oriente y otro en Occidente; designación de Césares con derecho a sucesión (= coemperadores o subemperadores); estructuración de la administración con la división del imperio en 96 provincias, 12 diócesis y 4 prefecturas 34. El mismo trasladó a Oriente (Nicomedia) su propia residencia (de emperador principal), lo cual vino a ser de gran importancia en orden a la libre evolución interna de la Iglesia y del papado.

Después de tres edictos del 303 (las Iglesias cristianas debían ser arrasadas, los libros sagrados entregados, el clero encarcelado y forzado a sacrificar mediante el tormento), la persecución general comenzó, mediante un cuarto edicto, en el 304. El número de los cristianos había crecido considerablemente en los años de paz 35; el cristianismo ya se hacía notar intensamente en la configuración de la vida ciudadana (construcción de iglesias; cristianos en posición influyentes). Otra vez hubo aquí muchos lapsi 36, pero también numerosos mártires (las actas de todo ello son muy legendarias). En Occidente, la persecución ya fue decayendo a partir del 305, cuando Constancio Cloro llegó a ser emperador. En Oriente, en cambio, tras la abdicación de Diocleciano, Galerio la prosiguió (305). Pero también él tuvo que confesarse derrotado; en su lecho de muerte publicó un edicto de tolerancia (Sardica, 311), que comportaba tal reconocimiento del cristianismo que el neroniano non licet vos esse llegó a perder todo su valor.

6 La victoria de Constantino el Grande sobre sus adversarios en el 312 trajo al cristianismo la libertad definitiva. En diversos decretos, de Constantino con su colega Licinio primero y de Constantino solo después, el cristianismo fue declarado libre. El paso decisivo se dio con el entendimiento de Constantino y Licinio en Milán en el 313; el resultado fue el llamado Edicto (Constitución) de Milán del 313, suscrito por los dos emperadores tras la victoria de Constantino sobre Majencio en el Puente Milvio, y que otorgaba libertad ilimitada a la religión. (La nueva persecución en Asia, al otro lado del Tauro, y en Egipto, ordenada por Maximino Daia, terminó con la derrota de éste). Cierto es que los dos augustos, Constantino y Licinio, se separaron pronto y Licinio volvió a perseguir a los cristianos. Mas la victoria de Constantino (324) le convirtió en único soberano y la Iglesia quedó definitivamente libre 21).

Con esta persecución volvió a plantearse el problema de la readmisión de los lapsi en la Iglesia; y, como antes, volvió a surgir la oposición entre las dos concepciones, la más rigurosa y la más benigna. Hubo varias escisiones (cismas). La más importante fue la de la secta de los donatistas en el norte de África (§ 29).

30 El ansia de martirio del joven de diecisiete años Orígenes (§ 15); su entusiasta y animosa carta a su padre encarcelado por causa de la fe.

31 San Cipriano, tan duro en estas cosas, dice con evidente exageración que, sólo con la vista del edicto, los más se tornaron débiles de pronto.

32 Un edicto del emperador Aurelio del año 275 no fue cumplido.

33 El rescripto de Galiano (recogido en la historia eclesiástica de Eusebio), que restituía a los cristianos los edificios y bienes incautados, es de particular importancia: por vez primera un emperador se dirige oficialmente a los obispos cristianos (de modo no oficial ya había sucedido por parte de Julia Mammea, Alejandro Severo y Felipe el Árabe).

34 Diocleciano retuvo para sí el Oriente con su capital en Nicomedia. Su yerno César Galerio administraba Iliria con Macedonia y Grecia (residencia en Sirmio). Maximiano, como segundo "emperador augusto," obtuvo Italia y África (residencia en Milán), y su César Constancio, España, Galia y Britania (residencia en Tréveris).

 

 

§ 13. El Culto Religioso de los Mártires.

1. La doctrina de la comunión de los santos es una verdad fundamental de la fe cristiana (Jn 15:1; muchos pasajes de Pablo: Rom 12:5; 1Cor 10:16s; 2Cor 13:13; Ef 4:16; uno de los últimos artículos del credo). Dado que en esta comunión, según palabras de la Escritura, cada uno sostiene y ayuda al otro (Gál 6:2; también Col 1:24), esta doctrina es a la vez expresión de otra idea fundamental del mensaje cristiano, la idea de la mediación, que si bien es cierto que en su función esencial y primera sólo se hace realidad en el único mediador Jesucristo, de forma subordinada y puramente gratuita penetra toda la realidad del cristianismo.

La conciencia viva de este hecho se pone especialmente de manifiesto en la alta estima que se tenía del martirio cristiano. Esta estimación sirvió asimismo para profundizar y mantener viva la creencia de la comunión espiritual con Cristo, la mutua responsabilidad y el mutuo robustecimiento espiritual.

El culto de los mártires es, además, una de las raíces del florecimiento del culto de los santos. Habiendo tenido estos dos conceptos consecuencias tan importantes para la vida religiosa de la Iglesia, tanto más importante es poner en claro sus fundamentos. El culto religioso de los mártires es una de las manifestaciones más valiosas y significativas de la piedad ortodoxa en los primeros siglos.

La autenticidad conmovedora de los relatos de los martirios, el insistente y serio tratamiento del tema por parte de los escritores cristianos, así como las innumerables inscripciones en las paredes de la catacumbas, son una muestra del importante papel desempeñado por el martirio y el culto de los mártires en la vida espiritual y temporal de cada día de los cristianos a partir del siglo II.

2. Por muy diversos motivos que tuvieran los paganos para perseguir a los cristianos, en el fondo, y comenzando desde la persecución de Nerón, siempre fue la fe cristiana el objeto de su hostilidad 37. Aquellos que bajo crueles tormentos habían mantenido su fe o incluso la habían sellado con su muerte se convirtieron en los más claros y significativos testigos del Señor, testigos de su doctrina y de su victoria contra el enemigo; por eso se les dio el nombre griego de mártires, "testigos." Los Mártires daban testimonio de su fe, si fuera posible hasta con su propia sangre. La palabra mártir proviene del griego martyria, que quiere decir testimonio.

La misma muerte sangrienta de los mártires no era para los cristianos señal de derrota; propiamente constituía la victoria sobre todo lo que era opuesto u hostil al reino de Dios, la victoria sobre el injusto perseguidor, el Estado, sobre el paganismo y especialmente sobre los fautores del mismo, los demonios.

3. Los mártires fueron considerados, por tanto, como instrumentos, especialmente favorecidos, de la gracia; se les atribuía un puesto de privilegio o de confianza al lado de Dios; se les consideraba dignos de participar con sus sufrimientos en el triunfo de Cristo. Con su sangre habían "atestiguado" a Cristo como Salvador del mundo; como inmaculados, se habían salvado del juicio y el día del juicio final aparecerían con Cristo para juzgar con él. Por eso también sus restos mortales estaban rodeados de especial veneración. De aquí nació el culto de los mártires. Incluso en vida, los que habían sufrido cárceles o castigos corporales gozaban de un puesto especial en la Iglesia. Según Tertuliano y otros escritores eclesiásticos, mediaban en la reconciliación de los que habían caído y no estaban en paz con la Iglesia.

La comunidad cristiana de Esmirna, en el año 156, dio a conocer con un escrito el martirio de su obispo Policarpo, el cual todavía en la hoguera había orado así: "Te glorifico por haberme hecho digno en este día y esta hora de poder participar entre tus mártires del cáliz de tu Cristo." En el mismo escrito, la comunidad promete celebrar la muerte del obispo todos los años junto a su tumba. Al principio estas conmemoraciones se hacían sólo por eminentes personalidades eclesiásticas, como los papas Calixto (+ 222), Pontiano (+ 235) y Fabiano (+ 250), o también por el presbítero Hipólito (+ 258). Después se llegó a venerar a los "confesores," los cuales, aun sin llegar a la muerte violenta, con sus prisiones y sufrimientos habían estado muy cerca de los auténticos mártires.

4. En Roma revistieron especial importancia los sepulcros donde habían sido enterrados muchos mártires: las catacumbas. Su disposición no se debe a las persecuciones. También es un error creer que en su mayoría eran utilizadas para los servicios litúrgicos y las asambleas; sus estrechos pasillos, con pequeños ensanchamientos en forma de capilla de vez en cuando, no podían dar cabida a grandes masas. Es posible que allí, a veces, se administrase el bautismo. Estos lugares de sepultura, como todos los demás, estaban absolutamente protegidos por la ley romana.

El nombre de "catacumbas" procede de una instalación sepulcral cristiana que había en Roma ad catacumbas (en la cañada).

Tras la liberación (o sea, en el siglo IV) se intensificó enormemente el culto de los sepulcros de los mártires, como una forma de venerar sus reliquias. Entonces se erigieron más y más iglesias-mausoleo; en ellas podía ahora reunirse toda la comunidad para la celebración eucarística alrededor o encima del sepulcro del mártir.

El número de los mártires se ha exagerado mucho en el pasado; en tiempos más recientes, por el contrario, un análisis hipercrítico de las fuentes lo ha infravalorado. No se pueden dar cifras exactas. Dado el carácter asistemático e inconsecuente de las persecuciones, antes del año 250 el número total visto en su conjunto no era muy importante, pero creció a partir de Decio.

 

35 Que el cristianismo ya se había difundido enormemente y que tenía muchos partidarios, especialmente en el ejército, nos lo demuestran las tradiciones del martirio de la Legión Tebea y de los soldados mártires en el bajo Rin (Gereón, en Colonia; Casiano y Florencio, en Bonn; Víctor, en Xanten); ciertamente, se trata de leyendas, pero basadas en la historia.

36 Principalmente funcionarios eclesiásticos, quienes, de conformidad con el edicto imperial, habían entregado los Libros Sagrados, los llamados traditores.

37 A esto no contradice el hecho de que el Estado (especialmente antes de Decio) no siempre fuera del todo consciente de ello, como tampoco que el Estado quisiera aniquilar no tanto la fe de los cristianos como tal, sino su presunta peligrosidad para el Estado.

 

 

 

§ 14. La Contienda Literaria:

Polemica Pagana y Apologia Cristiana.

1. Las persecuciones de los cristianos fueron principalmente obra del Estado. Pero en la práctica, como hemos visto, también participaron de uno u otro modo en ellas todas las capas de la población pagana.

Así como los predicadores del cristianismo comenzaron muy pronto, como la cosa más natural, a servirse de la palabra escrita (§ 16), también los paganos cultos (que en la nueva "filosofía" cristiana veían además un competidor) se sintieron enseguida obligados a expresar por escrito su aversión a la religión cristiana. Como contrapartida, los cristianos cultos comenzaron a su vez a refutar con escritos apologéticos propios las acusaciones y cargos contra el cristianismo que se propalaban o se llevaban ante los tribunales. Así, a la lucha cruenta se sumó la controversia literaria.

2. También en esta contienda se demostró, como se había demostrado en la vida cotidiana de los cristianos y en el heroísmo de los mártires, la clara superioridad de la fe cristiana.

Esto no quiere decir que la obra científico-espiritual de los apologetas cristianos fuera siempre intachable, o que nunca sucumbiese a los ataques literarios paganos, o que a veces no diera excesivo lugar a una falsa retórica; tampoco significa que las apreciaciones de los escritores cristianos reproduzcan siempre con fidelidad la realidad pagana de la época. Desgraciadamente, el despreocupado afán de afirmación de los escritores cristianos hace a menudo imposible tomar una postura crítica segura. También el cristianismo victorioso reaccionó más tarde contra los nocivos restos de la religión demoníaco-pagana tan radicalmente que casi destruyó todos los escritos y relatos paganos. Por eso hasta nosotros sólo han llegado escasos fragmentos de escritos paganos auténticos. Por lo general sólo conocemos lo que los cristianos dicen de sus adversarios paganos.

El juicio laudatorio antes expresado se refiere solamente a la verdad del cristianismo, a la fuerza de su fe y de su amor, en la medida en que se expresan en los escritos apologéticos. Además de esto, con Tertuliano, Orígenes y Agustín la obra cristiana, en el aspecto puramente espiritual, ya supera decididamente a la pagana.

El cristianismo encontró su primer adversario científico y realmente peligroso en el filósofo Celso, quien hacia el año 178 escribió La Palabra Verdadera. Pero el antagonista literario más relevante de la nueva religión fue el neoplatónico Porfirio (+ 304); sus quince libros (perdidos) contra los cristianos aparecieron durante el largo período de paz de finales del siglo III. El neoplatónico Hierocles indujo al gobernador de Bitinia a la persecución, reinando Diocleciano. También el emperador Juliano estuvo influido por el neoplatonismo.

3. Los defensores literarios del cristianismo reciben el nombre de apologetas (apología = defensa). Sus escritos apologéticos los dirigían al emperador o, como Tertuliano, a los gobernadores; otros están compuestos en forma de diálogo (el diálogo de Justino con Trifón; el de Octavio con Minucio Félix).

En los escritos de los apologetas, el cristianismo, por vez primera, pasa directamente al ataque; se echa en cara al Estado pagano la injusticia y la insensatez de la persecución. Este camino de la ofensiva, explicable por las circunstancias del momento, es precisamente el que ya emplearon los apologetas helénicos del judaísmo (por ejemplo, Filón de Alejandría).

Todos los apologetas del siglo II anteriores a Tertuliano empleaban el griego (o también el siríaco). El más relevante de todos entre ellos es el filósofo y mártir Justino de Flavia Neapolis (+ hacia el 165), la antigua Siquén.

4. Justino tuvo un profundo entendimiento de los valores "cristianos" que ya estaban presentes en el paganismo como esparcidas semillas (lógos spermatikós) de la verdad plena, pero no dejó de afirmar claramente la superioridad esencial de la "filosofía cristiana." Escribió dos apologías; en ellas rebate las calumnias propaladas contra los cristianos (dándonos de paso informaciones interesantísimas sobre la doctrina y sobre el culto) y defiende valientemente el derecho de los cristianos por delante del trono del emperador. No obstante su total sumisión al emperador, él no ruega, sino que, consciente de la hidalguía de su derecho, exige. En su diálogo con el judío Trifón, al principio del cual nos describe su paso por las escuelas filosóficas hasta la verdad del cristianismo 38, ataca a los judíos; demuestra con todo detalle que en Jesús se han cumplido las profecías mesiánicas. Lástima que en este escrito emplee con exceso la interpretación alegórica 39 de las Escrituras.

5. Un punto culminante del trabajo apologético lo representa el primer cristiano que escribe en latín: Septimio Flavio Tertuliano, del norte de África (nac. hacia el 160 y + después del 220).

Como romano que era, procedió de modo mucho más práctico que los apologetas griegos. Como abogado, estaba experimentado en todos los resortes y procedimientos jurídicos ante los tribunales. Era también un escritor extraordinariamente dotado y un poderoso orador, que dominaba magistralmente el latín, comprimiéndolo y en parte remodelándolo, hasta llenarlo de espíritu cristiano. Como hombre, era un batallador nato, siempre abrasado de un fuego inquietante, fanático y propugnador del rigorismo más estricto, sin humildad, sin benevolencia, sin paciencia. Esto explica que terminara por separarse de la Iglesia (como muy tarde en el 207), a la que después atacó rudamente y cubrió de las más groseras sospechas. Casi seguro, no fue sacerdote. Murió fuera de la comunidad eclesial, como montanista (§ 17).

A pesar de todo, el trabajo intelectual que Tertuliano realizó en favor de la Iglesia es extraordinariamente importante. Es el más fecundo de los escritores eclesiásticos latinos anteriores a Agustín y Jerónimo. En sus escritos, fundamentales, atacó a todos los enemigos del cristianismo (paganos, judíos y gnósticos). Su obra maestra, el Apologeticum (197), dirigida a los gobernadores, fue escrita contra los paganos. Con retórica forense rechaza uno a uno todos los ataques, sospechas y acusaciones dirigidas contra los cristianos y su religión, en especial las tres grandes acusaciones de inmoralidad, de ateísmo y de lesa majestad. A más de esto, hace resplandecer lo íntimamente valioso de la moral y la doctrina cristiana, haciendo una apologética en sentido positivo: los cristianos son los buenos, su religión responde óptimamente a las disposiciones más profundas del alma humana no deformada ("el alma es naturalmente cristianas"). Al mismo tiempo da magistralmente la vuelta al argumento (in vos retorquebo) y demuestra que lo malo es el paganismo. La victoria de los cristianos es su poder sobre los demonios y su martirio. El juicio final pondrá de manifiesto este triunfo.

En su argumentación ya postula Tertuliano la introducción del principio de equidad en el derecho positivo. Con ello prepara la grande y revolucionaria penetración del espíritu cristiano en el derecho romano.

6 Muy similar al Apologeticum de Tertuliano, pero más suave, es el hermoso diálogo Octavius de Minucio Félix, en el que lo propiamente cristiano es en verdad muy escaso. Las acusaciones del interlocutor pagano y la defensa del interlocutor cristiano muestran claramente que ya entonces sobre el paganismo gravitaba un importante y paralizador escepticismo.

a) Una apología de particular interés en el siglo siguiente es la respuesta que Orígenes dedicó a la obra de Celso, hacia el 248. Celso, con notable perspicacia, había observado ciertas dificultades en la doctrina y la tradición cristiana y, exagerándolas, las usó como medio de ataque, con lo que también demostró que no tenía ni remota idea de la particularidad fundamental del cristianismo, del "Dios oculto," de la "pobreza de espíritu." Pero, a pesar de la refutación de Orígenes, sus argumentos se han vuelto a repetir de una u otra forma a través de los siglos.

A principios del siglo III crece en general la fuerza espiritual de la literatura cristiana, tanto en Oriente como en Occidente: los autores de apologías (Clemente de Alejandría, Tertuliano) escriben al mismo tiempo grandes obras filosófico-teológico-dogmáticas, que constituyen puntos culminantes del pensamiento cristiano y que alcanzan su apogeo con Orígenes. En el siglo IV, con la liberación, la literatura apologético, en el sentido que había tenido hasta ahora, pasa naturalmente a segundo plano (cf. La ciudad de Dios, de Agustín, § 30).

b) Políticamente, el trabajo de los apologetas careció de importancia; su influjo efectivo sobre el Estado fue nulo. Sin embargo, estos escritores son relevantes en la historia universal gracias a la concepción básica del cristianismo que ellos elaboraron y difundieron.

Los apologetas representan el primer intento de elaboración científica de una visión cristiana del mundo. Este intento se llevó a cabo con medios insuficientes y resultó imperfecto; pero ahí está y es básico para los trabajos posteriores.

Los apologetas muestran al cristianismo como la religión del monoteísmo, de la moralidad, de la victoria sobre los demonios y de la libertad de conciencia. Su característica más importante es la siguiente: mientras Pablo había predicado el cristianismo principalmente como religión de la redención sobrenatural por la muerte en la cruz, lo apologetas, por consideraciones de prudencia (los destinatarios ya no eran judíos monoteístas, sino paganos politeístas), destacan menos la persona de Jesús y el poder de la gracia. El cristianismo está concebido principalmente (¡no exclusivamente!) como religión del monoteísmo, del conocimiento verdadero (y de la obra moralmente buena).

c) Esta concepción de los apologetas, se dice, habría "helenizado" el cristianismo, haciendo de él una filosofía. Es cierto que en la predicación cristiana, por la que los apologetas del siglo II abogan, hay una laguna muy importante: falta en su mayoría lo propiamente paulino 40. Desde este ángulo, el punto de partida de la teología de estos escritores enlaza poco o casi nada con Agustín (y con todos los autores de la historia eclesiástica que conectan con él y con Pablo); enlazan más bien con la concepción racional de la escolástica (y en cierto modo del derecho canónico). Es cierto también que las apologías del siglo II, y de forma inequívoca, acusan el problema típico del "ámbito griego," que la filosofía se pone decididamente al servicio de la religión. En ella se manifiesta con particular intensidad, aunque a veces un poco velada por la duda y la incertidumbre, la problemática, que habrá de ser fatal para todo el cristianismo de Occidente (y sus irradiaciones), del encuentro del conocimiento antiguo y la fuerza de la fe cristiana, apuntándose así el quehacer del filosofar específicamente cristiano. Ya Tertuliano había formulado claramente el problema, preguntándose con cierta actitud de rechazo: "¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?" Mas cuando él mismo de alguna manera se responde en la línea del Credo, quia absurdum (palabras que textualmente no se encuentran en él), hay que pensar que se trata de una paradoja voluntariamente exagerada.

Tertuliano, como los demás apologetas, censuró pero no rechazó la filosofía 41. El mismo la utilizaba para sus argumentaciones. Aprobaba lo natural en el mensaje y en el hombre cristiano. En este sentido, el empleo de la filosofía se demostraba útil, legítimo, incluso necesario.

Pues, en estos apologetas, por otra parte, se mantenía incólume toda la verdad e interioridad religiosa del cristianismo. Si en las apologías de estos escritores la persona del Señor pasa a segundo plano y se hace hincapié, como queda dicho, en el monoteísmo, no se trata más que de una decisión táctica y calculada, que tiene en cuenta la actitud espiritual de los adversarios, politeístas. La comparación de las obras no antipoliteístas de Tertuliano con los escritos meramente apologéticos lo pone claramente de manifiesto.

7. En este sentido, los apologetas son los representantes de esa "síntesis" católica que ha sido hasta hoy la característica de la teología católica: insisten en la posibilidad natural de conocer algunas verdades fundamentales del cristianismo, pero ante todo anuncian el cristianismo como religión y como revelación; al lado y más allá de la idea de Dios como juez que castiga está la buena nueva de Dios como nuestro Padre; hay pruebas científicas, pero por encima de todo está la fe y la profesión de fe; esencialmente unida a la doctrina está la exigencia de una vida cristiana.

Especial importancia tuvieron los apologetas como propugnadores de la libertad de conciencia (expresión que no ha de ser entendida en el sentido liberal moderno). Su quehacer estaba profundamente determinado por la exigencia de que se debía hacer no lo que ordenara el poder estatal, sino lo que confiesa la fe recibida por revelación.

Los escritos de los apologetas constituyen casi las únicas fuentes de información que poseemos sobre la teología cristiana, incluso sobre la piedad cristiana del siglo II y buena parte del siglo III. Con esto se olvida fácilmente que en estas obras literarias (y filosóficas, en el sentido indicado) sólo se refleja una pequeña parte del cristianismo de entonces. Con toda evidencia se da aquí, pues, la situación de que hablábamos en la introducción. Las comunidades cristianas en el siglo II no eran escuelas de filosofía. Su vida estaba basada en la fe y en la oración. Los martirologios lo dejan entrever claramente. Pero muy poco o casi nada sabemos del modo concreto como la fe cristiana fue predicada a la masa de los incultos (que constituían la mayoría de los neófitos) ni del modo como sus grandes ideas y doctrinas se tradujeron en sus cabezas y corazones. Que también en ellos llegara a echar raíces —y quizá raíces profundas—, concentrada en la persona del Señor vivo y exaltado, es cosa que podemos deducir no sólo del Nuevo Testamento; también podemos documentarla históricamente con el hecho del martirio v con otras noticias aisladas. En su favor habla especialmente la difusión de la doctrina de Jesucristo, verificada más o menos linealmente, pero que penetró en todas las capas de la población y todas las provincias del imperio.

38 Como maestro ambulante llegó también a Roma, donde, entre otros, tuvo como discípulo al asirio Taciano (autor de una apología, "Discurso a los griegos," hacia el año 170) y fue combatido por el filósofo cínico Crescencio.

39 Es decir, una exégesis que entiende e interpreta el texto como una alegoría o comparación.

40 Sin embargo, Pablo también fue leído entonces: cuando el procónsul Publio Vigelio Saturnino, el 17-7-180, preguntó a doce cristianos de Sicilia y de Numidia qué clase de libros tenían en sus bibliotecas, respondieron: "Los libros y cartas de Pablo, un hombre justo."

41 En cambio, es exageradamente brusco al rechazar el arte. En esto puede considerarse como precursor de Bernardo de Claraval y de Calvino.

 

§ 15. Teología y Herejía.

I. Fuerzas Básicas de la Teología.

1. Cuando Pablo, en el Areópago, tuvo que anunciar la buena nueva a personas filosóficamente formadas (Hch 17), recurrió a conceptos y expresiones familiares a los oyentes: para la predicación del mensaje religioso de la revelación empleó conceptos 42 "filosóficos" ("Dios desconocido"; "búsqueda de Dios"; "en él vivimos, nos movemos y somos").

Ahí, en la inteligencia y fundamentación de la revelación a través de la razón natural, reside el problema de la teología científica en general, el problema del ámbito cultural griego, el problema de la razón y de la fe.

a) Es el problema que siempre se plantea cuando la verdad revelada se acerca a hombres espiritualmente autónomos. La razón, habituada a determinadas categorías, tratará por imperiosidad interna de poner en relación las nuevas verdades con su pensamiento natural y de conciliarlas de algún modo; tratará de "comprender" científicamente la revelación.

b) Mas en cuanto aparece este problema, surge también un peligro: lo que se puede llamar racionalismo en sentido lato. Es decir, en los intentos de resolver dicho problema fácilmente se abriga la secreta esperanza de poder traducir a puros conceptos las verdades reveladas.

c) Por otra parte, siempre ha habido teólogos que no han experimentado tan fuerte la necesidad de comprender la fe científicamente, que, en cambio, han tenido un acusado sentido de la tradición; en ellos ha alentado sobre todo el afán de conservar la tradición tal como la habían recibido. Los hombres de esta clase han desempeñado un papel muy importante en la historia de la Iglesia como custodios del depósito de la revelación. Por eso la Iglesia romana, a partir de Calixto, se ha preocupado más de afirmar el monoteísmo absoluto por una parte y la absoluta divinidad y humanidad de Jesús por otra que de hallar fórmulas capaces de esclarecer la conciliación de ambos elementos (cf. §§ 26 y 27). Cuando esta tendencia llegó a acentuarse excesivamente, hasta el extremo no sólo de subrayar la incomparabilidad del anuncio de fe, sino incluso de dudar de la capacidad de la razón para ilustrar de algún modo la revelación, se planteó un segundo peligro: el fideísmo (§ 25).

2. La Iglesia no podía aceptar ninguna de estas dos soluciones extremas. El racionalismo, en última instancia, significaba renunciar a la revelación; aceptarlo hubiera equivalido a un suicidio. Por su parte, el fideísmo hubiera significado una insoportable restricción; aparte de que en el curso de la historia eclesiástica se ha convertido por lo regular en el peor de los racionalismos. También aquí la Iglesia ha permanecido fiel a su intrínseco universalismo (sistema del justo medio). Con ello ha dado base a la teología. La evolución de los dogmas, asombrosamente rectilínea siempre, es tanto más sorprendente (e incluso signo de una dirección divina) cuanto que los guías más competentes y santos de la Iglesia no siempre han sostenido respecto a un problema concreto la tesis que al final habría de triunfar o no se han dado perfecta cuenta de su alcance. Por ejemplo, el gran Dionisio de Alejandría (+ hacia el 264), discípulo y sucesor de Orígenes, no se dio cuenta del alcance de la disputa sobre el bautismo de los herejes, y por eso se inclinó a la tolerancia. Cipriano, a diferencia de Roma, siguió sus propios caminos. Los conceptos de Agustín sobre la gracia, la voluntad y la predestinación no se pueden reducir íntegramente a un común denominador. Por algunos conceptos como el de la predestinación, la ortodoxia acusa a la teología de San Agustín de ser el caldo de cultivo de las teorías luteranas y sobre todo las calvinistas. Respecto al consensus patrum (concordancia doctrinal de los Padres de la Iglesia), que es tan difícil —por no decir imposible— de constatar, hay que tener presente la diversidad de cada una de las personalidades y escuelas y sus mutuas divergencias.

En cierto sentido, de esta evolución se puede deducir incluso la importancia positiva del error en la historia.

3. El problema de la teología tuvo que hacerse sentir más fuertemente a medida que el cristianismo se difundía por el mundo de la cultura helenística. El siglo II fue su primera época, pero no la clásica. Nos presenta tanto la respuesta católica como otras soluciones discordantes. En los siglos siguientes fueron principalmente los griegos los primeros que emprendieron la dogmatización de las verdades de fe, es decir, prepararon, aseguraron y desarrollaron el resultado de los concilios. Todos los concilios de la Iglesia antigua se celebraron en suelo griego, con participación predominante de obispos y teólogos griegos. Más tarde toda esa herencia griega la recogió Roma. La Iglesia ortodoxa de Oriente, después del VII Concilio Ecuménico (787), ya no ha formulado más dogmas. Pero hay que añadir que, dado su cerrado carácter, tampoco los ha necesitado propiamente. En la ulterior Iglesia ortodoxa griega la liturgia pasó a ocupar, por así decir, el lugar de la teología, no sólo en cuanto que gran parte de la vida religiosa estaba determinada por ella, sino que también la confesión de la verdad se expresaba preferentemente en forma litúrgica, es decir, en adoración y alabanza.

4. Los apologetas se ocuparon de dar una respuesta plenamente cristiana 43. Su labor de fundamentación se completó primeramente en aquel ámbito cultural en donde la cultura griega se había configurado y afianzado más fuertemente: en Alejandría. Aquí, en la ciudad de Filón, con sus famosas escuelas, se hizo sentir con mayor intensidad la exigencia de restablecer la unidad entre la cultura espiritual recibida y la religión cristiana revelada. Grandes grupos de miembros de la Iglesia deseaban una instrucción religiosa que correspondiese a las exigencias de una cultura superior. Por eso, precisamente aquí, en Alejandría, cuyo obispo, tras la destrucción de Jerusalén, asumía en los primeros siglos cristianos el segundo puesto entre los patriarcas de la Iglesia, surgió la primera "escuela superior" de religión, la primera escuela catequística. Su primer maestro conocido fue Panteno (+ hacia el 200).

5. Dos hombres, el segundo y el tercer director de esta escuela, nos muestran mejor que nadie el espíritu que allí reinaba y los problemas que se planteaban y trataban de solucionar: Clemente de Alejandría (+ hacia el 215) y Orígenes (+ hacia el 253-254).

a) Clemente, discípulo de Panteno, dirigió la escuela muy poco tiempo (aprox. desde el 200). Pero en el 202-203 huyó al Asia Menor ante la persecución de Septimio Severo. Con su vasta erudición clásica y santo entusiasmo llegó a alcanzar la plenitud de la verdad cristiana y la anunció en un lenguaje enormemente poético. Vio claramente por vez primera (cf. Justino, § 14:4) la íntima armonía de todo cuanto hay de verdadero en el mundo, y cómo también el paganismo, parcialmente al menos, había evolucionado en dirección a Cristo. Defendió una gnosis ortodoxa y en lo esencial evitó el peligro de una reducción de la revelación a la filosofía. No nos consta que fuera sacerdote.

b) Clemente fue superado por el hombre más docto de la Iglesia oriental, Orígenes. Nació probablemente hacia el 185 en Alejandría, donde el obispo Demetrio lo nombró a sus dieciocho años, siendo aún seglar, sucesor de Clemente en la dirección de la escuela catequética. Compaginaba su propia actividad docente con la asistencia a las lecciones del famoso neoplatónico Ammonio Sacas. Cuando los ataques masivos de los paganos obligaron al cierre de la escuela, Orígenes marchó a Jerusalén y a Cesarea. Allí predicó él, seglar, con el visto bueno (o por invitación) de los obispos locales. Más tarde estuvo también en Roma con el papa Ceferino, y luego con el antipapa Hipólito.

En el 230, durante un viaje a Grecia, fue ordenado sacerdote en Cesarea de Palestina por unos obispos amigos, a pesar de su automutilación, mas exactamente castración,(las Reglas Apostólicas prohibían ordenar sacerdotes a personas que habrían cometido dicho crimen, si bien permitía a los eunucos " si eran dignos" de ejercer el ministerio. Las Reglas Apostólicas anteriores al V concilio -y también posteriores- incisos 21 y 22 dicen al respecto: "21. Un eunuco convertido en tal por influencia de los hombres, o privado de su virilidad por la persecución, o nacido en dicho estado puede, si es digno de ello, convertirse en Obispo" y "22. Si alguno se ha automutilado, no se convertirá en clérigo, ya que seria asesino de si mismo, y enemigo de la creación divina") llevada a cabo más de veinticinco años atrás por una falsa interpretación de Mt 19:12. El obispo de su ciudad, que no había sido consultado para la ordenación, pese a la intervención de diversos obispos en su favor, lo excluyó del estado sacerdotal y de la Iglesia, medida grave y poco inteligente, luego confirmada por el papa. Así, pues, Orígenes volvió otra vez a Cesarea en el 231, donde abrió su propia escuela de catequesis, entre cuyos discípulos figuró Gregorio el Taumaturgo.

La erudición de Orígenes, como su aplicación, supera todo lo imaginable. A su enorme capacidad de trabajo correspondía una igualmente grande fecundidad literaria. No sólo comentó casi toda la Sagrada Escritura desde diversos puntos de vista; también fue pionero en la reconstrucción filológico exacta del texto de los Libros Sagrados (= del Antiguo Testamento), colocando el texto hebreo (en lengua hebrea y en su transcripción griega), más cuatro traducciones griegas ya existentes, en seis columnas (= Hexapla) una junto a otra. Fue también el primero que redactó una dogmática general y científica del cristianismo, aunque orientada en sentido apologético, en una especie de manual de las principales doctrinas cristianas (Peri Archon = De Principiis). En la biblioteca de Cesarea se conservaron sus obras póstumas; de todas ellas se sirvió Eusebio para su Historia de la Iglesia.

c) Si bien para su predecesor Clemente la revelación general polarizaba tal vez excesivamente la atención (en razón de la afinidad del hombre natural con Dios), Orígenes, en cambio, la desplaza decididamente del centro y crea una nueva y original "filosofía" cristiana. En algunos puntos de su poderosa construcción especulativa no logró establecer la correcta relación entre la fe cristiana y la filosofía griega. A veces el elemento filosófico griego adquiere excesivo relieve, en menoscabo del elemento religioso cristiano. Esto se echa de ver en particular en su doctrina de la eternidad del mundo, de las almas como espíritus caídos y en su opinión de que al final de los tiempos todo, incluso los condenados, retornará a Dios (apokatástasis). Estas ideas fueron posteriormente condenadas por distintos concilios.

Pero es cierto que Orígenes jamás quiso sostener una doctrina contraria a la conciencia de fe de la Iglesia. Fue una personalidad respetuosa y verdaderamente cristiana, que fue considerada sospechosa por las autoridades eclesiásticas de Alejandría, pero de un modo parcialista y vergonzoso para ellas mismas. Esta crítica llevó más tarde a un inmerecido descrédito de la obra literaria de aquel gran hombre, de modo que la inconmensurable plenitud de su pensamiento no ha sido, por desgracia, tan fecunda para la Iglesia como hubiera sido de desear. Murió a la edad de setenta años a consecuencia de las torturas que había padecido por su fe bajo la persecución de Decio. Después de su "martirio" recibió del obispo de su ciudad, su antiguo discípulo Dionisio, la carta de reconciliación.

d) Del ejemplo de Orígenes se puede deducir claramente que el mensaje cristiano todavía no había alcanzado entonces una fijación teórica plenamente unitaria. Es notoria la diversa valoración de su ortodoxia por parte de los obispos; tampoco consta necesariamente que el juicio de sus adversarios haya de ser prevalente en todo. Ciertamente, es él uno de los grandes pioneros de la entrada espiritual del cristianismo en la ecumene. Con su doctrina favoreció la difusión del reino de Dios, con su fortaleza de fe y de espíritu opuso una resistencia victoriosa a la herejía declarada y en muchas Iglesias allanó dificultades doctrinales.

Su ardiente amor a Cristo y a la Iglesia queda fuera de toda duda.

También Orígenes, con el poder de su ciencia, incrementó considerablemente el prestigio social del cristianismo. Julia Mammea, madre del emperador Alejandro Severo, lo hizo venir a Antioquía y allí escuchó sus conferencias. Puede decirse que su escuela fue visitada por todo el

mundo culto.

Orígenes es un exponente de la síntesis entre cultura y fe, cultura y vida sobrenatural, teología y conciencia de fe de la Iglesia.

Con él puede decirse que en la historia del cristianismo aparece por vez primera un mérito propio de la ciencia: el interés de comprender objetivamente la ideología del contrario. "Aprendió de todos aquellos a quienes combatió; todos sus adversarios fueron también sus precursores" (Harnack). En una palabra: sabía escuchar con humildad y con fe.

6. En el siglo III surgió también otra escuela teológico-cristiana en Antioquía, tan célebre como Alejandría por sus buenas instituciones docentes paganas. Esta escuela fue especialmente relevante para el desarrollo de la vida de la Iglesia y de la teología. En cierto modo hacía la competencia a la de Alejandría; su oposición en concreto residía en su metodología científica, oposición que se mantuvo despierta y creció constantemente gracias a las discusiones eclesiásticas entre los dos patriarcados de Alejandría y de Antioquía.

En Alejandría se prefería para la exégesis de la Sagrada Escritura el método alegórico-místico; la escuela de Antioquía era más sobria y trabajaba más conforme al método crítico-histórico y gramático-lógico. Uno de sus fundadores fue el sacerdote antioqueno Luciano 44 (+ como mártir en el 311-312), maestro de Arrio, quien a partir de los sesenta años enseñó en Antioquía (§ 26). Pero el período de esplendor de la escuela se inició con Diodoro de Tarso (+ antes del 349). Su influencia repercutió también en la escuela de Edessa, cuyo maestro más famoso fue luego Efrén de Siria (+ 373), de gran relevancia teológica.

 

II. El Problema de la Herejía.

1. Toda la tradición cristiana está firmemente convencida de que sólo "la Iglesia" tiene el poder y el deber de enseñar las verdades de fe.

La desviación de la verdad eclesiástica común es herejía.

a) Hay herejías que conciernen directamente a la vida religiosa, esto es, a la vida ético-religiosa (por ejemplo, los montanistas, § 17), aunque también implican (necesariamente) equivocadas concepciones doctrinales.

Aquí, en este contexto, nos ocupamos de aquellos tipos de herejía que directamente se relacionan con la doctrina y, consiguientemente, con la teología, en cuanto son un intento de "comprender" el contenido de la revelación por medio de la razón natural.

b) El Señor había anunciado que en el reino de Dios la cizaña habría de crecer junto con el trigo hasta el último día de la siega; y, según palabras de Pablo (1Cor 11:19), tendría que haber escisiones (herejías). De hecho, la historia entera de la Iglesia de Dios está surcada de herejías, siempre nuevas y condenadas por la Iglesia.

c) Para comprender la historia eclesiástica y extraer de ella una valoración científica de la Iglesia y su doctrina es absolutamente necesario poner en claro primero la esencia y el origen de la herejía. Lo que se ventila es el problema central de la unidad o no unidad de la Iglesia bajo la forma particular de la formulación teológica. Si esto no está claro desde el principio, la exposición de la historia de la Iglesia corre el peligro de diluirse en un revoltijo inconexo de las más variadas y hasta contradictorias proclamaciones y explicaciones de la doctrina de Jesús. La historia de la Iglesia se desintegraría en la historia de los fenómenos cristianos. El concepto de la única verdad cristiana se vería básicamente amenazado. Y con ello la idea y la realidad de la Iglesia. Así las cosas, debemos detenernos un poco más en unas consideraciones previas imprescindibles.

2. Herejía, según su etimología griega, es una elección unilateral. La teología ortodoxa bajo la dirección de la Iglesia a) pone de relieve en primer lugar el artículo de fe revelado, esto es, la norma entera de la fe, está dispuesta a acoger la plenitud de la revelación y mide todos los resultados del propio conocimiento según su conciencia de fe (es ante todo "oyente" y "confesor" de la fe, antes de explicarla); y b) se cuida intensamente de dar razón proporcionada de todas las verdades de fe. En la herejía, por el contrario, esta postura queda desplazada de dos modos: a) el afán de explicación, esto es, el propio juicio humano prevalece sobre la fe objetiva predicada por la Iglesia y sobre la postura de oyente; uno se pregunta primero (a veces inconscientemente) qué posibilidades hay antes de escuchar la revelación: actitud subjetiva en lugar de objetiva; b) de todo el conjunto de la revelación se hace una selección: en lugar de síntesis católica, unilateralidad herética. La esencia de la herejía es el subjetivismo y la unilateralidad. (La selección y el desplazamiento no siempre tienen lugar por la vía de la reflexión; a menudo también concurren influencias falseadas de antiguos conceptos religiosos o morales transmitidos o recibidos. Este fue en parte el caso, por ejemplo, de las herejías religiosas de los siglos I y II [judaísmo, gnosis judaizante, milenaristas], lo que apareció como un peligro para la pureza del cristianismo entre los germanos [cf. § 341]).

Un rápido recorrido a través de las herejías de todos los siglos prueba elocuentemente cuanto se ha dicho. Siempre, hasta en nuestros tiempos, la investigación filosófica subjetiva de la "esencia del cristianismo" ha llevado a la unilateralidad herética, es decir, hasta un punto donde no existía la conciencia viva de que esta esencia no consiste precisamente en la una o en la otra parte del mensaje, sino en la una y en la otra, en el tanto-como, o sea, en la plenitud; o también no alentaba la idea de que sólo el organismo vivo de la "Iglesia" puede conservar íntegramente y exponer rectamente esa plenitud, que, a su vez, también es algo vivo en sí misma. Tal recorrido a través de la historia muestra a la Iglesia, también en este asunto, como sistema del centro, de la síntesis, guardiana de todo el tesoro de la revelación.

3. La síntesis, no obstante, implica también tensión y oposición, y por eso muchas veces resulta difícil la verificación científica en abstracto de la íntima armonía de los diversos elementos doctrinales; con todo, la dificultad de unir dos polos opuestos jamás ha autorizado a negar la existencia del uno o del otro. Tensión y oposición no significan contradicción, sino que forman parte de la plenitud, es decir, de una fecunda armonía. De hecho, la refutación contra los herejes se ha llevado de tal modo que les ha demostrado que ellos no creían lo que la mayoría, lo que la tradición, sino que más bien anunciaban algo nuevo, que estaban solos.

Por otra parte, el hombre no debe excluir del servicio divino la razón creada por Dios. Por lo mismo, a su vez, la condena de una herejía no comporta la condena de la crítica, como tampoco de la teología científica.

Con ambas exigencias, la de la plenitud y la de la crítica, ha de ir ligada la verdadera exposición de la historia de la Iglesia. Por eso, identificar —como tantas veces se ha hecho— por principio la herejía con la maldad (y en especial con el orgullo) no es más que un prejuicio. La unilateralidad de las herejías radica no pocas veces en la ardiente voluntad de buscar personalmente la verdad salvífica correcta. Y las más de las veces también depende de las ideas básicas filosóficas o teológicas recibidas. Herejías surgidas de este modo recorren la historia entera de la Iglesia en tal número que no es posible explicarse satisfactoriamente su función en la historia de no recurrir, también en este caso, al concepto de la felix culpa. En la realidad de las herejías se evidencia asimismo la limitación del poder cognoscitivo del hombre. Agustín y Jerónimo lo han declarado de diversos modos: "Nadie puede construir una herejía a no ser que esté dotado de ardiente celo y dones naturales. De esta especie fueron tanto Valentino como Marción, de cuya gran erudición nos hablan las fuentes" (Jerónimo). Para la postura de Agustín frente a los donatistas, véase § 29.

Una realidad tan oprimente como ilustrativa de la complejidad de las fuerzas en juego es el hecho de que los esfuerzos científicos en torno a la doctrina de la Iglesia (sea para defenderla, sea para exponerla positivamente) nunca han acertado con la doctrina íntegra y pura en un tanto por ciento más o menos elevado.

Esto es especialmente llamativo en los primeros tiempos, antes de Constantino y del primer concilio. No hubo entonces ningún teólogo que de una u otra forma no se imaginara a Cristo como esencialmente subordinado al Padre (Justino, Hipólito, Novaciano, Tertuliano). Incluso la idea de Dios se expresaba de ordinario muy confusamente, dada la gran influencia (Justino) de las ideas estoicas (y neoplatónicas). También había representantes del quilismo e ideas equivocadas sobre el Espíritu Santo (Hipólito) o sobre el bautismo de los herejes.

Todas estas cosas, sin embargo, no llevaron a la Iglesia de entonces a expulsar sencillamente a estos escritores; a algunos de ellos los venera incluso como santos. Esto responde al hecho de que defensores de doctrinas no ortodoxas o antipapas, como Hipólito y Novaciano, soportaron valientemente por Cristo las persecuciones y el destierro. Todo ello nos ayuda a explicar con la necesaria amplitud de espíritu el fenómeno de la "herejía." La Iglesia, por así decir, ha dejado crecer la cizaña hasta llegar el tiempo de la claridad total y, con ello, también de la sanción; tenía tiempo y se lo tomó, mientras no cabía duda alguna del fervor religioso de una genuina postura de fe. Así, con hechos y no con palabras, ha llamado expresamente la atención sobre la diferencia entre fe y fórmula de fe, es decir, entre la fe y su formulación teológica o teoría de la fe. Ya entonces algunos se dieron cuenta del problema y a menudo añadían a sus explicaciones, como Tertuliano, por ejemplo, la observación de que debían ser interpretadas únicamente en el sentido de la fe general de la Iglesia.

4. No obstante la importancia de estos puntos de vista, el problema teológico de la historia de la Iglesia a este respecto no está resuelto. La base para una valoración definitiva de las escisiones es más bien ésta: por voluntad del único Señor no debe haber más que una Iglesia y una doctrina. Conforme a sus palabras sobre un único pastor y un solo rebaño y de acuerdo con la oración sacerdotal (Jn 17:21ss: ut omnes unum sint), las escisiones están en radical contradicción con su voluntad. Así, aun en aquellos que se han separado, se ha mantenido siempre vivo hasta tiempos recientes, por lo menos en teoría, el pensamiento de una doctrina y una Iglesia. De hecho, en visión de conjunto, hasta el siglo XI no ha existido más que una Iglesia Universal. El problema de una separación duradera se da a partir del cisma entre la Iglesia oriental y occidental en el año 1054 (§ 54) y el de una escisión de la fe a partir del siglo XVI.

La cuestión fundamental, que permite adoptar una postura científica, es la de la continuidad y sucesión apostólica. Que hasta el siglo XI estaba resuelta claramente a favor de la Iglesia católica 45 era también opinión de los reformadores. El hecho de que esta unidad en la Antigüedad y en la Edad Media estuviese a menudo asegurada por la intervención del poder estatal cristiano no es una objeción legítima más que desde un punto de vista moderno-espiritualista, mas no desde el punto de vista del evangelio.

5. Antes del siglo XI, sin embargo, también hubo hechos que de tal modo afectaron a la unidad de la Iglesia en su apariencia concreta, que tendremos que estudiarla más detenidamente. Aparte de la ya mencionada falta de claridad doctrinal de los maestros católicos del período preniceno y épocas posteriores, no hay que subestimar ni la fuerza ni la duración de los cismas y de las Iglesias cismáticas que enseñaban doctrinas heréticas.

En los tiempos primitivos, o sea, hasta el fin de los tiempos apostólicos, la evolución está clara: pese a divergencias doctrinales y ciertos partidismos (yo soy de Pablo, yo de Apolo, 1Cor 3:4), no sólo prevalece la conciencia de la unidad de todas las comunidades en una Iglesia, sino que los cristianos verdaderamente vivían esa unidad. Esta unidad se hizo problemática cuando una comunidad aislada o más amplias circunscripciones eclesiásticas con sus obispos se creyeron, en virtud de ciertos méritos espirituales y religiosos, o también económicos y políticos, en el deber de reclamar una posición especial con derechos propios.

El obispo particular, ante su conciencia y la conciencia de sus fieles, era ante todo el obispo de esta única Iglesia, estaba en su propio derecho frente a las otras Iglesias. También era natural que se formasen grupos. En las disputas trinitarias y cristológicas y en los correspondientes concilios encontramos a estos grupos como fuerzas que toman parte decisiva en las definiciones doctrinales. Hubo auténticas competiciones. Alejandría y Antioquía se convierten por su talante espiritual en centros de poder. Desde el punto de vista político, éste se acusa de la forma más evidente en Constantinopla (cf. a este respecto las diversas consecuencias de las controversias trinitarias y en especial las cristológicas).

El mismo problema se advierte, aunque en otra forma, en las luchas de las herejías occidentales del norte de África: la cuestión del bautismo de los herejes, el pelagianismo, el donatismo y, anteriormente, la fiesta de la Pascua. También el mismo problema se presenta, aunque con distinta orientación, en la general desconexión de las Iglesias particulares que provocó la migración de los pueblos, lo que más claramente se verá en el posterior proceso de cristalización del reino de los francos hasta la unidad del Occidente cristiano de la Iglesia latina.

6. Muchas de aquellas corrientes no ortodoxas o no completamente ortodoxas sucumbieron relativamente pronto, aunque durante cierto tiempo y en determinadas regiones causasen gran confusión y acarreasen graves pérdidas, como, por ejemplo, los donatistas (§ 29).

También al lado de todo esto hay otra serie de hechos no menos serios e inquietantes. En la Antigüedad, junto a la "gran Iglesia" universal, hubo rupturas de Iglesias heréticas autónomas tan importantes y duraderas que hubieron de condicionar profundamente el cuadro de la expansión de la Iglesia. La difusión de los partidarios de Marción y de Mani fue tan grande que bien se puede hablar de movimientos universales.

El fenómeno llegó a constituir un gravísimo problema, en el sentido propiamente teológico y teológico-eclesiástico, no donde se trató de una formación más o menos pagana (sincretista), sino donde se trató de Iglesias cristianas heréticas, fuera de la ortodoxia, de gran extensión y duración. En este sentido es impresionante la historia del nestorianismo y su condena en Efeso. Y sobre todo en lo que respecta a la Iglesia nestoriano de Persia. Prescindiendo de su irradiación en el norte de África, muy importante para la evolución de Mahoma, es decir, para los elementos cristianos que recogió, el nestorianismo tuvo una profunda infiltración en todas las provincias de China 46; tuvo, además, gran influencia sobre los árabes, que conquistaron Persia, y sobre los mongoles, que se apoderaron de Persia después de los árabes, en el año 1258. A veces pareció como si todo el Oriente pagano se hubiera convertido en Iglesia nestoriana. Lo mismo puede decirse del poderoso y persistente monofisismo (§ 27).

Si incluyésemos en nuestro examen toda la serie de herejías y cismas menores de los primeros tiempos del cristianismo, tal como se nos cuenta en los Hechos de los Apóstoles, en Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Eusebio, etc., resultaría una variedad increíble de sectas de los más diferentes tipos, aunque en sí formalmente unitarias, y de tal vitalidad (como demuestra su difusión) que no se podría por menos que ver en ellas una seria amenaza para la vida del cristianismo, apenas nacido.

Estas sectas no eran más que una deformación de la verdad cristiana. Pero el veredicto del Señor (Mt 12:25) 47 no las afectó ilimitadamente. Este reino no cayó; a través de aquellas deformaciones no estaba esencialmente dividido. A la vista de los mártires que produjeron algunas de las Iglesias separadas, a la vista de su celo religioso y ante la amplia difusión y larga duración de algunos cismas, no es legítimo hablar de ramas secas, desgajadas del tronco.

El misterio de este fenómeno religioso-eclesiástico puede aclararse así: la unidad del cristianismo depende de la unidad de su verdad. Pero esta verdad no es solamente una doctrina. Tampoco los nestorianos y los monofisitas, unánimemente condenados por la Iglesia ortodoxa tanto oriental como occidental, se habían separado absolutamente de la verdad cristiana. Siguieron siendo cristianos, profesando a Jesucristo, Señor y Redentor, Dios y hombre. La evolución moderna nos demuestra cuán profunda es la unidad. En los puntos en que los monofisitas y los nestorianos permanecieron fieles a sus doctrinas primitivas, las diferencias con la doctrina verdadera han quedado reducidas hoy a meras diferencias de palabra. La unidad de la Iglesia es algo muy distinto de la uniformidad. Mas, por otra parte, esa unidad subsiste mientras no haya ninguna contradicción interna. Este era el convencimiento de todas las Iglesias hasta la confusión espiritual de la Edad Moderna.

 

42 En Efeso enseñó en un aula filosófica (Hch 19:9).

43 Como contrapartida, junto con la gnosis, hay que considerar a aquellos que querían helenizar el cristianismo, a los cuales se refiere Eusebio llamándolos teodocianos. Para ellos, como para Apeles (discípulo de Marción, § 16), desempeñaba un papel muy importante la alta estima, casi religiosa, del silogismo, como una fuerza que obligaba la conciencia, de modo que su descuido sería pecado.

44 No debe confundírsele con el orador pagano Luciano de Samosata, que hacia el año 170 escribió una sátira contra los cristianos.

45 Desde el siglo II el nombre de católicos (la expresión "Iglesia católica" aparece por vez primera en Ignacio de Antioquía) está difundido por todas partes para designar a los miembros de la Iglesia "grande" y diferenciarlos de las comunidades menores de los herejes.

46 E incluso más al norte; también fue nestoriano el primer monasterio cristiano de China; igualmente fue nestoriana la primera Biblia china.

47 "Todo reino dividido queda asolado."

 

 

§ 16. Herejías en los Siglos II y III:

Monarquianos, Gnosis, Marción, Maniqueos.

 

1. Antes de haber herejías expresamente formuladas, ya algunos propagadores del evangelio predicaban cosas un tanto heréticas. Se exageraba, por ejemplo, el papel de los ángeles, o el mismo Jesús era calificado de ángel. Por un desmesurado desprecio de la materia, o más propiamente del cuerpo, algunos enseñaban que el Señor sólo había tenido cuerpo aparente (docetismo) o condenaban como pecaminoso el matrimonio y el comer carne (como ya sucedió en las comunidades paulinas, 1Tim 4:3).

a) El judaísmo no conocía más que una forma de monoteísmo: el de la fe en un solo y único Dios. Jesús, plenamente inmerso en la tradición judaica de la fe monoteísta, había traído el mensaje del Padre; en cuanto Mesías, se había colocado a su lado como Hijo y había anunciado al Espíritu Santo. Sobre las relaciones íntimas de estas tres personas no había dado muchas indicaciones: Yo y el Padre somos una cosa (Jn 8:16); el Padre es mayor que yo (Mt 24:36); cuando venga el Espíritu tomará de lo mío (Jn 16:13). Y, además, el mandato de bautizar, que pone a los tres en igualdad, uno junto a otro (Mt 28:19). Según esta predicación, Jesús enseñó a la Iglesia a creer en un Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, en el Dios Hijo y en el Dios Espíritu Santo, en el Dios uno y trino. Surgió el problema de cómo Dios es uno, siendo Dios tanto el Padre como el Hijo; a partir del siglo II éste fue el centro de las controversias doctrinales.

b) El primer intento de explicación lo hicieron los apologetas (especialmente Tertuliano). Manteniendo inquebrantable la plena divinidad del Hijo, no se apartaron ni un ápice de la norma de la fe ortodoxa. Pero en su empeño por encontrar la formulación científica de su profesión de fe, consideraron al Hijo subordinado de algún modo al Padre (subordinacionismo). La idea básica de la Escritura, que siempre presenta al Padre como único Señor y concesionario del reino de los cielos y a la voluntad del Padre como la últimamente determinante, parece que reclamaba, al igual que ciertas expresiones aisladas, estos conceptos monarquianos. La fe era irreprochable, pero su formulación científica defectuosa.

c) Otros, por el contrario, llegaron a rebajar e incluso a negar la plena divinidad del Hijo o consideraron al Hijo como una simple apariencia del Padre (modalistas, patripasianos). Estas herejías no tuvieron gran difusión en los siglos II y III, pero con la aparición de Arrio (§ 26) constituyeron una verdadera amenaza.

No faltaron escritores que, combatiendo una herejía manifiesta en un determinado punto, no supieron evitar caer en errores doctrinales en otros puntos. Praxeas (+ hada el 217), que combatió el montanismo, difundió a su vez una doctrina monarquiano-patripasiana.

2. El mayor peligro para la joven Iglesia cristiano-gentil, tal vez el máximo con que jamás se había enfrentado, fue la gnosis (o el gnosticismo).

Esencialmente se trata de un movimiento religioso pagano de los primeros siglos de nuestra era. La gnosis herético-cristiana, que es la única que interesa a la historia de la Iglesia, es sólo una parte de este vasto y complejo movimiento, que en el fondo no es más que una mezcla de religiones (sincretismo).

Este sincretismo, con sus casi siempre inextricables y confusas proliferaciones, sus múltiples variedades y su mezcolanza de ideas religiosas, ha sido una de las fuerzas determinantes de la vida psíquico-espiritual de la humanidad de la ecumene a partir de la expedición de Alejandro Magno hacia el Oriente, luego como rechazo desde el Oriente hacia el Occidente y, nuevamente, como consecuencia de la expansión del Imperio romano en las antiguas zonas culturales del Oriente (§ 4). Durante este proceso, que duró siglos, las religiones populares como las ideas filosóficas se penetraron mutuamente: se intercambiaron nombres, imágenes, figuras y mitos o interpretaciones del origen del cosmos, de la purificación del pecado y del perdón. Todo andaba mezclado y malinterpretado por los hombres cultos, tan escépticos como ansiosos de religión, o burdamente materializado por el pueblo supersticioso.

El sincretismo, dondequiera que de una u otra manera se ocupó de las ultimidades metafísicas, fácilmente se hizo panteísta o cuando menos panteizante. Mas en los procesos cósmicos descritos el elemento panteísta no se presentaba como amorfo, sino con carácter gradual; lo cual se aplicaba tanto a los eones emanantes de dos en dos como a las tres distintas clases de hombres movidos por el poder divino: gnósticos, písticos, hílicos.

Cuando la gnosis trabaja con elementos cristianos, el proceso de mixtificación se evidencia asimismo en la reelaboración de la literatura apostólica recibida, que "es arreglada, recopilada y completada con productos propios" (Schubert). Y esto sirve tanto para la gnosis siríaca, que hizo una selección puramente arbitraria, como para los sistemas especulativos mucho más exigentes (como, por ejemplo, el de Basílides).

Gnosis significa "conocimiento." En los movimientos religiosos paganos de los siglos I y II como en la herejía cristiana que denominamos gnosis, la palabra no significa conocimiento en general, sino conocimiento salvífico, conocimiento de índole religiosa. Ya Pablo se había esforzado para que sus comunidades construyesen sobre el primer fundamento de la predicación un edificio más alto, hasta llegar a una "epignosis" (concepto superior) del evangelio (Ef 1:16ss). Pero mientras este conocimiento superior estaba, según Pablo, destinado a todos los cristianos, en el siglo II aparecieron dentro del cristianismo predicadores de una nueva doctrina, que afirmaban que existía un misterioso conocimiento salvífico que era sólo accesible a unos pocos, es decir, a los "iluminados" (= gnósticos), y que esta gnosis era diferente de la fe (pistis) y superior a ella 48. En un himno gnóstico dice Jesús al pueblo: "Yo daré a conocer lo escondido del camino santo y lo llamaré gnosis."

Un rasgo característico de la gnosis, que también era efectivo frente a otras religiones, consistía en no tomar el evangelio tal como era comunicado a los demás fieles; buscaban significados profundos, algo especial sólo para iniciados. Y esto, por supuesto, lo pretendían desde el punto de vista religioso, lo cual, en el fondo, es tanto como decir desde el punto de vista de una doctrina redentora. El conocimiento misterioso — ésta era su opinión — no sólo obra la salvación; él mismo es la redención. Y ésta se verifica, de uno u otro modo, en el ámbito de lo anímico, aunque primordialmente está condicionada por lo cósmico: al proto-Dios y a las fuerzas divinas (lumínicas) que de él dimanan se opone la materia, mala de por sí. Aquí nos hallamos, por consiguiente, ante un concepto dualístico del mundo, tal como claramente había sido definido por vez primera por Zaratustra, es decir, que los gnósticos admiten junto al Dios bueno y eterno la existencia de la materia mala, igualmente eterna. Lo malo del hombre consiste en que su mejor parte se separó de la esfera del buen Dios (luz) intrincándose en la materia. Por eso la redención significa que esa mejor parte, chispa luminosa, sea liberada de la materia y conducida de nuevo a la esfera del sumo Dios (= subida). En la gnosis cristiana, el papel de mediador corresponde a un ser celeste que se llama Cristo, del cual se afirma que o bien habitó en el hombre real Jesús o tomó un cuerpo aparente (docetismo).

A veces la misteriosa doctrina redentora va acompañada de ritos similares a los sacramentos. Aquí se hace patente la diferencia entre auténtico sacramento y magia: una misteriosa fórmula o cifra, por ejemplo, convierte al iniciado en hombre redimido aquí o después de su muerte. Sobre todo en este punto central de la doctrina cristiana, en el concepto de redención, se evidencia la grave deformación, la arbitraria y fantástica tergiversación de los elementos cristianos adoptados por la gnosis. Porque de lo que aquí se trata sencillamente, como se ha dicho, es que el espíritu se libere de la materia que lo enreda, y no de que el alma quede interiormente libre del pecado.

3. Hubo hasta treinta sistemas diferentes de gnosis. Sólo poseemos residuos de su literatura original; muchas cosas las sabemos únicamente a través de fuentes cristianas. Enseñanzas altamente instructivas y en su mayor parte auténticas nos ofrecen los recientes hallazgos, ya estudiados en parte, de Nag'Hammadi en Egipto. Estos hallazgos nos dan la oportunidad de escuchar a los mismos gnósticos y comprobar el valor de las exposiciones de los escritores eclesiásticos (ante todo Ireneo, Hipólito y Epifanio).

En todos los sistemas hay pensamientos de la historia de la revelación judeocristiana y elementos de la filosofía de la religión greco-oriental. La mezcla es muy variada. En algunos sistemas predomina el elemento cristiano, pero, como ya se ha dicho antes, lo principal no es la humilde aceptación del anuncio de la fe, sino que siempre va por delante el intento de construir una imagen del mundo mediante la razón, que libremente decide. No raras veces la razón es sustituida por la fantasía y la extravagancia (especialmente en la gnosis oriental propiamente dicha). Característico es el modo y manera como las sencillas palabras de la Escritura son hinchadas, seleccionadas y misteriosamente retocadas.

Algunos gnósticos eminentes: Basílides, que probablemente enseñó en la primera mitad del siglo II en Egipto, especialmente en Alejandría. Su discípulo fue Valentino, que dio su nombre a una importante secta. Nacido en Alejandría, enseñó en Roma entre el 130 y el 160 y allí, alrededor del 140, pretendió la sede episcopal. Ideas más moderadas fueron las de Bardesanes de Edesa (+ 222), quien al parecer no fue partidario incondicional del dualismo.

De particular importancia fueron también, a lo que parece, los setianos (que toman el nombre de Set, el hijo "bueno" de Adán, considerado como padre de los auténticos hijos de Dios). De su círculo procede probablemente la mencionada colección de Nag'Hammadi.

La gnosis fue una degradación radical de la intangible revelación religiosa de Jesús, haciendo de ella una filosofía, una aguda helenización del cristianismo, una falsificación de su esencia en suma. Su gran éxito se debe: 1) a su innegable contenido religioso, enormemente atrayente sobre todo para la fantasía humana; 2) a la grandiosidad de su imagen del mundo; 3) a su intento de hacer del propio pensamiento del hombre el elemento determinante de la interpretación de la realidad, aunque dentro de una revelación.

La declarada oposición entre cristianismo y gnosis se hace particularmente aguda cuando la hostilidad gnóstica contra la materia desemboca en celo exagerado y en las consiguientes restricciones rigoristas (rechazo del matrimonio, del uso de la carne y del vino). Esto es precisamente lo que encontramos en Taciano el Asirio, apologeta (§ 14) y fundador de los "encratitas" (= los rigurosos).

El enorme alcance de este fenómeno comúnmente llamado gnosis se demuestra, desde un punto de vista totalmente opuesto, en Marción.

En la gnosis herética se echa de ver de un modo desconcertante, y más intensamente que en cualquier otra parte, la increíble vitalidad interna del paganismo durante los siglos II y III. Cuantitativamente, los escritos heréticos cristiano-gnósticos superan netamente a los escritos ortodoxos. Pero muchas cosas en ellos son tan groseramente paganas y contradicen tan claramente los hechos y las doctrinas cristianas fundamentales que resulta difícil comprender que semejantes ideas pudieran hacer seria competencia al evangelio. Pero esto demuestra lo arraigadas que en el suelo pagano estaban entonces, a través de mil y una fibras, las ideas de las personas cultas (de las que aquí principalmente se trata). En el sincretismo, principal soporte de la gnosis, como hemos dicho, anidaba una especie de creciente epidemia espiritual. Su instrumento literario-teológico consistía en una exégesis alegórico, fantástica, desenfrenada, mal aplicada.

Desde aquí se comprende que la reacción pagana del emperador Juliano (§ 22) no fuera un fenómeno aislado, sino la última de las muchas manifestaciones de vida pagana de gran estilo en el ámbito religioso-espiritual y político del imperio.

4 . El sistema gnóstico más cristiano y al mismo tiempo más serio desde el ángulo religioso y moral, y en el que más fuertemente se acusó el peligro que este movimiento entrañaba para la Iglesia, fue la doctrina de Marción. Su propio padre, obispo de Sinope, junto al Mar Negro, lo había excomulgado. Luego, primeramente se refugió (139) en la comunidad de Roma, pero fue expulsado de ella en el 144.

a) Marción no era solamente un teólogo, sino también un político.

Había comprendido que la pura interioridad, que una doctrina verdadera sólo para sí misma no tiene suficiente efectividad: como todo valor que quiera adquirir grandes proporciones y Perdurar, la verdad y el mensaje cristiano deben presentarse en una forma clara y eficiente; se ha de poder gobernar y administrar. Por eso Marción fundó en Roma (en el 146) su propia Iglesia. A partir del siglo III adquirió una enorme difusión desde la Galia hasta el Eufrates: era una Iglesia con sus propios obispos, sacerdotes, templos, liturgia e incluso mártires. Únicamente de esta forma pudo la doctrina heterodoxa de Marción constituir un serio peligro para la Iglesia católica apostólica.

b) Marción defendía el aislamiento parcial de las ideas específicamente paulinas, suprimiendo todos aquellos elementos sospechosos de recaída en el judaísmo (en el cual, según su opinión, habían caído todos los apóstoles, a excepción del "verdadero" Pablo y una parte de Lucas). Hizo que la aversión a la ley llegase hasta la contradicción absoluta entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: hay dos divinidades, el Dios bueno, que sólo sabe de amor y de misericordia, es decir, el Padre de Jesús, y el Dios malo, el Dios de la creación, el Dios de la fe judía. Para quebrantar el poder de éste, el Dios bueno envió a Cristo en un cuerpo aparente para traernos la salvación, la cual sólo se puede conseguir por la fe en el enviado.

Para apoyar su doctrina, Marción confeccionó un Nuevo Testamento conforme a sus ideas básicas (tachó, por ejemplo, el principio del Evangelio de Lucas, la epístola a los Hebreos y las cartas pastorales).

5. En aquellos siglos, la impaciente búsqueda de redención, de purificación espiritual y de conocimiento profundo siempre constituyó en el campo cristiano una intensa lucha por exponer la doctrina de Jesucristo en su genuina pureza. Como Marción, también Mani, fundador del maniqueísmo (crucificado hacia el 276), creía que se había perdido la verdadera doctrina de Jesús. Se consideraba enviado de Jesucristo (el Paráclito anunciado por éste) para traernos de nuevo, como última revelación de Dios, la olvidada verdad de Jesús.

En el conjunto de los movimientos gnósticos tal vez es este punto el que presenta mayor peligro: el abuso del nombre de Jesús y de su mensaje, ofrecido como interpretación más profunda. También esto es aplicable al maniqueísmo, aunque éste, por lo demás, sostiene un riguroso dualismo: la luz es la fuerza del bien; toda materia es mala. Por eso se prescribe la absoluta abstinencia de todo lo material (carne, vino) y se condena el matrimonio.

El maniqueísmo ha tenido un alcance mundial: había seguidores suyos desde África hasta China. Repercusiones de esta religiosidad oriental las encontramos todavía en el Medioevo (§ 56, los cátaros).

6. El sistema de Marción, pese a sus principios gnóstico-dualistas, era un intento de salvar al cristianismo precisamente de las redes amenazantes de esta gnosis. Hubo otro intento en el campo de la vida moral, emprendido por Montano (§ 17). Ambos fracasaron. La única oposición victoriosa fue la de la Iglesia, ante todo por haber conservado con humildad y fidelidad la herencia apostólica.

Los herejes enseñaban doctrinas en abierta contradicción con la conciencia general de la fe de la Iglesia. También ellos sabían perfectamente que para el cristianismo sólo podían considerarse como válidas, las verdades respaldadas por la predicación apostólica. Por eso, para avalar sus nuevas opiniones, invocaban una oculta tradición apostólica. Junto con la ya mencionada mutilación de las Sagradas Escrituras, crearon una rica literatura de nuevos evangelios (apócrifos) 49, hechos de los apóstoles, etc. Además, dado que los gnósticos, con su desprecio por lo histórico, su tendencia a la interiorización exagerada (espiritualización) y su docetismo, amenazaban con liquidar sencillamente la vida histórica de Jesús, la tarea de los adversarios del gnosticismo estaba ya previamente trazada.

La impugnación científico-literaria de la gnosis (por ejemplo, por Tertuliano), a pesar de su gran importancia, partió siempre más o menos de la iniciativa privada de los respectivos escritores, a no ser que fueran precisamente obispos, como Ireneo. Más importante fue la refutación oficial de la Iglesia, doblemente importante y eficaz porque se verificó en forma de positiva confesión de fe. La pieza más esencial de ella es para nosotros la concesión bautismal oficial. La confesión romana más antigua que conocemos (hacia el 125), que corresponde más o menos a nuestra "confesión de fe apostólicas," se opone claramente al intento de volatilizar o espiritualizar la persona y la vida de Jesús: reconoce la encarnación real de Dios en la historia en María la Virgen, esto es, Jesucristo, que padeció y fue crucificado en un tiempo concreto y determinado, "bajo Poncio Pilato." Al mismo tiempo se confiesa la unidad de Dios creador y Padre de Jesucristo y la divinidad de Jesucristo.

Todavía más importante fue la fijación del canon del Nuevo Testamento. Si el Antiguo Testamento era el libro sagrado de la comunidad primitiva, los escritos de los apóstoles y de sus discípulos inmediatos (Marcos y Lucas), surgidos como escritos ocasionales, ganaron una alta consideración general en los lugares donde no se podía (y tan pronto como no se podía) escuchar la predicación de los apóstoles. Las cartas de Pablo se intercambiaban nada más ser escritas (Col 4:16) y llegaron a ser coleccionadas (cf. 2 Pe 3:15ss). Su empleo en el culto, por una parte, y los recortes de la revelación, por otra (Marción y Montano), urgían una fijación, tanto más cuanto que otros escritos no auténticos (apócrifos) trataban de conseguir autoridad valiéndose del nombre de los apóstoles. Por diversas alusiones sabemos que hacia el año 200 el patrimonio neotestamentario estaba sustancialmente fijado (Fragmento Muratoriano de finales del siglo II). Cierto que varía el orden de sucesión, como también se citan algunos escritos no apostólicos de la Iglesia primitiva unas veces como obligatorios y otras como discutidos. Pero su empleo en la liturgia y sus primeros comentarios hicieron en seguida que se destacasen definitivamente los escritos inspirados. De este modo, Atanasio en su 39ª carta pascual (367), recoge un índice de nuestros veintisiete libros del Nuevo Testamento 50. Un Sínodo de Roma confirma este canon en el año 387, y a él se adhieren unos años más tarde los sínodos africanos de Hipona y de Cartago.

En estos hechos encontramos un caso típico de cómo se formaban los dogmas al principio: la diversidad de opiniones en el interior o los ataques del exterior hacen necesaria una explicación; sigue una respuesta inmediata de parte de las fuerzas carismático-creadoras, porque el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3:8). La discusión posterior aclara la respuesta, dándole validez universal. Si se logra un verdadero consenso, quiere decir que el magisterio de los obispos también la aprueba y la respuesta pasa a formar parte de la predicación ordinaria. Si no se logra el consenso en importantes cuestiones doctrinales, entonces el magisterio de los obispos, en comunión con el obispo de Roma (a veces tras un considerable lapso de tiempo), aclara los términos del pensamiento de la Iglesia, fijándolos así definitivamente.

Dado que la formación del canon es una decisión doctrinal intraeclesial, la apelación a la Biblia en cuanto palabra de Dios puesta por escrito implica en sí misma el reconocimiento tanto de los dones de la gracia como del ministerio de la Iglesia primitiva, a la que el Espíritu Santo ha elegido como instrumentos de composición, selección y tradición de la Escritura. Si la génesis de la Sagrada Escritura en su forma actual no es comprensible sin la intervención de la Iglesia, también su comprensión correcta brota de la fe de toda la Iglesia, lo cual, por otra parte, siempre requiere un encuentro personal con la palabra de Dios. Tanto en los evangelios (Mateo, Juan) como en la profesión de fe se decía expresamente que la doctrina tenía que ser interpretada según los profetas y, en general, según la Escritura; la misma profesión de fe era la norma según la cual debía ser expuesta la doctrina y, consiguientemente, también interpretada la Escritura. La comunión eucarística con los sucesores de los apóstoles constituía una garantía especial de la pureza de la doctrina. Por eso se exigió muy pronto la conexión ininterrumpida de los jefes con la predicación apostólica. La ortodoxia quedaba particularmente asegurada con la sucesión apostólica de los obispos.

Desde el momento en que la Iglesia venció a la gnosis, se hizo imposible de una vez para siempre la disolución de la religión cristiana en una filosofía. Fue una solución decisiva para todos los tiempos.

El trabajo de los impugnadores de la gnosis (Ireneo, Tertuliano, Hipólito) puede muy bien considerarse en este resumen: al dilema de "creación o redención," "conocimiento o fe," opusieron la síntesis de "creación y redención," "fe y conocimiento."

48 Aquí se basa la mencionada tripartición de las clases de hombres en gnósticos (o pneumáticos), psíquicos (písticos) e hílicos. Sólo los primeros llegan a la verdadera bienaventuranza junto a los ángeles. Los psíquicos alcanzan el cielo inferior. Los hílicos, inmersos en la materia, serán víctimas del fuego, irán en una u otra forma a la perdición.

49.A ellos pertenece también el Evangelio de Tomás, cuyo texto completo ha sido recientemente descubierto (cf. § 6).

50 Otros catálogos de los libros sagrados se encuentran en Cirilo de Jerusalén (+ 386) y Gregorio Nacianceno (+ 390).

 

 

§ 17. Luchas en el Campo

de la Vida Religiosa en los Siglos II-III.

Santidad Personal y Objetiva.

 

1. La cristiandad era consciente de ser una comunidad de santos. Como a tal le hablaba Pablo (Rom 1:7; 1Cor 1:2). Quien después de haber sido una vez partícipe de la gracia en Cristo Jesús se manchaba con un pecado grave (mortal), era considerado como separado de la Iglesia para siempre. Motivos de exclusión eran en particular el homicidio, la fornicación y la apostasía.

Estas ideas demuestran que la cristiandad primitiva atribuía a la comisión de un pecado mortal concreto, a diferencia y por encima del estado constante de pecado del hombre, una gravedad decisiva en la historia de la salvación.

Desde un principio hubo en la cristiandad y en la Iglesia algo que luego, en el curso posterior de la historia eclesiástica, habremos de conocer una y otra vez como anomalías ético-religiosas. Los evangelios nos dan noticia no sólo de la fe y la fidelidad de los apóstoles, sino también de sus fallos, de un cierto egoísmo terreno (Mt 19:27), de su tibieza. Pedro, con sus razonamientos nada sobrenaturales, escandaliza al Señor (Mt 16:22), en la amarga hora del huerto de los olivos duerme igual que sus compañeros, luego huye como los demás y niega al Señor perjurando varias veces (Mt 26:40). En la cuestión vital de la libertad del evangelio ante la ley, a pesar de la visión que lo fortalece (Hch 10:11ss), vacila.

Inmediatamente después de la santificación por el Espíritu Santo en Pentecostés, en la Iglesia primitiva hubo hipocresías y mentiras en cuestiones muy graves (Ananías y Safira, Hch 5:1-11), perjuicios, descontento y, en las comunidades, que se iban multiplicando, divisiones, fallos, tibiezas de fe, faltas de caridad y fornicación (en Corinto, donde incluso tras la estancia de Pablo durante año y medio algunos enseñaban que la libertad cristiana lo permitía todo).

La eucaristía era vínculo de santificación y de unidad. Pero resultó que en Corinto, y seguramente en otros lugares, precisamente el banquete eucarístico dio ocasión a divisiones y faltas de disciplina: los ricos comían separados y tan abundantemente que rayaban el límite de la destemplanza, mientras los pobres se sentaban aparte y pasaban hambre (1Cor 11:20-32).

Está, pues, claro que ya entonces no siempre se guardaba el alto nivel moral exigido por la doctrina cristiana. Esto, por lo demás, respondía a las parábolas del Señor de la cizaña entre el trigo y de los peces buenos y malos en la red, del invitado a las bodas sin traje nupcial, así como a su anuncio de los escándalos que habrían de sobrevenir (Mt 13:25ss.47ss; Mt 22:11; Mt 18:7).

Así, pues, ya desde los primeros tiempos en la historia de la Iglesia se plantearon dos cuestiones: ¿Puede y debe la Iglesia tener en cuenta la mediocridad religioso-moral de los hombres? ¿Pervive a la vista de los miembros indignos la santidad objetiva de la Iglesia?

Ya conocemos una ambiciosa tentativa de restringir el círculo de los verdaderamente capaces de redención, es decir, de los redimidos: la gnosis, que de raíz valora diversamente a los hombres, según la parte que en ellos tiene el espíritu o la materia. Esta concepción, según la cual sólo tienen pleno acceso a la luz los hombres de espíritu privilegiado, encierra un tentador pseudo-ideal de perfección espiritualista. La Iglesia no lo aprobó. Dentro de su comunidad todos son capaces de salvación, y de salvación plena. Esta afirmación primera ha resultado fundamental contra todo espiritualismo (interiorización exagerada) en la Iglesia.

2. Más allá de esta negativa eclesiástica a las pretensiones de los gnósticos, el hereje Montano (después del 150) llegó al extremo contrario. Frente a la a veces sublimada afirmación del mundo de la gnosis, él exigió, con exagerado rigor, la completa negación del mundo. Anunció la próxima venida del Espíritu Santo (Paráclito) e incitó a los cristianos a abandonarlo todo y a congregarse en la Frigia, para esperar allí el comienzo de la nueva época.

Montano está inserto, y de una forma muy peligrosa, en la problemática del primitivo entusiasmo cristiano. El Espíritu creador había operado la gran transformación, manifestándose, por ejemplo, en los carismas extraordinarios (don de lenguas y de profecía, discernimiento de espíritus, 1Cor 12:8ss). Pero había resultado que las asambleas de oración de los cristianos se habían convertido en algunos lugares en un caos desordenado, nada edificante, en el que algunos hablaban como, cuando y lo que les parecía. Pablo, en parte, las había intentado orientar prudentemente y en parte censurado (l.c.). Pues los carismas están ordenados jerárquicamente, según el beneficio espiritual que aportan a la Iglesia. Por eso, para el don de lenguas también debe haber un intérprete. De lo contrario, es mejor callar, que es lo que se les impuso a las mujeres en general (1Cor 14:34). Fuera de las comunidades ortodoxas, en círculos sectarios, el peligro era todavía mayor. Montano y su movimiento son a este respecto una nueva prueba de lo difícil que era mantener el equilibrio entre la espera entusiasta de la nueva venida del Señor y una razonable y sobria afirmación de la vida y sus deberes en la familia, la profesión y el Estado.

La nueva profecía de Montano podía de suyo dar testimonio de fe y entrega espiritual. El eco que halló en el siglo II nos pone de manifiesto con qué intensidad debió llenar a la cristiandad primitiva la esperanza de la nueva venida del Señor. La fuerte presión que esta espera ejerció en la cristiandad primitiva la volvemos a sentir más tarde en la desilusión, en el vacío de conciencia e incluso en la desesperación que el incumplimiento de la parusía provocó en muchos. La esperanza decía: "el Señor está cerca" (Flm 4:5), que también era la frase de saludo de los primeros cristianos. La desilusión, al ver que no llegaba la parusía, está consignada en la segunda carta de Pedro (3:3s; cf. la preocupación por la suerte de los ya fallecidos: 1 Tes 4:13-18).

3. Y, no obstante, esta desilusión y desesperación no era sino una mala inteligencia de la revelación: con harta frecuencia se había pretendido de Cristo la confirmación de los propios deseos e ideas, sin tomar propiamente en cuenta las otras afirmaciones de la predicación de los apóstoles o de la Escritura. Mas si se escucha puntualmente el mensaje, se comprueba que la primitiva escatología cristiana era "no sólo espera del futuro.".. como tampoco sólo fe en el presente ya cumplido: es ambas cosas. Esta tensión entre el "ahora" y el "en un tiempo" no es una solución ulterior del cristianismo ya convertido en "catolicismo," "sino que caracteriza esencialmente y desde el principio la situación de la nueva alianza" (Oscar Cullmann). La predicación de Jesús afirma que el tiempo se ha cumplido, pero todavía no en plenitud: ha aparecido la palabra, pero todavía hay que rezar para que llegue el reino. Esta tensión entre presente y futuro se da ya en el Nuevo Testamento: que no llegue la parusía no quita razón a la predicación apostólica, sino a los que la interpretan arbitrariamente.

En este sentido, la esperanza de la parusía es una pieza central del mensaje cristiano, como también Dios, en el curso de la historia de la Iglesia, ha suscitado sin cesar predicadores, capacitados con el don de profecía, de esta parusía. Pero las irregularidades e incontroladas explosiones de entusiasmo predicadas por Montano (que no respetaban ni el orden de la vida social) permitieron reconocer el camino equivocado. La aceptación de su profecía habría significado el abandono del mundo por parte de los cristianos. La Iglesia habría renunciado a la evangelización de la humanidad y al futuro. Montano encarna el intento de negar la evolución histórica del reino de Dios en la tierra y retrotraerlo al estado de su primera infancia. El movimiento iniciado por él es el primer movimiento fanático de la Iglesia. De haberlo seguido, se habría llegado no a la Iglesia universal, sino a una Iglesia de conventículos, y desatado el entusiasmo religioso de unos cuantos fanáticos. El montanismo hizo entrar en acción a numerosos defensores de la recta doctrina, y hasta al mismo sacerdote romano Gayo (hacia el año 200).

La Iglesia rechazó este ideal por unilateral. También en esta ocasión se pronunció por la solución del justo medio, evitando los extremos: perfección cristiano-religiosa, a la par ascética y abierta al mundo, pero no perdida en el mundo.

4. En su estilo rudo y rigorista, el norteafricano Tertuliano 51, mencionado ya repetidas veces, era un alma gemela de Montano. Entre él, cabeza significadísima de la Iglesia de entonces, y su jefe espiritual, Calixto (217-222), obispo de Roma, hubo un choque; Calixto demostró mayor visión de la necesidad de la misión universal, haciendo posible — lo que Tertuliano no quería permitir — el retorno de los fornicadores a la Iglesia con tal de que tuvieran verdadero arrepentimiento y cumplieran la penitencia prescrita.

Esta lucha entre rigorismo y visión pastoral se reavivó más adelante en el mismo siglo III, cuando tras un largo período de paz la violenta persecución de Decio provocó tantos lapsi. Acabada la persecución, muchos ansiaban ser admitidos nuevamente en la Iglesia. El papa Cornelio (251-253), sucesor del papa Fabián (236-250), que había muerto mártir, el obispo Cipriano de Cartago 52, el obispo Dionisio de Alejandría y un sínodo africano (251) tuvieron consideración con las debilidades de los lapsi. Sin embargo, Novaciano, hasta entonces jefe del colegio de presbíteros de Roma, se sublevó como antipapa y cabeza de los "puros" (251). Y creó una Iglesia que trató de imponer el rigorismo primitivo en Italia, Galia y el Oriente.

5. Estas múltiples controversias, hace tiempo extinguidas, tienen gran importancia. En una u otra forma vuelven a aparecer repetidamente en la historia de la Iglesia; a menudo nos encontraremos con la fórmula: "vuelta a la primitiva Iglesia, a la vida apostólicas," una exigencia que siempre, aunque con diversas formas y tendencias, alude a la santidad primera de la Iglesia. Mas cuando ha pretendido excluir el crecimiento orgánico de la Iglesia bajo la tutela del Espíritu Santo, cuando (efectivamente) se ha negado el carácter histórico de la institución de Jesús, cuando esta exigencia, a la par de hacer la constatación del pecado y de la culpa, no ha quedado abierta a un positivo desarrollo, cuando, en fin, la unilateralidad rigorista no ha permitido reconocer que la Palabra verdaderamente se ha encarnado en la historia, en todos los casos ha sufrido merma la integridad de la fe de la Iglesia.

6. A través de la evolución que acabamos de describir queda clara una cosa: la Iglesia es santa, aunque sus miembros no lo sean.

El mismo problema se planteó con la cuestión del bautismo de los herejes. Cuando los herejes, o sea, cristianos que están fuera de la Iglesia, conferían el bautismo, ¿era válido el sacramento? El obispo Cipriano y tres sínodos africanos lo negaban. A los obispos africanos les parecía que aquí, precisamente, se atacaba la esencia de la Iglesia. Sus declaraciones fueron consiguientemente muy duras. No solamente declararon inválido el bautismo conferido por un hereje; llegaron a afirmar que eso no era una mediación de vida, sino de muerte.

Nuevamente fue el obispo romano Cornelio quien demostró una comprensión más profunda del evangelio e intervino en favor de la santidad objetiva de la Iglesia: el bautismo bien administrado es válido, aunque lo confiera un laico, no puede ser repetido. Esto significaba que el efecto del sacramento es independiente de la santidad personal del que lo administra (opus operatum). Gracias a esta decisión quedó y queda garantizada la plena y exclusiva autoridad y poder de Cristo en la Iglesia, cuyos obispos y sacerdotes no son más que instrumentos a su servicio. Los montanistas y donatistas, sin embargo, con su espiritualismo exagerado, corrieron el peligro de autonomizar la autoridad del sacerdote (una conexión ideal con el pelagianismo, § 29).

La lucha se recrudeció de nuevo a consecuencia de las muchas apostasías durante la persecución de Diocleciano. Y ésta fue llevada a cabo una vez más por San Agustín en contra de los donatistas. Cuán profundo sea el alcance de este problema teológico, volveremos a verlo más tarde con ocasión del gran movimiento reformista gregoriano (§ 48), en el que juega un importante papel la recusación de los sacramentos administrados "no santamente" (incluso la ordenación de sacerdotes).

 

51 Tertuliano, en parte por la frecuente reimpresión de sus obras de predicación, es corresponsable de ciertas opiniones rigoristas de la pastoral católica hasta el siglo XX, las cuales generalmente se basan en una confusión parcial entre religión y moral (Hunius). En cambio, Tomás de Aquino siempre cita a Tertuliano como baereticus.

52 Cipriano superó aquí, en el campo de la moral, la tendencia rigorista que había asumido en la controversia sobre el bautismo de los herejes.

 

 

§ 18. El Ministerio Jerárquico.

1. Es ley de vida de todos los organismos superiores que a medida que se hacen viejos adquieran una forma externa cada vez más fuerte. La vida la necesita tanto de apoyo como de protección. Esta forma en una sociedad de hombres implica una jerarquía y su correspondiente autoridad.

a) Tal legitimidad se manifiesta desde un principio por voluntad de su fundador en el desarrollo de la Iglesia. Ya al comienzo hubo una jerarquía entre los apóstoles elegidos por Jesús. Mientras ellos vivieron, el problema de la autoridad eclesiástica estuvo resuelto. Los apóstoles eran los testigos y garantes de lo que el Señor había enseñado y dispuesto. Los Hechos de los Apóstoles y las cartas apostólicas muestran que los apóstoles, desde el primer día de Pentecostés, fueron conscientes de su autoridad por voluntad de Dios y consecuentemente la ejercieron mandando, obligando, haciendo hincapié en la varia jerarquización dentro de las comunidades (1Cor 12:28ss; 14ss), dando a entender que ellos mismos desempeñaban un "oficio" o "ministerio" real (cf. estas expresiones en Hch 1:17.20.25 y en otros muchos pasajes; véase § 9).

b) Las mismas fuentes nos cuentan que los apóstoles, por la imposición de manos, constituían representantes suyos en las diversas comunidades (cf. Hch 14:23) y les conferían su propia autoridad. En las nuevas comunidades fundadas por sus mandatarios, éstos eran naturalmente distinguidos antes que los demás como portadores de la misión apostólica y su consiguiente autoridad.

Los enviados de los apóstoles, por tanto, fueron sus primeros representantes; y, tras la muerte de los apóstoles, sus sucesores.

2. Sabemos por la carta a los Filipenses (1:1) que en las comunidades cristianas había un ministerio eclesiástico local desempeñado por los llamados obispos (inspectores). Este cargo al principio equivalía al de presbyter (= anciano) (prueba: Hch 20:17 en relación con 20:28). En las comunidades judeocristianas hubo probablemente ancianos (= presbíteros) similares a los jefes oficiales del judaísmo 53, mientras que en las comunidades pagano-cristianas fue designado un obispo. Pablo mismo no fundó sus comunidades exclusivamente sobre los que poseían dotes espirituales extraordinarias. Las descripciones de su primera carta a los Corintios (14:16ss), que con seguridad se refieren a fenómenos muy singulares, no excluyen el oficio o ministerio. Dado que Pablo concedía una importancia decisiva a la aprobación de su doctrina por los antiguos apóstoles, no pudo distanciarse de ellos en un asunto tan importante (cf. además 1Tim 3:1ss; Tit 1:5ss y el ya mencionado pasaje de Flp 1:1). Sería un craso error científico exigir a unos escritos ocasionales, como son las cartas de los apóstoles, una completa exposición del patrimonio de la fe y una detallada descripción de todos los ministerios.

En las grandes comunidades había asimismo una nutridísima agrupación de ancianos (presbíteros). Al principio dirigían la comunidad unas veces colegiadamente, otras bajo un único responsable. La palabra obispo, o sea, vigilante, se fue reservando poco a poco a una sola persona. Ya en la primera carta de Clemente podemos apreciar en Roma una acusada diferenciación: bajo el sumo sacerdote están todos los demás sacerdotes y levitas.

En los hechos de los Apóstoles (cf. § 9) hay testimonios de una cierta participación de la comunidad de Jerusalén en el ejercicio de la autoridad de los apóstoles. Pero con la misma claridad se desprende de los textos que la especial autoridad ministerial de los apóstoles no quedaba afectada por ello en lo más mínimo; siempre aparecen destacados por encima de todos los demás.

Por desgracia, pero también como la cosa más natural, no hubo desde el primer momento unanimidad de criterios respecto a este punto por parte de todos. Que la autoridad eclesiástica estaba a veces localizada lo sabemos por los distintos partidos a los que repetidas veces se hace referencia: yo soy de Pablo, yo de Apolo... (1Cor 3:4), y por las discusiones antes, en y después del concilio apostólico (Hch 15:2; Gál 2:11).

En Asia Menor es donde mejor podemos seguir la génesis del ministerio episcopal. Las cartas de san Ignacio de Antioquía (§ 12) ya contienen el dicho: "Quien se opone a él (al obispo), se opone a Dios"; "donde está el obispo está la comunidad, lo mismo que donde está Cristo está la Iglesia católica." Por esta carta y por las de san Policarpo sabemos que hacia finales del siglo ya se habían separado los ministerios del obispo y del sacerdote; el primer nombre se reservó para el jefe de la comunidad: el obispo. Los presbíteros se convirtieron en sus auxiliares. Vemos ya un orden jerárquico que culmina en el obispo (imagen del padre), por encima del presbítero y de los diáconos.

El obispo era el que convocaba a todos los clérigos y les confería el ministerio. Toda la vida de la comunidad (bautismo, penitencia, servicio divino, exclusión y reincorporación, es decir, enseñanza, orden de la comunidad y vida litúrgico-sacramental) estaba bajo su dirección (= "cura de almas"). "Los obispos están puestos para todo el rebaño, para gobernar la Iglesia de Dios" (Hch 20:28).

Desde los primeros tiempos cada comunidad tenía su obispo. Comunidades cristianas dirigidas únicamente por sacerdotes (lo que hoy llamaríamos parroquias) no las conocemos sino a partir del siglo III en Roma; sólo desde entonces adquieren los presbíteros una mayor importancia. Esta evolución está íntimamente relacionada con la lucha contra la gnosis, contra la cual reaccionó la Iglesia con una unidad mucho más clara, fijando más exactamente los artículos de fe, seleccionando y vigilando más estrechamente a los nuevos candidatos (desde entonces comenzó a ser decisiva la disciplina del arcano).

El prestigioso ministerio de los diáconos, como también el de las viudas o (más tarde) diaconisas (éstas para prestar especiales auxilios entre las mujeres), procede de los tiempos apostólicos (Hch 6:2ss). Hay ya subdiáconos aproximadamente desde el año 250. Más tarde conoceremos también en la Iglesia toda una serie de oficios o ministerios menores. A ellos corresponden las facultades que hoy se confieren con las llamadas órdenes menores (ostiario, exorcista, lector, acólito); se generaron en Roma, y por la Iglesia oriental sólo fueron aceptadas en parte (en nuestra Santa Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa tres ordenes menores: Lector, Acolito y Subdiácono).

3. Cuanto más elevada era la vida religioso-moral de la nueva Iglesia, y más intensamente basada en el amor, tanto menos necesitaba la autoridad imponerse por decreto; por el mismo motivo no era preciso delimitar exactamente las atribuciones de las autoridades eclesiásticas. No ha de sorprendernos, pues, que la vida eclesiástica tuviera entonces una impronta más democrática y que sepamos muy poco del alcance que en concreto tenía el poder ministerial.

Con su autoridad, los apóstoles y luego sus vicarios y sucesores eran los representantes de la Iglesia. Rasgo esencial de la predicación de Jesús es que fundó una Iglesia (§ 6). Así, también, parte esencial de la primitiva cristiandad y de las primitivas comunidades es que su fe estuviera sostenida y marcada por la comunidad. Su cristianismo era Iglesia. La Iglesia entonces, como se ha dicho, abarcaba la vida entera. Cierto que el concepto "Iglesia" es uno de aquellos que en los primeros tiempos se daban más bien como supuestos que como definidos. No obstante las profundas y casi inagotables enseñanzas sobre la Iglesia que encontramos en los evangelios, en Pablo y en el Apocalipsis (Jn 10:1-16; Ef 1:23; Ap 22, entre otros muchos), la imagen que nos presentan es un tanto imprecisa, de modo que en algunos puntos hemos de contentarnos con cautelosas deducciones. Pero el hecho como tal de que el cristianismo es Iglesia aparece siempre con enérgica insistencia. Según Sant 5:14s, tras invocar al Señor los pecados son perdonados por la unción con el óleo y la oración del sacerdote, llamado por el enfermo. Todo el proceso interior del perdón de los pecados se sostiene asimismo en la Iglesia entera. Ignacio de Antioquía y Tertuliano enseñan que el matrimonio, ciertamente administrado por los propios esposos, debe realizarse con la cooperación, el consentimiento y la bendición de la Iglesia.

Ireneo fue el primero que trató más expresamente de la Iglesia. Aunque toda ella es espíritu y gracia, también es visible. Con la sucesión apostólica de los obispos está garantizada la verdad, y por eso a los sacerdotes se les debe obediencia. Quien se aparta de los apóstoles queda fuera de la recta doctrina y moral. En el siglo III, Cipriano, el defensor de la unidad de la Iglesia (aunque no siempre su servidor), resumió este concepto en esta apretada pero no menos rica frase: "No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre."

4. A medida que el ministerio episcopal fue cobrando importancia externamente, también se fueron perfilando normas cada vez más precisas sobre la persona portadora del cargo. La más trascendental fue la exigencia del celibato, que se fue imponiendo poco a poco y de distinta forma en cada lugar, y no sin retrocesos.

La mayor parte de los apóstoles fueron casados. Pablo dice expresamente que también él tenía la posibilidad de tener una mujer, como los apóstoles (1Cor 9:5). En sus exposiciones sobre el matrimonio y la virginidad no excluye ningún estado ("Sobre esto no tengo ningún precepto del Señor; el que se casa no peca" [ 1Cor 7:25).

Sin embargo, resulta extraño que no sepamos nada de la vida familiar de los apóstoles, y absolutamente nada de sus mujeres. El ejemplo del Señor y de su Madre, su palabra acerca de "los que lo pueden entender" (Mt 19:12), el gran aprecio de la virginidad por parte de Pablo y la exigencia de una dedicación indivisa al Señor (1Cor 7:34) determinaron muy pronto una gran estima del estado de virginidad. De este modo, en seguida empezó a imponerse la práctica de que no se casasen los obispos ni los sacerdotes. Siempre estuvo permitido continuar el matrimonio cuando algún casado era designado para el ministerio. Por la práctica de la abstinencia del matrimonio, cada vez más difundida entre el clero, a partir del siglo IV se fue imponiendo en Occidente la ley general del celibato (§ 24) mediante decisiones de diversos concilios 54 y disposiciones papales.

5. La unidad de la Iglesia. Jesús había anunciado su Iglesia como el inminente reino de Dios; Pablo la había descrito como el cuerpo místico de Cristo. Todos los cristianos se sabían integrantes de este reino único, miembros del único cuerpo de Cristo. En los primeros siglos la Iglesia era consciente de su unidad, expresada sobre todo en la celebración igual de la eucaristía, en la posesión común de la misma fe y en la comunión con el obispo. La coincidencia práctica de las confesiones de fe en el único Señor con motivo de las persecuciones y los sufrimientos consiguientes afianzaron aún más esta unidad.

La conciencia de unidad de todos los cristianos era cultivada y robustecida por el contacto de los obispos y de las comunidades entre sí. Un lazo especial unía las Iglesias madres con las comunidades por ellas fundadas; sus jefes (metropolitas, a partir del siglo III) gozaban de algunos derechos más amplios. La conciencia unitaria de la Iglesia encontraba su expresión más tangible en las asambleas de obispos (sínodos, concilios), que ya conocemos desde el siglo II, y en las que se trataban cuestiones de interés general; a partir del 250 ya se celebraban, más o menos regularmente, sínodos provinciales, es decir, asambleas de los obispos de la correspondiente provincia del imperio. La creciente conciencia de la primacía de la Iglesia de Roma y del deber de todas las demás Iglesias de estar de acuerdo con ella vino a constituir para la conciencia unitaria de las distintas Iglesias una fuerza particularmente determinante. La conciencia de unidad llegó a manifestarse, con todos sus gravámenes, de una forma nueva e impresionante en los concilios generales, ecuménicos (§ 24).

Entre los obispos se daba una viva correspondencia que era (en las comunidades mayores por empleados especiales) recogida y guardada. La importancia de esta correspondencia podemos comprobarla en las cartas de Ignacio y Cipriano, en las actas de los mártires y, posteriormente, en las cartas de Jerónimo, Agustín y León I. El obispo de Alejandría enviaba cada año una carta pascual.

Pese a esta influencia creciente de la alta jerarquía, no debemos imaginarla como se presenta, por ejemplo, en el clericalismo medieval. Hasta los siglos V y VI, el obispo es elegido por el pueblo y por los sacerdotes. A partir del siglo VI, con la ascensión de los nobles o señores feudales, se limitó el derecho de voto de la comunidad. Al mismo tiempo aumentó la influencia de los metropolitanos (§ 24) en la elección de los obispos. Era cosa obvia, y no sólo para Constantinopla, que el poder de los emperadores de Oriente como de Occidente se manifestase también en el nombramiento directo de los obispos.

6. El primado romano. Los sucesores de Pedro, como obispos de Roma, reivindicaron ya desde muy pronto la supremacía de la Iglesia romana. Sin embargo, dada la particular situación de las primeras generaciones cristianas, esta prerrogativa se hizo valer al principio muy raras veces. También, por otro lado, chocó con cierta oposición, a la que sólo pudo imponerse paulatinamente 55. Con todo, la intervención de la comunidad romana en los desórdenes de Corinto (carta del papa Clemente en el 96) 56, el celo especial con que en Roma se vigilaba la pureza de la fe condenando las herejías y la postura del obispo de Roma en la controversia de la Pascua, como veremos, demuestran que la conciencia del primado ya estaba en ella presente desde muy pronto. Ciertamente, el hecho de que Clemente hable en nombre de la Iglesia romana sólo significa de principio la natural unidad entre el obispo y la comunidad; pero ello no atenúa la postura autoritaria del obispo de Roma. Fácil es seguir el curso ascendente y paulatino de la conciencia de la primacía de la Iglesia de Roma y de su obispo. Se refleja en las artes figurativas: por ejemplo, en la imagen de la Iglesia como nave con Pedro de timonel, o como el arca de Noé que sobrevive al diluvio, o sea, en símbolos, que poco a poco van ampliándose. Desde los tiempos de san Jerónimo a Pedro se le llama Princeps apostolorum.

Ya a finales del siglo II, Víctor, obispo de Roma (189-199), da testimonio de esta conciencia de autoridad cuando amenaza con excluir de la comunidad eclesial a la Iglesia de Asia Menor por celebrar la Pascua de una forma diferente. Debemos darnos cuenta de lo que esto hubo de significar en un tiempo de tan amplia autonomía de las Iglesias particulares, de lo que esto hubo de representar para el país cristiano más antiguo. La conciencia de la alta dirección de la cristiandad por parte del obispo de Roma debía estar muy arraigada en la Iglesia para que éste se atreviese a semejante amenaza y su autoridad se acusase también allí donde no se aceptaban los criterios romanos. Es significativo también el hecho de que Esteban, obispo de Roma (254-257), se remite a la sucesión de Pedro y amenaza con la excomunión, cuando se pronuncia a favor del bautismo de los herejes, en contra de los sínodos y los obispos africanos, capitaneados por Cipriano (§ 29). Teniendo en cuenta la mentalidad de entonces, la misma importancia en favor de la pretensión del primado de la sede romana tiene la disposición del papa Calixto I sobre la readmisión de los fornicarios en la Iglesia. Y nuevamente a favor de la primacía romana habla el hecho de que el papa Dionisio (259-268) exige a su homónimo el obispo de Alejandría que se pronuncie sobre la acusación que sobre él pesa de haber hecho declaraciones heréticas respecto a la doctrina trinitaria.

Como ya dijimos, entre Cipriano (+ 258) y Roma se llegó a fuertes tensiones; su eclesiología ve el ideal de Cristo y la garantía de la unidad en una constitución eclesial marcadamente episcopal. Él sabe del primado de Pedro, pero no relaciona el ministerio de Pedro con el obispo de Roma; otras veces, y de diversas maneras, se manifiesta a favor de la primacía de Roma (reiteramos esta primacía de el obispo de Roma era una "primacía entre iguales" [así lo entiende hasta hoy la Iglesia ortodoxa) y no una primacía a semejanza del emperador romano, o sea de carácter cuasi-político (que llegaría a su máxima expresión con el dogma que dice que el Obispo romano es Infalible en materia teológica etc. Promulgado en el concilio mal llamado ecuménico, Vaticano I que como todos los concilios posteriores al concilio VII solo contaron con la presencia de los obispos católicos romanos, ignorando a la Iglesia Oriental (salvo la presencia de los uniatas, iglesia oriental católica que reconoce al Papa de Roma) y no fueran otra cosa que pantomimas de los verdaderos concilios de antaño( llenándose de doctrinas heréticas, esta primacía fue perdida por Roma luego de abandonar esta la ortodoxia inmediatamente después del Gran Cisma, y le corresponde dicho honor desde entonces hasta en la actualidad al Patriarca Ecuménico de Constantinopla)].

Semejante amplitud de opiniones era entonces posible y eso explica en buena medida cómo pudo suceder que ambas partes, actuando de buena fe, se vieran envueltas en tan duras controversias. Además, hay que tener presente que la postura de Cipriano tampoco era en estas cuestiones uniforme.

De otro lado, las declaraciones de obispos de otras Iglesias muestran que la pretensión de Roma fue reconocida. San Ignacio de Antioquía (+ hacia el 110) escribe: "La Iglesia de Roma es la que preside la unión de la caridad." San Ireneo de Lyón (obispo desde el 177-178, + hacia el 202): "Toda Iglesia, esto es, la totalidad de los fieles de cada lugar, ha de estar de acuerdo con la Iglesia de Roma, a causa de su más alta autoridad."

La fijación jurídica expresa del primado no tuvo lugar naturalmente hasta después de la liberación de la Iglesia, en la época posconstantiniana. A partir de aquí, en la evolución del primado romano (y en la toma de conciencia de él por parte de la Iglesia universal) influyó notablemente todo lo que podía entrar en competencia con él. Aquí, en general, se inserta la ascensión de los patriarcas de Oriente, y en especial el aumento de poder del patriarca de Constantinopla, con su antagonismo consciente y victorioso en cuanto obispo de la nueva Roma en oposición a la Roma antigua.

Los Concilios de Nicea (325), de Constantinopla (381) y de Calcedonia (451) se ocuparon también de esta cuestión. Sus declaraciones pueden considerarse, con razón, como constatación de la primacía del obispo de Roma ante todos los demás, incluidos los orientales. Con todo, su texto literal no es tan unívoco como para poder deducir de él un primado real y pleno, aunque los legados papales ocuparon los primeros puestos del concilio (Nicea habla de los antiguos privilegios de Roma; en Calcedonia la relación entre "honor" y "primado" no es unitaria ni unívoca). Sin embargo, en el Sínodo de Sardica (343) el primado de Roma fue expresamente reconocido en virtud de su fundación por Pedro.

 

53 En el judaísmo ya se conocía el concepto de la sucesión en el cargo. Lo hallamos por escrito, por ejemplo, en la detallada lista de los sucesores de los sumos sacerdotes. ¿Tal vez ejemplos similares de los círculos filosóficos helenístico-gnósticos influyeron también en la evolución cristiana?

54 El Concilio de Elvira del 306 declaró el celibato obligatorio en España. El papa León I extendió esta obligación incluso a los subdiáconos. El rechazo del celibato en Nicea (325) no tiene nada que ver con una menor estima de la virginidad. En Oriente el matrimonio de los sacerdotes era "normal" (excluidas las segundas nupcias), pero se estableció que el obispo fuese célibe.

55 La no despreciable dificultad histórico-crítica, implícita en este hecho, no afecta a la validez de las decisivas e inmutables afirmaciones de la Escritura, que hemos aducido anteriormente; además, halla su solución satisfactoria, por una parte, en el hecho de la evolución real de la Iglesia tal como la anunció Jesús y, por otra, en el carácter de la revelación como profecía.

56 Adolf von Harnack: "Ninguna comunidad se ha introducido de manera tan esplendorosa en la historia de la Iglesia como la romana gracias a la primera carta de Clemente." Clemente (cap. 59:1) escribe, por ejemplo: "Quien no obedezca a lo que Dios ha dicho por medio de nosotros, debe saber que cae en pecado."

 

 

 

§ 19. Profesión de Fe y Sacramentos

en los Primeros Tiempos de la Iglesia.

 

1. Los elementos positivos que llevaron al cristianismo a la victoria sobre el Estado y la religiosidad paganos los encontraron los gentiles más en la vida de los cristianos que en sus escritos y doctrina. En el cristianismo primitivo, la renovación de la vida moral y religiosa era inseparable de la verdadera profesión de fe. La unidad de fe y de vida era su grandeza y su victoria.

a) En la persecución sucedía que un pagano se confesaba repentinamente cristiano. El martirio (bautismo de sangre) sustituía entonces al sacramento del bautismo y toda otra preparación externa. Pero los cristianos, por lo regular, observaban el principio de "guardar bien el arcano del rey" (cf. 1Tim 3:9; Dn 2:18ss) y a nadie familiarizaban plenamente con los santos misterios sino después de una suficiente preparación. Como es natural, esta instrucción fue con el tiempo diferenciándose y complicándose. Al principio, la profesión de fe pudo muy bien reducirse a una sola frase, la del centurión al pie de la cruz: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27:54). A medida que la doctrina fue siendo fijada, explicada por la teología y amenazada por la herejía, hubo que atenerse más estrictamente a las directrices señaladas.

b) Durante el tiempo de preparación para la entrada en la Iglesia (= catecumenado) los catecúmenos sólo podían asistir a la primera parte de la misa; no eran admitidos a la celebración de la eucaristía. Después de las tristes experiencias con los muchos lapsi y cuando comenzó a enfriarse el fervor religioso (como insistentemente lamenta Orígenes) y los gnósticos empezaron a difundir sus doctrinas erróneas, la Iglesia se volvió más cauta en la admisión de nuevos miembros; el tiempo de preparación, antes breve, se prolongó (arcani disciplina, disciplina de arcano); sólo a los iniciados se les enseñaban todos los misterios y todas las oraciones (símbolo, padrenuestro y canon de la misa) y el sentido de las palabras y signos misteriosos. Después de hacer la profesión de fe (sustancialmente nuestro actual símbolo de los apóstoles, ya en el siglo I), los catecúmenos eran admitidos por el bautismo en la Iglesia. El bautismo se administraba solemnemente, después de un tiempo de ayuno preparatorio, en la noche de Pascua y de Pentecostés por inmersión, y a ser posible en agua corriente, aunque también por infusión, trazando la señal de la cruz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Algunos diferían la recepción del bautismo por largo tiempo; otros incluso hasta el fin de su vida, para poder morir en estado de absoluta pureza; otros, en fin, por falta de seriedad moral.

2. Hasta el año 400, el bautismo de los niños está poco documentado. El Nuevo Testamento no lo menciona, todo lo más alude a él cuando se dice que alguien creyó y se hizo bautizar con "toda su familia" (Hch 16:15.33).

Este es uno de los casos en que el Nuevo Testamento, por falta de precisión, nos deja perplejos, cuando una indicación clara a este respecto habría ahorrado a la cristiandad infinitas dificultades y trabas en su desarrollo. Mas el crecimiento del reino de Dios obedece a grandes leyes fundaméntales, y esto es lo contrario de una fijación literal inicial de todos los detalles. Tampoco consta en ninguna parte que haya sido escrito todo lo que predicaron Jesús y sus apóstoles. Orígenes, por ejemplo, invoca una tradición apostólica que no está transcrita. Así, pues, hay que tomar en serio la evolución en la Iglesia: la prometida conducción a la verdad completa por el Espíritu Santo deja el camino abierto para que ciertas revelaciones, contenidas en germen o implícitamente en la predicación de Jesús, en el transcurso del tiempo y bajo la guía del Espíritu Santo se condensen en fórmulas más explícitas. La predicación del bautismo va toda ella envuelta en la fe, que todo lo sostiene; por tanto, se dirige a los adultos. Y, sin embargo, el mandato del bautismo es para todos.

Los bautizados eran inmediatamente admitidos a la eucaristía y recibían luego la imposición de manos del obispo (confirmación). Así, Pedro y Juan llegaron a Samaría e "impusieron las manos" a los que habían sido bautizados por Felipe "y éstos recibieron el Espíritu Santo" (Hch 8:17). Tertuliano, a fines del siglo II, y Cipriano, a mediados del siglo III, conocen también esta conexión, que todavía hoy se mantiene vigente en la Iglesia oriental.

3. Una vez que los cristianos se separaron de la comunidad judía y se abstuvieron del servicio del templo, organizaron su servicio divino siguiendo el modelo judío: lectura de las Sagradas Escrituras y predicación (así, Pablo, Hch 20:7ss); a esto se añadía la "fracción del pan," o sea, la celebración eucarística de la cena del Señor. Algunas indicaciones sobre la liturgia de la Iglesia primitiva se hallan en el pasaje escriturístico recién mencionado. A partir del siglo III (larga paz, suficientes bienes de las comunidades, importantes relaciones políticas), la Iglesia tuvo sus propios edificios de culto.

Todo lo que sabemos del servicio litúrgico de los cristianos en los siglos I y II evidencia una gran sobriedad y sencillez, que armoniza perfectamente con la atmósfera de los evangelios y en especial con el lenguaje de Jesús. Hasta que no penetra el sentir y pensar helenista (cf., por ejemplo, Clemente de Alejandría y Orígenes) no crece el pathos. La cena se recibía bajo las dos especies de pan y vino. Entre los elementos consagrados Justino también menciona el agua. El pan sagrado se daba a los comulgantes en la mano (en tiempos de persecución se lo llevaban a casa). La celebración de la santa cena tenía lugar al anochecer. Para evitar los inconvenientes que se producían por una excesiva prolongación durante la noche, ya en el siglo II se trasladó a la mañana.

4. Ya en la Doctrina de los doce apóstoles, la llamada Didajé (todo lo más tarde de la primera mitad del siglo II), la eucaristía se conoce con el nombre de sacrificio (cf. también Ignacio de Antioquía). Asimismo, otros maestros de los siglos II y III, como Justino, Ireneo ("el nuevo sacrificio de la nueva alianza"), Clemente de Alejandría y muchas veces el inagotable Tertuliano, ratifican esta doctrina. Algunas de sus afirmaciones no expresan el carácter sacrificial con tanta exactitud como lo hacen las palabras de institución de Jesús la víspera de su pasión 57 y las de Pablo 58 con su esencial relación con la muerte del Señor. No siempre es seguro que con la palabra "sacrificio" se entienda la eucaristía, y no las ofrendas presentadas y destinadas al ágape. Pero a la luz de la predicación neotestamentaria, de todos conocida, los textos cobran suficiente claridad. En Ireneo la afirmación es totalmente categórica.

La ulterior evolución de la liturgia fue así: al principio existía una forma fundamental doble: por una parte, la cena cultual propiamente dicha en la vigilia del domingo, y luego, en la mañana del domingo, una liturgia de la palabra y de la oración. En Oriente sólo se tenía misa los domingos; en Occidente la hubo muy pronto también los días laborables. Hacia el año 200 se celebraba misa diaria en algunos lugares; lo sabemos por Orígenes y Cipriano. La celebración eucarística se continuaba originariamente con un verdadero banquete, el ágape (cf. a este respecto Pablo, 1Cor 11:20ss, y Orígenes contra Celso). Este banquete quedó muy pronto separado de la celebración eucarística propiamente dicha. Con todo, se mantuvo hasta el siglo IV. Cuando la celebración eucarística fue trasladada de la vigilia a la mañana, quedó naturalmente unida a la liturgia de la palabra, hasta entonces celebrada aparte. Era una antigua costumbre que cada uno aportase lo necesario para el banquete cultual. También hacía esto la primitiva comunidad cristiana; de aquí proviene el ofertorio.

Aunque los dones y la oración del hombre intervenían en la oración sacra, sin embargo, por "sacrificio de la nueva alianza" en general no se entendía un sacrificio hecho por obra del hombre: la eucaristía es la actualización del único sacrificio de la cruz de Cristo. Es Cristo quien se ofrece a sí mismo al Padre celestial. Sacerdote y comunidad sólo son instrumentos, ocasión, lugar de esta cena conmemorativa.

5. Para la celebración de la eucaristía sólo existían unas directrices generales, algo así como un esquema, al que todos se atenían fielmente; sin embargo, el obispo celebrante podía, y debía, formular libremente las oraciones. Lo que importaba era el contenido y el sentido, no el texto estereotipado 59. Sólo más tarde (aunque esporádicamente ya desde principios del siglo III) se emplearon exclusivamente textos ya preparados.

a) La lengua litúrgica de los primeros siglos fue el griego. Resultaba evidente que las oraciones debían ser entendidas por los concelebrantes. Dado que el cristianismo en Roma, por ejemplo, había penetrado principalmente en círculos procedentes del Oriente (¿de la sinagoga helenista de Antioquía?), también allí el oficio divino se celebraba en griego (así como en Armenia se celebraba en armenio y en Egipto en copto). Cuando el latín llegó a ser el lenguaje usual universal, la liturgia, sin embargo, no lo adoptó inmediatamente; como lengua litúrgica sólo se impuso en Roma a partir del siglo IV.

Es importante notar cuán fuertemente se expresaba la unidad de la comunidad en la celebración de una única eucaristía por el único obispo. De la iglesia principal se llevaba el pan a las restantes iglesias. Más tarde, en las grandes ciudades hubo varias iglesias principales (en Roma las llamadas iglesias titulares).

b) También para la liturgia cristiana, tal como la celebraba la Iglesia primitiva, vale decir que se había cumplido el tiempo, que Jesús había traído la plenitud y que la liturgia cristiana participaba del prometido crecimiento, alimentada por el suelo patrio de las diversas culturas en cuyo ámbito se celebraba. El desarrollado culto de los judíos Jesús lo perfeccionó, por una parte, espiritualizándolo y, por otra, verificando una conexión esencial mucho mayor con la gracia divina, es decir, mediante su doctrina de la oración en espíritu y en verdad y mediante la última cena como banquete sacrificial, como comida, redentora y vivificadora, de su cuerpo y de su sangre. Por los misterios, por las comidas mistéricas y por la unión mística y física con la divinidad que allí celebraban, podían los paganos llegar a comprender el culto cristiano. Y, al contrario, también de aquellas prácticas podía aprovecharse mucho no sólo para realzar el aspecto externo y la ornamentación, sino también para profundizar con ayuda de los símbolos. En efecto, la Iglesia vuelve a efectuar una sabia síntesis: acepta el mundo imaginativo místico, cargado de concepto y sentimiento, y a la par anuncia una fe determinada, formulada en misterios y dogmas, pero también presentada en un culto rico y sugerente.

6. La fiesta cristiana desde siempre, y la única durante mucho tiempo, era la fiesta de la Pascua, que duraba cincuenta días. El misterio pascual constituía también el verdadero carácter festivo del domingo. Pentecostés también pertenecía a ella. Sólo en el siglo IV fue poco a poco tomando forma el calendario cristiano; se añadieron los días conmemorativos de los mártires, la Natividad del Señor y la fiesta oriental de la Epifanía.

a) Lo significativo y característico de la oración litúrgica de la Iglesia primitiva es el puesto que Cristo ocupa en ella, la orientación fundamental de las oraciones. Estas se dirigen casi exclusivamente al Padre, destacando en su formulación el puesto mediador del Hijo ("por Cristo nuestro Señor"). Sólo las controversias arrianas del siglo IV dieron origen a un cambio radical.

No hay que olvidar la característica general de la antigua oración litúrgica; ésta, a diferencia de la oración moderna individualista, es "objetiva," concisa, está transida de una íntima y sosegada "contemplación."

Los cristianos santificaban el día mediante la oración frecuente. El mandato del Señor de orar continuamente (Lc 18:1) se cumplía en su vida, y más que nada en una actitud de fe que impregnaba toda su vida del amor a Dios y al prójimo y la mantenía en unión con el Señor. Pero, según nos refiere Tertuliano, los cristianos de su época en el norte de África cumplían este precepto al pie de la letra. El mismo cuenta que, además de los tres tiempos de oración diaria 60, todo tipo de acción lo iniciaban o acompañaban con el "pequeño signo" (señal de la cruz en la frente). La señal de la cruz hecha con fe encierra para él una auténtica fuerza milagrosa, y por ella está convencido de poder superar hasta la enfermedad y el veneno.

Una forma especial de celebración religiosa era el ayuno. Se ayunaba el miércoles y el viernes de todas las semanas (días estacionales) 61 y en los días que precedían inmediatamente a la Pascua. En el siglo III se inició el ayuno de cuarenta días.

b) El servicio litúrgico fue durante muchos siglos la auténtica, y a veces la única, forma de pastoral. Todavía al término de la Antigüedad cristiana era inteligible para todos, tanto en el lenguaje como en los ritos. Las lecturas de la misa dominical y del servicio litúrgico cotidiano, matutino y vespertino, descubrían las Sagradas Escrituras a toda la comunidad. La comunión fue, por lo menos en Occidente, aún por largo tiempo cosa de todo el pueblo.

7. Para la formación de los presbíteros y obispos titulares y de los nacientes ministerios menores, es decir, para lo que hoy llamaríamos la formación del clero, hubo varios ensayos en diversas regiones de la ecumene. Para la predicación pastoral propiamente dicha podemos suponer que los designados elegirían compañeros que, parte por sus predicaciones, parte por el trato personal con ellos, estaban ya iniciados en la revelación, así como Marcos era compañero de Pedro o como Pablo nombra algunos de sus colaboradores. Por otra parte, en el ámbito de la cultura romano-helenista, como también en el judaísmo, todo el mundo estaba familiarizado con la idea de una especial formación en la ciencia divina. Era natural que la Iglesia aprovechase esta posibilidad. En consecuencia, ya a partir del siglo II en las iglesias mayores había escuelas de catequistas, que indirectamente servían también para la instrucción del clero (intelectualmente estaban al máximo nivel: Alejandría, Edesa, Antioquía, § 15).

La gloria de las primeras comunidades cristianas era la pureza de costumbres y el amor fraterno. De ambas cosas tenemos conmovedoras descripciones en los escritores cristianos (Hechos de los Apóstoles, los apologetas) y paganos (Plinio a Trajano, Luciano, Galeno). Esta moralidad no solamente era mucho mayor que la de los paganos; era algo diferente: una militia Christi; su caritas era un estar arraigado en el Señor y hacerle bien a él en los que sufrían (Mt 26:30-46). Como soldados suyos, los cristianos luchaban contra el demonio, contra las pasiones y el error, y estaban vigilantes. El cuidado de los hermanos estaba organizado (cf. ya Rom 16:1; 1Tim 5:9 y Hch 4:35; 6:2ss, entre otros); y había una especial preocupación por los que sufrían por causa de la fe. También los paganos conocían el nombre de hermano, pero apenas nada el verdadero amor fraterno.

8. Cuando se deterioraba la moral, la penitencia eclesiástica cumplía su función expiatoria. Para los pecados graves (apostasía, homicidio, adulterio) había una confesión pública (exhomologesis) y una penitencia pública 62. La confesión en la Antigüedad cristiana no estaba ni mucho menos tan individualizada y desgajada de la disciplina general de la Iglesia como lo ha estado después hasta hoy. El concepto de la esencial santidad de la Iglesia estaba todavía muy hondamente presente en la conciencia de los cristianos. A veces llegó a discutirse vivamente si tras una caída grave es posible reconciliarse más de una vez (cf. § 17). Los penitentes públicos no recibían la sagrada eucaristía. El tiempo de la penitencia se abreviaba a veces por la intercesión de confesores o mártires 63). La readmisión (reconciliatio) tenía lugar el jueves Santo.

Al lado de esta praxis penitencial "oficial," a la que todo cristiano estaba sometido, se desarrolló, particularmente en el monacato o en conexión con él (cf. § 32), la posibilidad de una dirección espiritual personal: el oprimido o abatido por sus pecados se dirigía en busca de consejo, ayuda e intercesión a su padre "espiritual," quien lo encaminaba a la penitencia y con ello al perdón de la culpa. Aquí no se buscaba el poder sacramental, sino el enriquecimiento espiritual particular: al principio los monjes eran en su mayoría legos. Se comprende que en torno a la práctica de la penitencia y al poder de perdonar los pecados surgiesen muchas desavenencias entre monjes y sacerdotes (sobre todo en Oriente); la confesión auricular, en su forma fijada más tarde, tiende a abarcar ambas cosas: la dirección espiritual y consejo personal y el perdón sacramental.

 

57."Que se entrega en remisión de los pecados...por los apóstoles y por muchos"; "Cuerpo y Sangre de la nueva y eterna alianza" (Mt 26:28ss; Mc 14:22ss; Lc 22:19ss).

58 "Cuerpo y Sangre del Señor" (1Cor 11:23ss).

59 En todas partes aparece el relato de la institución en el centro de celebración eucarística, como también la petición de la actuación consecratoria del Espíritu Santo (epiclesis) y el recuerdo de la pasión, resurrección y ascensión del Señor (anamnesis), a lo cual aún se añadían oraciones por la aceptación de las ofrendas y preces por los vivos y difuntos.

60 La Didajé también nos habla de una oración rezada tres veces al día (la del padrenuestro).

61 La expresión está tomada del lenguaje militar = el día en que uno está de guardia espiritualmente (statio). La liturgia estacional era la que se celebraba en las diversas "estaciones," por turno en las diversas iglesias de Roma, presidida por el papa o uno de sus vicarios.

62 Siempre que se tratase de pecados públicos, esta confesión era, desde luego, individual. Se discute si, fuera de este caso, había también una confesión pública individual. León I, en un decreto oficial, se pronunció muy duramente contra la costumbre de leer públicamente los pecados de cada uno de los penitentes; el estado de conciencia particular basta con darlo a conocer a los presbíteros en una "confesión secreta" (Poschmann).

63 Esta intercesión existía también en forma escrita, esto es, al penitente se le entregaba un libellus pacis.

 

 

Segunda Época.

La Iglesia en el Imperio Romano "Cristiano."

Desde Constantino a la Caída del Imperio Romano de Occidente.

§ 20. Características Generales de la Época.

l. El hecho fundamental para la Iglesia en esta segunda época es el cambio radical de sus relaciones con el Estado: la Iglesia fue oficialmente reconocida en paridad con el paganismo. Después del sintomático preludio de Armenia, donde ya en el año 295 el cristianismo se había convertido en religión del Estado, es finalmente Constantino quien asienta las nuevas y decisivas bases del Imperio romano. Después, cuando tras la muerte de sus hermanos su hijo Constancio (351-361) venció al usurpador Magencio y se convirtió en soberano absoluto, prohibió los sacrificios paganos y los templos fueron clausurados. Incluso llegó a pensar en una conversión de los paganos por la fuerza, como luego veremos.

Tras el amenazante interludio de Juliano (§ 22) siguió adelante, y acelerado, el proceso de cristianización de toda la vida pública. El emperador Graciano (375-383) rechazó el título de Pontifex Maximus, privó a los sacerdotes paganos (incluidas las vestales) de sus privilegios y retiró definitivamente del Senado 1 el altar de la Victoria. Teodosio (375-395), nombrado emperador por el mismo Graciano, llevó a cabo la represión oficial del paganismo, que por obra del franco Arbogasto, general del emperador Valentiniano, pagano y muy influyente por sus victorias sobre los insurgentes germanos en el año 392, hubiera podido constituir un grave peligro general. Teodosio lo venció en el año 394, prohibió nuevamente los cultos paganos y cerró los templos. El cristianismo se convirtió en la religión del imperio. La celebración de cultos paganos fue declarada delito de lesa majestad. Dado que Teodosio volvió a tener en su mano todo el imperio de Oriente y Occidente, pudo de una vez dar el tiro de gracia al paganismo y al arrianismo.

2. Por desgracia, para reprimir el paganismo, en seguida se empleó la violencia. Mientras Constantino, nacido y educado pagano, tuvo cierta consideración con el paganismo, sus sucesores, educados en el cristianismo, apenas le guardaron ninguna. A esto vino a sumarse el manifiesto literario de Fírmico Materno del año 346 ("Del error de las religiones profanas"), que no solamente invitaba a fundir los tesoros de los templos, sino también a aniquilar a todos los que predicaban el paganismo 2.

Según la tónica general del evangelio y, más en concreto, según la palabra y el sentido del mandato misionero ("como ovejas entre lobos," Mt 10:16; "no pedir fuego del cielo," Lc 9:54), la propagación de la doctrina cristiana por medio de la violencia no puede justificarse.

Mientras los cristianos estaban en minoría y en la ilegalidad y eran, por tanto, perseguidos, hubieron de comportarse así por necesidad. Después, tras la liberación de Constantino, los obispos y con ellos las comunidades y la Iglesia como tal empezaron a poseer poder público y a gozar de todos los derechos civiles, es decir, todos los derechos exigibles 3; y en seguida surgió en una u otra forma la tentación de la violencia. A veces, demasiadas veces, en su celo por la verdad no practicaban lo bastante el precepto del amor, tanto si se trataba de paganos como de herejes o judíos. Entre los propugnadores de la violencia encontramos monjes, obispos e incluso a las "masas," que, por ejemplo, se apoderaron alborotadamente de una iglesia que debía ser entregada a los arrianos.

Tampoco faltan, por otro lado, personalidades eclesiásticas que rechazan el empleo de la fuerza. Ambrosio, es cierto, con ayuda de la multitud excitada intervino contra la usurpación de una iglesia por parte de los arrianos y declaró legítima la destrucción de una sinagoga, pero también se pronunció a favor de la excomunión de los obispos galos que habían aprobado la muerte de los herejes; la misma postura descubrimos en el papa Siricio y en Martín de Tours (cf. también la postura de Agustín y de Jerónimo acerca de la verdad) 4.

3. Así, pues, la Iglesia imperial nació. Se le ofrecían muy distintas posibilidades de acción, se le presentaban otros cometidos. Pero también el Estado, sobretodo en la "sacra" figura del emperador, disponía ahora de nuevos medios de intervención en la vida interna de la Iglesia. En la gigantesca polémica en torno al arrianismo y al monofisismo, como también al nestorianismo, experimentaremos hondamente esta infausta intromisión (§§ 26 y 27).

a) Al mismo tiempo el imperio iba perdiendo cohesión: Oriente y Occidente comenzaron a tener objetivos diferentes. A esto contribuyó poderosamente la oposición eclesiástica entre el Occidente atanasiano y el Oriente arriano. Ambas mitades del imperio perdieron extensión; los pueblos limítrofes paganos y heréticos (¡los germanos!) fueron avanzando. En el 395 el imperio se divide. Y en el año 410 Roma es saqueada por los visigodos de Alarico. Las tropas romanas se retiran de Bretaña y del Rin. Las Galias, España y África pasan a poder de los germanos. El papa León (451) salva a Roma de Atila. En el 455 se produce un nuevo saqueo de Roma por Genserico. En el 476, el germano Odoacro depone a Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente.

Paralelamente, como consecuencia lógica de esta transformación, sobreviene la sintomática extinción interna del paganismo, no sin antes recibir algunos contragolpes, pero también sin dejar de sobrevivir en bastantes detalles y en el subconsciente de muchos.

b) En este entorno básicamente modificado, susceptible aún de sucesivas transformaciones, en el que las fuerzas de la Iglesia ya no se empleaban en la lucha por la existencia, la vida interior de ésta pudo desarrollarse con una autonomía mucho más fructífera. De ahí la segunda característica de este período: en Oriente como en Occidente se inicia la primera gran época de la teología, como también de la lucha contra la herejía. En la historia de la Iglesia se suceden los grandes concilios ecuménicos (las controversias trinitarias y cristológicas, las Iglesias heréticas y los cismas del nestorianismo y del monofisismo). A la par, con este perfeccionamiento de la doctrina avanza también la estructuración de la constitución eclesiástica, de la liturgia y del arte (especialmente importante en Oriente).

c) Ciertamente, el final de esta época no puede fijarse en el año 476, a partir del cual ya no hubo emperadores romanos de Occidente. Entre la Antigüedad y el Medioevo media una zona de transición: se caracteriza por el largo proceso (interceptado por fuertes movimientos de retroceso) de disolución interna y externa del Imperio romano y su cultura, durante el cual paulatinamente se abren camino y configuran las estructuras "medievales."

 

1 Esto sucedió ya bajo Constantino, pero Juliano mandó erigir nuevamente el altar.

2 Ya en él encontramos la infausta, falsa conclusión, adoptada luego tan frecuentemente: la compasión para con los extraviados... es, en realidad, crueldad; la dureza, en cambio, compasión.

3 En Roma, tales derechos civiles ya los poseyeron, en parte, en el siglo III (§ 12).

4 La primera ejecución de la pena capital contra un hereje tuvo lugar en Tréveris en el año 384 por Máximo, el usurpador galo, contra Prisciliano y sus compañeros. Mas lo que el emperador pagano pretendió eliminar en Prisciliano fue más bien al mago y al difusor de ideas consideradas inmorales en el Imperio romano que al hereje. En el año 389, destrucción del "Serápeum" en Alejandría, y allí mismo, en el año 415, el asesinato de la matemática griega Hipatía.

 

 

§ 21. Constantino,

Primer Emperador Cristiano.

Observación preliminar. La historia no debe ocuparse primariamente del mérito o demérito personal de los que en ella intervienen, sino de su actuación histórica. Pero en la historia de la Iglesia esto no tiene plena validez; el cristianismo asienta categorías absolutas conforme a las que se ha de juzgar toda la acción de sus adictos, independientemente del éxito constatable. Así, en la historia de la Iglesia es importante, y hasta necesario, preguntarse por la fe y la moralidad individual de una persona; aunque siempre se ha de distinguir esto de su función histórica. Sólo de esta manera se puede llegar a un exacto conocimiento de los hechos y a una interpretación del sentido de la historia, aunque sea a través de eventuales contradicciones, cuando, por ejemplo, una personalidad ético-religiosa no es del todo consecuente, bien sea en sí misma, bien

sea en el ejercicio de su poder histórico.

En Constantino se evidencia sobremanera la gran utilidad de este criterio metódico. Es poco menos que imposible determinar exacta y definitivamente el grado de pureza de su cristianismo. Pero esto no empecé nada para afirmar sin ningún género de duda que su figura fue de vital importancia para la historia de la Iglesia, para la expansión del cristianismo y para su estructuración interna,

1. Constantino el Grande nació en el año 280; era hijo de Constancio Cloro, que fue César de Diocleciano y luego Augusto de Occidente.

Su madre, Elena, venerada más tarde como santa, era de origen humilde, pero una mujer eminente. Influyó sobremanera en la política religiosa de su hijo. Fue soberano absoluto desde el año 325 hasta su muerte, en el 337.

2. La victoria de Constantino en el Puente Milvio en el año 312 (§ 12) fue atribuida tanto por los paganos como por los cristianos a una especial ayuda del cielo. Posteriormente, el mismo Constantino aseguró bajo juramento a Eusebio de Cesarea (el historiador de la Iglesia) que antes de la batalla había visto sobre el sol, ya en su ocaso, una cruz con la inscripción: "Con este (signo) vencerás." Constantino, en efecto, mandó grabar la cruz en los escudos de los soldados. Parece ser que también hizo engalanar su propia bandera con el monograma de Cristo. El vencedor mandó erigir en el Foro de Roma su propia estatua con la cruz.

El relato de Constantino se ha de reconocer como auténtico. Pero se discute la historicidad de los hechos, principalmente por la contraposición de las fuentes (Eusebio no lo menciona en su historia de la Iglesia; en cambio, sí lo hace en su biografía de Constantino, bastante posterior). En tiempos recientes tal historicidad vuelve a ser defendida con insistencia. Para enjuiciarla hay que tener presente: 1) el culto al sol practicado antes por Constantino; 2) el relato de Constantino aparece en una época posterior, cuando, desde el punto de vista de la Iglesia, ya se sentían intensamente los magníficos efectos de la victoria de Constantino, cosa que en el año 313 y siguientes no era tan clara. Entonces Constantino aún tenía que afirmar y ampliar su posición. Sólo la derrota de su cuñado Licinio, que nuevamente había molestado a los cristianos (Constantino lo mandó matar en el año 325), le dio la total soberanía, libre ya de peligros. Desde este momento intervino decididamente a favor del cristianismo.

3. La victoria del año 312 no hizo todavía de Constantino un cristiano. No obstante, el historiador debe aquí hacer un alto: está sucediendo algo de incalculable importancia para la ulterior historia de la humanidad.

a) En lo que respecta a la persona de Constantino puede decirse que con la victoria del Puente Milvio se realizó en él (o por lo menos se inició) un cambio, para el que ya estaba interiormente preparado: en la casa paterna ya se tenía simpatía por el cristianismo; su padre no persiguió a los cristianos; y, como éste, Constantino antes de su conversión, como hemos dicho, adoraba al "invicto dios-sol" (Sol invictos), una forma de monoteísmo.

Por otra parte, Constantino permitió que continuase el culto a los dioses estatales, siguió siendo él Pontifex Maximus y consintió ser representado como el dios-sol, Helios. De hecho, su comportamiento y su lenguaje fueron a veces de doble sentido, equívocos, hasta el punto de que también los paganos podían reclamarlo como uno de los suyos.

No obstante, no sería legítimo dejar rotundamente a un lado, a la ligera, las insistentes afirmaciones de Eusebio en su biografía de Constantino sobre la fe cristiana de su héroe (a quien glorifica sin reparos). En la noticia de que él había leído la Biblia no hay nada de increíble. ¿Llegó a predicar realmente? ¿O Eusebio se refiere únicamente a sus alocuciones, profundamente religiosas, ante la asamblea de los obispos del Concilio de Nicea?

Debemos asimismo admitir en justicia que tampoco era posible una ruptura total con todo el pasado pagano, vigente durante la formación del imperio, y lo mismo con el culto al emperador. Para eso estaba la estructura e historia del imperio excesivamente arraigada en el politeísmo, y el poder imperial demasiado ligado a su exaltación sobrehumana.

Pero sucedió algo muy significativo; se llevó a cabo una interpretación cristiana del culto al emperador, dándose diversas explicaciones, que fundamentaron e incluso configuraron la imagen del emperador-sacerdote: Constantino como nuevo Moisés, como obispo, vicario de Cristo, santo, igual a los apóstoles.

b) A esto se añade, además, que Constantino hizo por la Iglesia cosas verdaderamente importantes. Hacer, por ejemplo, que el cristianismo se convirtiera en la fuerza inspiradora de toda la vida del imperio lo delataba como un político de visión amplia y realista. Había vívido muchos años en Asia Menor, el país más cristiano del mundo. Conocía la fuerza interior de la Iglesia y en el cristianismo descubrió la gran potencia constructora del futuro. Conocía también la fatal descomposición interna del Estado. El Estado era de estructura pagana y por eso mismo estaba en contradicción con las fuerzas más progresivas de la época, es decir, con el cristianismo, al que en parte ya se había adherido lo mejor de la intelectualidad del imperio. Constantino se puso del lado del futuro. Para nosotros es evidente que ese futuro no podía consistir en una restauración de las formas del viejo imperio, pero Constantino todavía abrigaba esa esperanza.

c) La decisión se le hizo más fácil a Constantino gracias a la oposición política de sus colegas imperiales, que combatían por el paganismo (hasta el año 323 se da en Oriente todo tipo de opresión contra los cristianos, incluso la persecución abierta). Desde el momento en que Constantino llega a ser el soberano absoluto, deja de haber inscripciones paganas en las monedas, llegándose a tomar medidas drásticas contra el paganismo, no obstante la tolerancia religiosa de que gozaba. Y en el año 324 Constantino expresa el deseo de que todos sus súbditos renuncien a la incredulidad pagana y acepten la fe en el Dios verdadero.

4. Con el llamado Edicto de Milán del año 313, cada uno gozó de la libertad de elegir la religión que quisiera. La Iglesia quedó libre; hubo que restituirle todo lo que le había sido arrebatado en la persecución de Diocleciano. El clero fue dotado de privilegios (como los que desde antiguo poseían los sacerdotes paganos), a los obispos les fueron otorgados los mismos derechos y honores que correspondían a los senadores, la Iglesia fue reconocida como persona jurídica (capaz de aceptar legados). De esta manera el Estado, prácticamente, admitió junto a sí (sin calcular el enorme alcance de esta medida) una sociedad universal; éste fue de hecho el primer reconocimiento estatal, inaudito en toda la Antigüedad, de la división de la vida humana en dos esferas autónomas (política y religión, Estado e Iglesia), tal como Jesús lo había expresado: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22:21; véase más adelante). Por su trascendencia, entonces aún imprevisible, y sus repercusiones históricas, el Decreto de Milán es el edicto de la libertad de conciencia.

Esto no significa que la libertad de conciencia estuviera realmente garantizada (cf. el trato dado a los paganos y herejes) ni que la Iglesia obtuviera entonces la plena independencia del Estado. De acuerdo con la inveterada tradición aún vigente, ambas estructuras siguieron estrechamente vinculadas entre sí; sólo al cabo de un largo proceso evolutivo pudo adquiriese la conciencia de la independencia de la Iglesia del poder imperial, que todo lo dominaba. Delimitar el ámbito de uno y otro poder habría de constituir una de las grandes tareas de la historia ulterior, no sólo hasta el término de la lucha de las investiduras, sino, bajo otras formas y por diversos motivos, hasta el día de hoy. En aquel tiempo fue ante todo la fe en el Dios operante a través del emperador la que por medio de Constantino obtuvo una impronta cristiana. De este modo quedó asentado el dogma político del emperador como señor de la Iglesia, que también está presente en la evolución del Imperio bizantino. Y así surgió la primera forma de eclesialismo estatal, que luego, con Justiniano, desembocó en un acusado cesaropapismo.

Constantino no persiguió al paganismo. Es cierto que el culto pagano fue prohibido en parte (por inmoral), pero sin perjuicio de la tolerancia religiosa. Constantino trató ante todo de impedir que el pueblo fuese explotado por medio de la superstición pagana. Cuando tuvo lugar la destrucción de los lugares del culto pagano se trató más bien de una deplorable reacción del pueblo cristiano, hasta entonces oprimido.

5. Como la vida de los cristianos ya no se veía amenazada por ningún peligro, la imagen exterior de la vida pública cambió rápidamente. La transformación fue enorme; parecían cumplidas las más atrevidas esperanzas, Pero aún habría de probarse de mil maneras que el paganismo todavía no estaba muerto.

a) Los más importantes puestos del Estado, de los cuales dependía absolutamente la organización de la vida pública, están ahora ocupados por los cristianos. El domingo, perenne recuerdo de la gloriosa resurrección del Señor, se celebra con todos los honores (legalmente es día de descanso a partir del año 321); el signo de la redención hace su entrada en la vida pública. En el año 315 queda abolida la crucifixión, en el 325 quedan prohibidas las luchas de gladiadores como forma de castigo. También, en otro sentido, se hace más humano el derecho de disposición y de castigo sobre esclavos y niños. Toda una serie de leyes trata de proteger la vida familiar y la moralidad pública. En el año 319 se prohíben los sacrificios paganos privados. En las monedas aparecen emblemas cristianos. No obstante, Constantino aún prohibió que se molestase a los ciudadanos paganos por causa de sus creencias.

La vida religiosa interna de los cristianos se expande hacia fuera vigorosamente: las iglesias se multiplican (§ 31), los templos paganos son desatendidos, el culto cristiano se vuelve más rico (sirviendo de modelo las fastuosas ceremonias de la corte imperial). Constantino manda construir una iglesia en Constantinopla (en cuyo lugar Justiniano erigirá más tarde la "Hagia Sophia," santa Sofía) y la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, la basílica del Redentor en Roma, la magnífica rotonda, hoy santa Constanza, como mausoleo para sus hijas 5 y, sobre todo, con los materiales del circo de Nerón y en su mismo emplazamiento, la antigua basílica de San Pedro, que se mantuvo en pie durante toda la Edad Media hasta el principio del siglo XVI.

Todo eso significaba mucho más que un acto de munificencia y mecenazgo; era una manifestación de fe cristiana ante el mundo entero; era la glorificación de los mártires sacrificados por el Estado romano, el reconocimiento de la victoria del primer obispo de Roma sobre el Estado perseguidor de parte, precisamente, de ese mismo Estado romano. Constantino regaló al papa romano el palacio de Letrán; de esta manera el obispo de Roma alcanzó un puesto destacado en el orden social y terreno, que fue asimismo importante para su prestigio eclesiástico.

b) Sin embargo, el principal mérito de esta cristianización de la vida no corresponde sólo a los emperadores. Se debe atribuir ante todo a la fuerza interna de la nueva religión. Con todo, hasta una cristianización relativamente completa todavía había mucho camino por andar; los cristianos no dejaban de ser una minoría en el imperio, y al paganismo, no obstante su lenta descomposición interna, no le faltaba fuerza para resistir tenazmente y hasta para reconquistar —momentáneamente — el terreno perdido (§ 22).

Aparte de esto, la afluencia de grandes masas a la Iglesia cristiana no dejó de tener naturalmente consecuencias negativas; ahora ser cristiano ya no representaba un peligro, sino una ventaja. Con lo cual el nivel religioso y moral descendió. Más amenazadora aún fue la aceptación, poco menos que inevitable, de ciertos usos y costumbres populares paganos, que si bien fueron "bautizados" por la Iglesia, no pudieron conjurar el latente peligro de la supervivencia de los elementos paganos primitivos (siguieron existiendo, por ejemplo, las fiestas paganas, aunque con signo cristiano).

c) Poco menos que imposible de valorar en toda su amplitud es el hecho de que la Iglesia, con y por Constantino, comienza a conformarse y adaptarse al modelo del imperio. En lo positivo y en lo negativo. Que la Iglesia estuviera dominada en gran parte por el Estado habría de ser fuente de muchos inconvenientes y deficiencias. Y como este dominio se desarrolló y se ejerció en forma de cesaropapismo, surgió el peligro de que todo lo que dentro o fuera del imperio apareciese como más o menos hostil a él hubiera de ser considerado a la vez como contrario a la Iglesia imperial, porque se sospechaba que podría ser instrumento de intereses políticos.

Y aún más peligrosa fue la infiltración de la política en la misma Iglesia. En el Oriente esta situación se creó no sólo en contra de la antigua Roma, sino también en contra de Alejandría. Y, en el Occidente, la renacida Iglesia imperial del Medioevo, en parte secundando y en parte combatiendo al imperio occidental, hubo de desarrollar a la par que padecer este pensamiento político-eclesiástico en sus formas particulares de fuerza política y económica.

6. Constantino es llamado con razón el Grande, pero no fue un santo, aun cuando la Iglesia griega lo venere como tal el mismo día que a su madre, santa Elena. Sus crueldades y los homicidios de sus parientes más próximos no admiten paliativos de ninguna clase. El miedo a sus competidores por el trono le dominó de forma desenfrenada, pagana, y mandó eliminar a todos los que podían reivindicar cualquier derecho de sucesión al trono. Que no se hiciera bautizar hasta poco antes de su muerte (lo mismo que su hijo Constancio, muerto en el año 361) puede explicarse en parte por la lamentable costumbre de entonces. Más grave es el hecho de que más de una vez hiciera causa común con los arrianos 6 y los donatistas contra la libertad de la Iglesia 7 y acariciase la idea de fusionar todas las religiones en una.

7. Uno de los actos de mayores consecuencias de Constantino fue la de levantar una capital en Oriente; engrandeciendo y embelleciendo Bizancio creó Constantinopla (ciudad de Constantino). Bizancio no había tenido hasta entonces ninguna importancia política ni cultural. Y lo mismo puede decirse de su posición en la Iglesia: no había sido ninguna fundación apostólica, no tuvo obispo hasta el año 315 y éste era sufragáneo de Heraclea (esta afirmación es cuestionable desde el punto de vista greco-ortodoxo ya que Bizancio y precisamente Constantinopla representan para ellos la cátedra del Santo apóstol Andrés, hermano de San Pedro, aunque desde el punto de vista estrictamente histórico es muy poco probable el hecho que San Andrés haya fundado esa sede apostólica).

Con la ampliación y elevación de Bizancio, la acción de Diocleciano, que había trasladado su residencia al Oriente, quedó definitivamente ratificada.

Es interesante hacer notar que, en cierto sentido, se tuvieron en cuenta las circunstancias culturales efectivas. Pues en el helenismo primitivo los súbditos superaban al vencedor. El potencial espiritual del Oriente era enorme, y eso explica la fuerza de atracción que ejerció sobre Roma y el Occidente entero hasta el siglo VIII.

La fundación de Constantinopla significó: a) la creación de una ciudad cristiana en la que desde un principio no hubo sacrificios paganos, mientras que en Roma continuaba el culto idolátrico; b) la liberación de Roma y del papado de la cercanía de los emperadores, tan peligrosa para la libertad de la Iglesia; pero también c) que la sede episcopal de la nueva residencia dependiera completamente del emperador y, finalmente, d) que se creara un centro eclesiástico en Oriente que naturalmente habría de convertirse en rival de Roma, acelerando y ahondando así el alejamiento de la Iglesia oriental y occidental y preparando, en consecuencia, la separación posterior.

Ya en el segundo concilio ecuménico, precisamente en Constantinopla (381), se hicieron notar las repercusiones de la exaltación política en la postura eclesiástica: aquella sede episcopal, tan joven aún, obtiene la primacía de honor después de Roma, porque "esta ciudad es la nueva Roma." Así, crasamente, las categorías mentales políticas son trasplantadas al ámbito eclesiástico y utilizadas para la constitución de la Iglesia.

8. Esto es tanto como decir que en Oriente se implantó el cesaropapismo. Entre tanto, los papas romanos, que hasta la alianza de Esteban II con Pipino (752-753) habían sido súbditos políticos del emperador romano de Oriente, se convirtieron en paladines de la libertad de la Iglesia; casi ininterrumpidamente se opusieron a las presiones imperiales, a menudo en medio de gravísimos apuros económicos y políticos. Al mismo tiempo se convirtieron en guardianes de la ortodoxia de la fe proclamada por los concilios ecuménicos de Oriente. Esta afirmación es exacta, aunque desde luego no silenciaremos las excepciones que se deben mencionar (Honorio, § 27).

Es indiscutible que muchas veces al clero oriental le faltó el necesario sentido de la independencia. Mas no se debe olvidar, a la hora de enjuiciarlo, que el obispo y (desde el año 381) patriarca de Constantinopla era totalmente dependiente del emperador. La sede episcopal era creación del emperador y el obispo un "advenedizo," mientras que Roma tenía su propia tradición apostólica secular. No obstante, figuras como Atanasio y Crisóstomo (§ 26) ponen de manifiesto también en Oriente la fuerza de la libertad eclesiástico-cristiana. E igualmente en Occidente un hombre como Ambrosio está (ante el emperador Teodosio) animado del mismo espíritu.

5 Santa Constanza es una construcción anexa a la basílica de santa Inés (= deseo de ser enterrado junto a la tumba de los mártires).

6 Fue siempre amigo de aquel Eusebio de Nicomedia (que lo bautizó), aunque éste había sido excomulgado por el Concilio de Nicea. Constantino fue también el que confinó a Atanasio en Tréveris en el año 335, como también a Osio, el anciano obispo de Córdoba.

7 La controversia sobre la doctrina de Arrio, para resolver la cual él tanto se había esforzado en Nicea, la consideraba una charlatanería inútil.

 

 

§ 22. El Emperador Juliano

y la Reacción Pagana.

1. El paganismo no había muerto. Tradiciones antiquísimas no desaparecen sino poco a poco. Especialmente esos núcleos sociales en los que tales tradiciones suelen estar más arraigadas, las antiguas familias nobles, aún estaban adheridas a la vieja religión, bajo la cual había surgido la gloria del imperio. No se debe olvidar que bajo Teodosio (+ 395), que constituyó a la nueva fe en religión del Estado (§ 23), aún eran paganos la mitad de los súbditos del imperio.

También determinadas profesiones fueron centros de resistencia a la cristianización. Para los sacerdotes y los maestros superiores (también los artistas) estaba en juego su existencia. Justamente aquí demostró el nuevo Estado (en parte también por necesidad) una singular falta de lógica, que, por otro lado, trajo consecuencias ventajosas para el patrimonio cultural del Medioevo: las más célebres escuelas superiores y la casi total instrucción de las clases más elevadas fueron dejadas en manos de maestros paganos 8 y durante cierto tiempo continuaron siendo provistos los cargos sacerdotales paganos. El esplendor sin igual de las obras culturales del paganismo siguió ejerciendo su maravillosa fuerza de atracción.

Del mismo modo que la eventual persecución sangrienta del paganismo contribuía por otra parte a provocar una resistencia más tenaz, así también las funestas escisiones ocasionadas por las herejías en el cristianismo (§§ 26 y 27) disminuyeron por otro lado su fuerza interna y su prestigio externo.

2. El paganismo recibió en el siglo III, especialmente entre las personas cultas, nuevo esplendor, renovada fuerza de atracción y un verdadero robustecimiento interior por medio del neoplatonismo 9. Se trata de una filosofía religiosa idealista o también de una religión filosófica, la última gran creación del genio griego. Reinterpretando y profundizando la antigua religión popular pagana, se logró otra vez un renacimiento real del paganismo. Su mayor éxito en concreto fue ganarse al emperador Juliano (también san Agustín pasó por este sistema).

3 Juliano el Apóstata (361-363). La brutalidad homicida que empaña la imagen de Constantino el Grande fue heredada por sus tres hijos. Arrastrados por el miedo a sus competidores, igual que su padre, eliminaron a sus parientes varones, excepto sus dos primos más jóvenes, Galo y su hermano Juliano. Cuando Constancio fue soberano absoluto, mandó matar también a Galo, al que él mismo primeramente había nombrado César, mientras que a Juliano, a instancias de la emperatriz, le fue perdonada la vida y pudo continuar su actividad en el servicio monástico eclesiástico, donde se le había confinado. Es comprensible que esta obligada profesión le hiciese no sólo antipática, sino hasta odiosa la religión a la que aquélla iba unida, la religión profesada por el asesino de su padre. Y, viceversa, pudo parecerle más simpática la religión pagana que aquél había perseguido. Además, el trajín de los obispos arrianos de la corte, así como la desunión de los cristianos, no hubo de causarle buena impresión.

Sin embargo, la causa principal de su distanciamiento del cristianismo (que por lo demás sólo conocía en la viciada forma del arrianismo) fue el influjo pagano de sus maestros. En particular el neoplatónico Máximo despertó su entusiasmo, siendo aún estudiante, por la antigua filosofía. A los veintidós años abjuró secretamente del cristianismo y se hizo iniciar en los misterios eleusinos. Llegó su hora cuando Constancio lo hizo César y lo envió a la Galia. Allí hizo cosas tan sobresalientes que sus tropas lo proclamaron Augusto. La lucha contra el odiado Constancio se hizo con ello inevitable. La muerte de éste, ocurrida antes del desenlace bélico, convirtió a Juliano en soberano absoluto.

Juliano, siendo emperador, apostató también públicamente. Se adhirió al paganismo y se propuso seriamente hacerlo renacer.

4. Juliano era lo bastante inteligente como para no provocar una persecución sangrienta, ya que los mártires sólo hubieran favorecido a la Iglesia. Sin embargo, llegó a haber martirios, debido al furor de la plebe pagana, al capricho de ciertos gobernadores y a la ira del emperador contra cristianos particulares. No menos vituperable es el modo ambiguo, insidioso y mezquino con que Juliano trató de conseguir subrepticiamente de los cristianos la adoración externa de los dioses so pretexto del culto debido al emperador.

Privó al cristianismo y a la Iglesia de todos los privilegios de que habían gozado desde Constantino y que, evidentemente, tanto habían favorecido su desarrollo. También trató de debilitar espiritualmente a la Iglesia, prohibiendo que en las escuelas cristianas se enseñara el patrimonio cultural del paganismo. Promovió todo lo que pudiera hacerle competencia a la Iglesia, fuesen sectas cristianas, fuese el judaísmo o el paganismo.

Fijó su atención principal en revivificar el paganismo. Su trabajo fue en este sentido un reconocimiento indirecto de la superioridad del cristianismo, al mismo tiempo que demuestra la seriedad moral con que se dedicó a dicha tarea. Lo que él perseguía era un paganismo cristianizado. En los templos paganos, tras su reapertura, debía oficiar un sacerdocio con altas exigencias de pureza, piedad, instrucción y amor al prójimo; el culto debía restaurarse con gran pompa y ser más fecundo religiosa y moralmente mediante la predicación, y otro tanto debía cuidarse la caridad. La orden dada por Juliano de reconstruir el templo de Jerusalén y promover el judaísmo en general fue una tentativa consciente de reducir ad absurdum las profecías cristianas. Él mismo participaba todos los días en el sacrificio pagano y trató también de activar sus planes como orador y escritor.

5. El ensayo de Juliano no pasó de ser un episodio. Ya en el año 363, apenas cumplidos los treinta y dos años, entró en guerra contra los persas. Nadie es capaz de imaginarse las inmensas dificultades que hubieran podido acarrear al cristianismo las "magníficas cualidades" del Apóstata, como dice San Agustín. Pero su aparición es sumamente instructiva para conocer la situación histórica de la Iglesia en aquel tiempo. Nos permite de un solo golpe de vista descubrir claramente los peligros que bajo aquellas condiciones religioso-culturales acechaban a la Iglesia.

Incluso en el caso de Juliano, nada nos autoriza a ver en él solamente lo erróneo y negativo y pasar por alto lo positivo. Como César de las Galias, levantó nuevamente esta provincia con medidas prudentes y justas, y como emperador implantó la austeridad, la justicia y la objetividad en la administración y legislación del imperio. Que a pesar de estos valores y de estas al menos parcialmente acertadas medidas no lograse imponer su criterio ni sofocar al cristianismo, demuestra mucho mejor la fuerza de la Iglesia de Cristo que si ésta hubiera tenido que resistir a un nuevo Nerón.

8 En el año 529 fue cerrada la escuela de filosofía de Atenas, dirigida por paganos; precisamente en el mismo año en que se fundó Monte Casino.

9 Su fundador fue el alejandrino Ammonio Sacas (+ 242); la doctrina fue sistematizada por su discípulo Plotino (+ 269), de quien, a su vez, fue discípulo Porfirio (§ 14). El último representante fue Proclo (+ 485), el cual, como fuente del llamado Dionisio Areopagita, ejerció indirecta y anónimamente una enorme influencia en la formulación teológico medieval de la doctrina cristiana.

 

 

§ 23. El Cristianismo

como Religión del Imperio.

1. Constantino había abierto al cristianismo el camino de la vida pública, poniéndolo en situación de convertirse en religión del imperio. Tanto por su íntimo impulso misionero como por el apoyo de los emperadores, la Iglesia fue poco a poco realizando esta tarea. Una a una fue convirtiendo a todas las regiones del imperio a su gozoso mensaje; progresivamente fue transformando sus organizaciones en una estructura conclusa de considerable importancia política. Los emperadores, tanto por sus ideas cristianas como por prudencia política, aprobaron y favorecieron esta evolución, por un lado apartándose del paganismo y restándole su apoyo moral y material y por otro prestándoselos cada vez más al cristianismo y a la Iglesia; el cristianismo pasó de ser una religión equiparada al paganismo a ser la única reconocida por el Estado.

2. Con esto, al joven cristianismo se le presentaba una nueva tarea: surgió el problema de cómo llevar a cabo las tareas políticas según la doctrina de Cristo.

a) Como este problema no había existido para la comunidad primitiva (el Estado y sus dirigentes eran paganos), las reflexiones de la ética y el orden políticos no podían tener más que un escaso eco en los escritos del Nuevo Testamento (cf. Mt 22:21; Rom 13:1). Pero ahora había que dar una respuesta sobre qué ideal había que predicar a los cristianos que podían o debían actuar políticamente y qué forma debían revestir las relaciones de estos hombres con los obispos, sucesores de los apóstoles: ¿cómo tienen que habérselas dentro de la Iglesia los obispos y el emperador?

b) Dado que los emperadores habían conseguido y garantizaban la libertad de la Iglesia, dado que además concentraban en una sola mano toda forma de determinación política, mientras que el episcopado andaba a menudo desunido, se encontraban de primeras en una situación ventajosa; a parte de esto, y en especial frente a los sucesores de Pedro, los obispos de Roma, podían remitirse al hecho de que toda autoridad procede de Dios (Rom 13:1) y, por consiguiente, se debe obedecer a los emperadores. Por eso, y por encima de la antigua tradición pagana, consideraron como competencia suya poner orden en los asuntos eclesiásticos, siempre en colaboración con el episcopado, pero preferentemente según la voluntad del emperador. A este respecto, pronto se hizo referencia al pueblo de Dios del Antiguo Testamento y a la actuación de los reyes en él 10.

c) Esto no puede en modo alguno excusar sus múltiples intervenciones, pero puede esclarecer ese convencimiento fundamental sin el cual no es posible comprender la historia de la Iglesia en las postrimerías de la Antigüedad (ni en la Edad Media): los soberanos cristianos (y los estadistas, añadiríamos hoy), en cuanto dirigentes políticos de la cristiandad, tenían una misión histórico-salvífica. Su objetivo, objetivo que deben cumplir en directa responsabilidad ante Dios, es la realización de la virtud cardinal de la justicia, que en la Escritura se menciona más de ochocientas veces. En este tiempo el rey justo (rex justus) es el soberano querido por Dios, que si bien debe respetar el ámbito del sacerdocio, ostenta no obstante una alta dignidad en la Iglesia.

Obviamente, por tanto, los emperadores se arrogaron, por ejemplo, un amplio poder sobre los concilios o pronunciaron la palabra decisiva en las controversias doctrinales de la época. Su palabra —palabra de seglares— tenía una notable importancia espiritual.

3. Esta evolución, acompañada de una creciente represión legal, y en parte también ilegal, del paganismo, la completó Justiniano (527-565). Él, en quien por última vez se unió el imperio de Oriente y de Occidente (entonces [¿547?] ya san Benito había terminado sus días), marca el punto culminante del cesaropapismo. Justiniano, el emperador del derecho, declara a los no bautizados fuera de la ley y a los herejes inhábiles para desempeñar cualquier cargo. Con ello está ya básicamente expresada la concepción medieval de que sólo el ortodoxo es un ciudadano completo, y que todo ataque a la fe o a la Iglesia significa asimismo un ataque al Estado. Esta idea se fue poco a poco condensando en la extensa legislación contra los herejes (Codex Theodosianus, 428). Entre los teólogos fue Agustín ante todo el representante más influyente de la idea de que el Estado no sólo tiene la obligación de proteger a la Iglesia, sino también el deber de obligar a los otros, los herejes, a que acepten la verdad (interpretando exageradamente Lc 14:23). También Ambrosio, a quien en otro contexto hemos conocido en su aspecto contemporizador, propugna la destrucción de las sinagogas, porque "no puede haber ningún lugar donde Cristo sea negado" (cf. también § 21).

10 Estos razonamientos, con sus múltiples variaciones, inversiones y confusiones, tuvieron una enorme importancia para la Edad Media. Tendremos ocasión de volver a menudo sobre este asunto al hablar de la interminable lucha entre el papado y el imperio, comenzando desde Carlomagno y pasando por las siguientes generaciones de emperadores hasta la evolución de la investidura divina del príncipe en los nacientes estados nacionalistas.

 

§ 24. Desarrollo de la Estructura de la Iglesia.

1. El paganismo y con él el Imperio romano, básicamente pagano, no desaparecieron sin haber dejado en su mayor parte a la Iglesia, la potencia del futuro, todo lo valioso que poseían. Lo mismo que los grandes y pequeños escritores eclesiásticos se habían nutrido abundantemente de la riqueza espiritual del paganismo (conocimientos filosóficos y literatura), así también pasaron a la Iglesia las formas constitucionales del imperio. Esta fue la última gran gesta del decadente imperio universal. No pecamos de exagerados al ponderar su decisiva influencia sobre la nueva unión política y político-eclesiástica que habría de conseguirse más tarde como presupuesto básico del futuro Occidente tras la disgregación de la antigua unidad.

La Iglesia desarrolla su estructura fundamental instituida por Cristo siguiendo la constitución del imperio en los siguientes elementos y formas:

a) Las comunidades cristianas al principio fueron exclusivamente comunidades urbanas, bajo un solo obispo (§ 18). De esta manera la zona urbana (civitas), o bien la parroquia urbana (parochia), era lo que más tarde se llamó diócesis o sede episcopal; las zonas circunvecinas, que generalmente eran evangelizadas desde la ciudad, estaban naturalmente sujetas a su vigilancia espiritual. Para este fin, acabadas las persecuciones, se designaron obispos rurales 11, en cuyo lugar actuaron después sacerdotes por encargo del obispo. En el Oriente, desde muy pronto, algunas iglesias urbanas fueron confiadas a los presbíteros. Cuanto más se difundía el mensaje cristiano y cuanto mayor y más variada era la actividad de los sacerdotes en el campo, tanto más independientes se hicieron ambos: las parroquias rurales y los párrocos. El establecimiento de parroquias rurales tuvo lugar en Occidente hacia los siglos V-VI. Por subdivisión de estos distritos se multiplicaron las parroquias, al mismo tiempo que el presbítero que al principio estaba al frente de la única parroquia (arcipreste) ganaba una cierta autoridad. En las ciudades, hasta el siglo XI, la liturgia eucarística la celebraba sólo el obispo, acompañado de los presbíteros.

b) Los eclesiásticos eran ordenados para una iglesia determinada y en ella debían permanecer. Generalmente, también era el sacerdote de esta iglesia quien les formaba.

A partir del siglo V eran admitidos al estado clerical solamente los libres. (Prescindimos aquí de la evolución medieval). Por el contrario, en los primeros siglos también eran diáconos y presbíteros los esclavos y los libertos; el papa Calixto I (217-222) había sido esclavo. León I prohibió expresamente que un esclavo fuera nombrado obispo. Como motivo aduce que el que ha de obligarse al servicio divino debe estar libre de otras obligaciones. Este cambio de actitud vino condicionado por la incorporación de la Iglesia a la sociedad y al Estado, pero no fue, ni mucho menos, una muestra de profundización y realización del espíritu evangélico.

Los eclesiásticos vivían del trabajo de sus manos (artesanía y agricultura; el comercio estaba al principio autorizado, pero luego fue prohibido), pero todos participaban de los bienes eclesiásticos, que crecían rápidamente. A esto se han de añadir los diezmos.

c) La provincia eclesiástica correspondía a la provincia estatal con su gobernador a la cabeza. El obispo de la capital (metrópoli) se convirtió en metropolitano, y a él correspondía un cierto derecho de vigilancia sobre los obispos de la provincia. Convocaba los sínodos provinciales en su ciudad y los presidía. El Concilio de Nicea, por ejemplo, dictó normas sobre las atribuciones del metropolitano.

d) Finalmente, también en la Iglesia oriental se llegó a una amplia uniformidad. A imitación de las diócesis del imperio con su gobernador imperial al frente, se crearon allí exarcados o patriarcados. Eran iglesias cuya tradicional influencia se extendía desde antiguo más allá de la provincia (lo mismo que el poder jurídico de las respectivas ciudades también dominaba políticamente los territorios limítrofes): Antioquía y Alejandría. A éstas se añadió más tarde Constantinopla y en el año 451, durante el Concilio de Calcedonia, Jerusalén. En Occidente no existió esta división: el papa era considerado el patriarca de Occidente. Lo cual fue muy importante para la unidad de la Iglesia occidental.

2. El obispo dirigía la vida entera de la comunidad. En las ciudades había desde hacía mucho tiempo una domus ecclesiae: casa de Dios, casa de la comunidad, casa del obispo. Todavía en el siglo IV no encontramos en las ciudades más que una sola iglesia, la del obispo. El obispo era también el alma de la actividad caritativa. Ya en el siglo IV ejercía sobre los eclesiásticos una jurisdicción reconocida por el Estado. El mismo emperador Justiniano, cuando se trataba de una querella contra un eclesiástico, remitía incluso a los seglares al dictamen del juez eclesiástico. En el turbulento período de las primeras migraciones, en todas partes eran los obispos los puntales de la resistencia contra los barbari invasores (§ 33) y después, tras la victoria de éstos, los defensores de la población local frente a los nuevos señores.

El obispo no debía ser llamado directamente desde el estado seglar, sino que tenía que recorrer la escala de los distintos ministerios. Su elección la efectuaba el pueblo y los obispos de la provincia, aunque en el Oriente la influencia de la comunidad en la elección decreció rápidamente.

En religión, moral, política y economía: en todos los ámbitos de la vida pública crece la influencia del clero. Gracias a su elevada formación y a su influencia sobre el pueblo, los obispos asumen enseguida otros quehaceres superiores, antes desempeñados por funcionarios políticos. El clero hace su entrada en la esfera política. Desde un puesto de servidor de la política poco a poco se eleva, en Occidente, hasta una cierta independencia frente al Estado. Se anuncia ya la posición del clero en la Edad Media. La postura de san Ambrosio, que apoyado únicamente en su poder espiritual pudo atreverse a prohibir a todo un emperador romano (Teodosio) la entrada en su iglesia y a imponerle una humillante penitencia, muestra la enorme diferencia que por efecto de la potencia espiritual de la sacralidad cristiana media entre las dos épocas, la cristiana y la pagana.

Y, por fin, en el año 494, nos encontramos con un pensamiento absolutamente inimaginable para el hombre antiguo. El papa Gelasio I, en una carta dirigida al emperador Anastasio, declara que el poder espiritual es completamente independiente del poder temporal.

Esto, por supuesto, era sólo un programa que por muchos siglos ni siquiera en Occidente llegó a realizarse (entre otras cosas porque, de un modo u otro, siguió vigente el sacerdocio real del soberano temporal).

3. La necesidad de regular unitariamente las cuestiones disputadas doctrinales, disciplinarias y culturales, así como la de proteger, reforzar o restablecer, por deseo e interés del emperador, la unidad de la Iglesia (¡base de la unidad política!), dio origen a la convocación de sínodos imperiales generales.

a) A estas asambleas eran llamados los obispos de toda la ecumene, es decir, de todo el mundo entonces conocido (de ahí el nombre de "concilios ecuménicos"). La convocatoria la hacía el emperador, quien también ejercía un influjo decisivo en su desarrollo. Los órganos estatales cuidaban de la seguridad exterior y del orden. El Estado daba facilidades para el viaje y la estancia. Los ocho primeros sínodos imperiales 12 se celebraron en Oriente, precisamente —lo cual es muy importante— en las cercanías de la residencia imperial. En ninguno de ellos participó un papa directamente; de ordinario solía estar representado por sus legados. En el Concilio de Constantinopla, convocado por Teodosio en el año 381 (un año después de la aniquilación oficial del arrianismo), sólo estuvieron presentes los obispos orientales, sin ninguna representación del papa.

Para comprender del todo la función de los concilios en la historia de la Iglesia hay que tener presente que en ellos, sustancialmente, se trataba de problemas dogmáticos y de su formulación teológica, como ya hemos indicado, pero también que su ambiente en ningún caso estaba exclusivamente, ni siquiera principalmente, orientado a lo académico-teológico. Las discusiones tenían un fuerte sello político y político-eclesiástico; se desarrollaban (sobre todo a partir del siglo V) con toda viveza y colorido entre los partidos e incluso las facciones, que se agrupaban unos en torno al patriarca de Alejandría, otros en torno al obispo de Jerusalén y otros en torno al patriarca de Antioquía o de Constantinopla. En Efeso, por ejemplo, en el año 431, son las discusiones entre los partidarios de Cirilo de Alejandría y los partidarios de Nestorio de Constantinopla, respaldados por los representantes de la corte imperial, las que dan fuerte relieve al cuadro. En tales discusiones Antioquía era el portavoz de Oriente y Alejandría de Occidente. Necesario es recalcar el entramado político y político-eclesiástico de aquellas discusiones por las enormes consecuencias que de ahí se siguieron para la historia de la Iglesia y especialmente por la escisión que ellas mismas contribuyeron a provocar entre la Iglesia oriental y occidental. El hecho de poner esto de relieve, sin embargo, no debe llevamos a infravalorar la importancia teológico-dogmática de estos concilios, que nunca será ponderada lo suficiente.

b) Importancia especial corresponde al primer Concilio de Nicea (325), convocado por Constantino. Gracias a su decisión respecto a la relación de la divinidad del Padre y del Hijo (§ 26) se salvó la tradición revelada. La divinidad del Hijo, esto es, del Redentor, fue definida como doctrina obligatoria, con lo que quedó afianzada para siempre la base de la teología de la redención. Especialmente con el empleo del término homoousios (consustancial), la cultura griega resultó ser un magnífico sostén de la fe cristiana.

Esto vale sin limitación alguna para el Occidente, donde la palabra se tradujo por consubstantialis; en cambio, en el Oriente muchos que confesaban la plena divinidad del Hijo rechazaron precisamente este término no bíblico 13, desde hacía mucho tiempo discutido, pues barruntaban en él cierta concepción modalista (§ 16) en la línea de la ya varias veces condenada doctrina de Pablo de Samosata y de Sibelio (hacia el año 260). El mismo Atanasio mostró al principio cierta reserva respecto a esta expresión. El suceso es altamente significativo, porque nos pone de manifiesto la relación, importantísima para la unidad de la Iglesia como, al revés, para las posibles escisiones, que existen entre doctrina y fórmula doctrinal, entre doctrina y lenguaje. En casi todas las controversias doctrinales de tiempos posteriores, como también en todo intento de superar las escisiones eclesiales y hasta en el actual movimiento Una-Sancta, este problema desempeña un papel extraordinariamente importante. Una y otra vez se puede comprobar que unas mismas expresiones querían decir cosas diferentes; pero también que algunos, con diferentes fórmulas, querían expresar lo mismo que sus adversarios (cf. § 29).

4. El patriarca de Occidente, obispo de Roma, cabeza de la única Iglesia apostólica de Occidente, no tenía ningún rival que con parecida autoridad hubiera podido reivindicar su independencia en la línea de una fundación apostólica, como, por ejemplo, Antioquía en Oriente. Por eso pudo, casi sin obstáculos, consolidar su posición como sucesor de Pedro, la piedra fundamental de la Iglesia designada por Jesús. No obstante, también Roma tuvo oponentes eventuales en Cartago (siglo III), Arlés, Milán (siglo VI; véase § 27) y St. Denis (siglo IX); cf. también Aquileya (con título de patriarcado).

Los obispos romanos se mostraron como verdaderos vigilantes de la ortodoxia en estos tiempos de controversias sobre la fe. (Las disputas doctrinales de los tres primeros siglos se decidieron casi todas en Roma, por ejemplo, la readmisión de los fornicarios y los lapsi, y otro tanto la controversia del bautismo de los herejes. Otras decisiones deben a Roma su confirmación definitiva, por ejemplo, la fijación del canon de la Sagrada Escritura). La prioridad romana fue solemnemente reconocida por vez primera en el Sínodo de Sárdica (343), al atribuir al obispo de Roma (invocando la fundación de la Iglesia de Roma por Pedro) la facultad de comprobar cualquier deposición de un obispo decretada por un sínodo y, dado el caso, rechazarla.

Incluso herejes (como Nestorio y Eutiques) reconocieron indirectamente la importancia y la autoridad del obispo de Roma, al procurar que en Roma sobre todo fuesen atendidas sus opiniones. También los Sínodos de Constantinopla y de Calcedonia confirmaron (en el sentido ya señalado) la alta posición de los obispos de Roma. La duración de los pontificados en estos tiempos era generalmente corta, su número grande y su importancia individual escasa. Muchos fueron los papas que se ocuparon de las controversias contra los herejes (arrianismo, nestorianismo, monofisismo).

En esta época no existía todavía una titulación especial para el papa. Toda una serie de calificativos, que más tarde sólo se aplicarían al papa, se aplicaban entonces también a los demás obispos. Sin embargo, a partir del siglo VI la expresión "papa" comenzó a reservarse en exclusiva para el obispo de Roma. Pero la poca trascendencia que este título comportaba respecto a la autoconciencia de los grandes papas queda claramente demostrada con el ejemplo del humilde Gregorio I. Evidentemente hay un contraste abismal, al menos en el plano teórico-abstracto, entre esta postura y la alta conciencia que de sí mismos tuvieron Gregorio VII y muchos de sus sucesores.

El gran oponente del papa era el emperador romano. Cuanto más atenazado se encontraba el patriarca de Constantinopla por el poder del emperador, tanto más fácilmente el poder de este obispo, crecido por efecto de las decisiones de los Concilios de Constantinopla y de Calcedonia, comportaba un incremento del poder eclesiástico del emperador. Surgió entonces el peligro de que toda la Iglesia cayese en manos del Estado. Frente a todo ello, el primado del obispo de Roma significaba, en última instancia, nada menos que la salvación de la libertad de la Iglesia. Sin Roma, y considerado desde el punto de vista histórico, no se hubiera dado a la larga un gobierno autónomo espiritual de la Iglesia.

5. En este tiempo la figura más significativa en la cátedra de Pedro fue León I el Grande (440-461). Vivió en medio de violentas luchas externas e internas (caída del Imperio, irrupción de los bárbaros, monofisismo). Su figura pervive en la historia por la sublime escena de Mantua (452), donde León, sólo en cuanto jefe espiritual y eclesiástico, desarmado, consiguió la retirada del feroz Atila: impresionante muestra de su eminente grandeza y del poder espiritual por él representado 14. Era un auténtico romano, representante del imperio, y un verdadero papa; consciente de la misión de Roma y del primado romano y, por consiguiente, hondamente preocupado de ejercer realmente la dirección de la Iglesia universal. En el Concilio de Calcedonia (451), tras un sinnúmero de intrigas por la parte contraria, logró por fin con una de sus célebres cartas dogmáticas (al patriarca Flaviano de Constantinopla) la condena del patriarca de Alejandría y la recusación de su doctrina monofisita.

Tras su victoriosa lucha contra el intento de Hilario de Arlés (+ 449) de crear un gobierno eclesiástico independiente de Roma, Valentiniano III, con su edicto del año 445, le confirmó el primado de la silla de Pedro sobre todo el Occidente. Ningún otro obispo de Roma antes de él había sido tan consciente de este poder espiritual universal. Mas esta conciencia de poder quedó equilibrada en la síntesis católica en conformidad con 1 Pe 5:2: "Sin disminuir la autoridad de los superiores ni reducir la libertad de los inferiores."

De León I provienen, además de las mencionadas cartas, tan importantes para la historia eclesiástica y dogmática, una serie de vibrantes homilías de corte clásico.

El papa Gregorio Magno (590-604), que aún podría agregarse a esta época, pertenece más bien a la siguiente. Es el primer papa de la Edad Media.

6. Echando una ojeada retrospectiva, podemos claramente constatar que la conciencia de los obispos romanos sobre su posición primacial crece con el ejercicio. Pero su evolución no dependió ni propia ni exclusivamente de la posibilidad concreta de imponer victoriosamente la idea de la supremacía papal sobre los demás obispos. La idea defendida por Johannes Haller, según la cual el papado se entiende como una pura categoría política, pasa por alto los datos comprobables del Nuevo Testamento y su correspondiente contenido religioso respecto a la idea y verificación del primado papal. Ciertos supuestos esenciales de la evolución de la familia eclesiástica romana son para sus miembros, por tradición viva e ininterrumpida, evidentes. El extraño que pretenda emitir juicio sobre esta familia debe esforzarse por penetrar en el modo como se entienden esas evidencias y no olvidarlas en el análisis.

11 Por el término que significa "región," fueron llamados "corepíscopos" (obispos rurales). La institución se mantuvo en el Occidente, en los territorios germánicos, por necesidades de la evangelización, hasta el siglo X, y algunos residuos hasta los siglos XI y XII.

12 Son los siete concilios ecuménicos y el llamado "Sínodo de los ladrones" (429) (cf. § 27).

13 Los gnósticos y Pablo de Samosata, de ideas monarquianas, ya lo habían empleado. En un sínodo celebrado contra este último en el año 268, esta expresión fue incluso condenada directamente. (Pablo de Samosata, desde el año 260 aproximadamente, era obispo de Antioquía y gobernador de la reina de Palmira; Antioquía fue conquistada en el año 272 por el emperador Aureliano).

14 Un encuentro parecido de León con Genserico, rey de los vándalos, tuvo lugar en el año 455; el papa pudo librar a Roma del incendio y de los asesinatos, pero tuvo que permitir un saqueo dentro de un plazo limitado.

 

 

 

 

§ 25. Fe y Formulación de los Dogmas.

 

1. Jesús había predicado una fe exclusivamente religiosa en una forma únicamente religiosa. Nos trajo una revelación divina, esto es, nos comunicó unas verdades celestiales que nuestro entendimiento nunca hubiera podido encontrar por sí solo y que tampoco ahora era capaz de comprender en su verdadero sentido. No presentó sus enseñanzas en un lenguaje académico, teórico o abstracto, sino en un lenguaje vivo, ético-religioso, profético.

Después de los importantes ensayos de Pablo, el primer teólogo cristiano, y de Juan, también los apologetas, Clemente de Alejandría y Orígenes habían tratado de exponer científicamente la fe. Estos primeros intentos hubieron de quedar incompletos, dado que la lucha por la vida frente al Estado en el fuero externo y contra la gnosis en el interno, obligaban a la Iglesia a emplear en defenderse sus mejores fuerzas. Sólo en una Iglesia libre podía disponerse de fuerzas suficientes para resolver la gigantesca tarea de la elaboración teológica de la fe. Este trabajo teológico se efectúa, como todo proceso espiritual, gracias al contraste de las diversas opiniones. Pero por sí mismo también tiende a algo ulterior, a un término que por encima de las opiniones en liza coloca la certeza de la única verdad. Esto es lo que en el orden de la fe ocurre cuando la Iglesia define un dogma.

En lo que respecta a los movimientos fideístas de los tiempos primeros, como de los tiempos posteriores (especialmente de los reformadores del siglo XVI), es importante observar que la Iglesia siempre ha mantenido explícitamente la doctrina de que la fe no es sólo confianza, sino también asentimiento. Ya los apologetas del siglo II trataron en sus ensayos de desarrollar esta idea a partir de los evangelios y de Pablo.

La definición de los dogmas a lo largo de los siglos ha sido uno de los grandes procesos vitales de la Iglesia, de decisiva influencia en su desarrollo. Según la fe cristiana, sin duda, es flujo espontáneo de la infalible dirección del Espíritu Santo. Más también la grada obra conforme a las circunstancias naturales. Todo lo cual queda confirmado en este caso por la idea antes indicada: la definición del dogma construye sobre el trabajo de la teología dogmática y sus planteamientos. Por eso es necesario tener ideas claras de la naturaleza de este trabajo y de los rasgos generales de su proceso.

Es asimismo significativo que tanto la Iglesia de la Antigüedad como de la Edad Media no pronunciaba tales definiciones sino con suma cautela. El dogma no se definía para desarrollar luego su doctrina, sino para recusar una falsa interpretación de la doctrina; de este modo se fijaba el verdadero sentido de la doctrina de la Iglesia en cada una de sus partes.

2. Un dogma definido en el sentido indicado es un artículo de fe formulado conceptualmente al que la Iglesia propone como tal con carácter obligatorio para todos.

"Formulado conceptualmente": con ello se quiere decir que una verdad religiosa, que ya está enunciada en lenguaje sencillo y comprensible (tomado de la Sagrada Escritura), se expresa ahora en un lenguaje más filosófico, más científico. Ejemplos: el Nuevo Testamento nos revela al Padre celestial como Dios y a Jesucristo como Dios. Este hecho de la divinidad de Cristo (ya en el mismo Nuevo Testamento, en el prólogo del Evangelio de Juan, § 6, y entre los apologetas) encuentra una formulación conceptual gracias a la expresión filosófica de Logos. Y la definitiva expresión dogmática se logra en Nicea (325), al proclamar la Iglesia que el Hijo es homoousios (= de la misma esencia) del Padre. Jesús había dicho (Mt 26:26): "Esto es mi cuerpo...." Esta verdad halla su formulación conceptual en la definición de la transustanciación. Los términos "conceptual" y "científico" no deben, en este contexto, ser tomados estrictamente. Tales expresiones, en el fondo, no significan más que esto: que se quiere dar una visión de validez objetiva universal, accesible a todo hombre de buen sentido; pero en ningún caso se piensa en una correspondencia efectiva con el refinado lenguaje técnico filosófico-teológico, aunque la expresión utilizada pertenezca a ese mismo lenguaje. Todo esto que decimos se puede ilustrar con toda la historia de los dogmas.

La cuestión fundamental, pues, viene a ser ésta: ¿cómo pasaron las verdades reveladas del sencillo lenguaje de la predicación religiosa a formulaciones más científicas?

3. El punto de arranque es la tradición eclesiástica. Las tentativas de los diversos teólogos o escuelas teológicas de formular científicamente la revelación, obtuvieron unos resultados sustancialmente diferentes, según la actitud intelectual inicial de cada uno de ellos o, dicho con otras palabras, según el elemento revelado que despertaba su particular interés y, consiguientemente, se convertía en punto de partida de sus reflexiones; es decir, según el punto o aspecto que les hacía abordar el problema. Todas las posibilidades viables para dar explicación a un punto doctrinal han estado, de hecho, representadas por las diferentes escuelas a lo largo de los siglos. De un lado, dentro de la teología eclesiástica, preocupada por mantener íntegro el patrimonio revelado y encontrar para él fórmulas abstractas obligatorias, siempre ha habido divergencias legítimas (los griegos parten de las tres personas, los latinos de la unidad); de otro lado, nunca han faltado herejes que por una determinación subjetivista han destacado bien éste, bien aquel otro elemento de la tradición, en menoscabo de los restantes.

Desde los primeros anuncios del mensaje cristiano nos encontramos repetidamente con esta idea fundamental: no hay más que una verdad cristiana, y sólo la Iglesia con su carisma da testimonio de ella. Por eso la Iglesia ha excluido como herejes a todos los que han expuesto la doctrina cristiana de forma distinta a como ella la entendía.

La misma conciencia se echa de ver en la formulación de los dogmas, en la consiguiente condena de las doctrinas heréticas y en la exclusión de sus representantes de la comunidad eclesial, ¡y naturalmente de la salvación!; aquí incluso se hace patente que esta conciencia es más refleja y está inserta en un contexto más amplio, que con especial claridad deja entrever de qué se trata. Nos hallamos ante el problema que más tarde se habrá de traducir en la cuestión de si la Iglesia es el único camino de salvación.

4. A este estado de cosas se han de añadir otros datos complementarios: con una intensidad sorprendente, ya desde el primer capítulo del Evangelio de Juan, y pasando por Justino y muchos Padres de la Iglesia, incluido el intransigente Agustín, toda una serie de teólogos de la Antigüedad, de la Edad Media, sostienen la doctrina de que el Logos y su luz o la fuerza de su gracia ha sido y es participada a todos los hombres desde la creación del mundo. La universal y eficiente voluntad salvífica de Dios es reconocida sin titubeo alguno, valientemente. Tal proclamación no descalifica en ningún caso la doctrina de la necesidad salvífica de la Iglesia; también la doctrina del logos spermatikós se apoya en la fe de la redención por Jesucristo. Y toda gracia antes de la Iglesia y fuera de la Iglesia llega a los hombres únicamente por medio de la Iglesia. Esta doctrina no se asienta de una vez, sino poco a poco, pero su línea evolutiva evidencia claramente una dirección unitaria, que discurre, además, dentro del mismo ámbito de la Iglesia. La doctrina, en su conjunto, contradice el espíritu de la draconiana consigna propugnada después por los jansenistas: "¡Ni una sola gota de gracia cae sobre los paganos!" (Saint-Cyran). León I, en una de sus homilías, formula básicamente la doctrina católica en estos términos: "El sacramento de la redención de la humanidad no ha estado ausente ni en los tiempos más remotos," "más bien desde la fundación del mundo está instituido un único e inmutable medio de salvación." Fácilmente se comprende la dificultad de delimitar y formular con precisión tan polarizadas divergencias.

Una indeterminación similar se acusa también en el acto con que la Iglesia excluye a uno de su comunión. Jesús, en su predicación, había expresado la idea de la exclusión de diversas formas ("sea para ti como un gentil...," Mt 18:17, y viceversa: "Os echarán de las sinagogas...," Jn 16:2). En la primitiva Iglesia de la época de los apóstoles había verdaderamente exclusión de la Iglesia. En las controversias doctrinales de los siglos II y III encontramos a menudo el mismo fenómeno. A este respecto la mayoría tenía ideas muy estrictas: la exclusión de un hereje lo entregaba a la condenación (cf. el final de la carta del Sínodo de Sárdica a Constantino, o muchas declaraciones de los sínodos africanos concernientes al bautismo de los herejes). Por otra parte, el Concilio de Nicea, en uno de sus cánones, establece que una excomunión episcopal es controlable y, por tanto, corregible. Gracias a las importantes decisiones tomadas por los concilios ecuménicos, a partir del de Nicea, comienza a ser la excomunión uno de los grandes medios de regular la ortodoxia. Pero la idea del alcance de semejante proscripción o excomunión ha sufrido, como ya se dijo, notables oscilaciones a lo largo de los siglos. En la Edad Media, debido a su empleo demasiado frecuente, perdió poco a poco su eficacia, a pesar de sus en parte durísimas formulaciones (cf. la primera excomunión de Enrique IV, § 48).

El quehacer teológico dogmático se ocupó primeramente del misterio de fe trinitario y luego del cristológico.

La revelación enseñaba y la fe general de la Iglesia confesaba: I. Un Dios; Padre = Dios; Hijo = Dios; Espíritu Santo = Dios. II. Jesucristo = Dios y hombre.

Con respecto a I, lo indiscutido era la unidad: sólo hay un Dios. Tomando como punto de partida esta unidad, los monarquianos (§ 16:1) no daban importancia, o muy poca, a la divinidad del Hijo; en consecuencia, o bien sostenían que el Hijo estaba totalmente absorbido por el Padre, de modo que el Hijo no era más que una apariencia del Padre (modalistas), y así había sido el Padre quien murió en la cruz (patripasianos); o bien negaban que Cristo era una encarnación de Dios, estando solamente colmado de fuerza (dynamis) divina (dinamistas). Como consecuencia última de esta opinión resultaba que el Hijo no era más que una criatura del Padre. Frente a todo esto, la teología eclesiástica se reafirmó en la unidad de Dios y en la trinidad de personas divinas, encontrando para ello la fórmula de que el Hijo es consustancial al Padre.

Con respecto a II, el punto de arranque de las controversias sobre este tema vino a ser la afirmación eclesiástica de la divinidad del Cristo que nos ha redimido. Cristo es uno (el redentor), pero Dios y hombre a la vez. ¿Cómo se ha de entender la unión de las dos naturalezas? ¿Ha sido la humanidad absorbida por la divinidad hecha carne o coexisten ambas naturalezas? Nestorio (§ 27), acentuando la dualidad, puso en peligro la unipersonalidad de Jesús: la divinidad habita en el hombre Jesús como en un templo. Y, viceversa, los monofisitas, partiendo de la unidad, llegaron a negar la integridad de las dos naturalezas; la humanidad es absorbida por la divinidad. La Iglesia, por el contrario, afirma: dos naturalezas en una sola persona divina, esencialmente unidas pero no mezcladas.

6. Tal vez en ningún otro lugar mejor que en la formulación de los dogmas se pueda descubrir la sabia mesura de la Iglesia, su fiel atenimiento al depósito íntegro de la tradición o la Sagrada Escritura y a la Iglesia misma como autora de la síntesis. La herejía, dominada por sus propios impulsos unilaterales filosóficos o espiritualistas o de fanatismo religioso, llegó a constreñir la predicación de la fe por un lado o por su contrario. La Iglesia fue rechazando la restricción de un lado como del otro y estableciendo como contenido de la fe la íntegra totalidad de las verdades contenidas en la predicación de Jesús y de los apóstoles.

7. Ya hemos visto que en esta época la tarea de la formulación de los dogmas fue realizada exclusivamente por la teología oriental, de acuerdo con su naturaleza (filosófica). Por el contrario, en el Occidente, de acuerdo con el carácter occidental, el trabajo se centró menos en la penetración intelectiva. Los occidentales se dedicaron más a los asuntos prácticos y morales. Mientras los griegos se empezaban en averiguar el fundamento de la esencia divina y divino-humana, los teólogos occidentales se ocuparon preferentemente del proceso de la salvación: ¿Cómo se salva el hombre? ¿Cómo se conjugan la gracia divina y la voluntad humana?

De capital importancia es el hecho de haberse adoptado enseguida, junto con el griego, el latín como "lengua del mando" (Worringer) 15. En la Biblia, el contenido de la fe estaba en su mayor parte formulado en griego. Incluso el trabajo de la formulación de los dogmas en Occidente había discurrido (sobre todo en el caso de Agustín) por los cauces de la cultura griega, de la que también participaban los romanos. Sin embargo, la organización de esta fe fue obra exclusiva del genio latino y se realizó en lengua latina. Y otro tanto la configuración de la liturgia en Occidente. El latín, a partir de la segunda mitad del siglo IV, se convirtió en una especie de paladión de la ortodoxia. Esto es de una importancia decisiva. Nos hallamos ante la única energía espiritual perceptible que en el territorio romano-occidental realmente, aunque inconscientemente, se opuso a la orientalización de la Antigüedad tardía, hasta entonces incuestionablemente aceptada, convirtiéndose así en condición básica para la formación de un Occidente autónomo (H. E. Stier).

No obstante, también el genio de la lengua latina comportó y estableció discrepancias, no siempre fáciles de evitar, con la idea griega de la fe. En particular hubo de resultar difícil guardar exacta correspondencia en griego y en latín de los conceptos fundamentales.

15 Desde el siglo IV, la curia adoptó, junto a la forma de las decretales, también la de los mandatos romanos.

 

 

§ 26. La Cuestión Trinitaria.

1. Arrio (+ 336), natural de Libia, vivió como piadoso sacerdote en Alejandría, centro de la cultura griega y de la teología cristiana. Aún más importante para su evolución fue el hecho de proceder de Antioquía, sede de una escuela de teología marcadamente propensa a la crítica. Allí tuvo como maestro a su fundador, Luciano.

Arrio procedía, pues, de una escuela que en Jesús no veía a Dios, sino a una criatura dotada de fuerzas divinas. Y esto es lo que él enseñó de palabra y por escrito; a Jesús, como máximo lo situó lo más cerca posible de Dios. La segunda persona de la divinidad, el Hijo, no es consustancial al Padre y, por consiguiente, no es Dios por esencia. El Cristo-Logos, según Arrio, no es nacido del Padre, sino la primera criatura que Dios hace de la nada. Pero íntimamente se ha asimilado tanto a la voluntad del Padre que Dios lo ha adoptado como Hijo.

2. Esta doctrina tuvo en Alejandría partidarios incluso entre el pueblo bajo, adhiriéndose a ella, además, algunos obispos y sacerdotes. Entre los últimos hay que mencionar especialmente a los dos eclesiásticos orientales más importantes de entonces, ambos con el nombre de Eusebio: uno, el obispo de Cesarea en Palestina, el docto historiador de la Iglesia (+ 339), procedente de la escuela de Cesarea, fundada por Orígenes; otro, el obispo de Nicomedia (de la escuela teológico de Antioquía). Exceptuados los emperadores, ningún otro contribuyó a la propagación de la herejía arriana más que estos dos, en particular Eusebio de Nicomedia (+ 341).

En Alejandría, todo el clero se levantó, bajo la dirección del obispo Alejandro (+ 328) y de su diácono Atanasio, contra semejante concepción, tan diferente de la fe de los cristianos, e insistentemente predicó la verdadera divinidad de Cristo; el obispo Alejandro, en un sínodo, excluyó a Arrio de la Iglesia.

La lucha se extendió y muy pronto afectó a toda la cristiandad. Mas el emperador Constantino quería tanto como necesitaba a toda costa la unidad de la Iglesia. Así, primeramente, trató de sofocar la lucha, enviando una carta a los principales antagonistas, Alejandro y Arrio. Sin éxito. Entonces, posiblemente con la colaboración del papa Silvestre 16, convocó en el año 325 un "concilio ecuménico" en Nicea, Asia Menor (§ 24:3). En su palacio de verano se reunieron unos 250 obispos "de todas partes." Casi todos eran orientales, mas entre ellos también había obispos de más allá de los confines del imperio, por ejemplo, un persa y el "metropolita de los godos." El papa Silvestre estaba representado por Osio de Córdoba y dos sacerdotes.

Constantino abrió el concilio propiamente dicho con una solemne sesión, en la cual "entró como enviado de Dios," mientras los obispos, en respetuoso silencio, permanecían de pie delante de sus asientos a lo largo de los muros. Pronunció un discurso, por cierto en latín, porque no dominaba el griego.

Aunque luego fue Osio quien lo presidió, el verdadero presidente del concilio fue Constantino, de acuerdo con su convicción de ser, en su calidad de Pontilex Maximus, el señor de la Iglesia. Por lo demás, el discurso del emperador dejó traslucir con toda claridad lo que a él le interesaba: el restablecimiento de la unidad de la Iglesia: "Las escisiones internas de la Iglesia de Dios nos parecen mucho más graves y peligrosas que las guerras."

Hubo violentas protestas recíprocas entre ambos partidos, mientras los dos Eusebios, como jefes de una especie de partido intermedio, trataban de imponer fórmulas más o menos ambiguas 17. Pero Alejandro, el obispo de Arrio, apoyado por Atanasio, y el sacerdote Alejandro de Constantinopla exigieron una definición clara. Los cerca de quince obispos que defendían la doctrina de Arrio o simpatizaban con ella suscribieron finalmente, todos a una (ya que el emperador también estaba de acuerdo), la profesión de fe del concilio: el Hijo es "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza (homoousios) que el Padre." Arrio, junto con algunos obispos adictos (entre ellos Eusebio de Nicomedia), fue exiliado y excomulgado, sus escritos quemados y la posesión de los mismos castigada con pena de muerte.

3. Este concilio, importantísimo para la posteridad, dictó también un decreto referente a la fecha de la fiesta pascual, fijando la praxis todavía hoy vigente.

También se tocó, aunque de forma poco clara y más bien innocua, otro tema que muy pronto se convertiría en uno de los puntos más conflictivos y lanzaría a la cristiandad a una lucha intestina interminable: las prerrogativas oficiales de ciertas Iglesias antiguas, especialmente la de Alejandría y la de Antioquía, deben seguir existiendo como hasta ahora (patriarcado), porque, como dice el canon correspondiente, así se mantiene también para el obispo de Roma.

Otro canon, referido a las mujeres que pueden vivir en la casa de un sacerdote (únicamente madre o hermana), muestra que la práctica del celibato era ya entonces considerada como obligación general (este Canon establecido por los Padres del concilio no es de ninguna manera, una regla de permanencia en el celibato para todo el clero en general como parece insinuar el autor, sino mas bien una regla de carácter ético-moral, por razones obvias).

4. Con la condena de la doctrina de Arrio quedó zanjada la cuestión controvertida, pero la lucha no terminó; estaba más bien en sus comienzos. Fue ante todo el apoyo prestado por los emperadores a la herejía lo que provocó el robustecimiento del arrianismo. El propio Constantino hizo volver a Arrio del exilio y desterró a Atanasio como perturbador de la paz. Constancio, enteramente sometido a la influencia de Eusebio de Nicomedia, intentó, una vez conseguida la soberanía del Occidente mediante la muerte de sus dos hermanos, imponer también allí el arrianismo. No se hizo arriana sólo toda Constantinopla, sino propiamente todo el Oriente. El Occidente, por el contrario, bajo la guía del papa se mantuvo fiel al Niceno: Roma y los obispos occidentales, como Ambrosio (§ 30), fueron los salvadores de la verdadera fe 18. Ahí se refugió Atanasio; el papa Julio (337-352) declaró en un sínodo romano que este obispo, expulsado del Oriente por mandato del emperador, había sido injustamente privado de su sede episcopal, y lo repuso nuevamente: el papa ejercía jurisdicción también sobre la Iglesia oriental (la afirmación "jurisdicción papal oriental" no debe ser tomada de otra manera, dado que en occidente se encontraba mayoritariamente el bastión de la fe Ortodoxa fiel al concilio de Nicea, y por ende al Papa de Roma como la cabeza principal de los que no" habían caído en la herejía.").

5. Atanasio (+ 373) fue nombrado obispo de Alejandría en el año 328. Fue el alma de la oposición contra el arrianismo y de la lucha por el símbolo niceno. En su juventud, bajo la dirección del ermitaño (= anacoreta) Antonio (§ 32), se había hecho fuerte para las más duras privaciones. Del mismo modo que trabajó incansablemente (pero con flexibilidad, pacíficamente) en favor de la verdadera doctrina, así también sufrió por ella, imperturbable e invicto, muchas incomodidades. Bajo cuatro emperadores tuvo que marchar al destierro cinco veces (dos a Occidente: Roma y Tréveris; tres veces a Egipto) 19. El destierro desempeñó un importantísimo papel en las luchas dogmáticas de la época.

En el exilio, Atanasio no fue solamente defensor del Niceno, sino que tanto en Roma como en Tréveris dio a conocer la nueva gloria de la Iglesia, aún desconocida en el Occidente: el monacato, nacido en Egipto, que renuncia al mundo. Escribió la vida de Antonio el Ermitaño, la cual en su traducción latina ejerció gran influencia en Occidente. Atanasio es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia griega (§ 27).

6. En el período siguiente Juliano el Apóstata volvió a favorecer el microbio del arrianismo. También fue arriano Valente, su sucesor. Cuando Gregorio Nacianceno llegó a ser obispo de Constantinopla, únicamente podía oficiar en una insignificante capilla, porque todas las otras iglesias de la ciudad estaban en poder de los arrianos.

a) El ocaso del arrianismo sobrevino cuando surgieron las divisiones en su seno. Algunos arrianos enseñaban que Cristo era completamente desemejante de Dios, otros le concedían una cierta similitud (semiarrianos). Bajo la influencia de los Capadocios (Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Basilio de Cesarea), los semiarrianos se unificaron con los católicos. El arrianismo sufrió un rudo golpe cuando Teodosio subió al trono. En su edicto del año 379, con palabras muy duras, amenazó con castigar "a los insensatos y locos" y reprimir la "vergüenza de su fe herética." A los arrianos les cerró las iglesias de Constantinopla y en el año 381 convocó allí el segundo concilio ecuménico, que confirmó solemnemente el símbolo de Nicea 20. Esto significó el ocaso definitivo del arrianismo.

b) Una parte de los semiarrianos, que confesaban la divinidad del Hijo, se la negaban al Espíritu Santo (pneumatómacos). Más Atanasio y los Capadocios defendían también la consustancialidad del Espíritu Santo. El concilio que acabamos de mencionar se adhirió a su opinión y condenó a los pneumatómacos.

En el credo niceno-constantinopolitano (el actual credo de la misa) se dice que el Espíritu Santo procede "del Padre y del Hijo." Sin embargo, este filioque no es originario, sino que fue añadido por primera vez el año 589, en un concilio de Toledo. Anteriormente sólo se decía que el Espíritu Santo tiene su origen en el amor recíproco del Padre y del Hijo [(la herejía del "filoque" fue condenada por la ortodoxia en general, tanto occidental, como oriental. La mayoría de obispos occidentales (incluyendo al papado) rechazaron esta dudosa procedencia del Espíritu Santo, "del Padre y del Hijo," y no solamente del Padre como reza el símbolo Niceno-Constantinonapolitano original. Esta forma herética solo será aceptada años mas tarde por la Iglesia Romana gracias al influjo franco. Esta herejía fue combatida y condenada por el Patriarca Focio de Constantinopla (esto puede constatarse en su obra "Del Espíritu Santo" en donde se encuentra su gran defensa de la Fe Ortodoxa contra el Filoque), este seria uno de los principales temas de discusiones que llevarían al Gran Cisma)].

7. Gran importancia histórica revistió el arrianismo germánico. Los godos cristianos se habían establecido antes del año 325 en la margen izquierda del bajo Danubio. Perseguidos por su rey hacia el año 348 y acorralados luego por los hunos, su obispo Wulfila, consagrado en Constantinopla, de mentalidad arriana, pidió al emperador Constancio que le concediera, a él y a sus germanos, asilo en el Imperio romano. Esta petición les fue satisfecha a condición de que sirvieran como soldados mercenarios. El emperador Valente (364-378) continuó esta política aún con mayor energía.

Estos godos arríanos difundieron el arrianismo entre los pueblos germánicos limítrofes. Se trata de los germanos orientales, los verdaderos protagonistas de las invasiones bárbaras, que en sus correrías llevaron el arrianismo a la Galia meridional y a España (visigodos), al África septentrional (vándalos) y a Italia (ostrogodos, longobardos). Las tribus germánicas del interior, alejadas de estas influencias, permanecieron paganas. A ellas pertenecen los francos, los cuales se hicieron católicos directamente (sin pasar primero por el arrianismo).

El arrianismo de los pueblos germanos no puede equipararse sin más con el arrianismo especulativo y racionalista de los griegos 21; en muchos casos no son más que semiarrianos. Si sus diferencias con la doctrina ortodoxa pueden reducirse del todo o en su mayoría a divergencias terminológicas es aún una cuestión abierta. Vehículo de difusión de este arrianismo de los germanos fue, en cualquier caso, la traducción de la Biblia al gótico, hecha por Wulfila, y la liturgia gótica.

Algunas tribus germánicas de fe arriana fueron muy intransigentes en materia de religión, llegando a perseguir a los cristianos ortodoxos, por ejemplo, en la Galia meridional, en España y especialmente en el África "romana," donde la persecución fue muy fuerte y duradera (los vándalos a las órdenes de Genserico y de sus sucesores: la matanza de los cristianos ortodoxos el domingo de Pascua del año 484; entonces había en Cartago no 164, sino sólo tres obispos ortodoxos).

En el año 517 se hicieron católicos los burgundos, que eran arrianos; en el 590 los visigodos, y en el 650 los longobardos. El arrianismo de los ostrogodos y de los vándalos sucumbió con sus reinos (por obra de Justiniano). Sólo así pudo ser conjurado el inmenso peligro que, según las famosas palabras de San Jerónimo, había hecho gemir a todo el orbe, asombrado por la victoria de la herejía 22.

8. Cuando se habla del "arrianismo" como fenómeno histórico no se puede pensar solamente, como ya se ha dicho, en la doctrina arriana propiamente dicha. El arrianismo fue, además una vasta corriente de pensamiento que penetró poderosamente la realidad política y político-eclesiástica, y dentro de dicha corriente se hubo de luchar durante siglos, y con denodadas fuerzas, por la cristiandad. La definición de Nicea fue de importancia inestimable, fundamental. Pero logró reprimir al arrianismo sólo por poco tiempo, y para una gran parte de la cristiandad sólo superficialmente. La polémica contra Atanasio, en tantos aspectos victoriosa, con el cúmulo de sus absurdas y obstinadamente repetidas acusaciones y hábiles intrigas, demuestra la gran influencia que ejercía el partido arriano. Las raíces de esta fuerza prendían en su unilateralmente acentuado monoteísmo. Y en parte se comprende. El mismo cristianismo había vencido precisamente bajo el signo del monoteísmo.

9. La lucha contra el arrianismo desembocó en un sinnúmero de pequeños y peligrosos cismas. Ante todo, al lesionar el amor, debilitó la fuerza de la unidad. Más, por el lado contrario, también contribuyó a la consolidación de la síntesis organizativa de la Iglesia católica. Con motivo de tantas y tan interminables disputas, se trató de buscar una instancia decisoria que pudiera decir la última palabra. En la parte ortodoxa del Sínodo de Sárdica (343) se manifiesta esta necesidad reconociendo el supremo poder judicial del obispo de Roma. El hecho de que los obispos arrianos que acudieron a Sárdica no tomaran parte en el sínodo, sino que se reunieran aparte y dictaran condenaciones por su cuenta, demuestra cuán grave era la escisión en la Iglesia, incluso en este mismo sínodo.

10. Aparte de Atanasio, también los otros tres grandes maestros eclesiásticos que el Oriente dio a la Iglesia en el siglo IV, los llamados "Capadocios," fueron importantes paladines de la fe nicena contra el arrianismo. Son los dos hermanos Basilio el Grande, obispo de Cesarea (+ 379), y Gregorio, obispo de Nisa (+ ca. 394), y su común amigo Gregorio, nacido en Nacianzo, posteriormente patriarca de Constantinopla (+ ca. 390).

Antes de servir a la Iglesia como obispos, vivieron juntos en el desierto, estudiando especialmente las obras de Orígenes. Basilio escribió entonces una regla monástica, que pronto se convirtió en la regla fundamental de todos los monasterios orientales. También escribió un opúsculo, A los jóvenes, sobre el correcto estudio de la literatura pagana. Fue bautizado siendo ya de edad avanzada (como Ambrosio).

Entre los históricamente más efectivos defensores de la fe nicena figura también el riguroso asceta Epifanio, abad del convento y metropolitano de Salamina (hacia el 315-403), pero no tuvo ningún aprecio de la teología especulativa, creyendo más bien que las raíces de la herejía se hallan en la filosofía.

Otra gran figura entre los teólogos y doctores de la Iglesia de esta época es Juan Crisóstomo (+ 407). Su fama se debe a su maravillosa elocuencia, que dejaba fluir incansable en sus largos sermones (de hasta dos horas de duración). La fama de su púlpito hizo que la corte lo promoviera mediante artimañas a la sede de Constantinopla. Pero allí manifestó también su arrojo e intrepidez. Aquellos que sólo pretendían deleitarse con sus hermosas frases tuvieron que escuchar también amargas verdades sobre sus indignas acciones (los obispos cortesanos) y sus frivolidades (la emperatriz Eudoxia). Caído en desgracia, el gran obispo fue finalmente exiliado a orillas del Mar Negro, donde murió dando testimonio del evangelio y de los inalienables derechos y deberes de la Iglesia.

 

16 El VI concilio ecuménico (680-681) menciona expresamente a los dos como convocadores del Concilio de Nicea. Este testimonio, que significaba el robustecimiento de la autoridad del obispo de Roma, reviste una importancia particular, porque en aquel tiempo ya era muy grande la tensión entre Constantinopla y Roma.

17 En la fórmula de la profesión de fe, propuesta por Eusebio de Cesarea, faltaba el "no creado," como también el decisivo homoousios.

18 Y esto sigue en pie a pesar de que el papa Liberio, destrozado por los padecimientos de su exilio, en el año 358, bajo la presión del emperador, se declarara dispuesto a suscribir una fórmula de compromiso, en la que renunciaba a la fórmula nicena de la consustancialidad; luego accedió también a que Atanasio fuera excluido de la comunidad de la Iglesia. Sin embargo, ya en el año 360, mantuvo nuevamente la ortodoxia. Para el caso de Honorio, cf. § 27,II.

19 Al serle impuesto uno de estos destierros a Tréveris, Atanasio pronunció (en Tiro) estas palabras que luego se hicieron famosas: nubita est, praeterit (es sólo una nube de paso). Tuvo razón, pero estas palabras disminuyen la gravedad de la situación.

20 La intensidad con que estos problemas teológicos interesaron entonces a la opinión —apenas dos generaciones tras el fin de las persecuciones— se desprende de la descripción de Basilio de Cesarea: ..".la situación era tan confusa que se parecía a dos escuadras en plan de guerra, cuyos barcos se hallan tan desbaratados por la tempestad que ya no se pueden distinguir los amigos de los enemigos."

21 Pero hay que tener presente que precisamente eran los arrianos quienes trataban de emplear expresiones bíblicas. Sobre el problema de la doctrina y de la fórmula doctrinal hemos hablado en § 24:3.

22 Ingemuit lotus orbis et Arianum se esse miratus.

 

 

§ 27. La Controversia Cristológica.

 

I. El Nestorianismo.

1. Para poder explicar la impecabilidad del Redentor y la unidad en Cristo, Apolinar de Laodicea (+ hacia el año 390) creyó que había que acentuar lo menos posible la humanidad de Jesús; de este modo llegó a negar la plenitud de la naturaleza humana en Cristo; él y sus discípulos vieron en el Logos divino (no en un alma humana) el inmediato principio vivificante de Jesús.

Esta doctrina había sido rechazada en Constantinopla en el año 381. Como resultado de esta condena eclesiástica y de las disputas trinitarias quedó claramente establecido que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

2. Se planteaba la cuestión del modo como ambas naturalezas completas se unen en Jesucristo para constituir la unidad del Dios-hombre.

En las controversias cristológicas, pues, no se trata de determinar si en Cristo hay dos naturalezas, sino de saber cómo están unidas; más concretamente: cómo hay que entender la unión de la segunda persona divina, el Logos, con el hombre psico-físico Jesús de Nazaret. Es en este problema donde se centran todos los esfuerzos. Y el peligro consiste en acentuar unilateralmente bien el elemento divino, bien el elemento humano de Jesucristo.

3. La teología de Antioquía y la de Alejandría dieron respectivamente dos respuestas básicamente diferentes. Para enjuiciar rectamente las distintas opiniones y sus correspondientes condenas hay que tener presente que la terminología era todavía muy imprecisa y sólo con el tiempo fue poco a poco esclareciéndose (naturaleza, persona, esencia, hipóstasis).

a) La escuela de Antioquía parte de la autonomía y la integridad de la naturaleza humana; para salvar este principio mantiene claramente separadas ambas naturalezas. Por eso enseña que no están intrínsecamente unidas, sino sólo extrínsecamente, a la manera de dos piezas de madera apretadas la una contra la otra hasta lograr un contacto perfecto, pero permaneciendo intactas entre sí. Esto significaba que los atributos del Logos no podían predicarse del hombre Jesús de Nazaret.

Mas con esta interpretación peligraba la unidad esencial del Redentor y hasta la misma redención; pues así no cabe una verdadera encarnación del Logos, sino que el Logos simplemente habita en un hombre, entre hombre y Dios sólo hay una unidad moral. Asistimos aquí a una exageración de la plena humanidad de Cristo frente a los apolinaristas, que precisamente la negaban o comprometían. Y la consecuencia resultó inevitable: Jesucristo consta de dos personas, de la segunda persona divina y del hombre, Jesús. Tal fue la teoría de Teodoro de Mopsuestia de Antioquía (+ 429).

b) Esta doctrina tuvo gran importancia en la historia de la Iglesia, al ser mantenida por su discípulo Nestorio de Antioquía, patriarca de Constantinopla en el año 428 (+ 451 como exiliado en el desierto egipcio), quien en sus predicaciones dedujo de ella con todo rigor que María no podía ser llamada Madre de Dios.

4. En cambio, la teología alejandrina siguió el camino inverso, evitando así la unilateralidad de la escuela de Antioquía. Partió del hecho tanto de la plena humanidad de Jesús como de su condición divino-humana. Enseñó la auténtica unión de ambas naturalezas en una persona, sin mezcla alguna, subrayando que la unión era física y real. Esta teoría estuvo principalmente representada por el patriarca Cirilo de Alejandría (+ 444).

Después de que el papa Celestino, a petición de Cirilo había condenado ya en el año 430 la doctrina de Nestorio en un sínodo romano, Teodosio II convocó, a petición del propio Nestorio, un sínodo general en Efeso para el año 431. Allí fue Nestorio excluido de la Iglesia, del sacerdocio y de toda dignidad eclesiástica. María fue proclamada Madre de Dios.

Desgraciadamente, Cirilo, patriarca de Alejandría, procedió con cierta impaciencia en la apertura del concilio. El y el obispo de Efeso con sus obispos no esperaron la llegada del patriarca de Constantinopla con sus sufragáneos. Así, tras la llegada de éste, se organizó una especie de contra-concilio, en el cual se revocó la condena de Nestorio, condenando, en cambio, a Cirilo. Mas cuando llegaron los legados del papa fueron otra vez confirmadas las primeras sentencias, con la aprobación del emperador.

Todas estas complicaciones llegaron incluso a generar manifestaciones tumultuosas, que nos permiten entrever el ambiente de tensión y hostilidad que reinaba entre los partidos y las Iglesias.

II. El Monofisismo.

1. Exagerando la doctrina de la unión real de las dos naturalezas en la única persona de Jesucristo, el eminente monje Eutiquio (+ 451), enérgico contradictor del nestorianismo, y el patriarca Dióscoro de Alejandría (+ 454) llegaron a pensar (en un sentido muy próximo al de Apolinar) que la unión de las dos naturalezas es tan íntima que no sólo garantiza la unidad de la persona de Cristo, sino que hace de las dos una sola naturaleza. Y como precisamente se trataba de asegurar la redención, lo que predicaron fue la unidad de la naturaleza divina: monofisismo; la naturaleza humana está absorbida en la divina.

a) Esta herejía fue combatida en Occidente y en Oriente. Pero precisamente aquí se evidenció la complejidad de las fuerzas contrapuestas que entraban en la lucha. Se produjo una desordenada y confusa mezcolanza de fervor en defensa de las decisiones de Efeso (o también de miedo ante el más mínimo indicio de todo cuanto pudiera significar desacato a ellas), de arrogancia político-eclesiástica y de intrigas cortesanas. El excesivo celo teológico se manifiesta acaso con la máxima claridad en el mencionado patriarca Dióscoro de Alejandría, sucesor de Cirilo, el héroe del Concilio de Efeso.

Lo más bochornoso del caso es comprobar cómo algunas fuerzas por completo irreligiosas tuvieron suficiente influencia para hacer proclamar de una forma u otra, las doctrinas y condenar la contraria, marcando su respectiva impronta en el gobierno de la Iglesia. Creció la oposición entre Antioquía y Alejandría y lo mismo entre la ascendente Nueva Roma (Constantinopla) y Alejandría.

Diferentes grupos, tras una primera condena de la doctrina monofisita, la hicieron salir victoriosa en un sínodo en Constantinopla (448) y nuevamente en un concilio convocado por el emperador, de tendencias monofisitas, celebrado en Efeso (449) bajo la presidencia del patriarca Dióscoro; en él hubo amenazas, privación del derecho de voto y presiones morales; los legados del papa León I fueron rechazados como presidentes (y ni siquiera se permitió leer su epístola dogmática): el mismo León I lo calificó como el "sínodo de los ladrones," condenándolo.

b) La muerte del emperador facilitó sustancialmente la decisiva resolución dogmática. Su hermana Pulqueria, convertida en emperatriz, junto con su esposo Marciano, puso fin a la cábala de la corte y así pudo convocarse el Concilio de Calcedonia en el año 451; es cierto que en él participaron casi exclusivamente obispos orientales, pero los delegados del papa ocuparon la presidencia y fueron los primeros en hablar y los primeros en firmar. Se leyó y aclamó con entusiasmo la carta que el papa León había dirigido en el año 449 al patriarca de Constantinopla ("Pedro ha hablado por boca de León"). No faltaron alborotos. Pero la carta del papa León se impuso. Se proclamó "un Señor con dos naturalezas (substantiae) en una persona, sin mezcla ni separación." Dióscoro fue depuesto y exiliado.

c) Dado que Nestorio había minimizado la divinidad de Jesús, lo más fácil era que los monofisitas tomaran como maldición nestoriana cualquier atenuación de su excesiva insistencia en lo divino. Y así, efectivamente, reaccionaron los monofisitas de Alejandría. El pueblo y los monjes venidos del desierto hasta protestaron alborotadamente, y en uno de esos tumultos, en el año 457, fue muerto el patriarca Proterio junto con sus partidarios. También en Palestina, con el apoyo de la emperatriz Eudoxia, se impusieron los monjes insurgentes, hasta que el ejército sofocó cruentamente su poderío.

2. Sin embargo, el monofisismo fue la herejía más fuerte y más popular de la Antigüedad cristiana. Esto se debió también a motivos muy concretos de carácter político o político-eclesiástico, es decir, al cambio del orden jerárquico (vigente hasta entonces en Oriente) en favor de la residencia imperial, exaltada ahora como la Nueva Roma, con lo que quedaba rebajada la posición jerárquica de Alejandría. Así, sucedió que Alejandría, junto con la Iglesia de Egipto (con pocas excepciones), rechazó Calcedonia. Los monofisitas consiguieron apoderarse de casi todas las sedes episcopales en los patriarcados de Alejandría y Antioquía (Iglesia siríaca).

Por cierto que los patriarcas heréticos tuvieron que abandonar sus sedes bajo el emperador León I (457-474), pero a su muerte fueron repuestos (por el usurpador Basilisco, 475-476): la lucha se trasladó al plano político.

El emperador Zenón (474-491) propuso una fórmula de compromiso, que retrocedía al estado de cosas anterior a Calcedonia: el llamado Henotikón (482); sólo tendrían validez los decretos de Efeso, Constantinopla y Nicea (Calcedonia, por tanto, era indirectamente condenada). Pero cuando el papa Félix II (483-492) decretó la excomunión y destitución del patriarca Acacio, consejero del emperador, sobrevino la ruptura completa entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, el llamado cisma acaciano (484-519), durante el cual el monofisismo se difundió con gran pujanza por todo el Oriente. El emperador Justino restableció la paz en el año 519 (llegándose entonces a un solemne reconocimiento del primado romano por parte de los obispos griegos), pero el monofisismo no dejó de ser en lo sucesivo un peligro para la unidad del imperio. El emperador Justiniano intentó con dos edictos 23 y con el quinto Concilio ecuménico de Constantinopla (553) reconciliar a los monofisitas con la Iglesia imperial. En vano: algunas Iglesias territoriales monofisitas (y nestorianas) del Oriente permanecieron en abierta oposición a Bizancio. Tampoco en Occidente fue reconocido por todos el decreto conciliar del año 553. Durante cierto tiempo, las provincias eclesiásticas de Milán y de Aquileya estuvieron separadas de la sede romana.

Esto significa que, poco a poco, el monofisismo se impuso en la mayor parte de las iglesias del Imperio bizantino, mientras que por su parte el nestorianismo se difundió en Persia, la India y Arabia septentrional, llegando hasta Siberia.

3. Ni siquiera la memoria de un especialista puede retener los detalles de la lucha teológico-dogmática posterior a Calcedonia. Mas esto también tiene un motivo interno de consuelo: y es que entre ambas partes contendientes existía una estrecha afinidad de propósitos. Es cierto que sus fórmulas contradictorias implicaban nada menos que una amenaza mortal para la verdadera fe, y por eso era preciso encontrar la fórmula correcta y atenerse a ella. Todo ello, sin embargo, no hacía desaparecer el íntimo parentesco de lo que las partes hostiles realmente pretendían, como lo demuestra la ulterior evolución de la doctrina de las Iglesias cismáticas hasta nuestros días; el nestorianismo no logró siquiera encontrar un nombre que expresara sus contenidos concretos.

En esta circunstancia es más importante comprender la modalidad de la lucha. Junto con la defensa coherente de la doctrina ortodoxa se dan inseguridades, compromisos y reservas mentales; hay destituciones y reposiciones de patriarcas sucesivos en Alejandría y Constantinopla, preeminencia del obispo de Efeso, engaño de los legados papales, reacción de todo el Oriente contra la condena de Acacio por Roma y, en consecuencia, un nuevo acercamiento entre los obispos orientales a pesar de sus notables divergencias mutuas; fuerte intervención de los emperadores monofisitas (por ejemplo, la deposición de un patriarca ortodoxo de Constantinopla), oscilaciones de los patriarcas, proclives al burdo compromiso (como Macedonio [496-511], precisamente frente a un papa como Gelasio), nuevas y cautelosas tomas de contacto con Roma y retorno a la postura intransigente de Gelasio bajo el papa Símaco. El común acuerdo oficial conseguido finalmente entre los patriarcas de Constantinopla, Antioquía y Jerusalén sobre la doctrina ortodoxa y la comunión de todos ellos con Roma fueron nuevamente perturbados por peligrosas acciones monofisitas, apoyadas por la corte 24.

En resumen: una inmensa confusión y oposición de personas (emperadores, patriarcas, obispos, monjes y masas populares soliviantadas), ideas, intereses e intrigas, rivalidades y violencias de todo tipo (religioso, eclesiástico, político y humano, demasiado humano), las más de las veces insuficientemente frenadas por el carácter común cristiano; unas maquinaciones más bien rastreras, hasta terriblemente fratricidas, y todo eso —repitámoslo una vez más— ¡directamente en busca de la única verdad salvadera!

4. El monofisismo se ha conservado hasta hoy en diversos grupos de Iglesias de Siria (siriacos de Antioquía), Armenia, India, y en la Iglesia copta y etiópica. Pero su evolución demuestra que lo que el monofisismo efectivamente deseaba defender está asegurado en la Iglesia católica: ciertas partes se han unido a ella; y en aquellas que todavía permanecen separadas, las diferencias se reducen en última instancia a cuestiones de terminología.

 

El Monotelismo.

1. Tras la resolución del Concilio de Calcedonia sólo queda sin solventar una cuestión: ¿cómo se puede explicar la impecancia o ausencia de pecado en Cristo, siendo como es un hombre verdadero?

Sergio, patriarca de Constantinopla (610-658), quiso solucionar la dificultad diciendo que Cristo sólo tuvo una voluntad, la divino-humana: monotelismo. Esta opinión contradecía la doctrina de la integridad de las dos naturalezas; fue condenada en el sexto Concilio ecuménico de Constantinopla (680-681), el cual proclamó la existencia de dos voluntades, definiéndolo con las mismas expresiones que el calcedonense había empleado para las dos naturalezas. La voluntad humana de Cristo sigue siempre a la divina.

2. En esta última fase de las controversias tuvo el papa Honorio (625-638) una desafortunada actuación. Tal vez no bien informado por el patriarca, y sin oír a los adversarios de éste, tomó una decisión que fue expresamente condenada en el sexto concilio ecuménico: "Honorio, el anterior obispo de la vieja Roma," fue condenado como culpable de herejía. La condena fue repetida por el papa León II (682-683) y por ulteriores concilios e incluida por Gregorio II (715-731) en el juramento de la coronación de los papas. Por cierto que el sexto concilio ecuménico había aducido la razón de la condena, haciendo depender la una de la otra, a saber: porque Honorio había seguido en todo la herejía de los monoteletas. Y precisamente esto no corresponde a la verdad, como demuestran sus dos escritos al patriarca Sergio. Honorio, ciertamente, empleó la expresión herética de los monoteletas, recusando la expresión ortodoxa, pero lo que él realmente rechazó fue, de forma poco menos que inequívoca, una voluntad humana en Jesús que pudiera contradecir a la divina. Con razón, pues, el papa León II declaró justificada la condena en el sentido preciso de que Honorio no cumplió su deber, al no haberse enfrentado con la herejía con suficiente claridad.

La cuestión "Honorio" nos proporciona un conocimiento importante: nos enseña a diferenciar entre la fórmula teológica empleada y la intención religiosa que con ella se quiere expresar. (Para información complementaria, cf. § 28. Para la cuestión "lenguaje y doctrina," cf. 25:7).

23 El papa Virgilio (537-555), en esta ocasión, adoptó al principio una postura poco clara.

24 Esta fue la situación hasta las luchas contra los papas en el siglo VIII (§ 35). Cuando, finalmente, la ortodoxia de Calcedonia triunfó incluso en Bizancio, la rivalidad contra Roma se había hecho tan fuerte y ambas partes habían evolucionado tan independientemente, que la ruptura del año 1054 pudo ir creciendo orgánicamente.

 

 

§ 28. La Formulación de los Dogmas.

1. Contra la formulación de los dogmas, al igual que contra la teología de los apologistas, se ha lanzado el grave reproche de que por su culpa el cristianismo se ha desviado de su verdadero quehacer religioso: en vez de ser religión, se ha convertido en teología y conocimiento, se ha helenizado (aunque no del todo).

a) Si consideramos esas interminables controversias sobre las fórmulas teológicas (y su implicación con todas las intrigas políticas) que desde el siglo IV al VII revolvieron y perjudicaron gravemente a la Iglesia y al pueblo, especialmente en Oriente, parece que tal reproche de infecundidad religiosa tiene bastante justificación. Y, sin embargo, el proceso que ahí, en el fondo, se llevaba a cabo era inevitablemente necesario para la vida de la Iglesia.

Aparte de la pugna por hallar la verdad total de la salvación, tenemos algunos testimonios singulares a favor de esta tesis. Constantino, en el fondo, únicamente quería la unidad de la Iglesia; con gusto hubiera renunciado a la verborrea de los teólogos (§ 21). Primero lo intentó con la doctrina ortodoxa y luego, sobre todo, con el arrianismo. En esta cuestión la historia misma le sobrepasó. El emperador Zenón (474-490) y, en cierto modo, el patriarca Sergio de Constantinopla bajo el reinado del emperador Heraclio (610-641) también son muestras ilustrativas de lo mismo. El emperador Zenón, con su Henotikón, quiso que por amor de la paz de la Iglesia y del Estado nadie discutiera ya más sobre el problema de las naturalezas en Cristo, sino que todos se contentasen con la profesión de fe de Nicea y de Constantinopla. El plan fracasó, con graves perjuicios para la Iglesia.

La situación era sencillamente ésta: todas aquellas controversias formaban una íntima unidad. En un medio como el europeo, en el que la ratio griega (no el racionalismo) constituía la base de la vida espiritual, las discusiones no podían acallarse mientras no fueran examinadas todas las posibles soluciones y no hubiera una respuesta única para todos, en armonía con el contenido de la revelación.

b) Aquí, en el fondo, como luego en las disputas sobre la historia de los dogmas de los siglos posteriores, nos hallamos ante una inexorable y apasionada búsqueda de la única verdad, ante un compromiso a favor de la intolerancia dogmática, tan necesaria como inevitable. Por otra parte, tanto entonces (cf. las propuestas de compromiso condicionadas por la política, § 27) como también más tarde (cf. algunas corrientes del humanismo, la Ilustración, la teología liberal protestante y, hoy, varios liberalismos vulgares), el que no se tenga interés alguno por la áspera dureza y la exclusividad en la formulación de los dogmas es generalmente un indicio de que el dogma se debilita y la verdad cristiana comienza a relativizarse y, por tanto, a peligrar.

En las controversias doctrinales de los siglos V, VI y VII se trataba, en última instancia, de asegurar el dogma fundamental del cristianismo: "Cristo es el Señor, Cristo es Dios" y, con ello, la redención. La cuestión resuelta en Nicea es la base de todo. Por eso, porque de ella se deducen lógicamente todas las resoluciones de los concilios posteriores, las últimas herejías del monotelismo en el siglo VII, si bien se reflexiona, vuelven a llevar gradualmente al arrianismo. Las definiciones de la Iglesia fueron una de las varias formas de ir salvaguardando el núcleo de la verdad cristiana y sólo ellas han impedido la interpretación unilateral (y, consiguientemente, herética) y el empobrecimiento del contenido de la revelación, guardando para nosotros íntegro el depósito de esta revelación.

2. En resumen: todo esto significa que la formulación de los dogmas no solamente no representa una rigidez teórica del cristianismo, sino que, muy al contrario, es del máximo valor religioso. Para comprenderlo en un ejemplo vivo basta con mirar a un hombre tan eminentemente religioso como el gran Atanasio. Estuvo en el centro de la lucha y supo muy bien lo que estaba en juego; ¡prefirió dejarse destituir cinco veces de su importante sede episcopal antes que renunciar a la fórmula por él defendida! Pues esta fórmula era mucho más que una fórmula: contenía la verdadera doctrina de la salvación.

Todo esto, sin embargo, no da pie para negar el peligro de endurecimiento que se esconde en la formulación de los dogmas ni la implícita tentación de creerse en posesión de la razón, o de tachar de herejes a los adversarios personales, o de cultivar una peligrosa teología silogística. En las aberraciones de las controversias mencionadas, fuertemente influidas, incluso principalmente influidas por la política, el egoísmo y el odio, radica la realidad de estos peligros. Tal cosa no se compagina con el espíritu de la buena nueva de Jesús. A menudo, en nombre de la verdad y de una forma ergotista, el amor fraterno fue lesionado profundamente y, con ello, quedó debilitada la fuerza de la predicación del cristianismo. Las controversias de las luchas cristológicas de los siglos V y VI, en realidad, disgregaron considerablemente el cristianismo, por ejemplo, en Asia Menor y en Egipto, preparando así su derrota por el Islam.

Esta violenta pugna nos obliga a reconocer en qué consiste tan elevada misión: en que toda afirmación y todo conocimiento estén impregnados por el amor, que la "verdad sea dicha con caridad" (Ef 4:15).

3. La historia es compleja por su propia naturaleza. La necesidad, la utilidad y los efectos nocivos andan en ella muy a menudo unidos, incluso entremezclados. De hecho, todas las doctrinas condenadas —arrianismo, nestorianismo, monofisismo — llegaron a cobrar tanta importancia como co-determinantes del cuadro histórico-eclesiástico (aparte del político-cultural) de una forma directa o indirecta (islamismo), que hay que considerarlas esenciales en el conjunto de la vida eclesiástica de la Antigüedad y de los tiempos siguientes.

¿Es que no hubo entonces auténtica unidad en la Iglesia, tal como pretenden las nuevas tesis protestantes? ¡Añadamos algunas consideraciones para completar nuestras anteriores comprobaciones (cf. § 15)! La unidad de los discípulos de Jesús nunca fue absoluta en sentido numérico, como se desprende de los evangelios, de los Hechos de los Apóstoles y de todos los siglos de la historia eclesiástica. Pero: 1) la unidad del cuerpo místico del Señor, o sea, de la Iglesia, nunca fue ni pudo ser aditiva, formada por la suma de partes homogéneas individuales y, por tanto, susceptible, por así decir, de comprobación aritmética; fue y es una unidad viva y orgánica. 2) Semejante unidad se basa en la unidad de su principio vital; éste es Jesucristo, y con él la autoridad por él instituida. Aquí se plantea el problema de la sucesión apostólica de los obispos y del primado de Pedro. El principio de la unidad de la Iglesia es la unidad de la doctrina y la conservación de la sucesión Apostolica. 3) Pero lo que quita todo fundamento a esa moderna tesis, aun en el caso de que metódicamente se ponga entre paréntesis el reconocimiento del primado de Pedro, es lo siguiente: en todas las escisiones y direcciones autónomas que hemos examinado no hay ningún impulso relativista. Todas las fórmulas, sea cual fuere su contenido, partieron del supuesto de que sólo había una doctrina verdadera, y trataron precisamente de asegurarla.

 

 

§ 29. La Santidad de la Iglesia.

Gracia y Voluntad.

Así en la teología oriental como en la occidental, el interés básico se centró naturalmente en el hecho capital del cristianismo, la redención. Sólo que en Occidente el problema se planteó desde un punto de vista más práctico, directamente religioso-moral (menos abstracto y especulativo).

Las luchas tuvieron lugar en el siglo IV y a comienzos del V, y precisamente en el norte de África, patria clásica de la teología moral del cristianismo antiguo. Aquí escribió Tertuliano sus tratados fundamentales sobre temas morales, chocando con la extraña doctrina del montanismo; también aquí (al lado de Roma) con la cuestión de la readmisión de los pecadores en la Iglesia (especialmente los lapsi, § 12, II, 3) no sólo se ocuparon intensamente los ánimos o se soliviantaron violentamente, sino que el mismo Cipriano declaró inválido el bautismo administrado por los herejes (§ 17:6).

Desde que terminaron las últimas persecuciones en el norte de África (303-305), en las cuales algunos cristianos demostraron nuevamente su debilidad, volvieron a plantearse todas las viejas cuestiones y hubo de nuevo obispos que se decidieron por un tratamiento más duro: los donatistas. Consiguieron rápidamente éxitos sorprendentes. En el primer momento no se llegó a una ruptura completa, pero sí hubo una división efectiva de la Iglesia norteafricana en dos partidos antagónicos. Enseguida en algunas ciudades, y luego en la mayor parte, se encontraron dos obispos enfrentados. Esto dio origen a un verdadero cisma, que duró todo un siglo y pesó gravemente sobre la Iglesia. Los acontecimientos cobraron una importancia fundamental por el trabajo de clarificación teológica realizado entonces principalmente por Agustín: la esencia del ministerio eclesiástico, del cual apenas nadie se había ocupado hasta el momento, fue reconocida y descrita con mayor precisión.

1. El donatismo recibe su nombre del obispo Donato de Casae Nigrae (+ 355); es un movimiento rigorista y entusiástico, similar al de Novaciano (§ 17:4): radicalizando una postura de los primitivos cristianos ("pasa la figura de este mundo," "ven, Señor, Jesús"), encuentran sospechoso todo lo mundano y estatal, y concretamente la Iglesia imperial sustentada por el Estado; por eso el obispo debe permanecer separado lo más posible del poder político. Ven el ideal en la Iglesia que sufre y en aquellos que permanecieron fieles en la persecución; veneran enormemente, y hasta exageradamente, a los mártires y sus reliquias. Desconfían de aquellos que de una u otra forma fracasaron en la persecución; "con su pecado, la Iglesia de Cristo quedó, por, decirlo así, repentinamente destruida."

El obispo Donato y los obispos númidas, reunidos en un sínodo en Cartago (312), decretaron la destitución del obispo Casiliano, recientemente elegido y anterior archidiácono de Cartago, aduciendo como motivo que en su consagración había tomado parte un obispo indigno, un traidor o traditor (= que en la persecución había "entregado" los libros sagrados a los paganos), pretextando que con ello era inválida la consagración. El sínodo llegó a designar un antiobispo. El ejemplo hizo escuela, y así se llegó a la mencionada difusión del cisma.

2. No todos los "donatistas" defendían las mismas ideas. Pero, prescindiendo de las fluctuaciones, su postura fundamental puede describirse así: la santidad de la Iglesia y la validez de los sacramentos, en especial la del orden, dependen de la integridad (ausencia de pecado) de quienes los administran. La ordenación administrada por sacerdotes pecadores no es ordenación. Poco a poco, los obispos donatistas aplicaron también estos principios al bautismo e implantaron la reiteración del bautismo (también hubo donatistas que rechazaron dicha reiteración). Se recluyeron, pues, en el estrecho círculo de los considerados como piadosos, perfectos y enteramente puros, y con ellos solos pretendieron formar la Iglesia Universal.

3. Tampoco esta lucha se llevó a cabo con puras armas espirituales. Fue también una lucha de poder con muchos elementos humanos, demasiado humanos, de por medio, con intrigas y envidias, rivalidad de los númidas contra Cartago, de los africanos contra Roma. También el Estado (con ese estilo incongruente que caracteriza la política religiosa de Constantino y de Constancio) aplicó medios violentos (exilio) contra los donatistas; éstos, en cambio, aceptaron (bastante ilógicamente) el apoyo que les brindó el emperador Juliano; hasta llegaron a emplear contra los católicos sus propias tropas de choque, social y religiosamente radicales, formadas por campesinos descontentos (circumceliones). Hubo ásperas discusiones; los escritores eclesiásticos de la época nos dan cuenta de amenazas de toda clase, incluso de homicidios y mutilaciones.

Pero ni la intervención del poder imperial, ni los esfuerzos de los obispos de Roma, ni la réplica teológica del obispo Optato de Mileve desde el año 365 (+ hacia el 399), ni toda una serie de sínodos pudieron superar el cisma. Únicamente las divisiones internas del grupo y la reacción teológica y pastoral de los católicos, más sistemática en tiempos de Agustín (desde el año 393; muchos sínodos de obispos católicos), fueron preparando la derrota. Tras una entrevista sobre religión celebrada en Cartago en el año 411 (286 obispos católicos, 279 donatistas), intervino enérgicamente el poder estatal. El fin lo puso la irrupción de los vándalos (429).

Un donatista de tendencia moderada, Ticonio, fue el primero que calificó a la Iglesia grande como obra del diablo = Babilonia.

4. En esta lucha con los donatistas sucedió que Agustín cambió de idea sobre el modo de combatir la herejía. Él conocía bien las dificultades para llegar a la posesión de la verdad (cf. § 30) y durante largo tiempo quiso emplear únicamente la confrontación intelectual. Cuando llegó a ser obispo de Hipona, también él tuvo que enfrentarse con un pastor competidor; no pensó en utilizar su fuerza. Pero entonces vio claramente que lo que estaba en juego era un valor inalienable. Los donatistas amenazaban el bien supremo, la unidad de la Iglesia; traían el peor de los males, la escisión real de la Iglesia. Y esta escisión debía ser evitada. Agustín comenzó enviando una carta conciliadora, para llegar a un coloquio fraterno con su colega episcopal. Pero como la parte contraria se evadió hacia un relativismo erróneo, afirmando que, en definitiva, era indiferente en qué partido se era cristiano, cuando, además, amenazó con la violencia y puso en práctica sus palabras, entonces comprendió que tenía razón el amargo compelle intrare (Lc 14:23). No obstante, los obispos ortodoxos, todavía durante la mencionada entrevista del año 411, se ofrecieron en una carta de Agustín a renunciar eventualmente a sus sedes episcopales para asegurar la paz: "la dignidad episcopal no debía obstaculizar la unidad de los miembros de Cristo." Aquí se advierte un grandioso impulso de espíritu pastoral, pronto a amar y servir, modelo de coloquio entre hermanos cristianos separados.

5. Otro movimiento de piedad excesiva (= entusiasta), que igualmente exigía una ascética rigurosa y la fomentaba sobre todo en asambleas privadas, se originó en España con Prisciliano, un seglar culto y rico (más tarde obispo de Avila).

Estos movimientos ascéticos que se tornan heréticos no deben ser considerados aisladamente, pues de lo contrario pueden resultar antinaturales para nuestra mentalidad. Son, a pesar de todo, el reflejo herético de grandiosas tentativas ascéticas dentro de la Iglesia ortodoxa, que además, al menos en parte, nos parecen bastante extraños: los estilitas (anacoretas), el ayuno continuo de los ermitaños, especialmente en el desierto egipcio. Sólo la vida cenobítico ordenada por una regla (§ 32) acrisoló estos impulsos violentos, haciendo accesible a muchos, no sólo a unos pocos, la imitación de Cristo en la cruz y en la penitencia.

Una sobrevaloración muy diferente de la ascética, pero que al principio fue completamente natural en la Iglesia, la encontraremos en el pelagianismo.

Los apologetas se habían servido de la filosofía estoica, entre otras, para explicar la doctrina de la acción moral del hombre, como antes para dilucidar el problema del conocimiento de Dios. Pero la formulación científica no les había impedido fundamentar la vida cristiana en la gracia. Habían evitado el peligro de fundar la vida cristiana sobre una base natural en vez de sobrenatural.

6. El monje Pelagio (+ hacia el 418), oriundo de Britania, sostuvo unas ideas que parecían favorecer una sobrevaloración de las fuerzas morales naturales en el proceso salvífico. Pero fueron sus discípulos, especialmente Juliano, obispo de Eclano, cerca de Benevento, quienes las desarrollaron hasta construir el pelagianismo propiamente dicho. Basta considerar las formulaciones abstractas de este sistema en sí mismas y en sus consecuencias Prácticas, lógicamente deducibles, para ver que ya no se trata de religión cristiana, sino de naturalismo; sostiene, en efecto, que la naturaleza del hombre, tal cual es, es capaz por su propio conocimiento y especialmente por su libre voluntad de evitar el pecado y hacer méritos para el cielo.

Con semejante doctrina se ponía en tela de juicio tanto la necesidad de la gracia como la necesidad de la redención y, en consecuencia, la revelación cristiana en general 25.

Supuesto básico de esta doctrina era el concepto de que el pecado de nuestros primeros padres, incluidos sus efectos, fue asunto meramente personal, no quedando por ello debilitada en absoluto la naturaleza humana.

Pelagio, personalmente, fue un hombre lleno de fervor; Agustín lo llama vir sanctus. Desde Roma, huyendo de los devastadores visigodos, llegó con su discípulo Celestino a Cartago en el año 410. En el 416, la doctrina que llevaba su nombre fue condenada por dos sínodos africanos (Inocencio dio su aprobación desde Roma el año 417; Agustín: Roma locuta, causa finita) y luego otra vez en el sínodo general del año 418 en Cartago y del año 431 en Efeso. Mas la lucha en el Oriente se prolongó hasta el año 450 aproximadamente. Allí Nestorio apoyó a Pelagio (que se había trasladado a Palestina) y su doctrina fue incluso reconocida por sínodos locales. También Juliano se trasladó a Oriente, cuando el emperador Honorio desterró a los pelagianos de Italia.

El pelagianismo fue reemplazado por el llamado semipelagianismo, que sostenía que la gracia sí es necesaria, pero no para el comienzo de la conversión, y que tampoco es menester una gracia particular para la perseverancia final. (Paladines de esta doctrina fueron ante todo los monjes de Marsella; de ahí la denominación de "controversia marsellesa").

La lucha duró hasta finales del siglo VI (la condena tuvo lugar el año 529, en Orange). El gran oponente del pelagianismo fue el doctor gratiae, San Agustín.

25 Cuando en Pelagio la gracia aparece como auxilio útil (no necesario) para el hombre, se entiende como algo sorprendentemente exterior, no interiormente transformante, más bien en el sentido que luego se denominará nominalista.

 

 

§ 30. Los Grandes Padres de la Iglesia Latina.

I. Ambrosio.

1. Ambrosio (n. el año 339 en Tréveris) pervive en la tradición casi exclusivamente como uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Su carácter espiritual es, efectivamente, la base de toda su obra. Pero su importancia traspasa los límites de la esfera teológica, descollando también en la concreta estructuración eclesiástica y político-eclesiástica de su tiempo. Para esta tarea estaba él preparado tanto por su ascendencia (hijo del prefecto galo de Tréveris) como por su educación (en Roma) y por su carrera como alto funcionario del Estado. Aún joven, siendo gobernador de las provincias septentrionales de Italia, sin estar todavía bautizado, fue elegido inopinadamente obispo de Milán, la ciudad de su residencia (374).

Fue una de las figuras clave de su tiempo, una personalidad eminentemente occidental en aquellos decenios del despertar general de la teología en Occidente, donde también sus contemporáneos más jóvenes, Jerónimo y Agustín, con sus personales interpretaciones y refundiciones de la teología oriental, estaban tratando de superar el retraso intelectual y asegurar definitivamente el patrimonio de fe ya definido. Fueron también los decisivos años en que bajo el emperador Teodosio, en el Concilio de Constantinopla (381), se determinó que el imperio fuera exclusivamente cristiano (sin paganismo) y que la Iglesia imperial fuera unitariamente "ortodoxa" por la aceptación general del símbolo niceno.

2. A pesar de los decretos sinodales, los obispos arrianos y arrianizantes conservaron sus sedes episcopales bajo el emperador Valentiniano y Graciano. También Augencio, predecesor de Ambrosio, había sido arriano, y el clero estaba de su parte. Ambrosio logró vencer el arrianismo y hacer que el clero se le uniera de por vida.

El Occidente, bastante aislado del Oriente, apenas tenía conocimiento de los supuestos teológicos del Niceno o, respectivamente, del arrianismo (y sus intrincadas ramificaciones). Fue primero Hilario de Poitiers, después de haber pagado su fidelidad al Niceno con el exilio a Oriente y haber podido allí penetrar en los controvertidos problemas teológicos, quien al regresar a su sede episcopal (360-361) trató de que el Occidente se ocupase de aquellos problemas. Lo iniciado por Hilario lo completó en pocos años Ambrosio con su propio esfuerzo, asombrosamente fecundo, pues no había estado previamente instruido en teología. Y lo consiguió sobre la base de la teología griega de un modo si no genial y creador, sí al menos original y adaptado a las características del Occidente, que no buscaba precisamente la especulación, sino ante todo la claridad y la firmeza: "Más vale temer que conocer los abismos de la divinidad."

Logró vencer la tenaz confusión teológico-dogmática vigente en Iliria e Italia sostenida y fomentada en parte por la corte imperial de Occidente (¡la emperatriz-madre Justina!; véase más adelante), en parte por los obispos semiarrianos y en parte también por el arrianismo de los godos. Desde un principio comprendió la relación esencial entre doctrina o predicación de la doctrina e Iglesia. Vio que es en la rectitud de la profesión de fe —que la Iglesia anuncia— donde está el fundamento y la garantía de su autonomía. Y por eso siguió luchando a favor del Niceno (con su predicación y sus escritos), tanto en el campo teológico, por la pureza de la fe, como en el político-eclesiástico, por la independencia de la Iglesia de las intromisiones del poder estatal. Y así consiguió nada menos que la "reorganización de la Iglesia estatal sobre la base nicena" (Von Campenhausen, Padres latinos).

3. El centro de su trabajo episcopal fue la cura de almas por medio de la predicación. Sus sermones trataban preferentemente de explicar las Escrituras, en especial el Antiguo Testamento, al cual Ambrosio, sirviéndose del método alegórico, entonces nuevo en Occidente, le quitó por una parte su carácter escandaloso y por otra le hizo ganar nuevas profundidades.

Mas en los escritos de Ambrosio nos sorprende — ¡poco antes de Agustín!— un profundo conocimiento de Pablo. Junto al rigor de la ley encontramos la misericordia del evangelio. Descubrimos una actitud religiosa global, arraigada en la conciencia y que exige una renuncia al pecado como penitencia interna. El interés, sin menoscabo de la elaboración teológica, está siempre orientado hacia los valores religiosos y prácticos. La expresión es clara y sobria. Y está avalada por una intensa actividad pastoral, admirada por el mismo Agustín, en los diversos ámbitos ministeriales (especialmente en la instrucción de los catecúmenos), apoyada además en una vida de oración y ascesis.

4. Para el historiador interesado en la investigación de las causas de los acontecimientos, a una con los fenómenos de la crisis política por la supervivencia del Imperio romano occidental, que decididamente se agudizó con la migración de los pueblos, aflora el problema del todavía lejano nacimiento de la civilización occidental. Toda su historia, desde sus inicios, estará ensombrecida por la decisiva cuestión de cómo la Iglesia y el poder político habrán de "compartir" su dirección: con un claro distanciamiento del sistema oriental, en el que el emperador fue y sigue siendo el señor de los dos poderes.

a) Mucho antes de que los papas Gelasio y León I proclamasen, en el siglo siguiente, la separación de ambos poderes, ya fue Ambrosio, el defensor de la independencia de la Iglesia, quien anunció la autonomía de cada uno de los dos poderes en el campo respectivo. En todo lo que atañe a la religión, en asuntos de fe y de constitución eclesiástica es el obispo, con su confianza puesta en Dios, el único que tiene competencia directa y, llegado el caso, debe "ofrecer resistencia," esto es, negar al emperador los medios de la gracia, separándolo de la Iglesia. La Iglesia debe ser independiente. "El emperador está en la Iglesia, no sobre ella."

Pero lo más importante es que en estas expresiones y decisiones (¡tan numerosas!) quien habla, en el fondo, es siempre el sacerdote. Cuando Ambrosio tiene que plantear ciertas exigencias que por su naturaleza tocan directamente la esfera política, éstas nunca están motivadas por el ansia de poder; Ambrosio, que en el fondo es sensible a la idea del Estado o Imperio romano, jamás piensa en humillar a quienes ostentan el poder estatal o en someterlos a su propia esfera del poder eclesiástico, y muchísimo menos en querer triunfar sobre ellos. Muy al contrario, Ambrosio es tal vez la representación más pura y fiel que conocemos de una relación equilibrada y efectiva entre ambos poderes; es plenamente sensible a la independencia del poder estatal, que para él es no sólo evidente, sino una necesidad para el justo orden del mundo. Pero este poder tiene un límite: la revelación, la verdad de la fe cristiana y la Iglesia.

b) En los múltiples e importantes conflictos con la corte, la emperatriz-madre, el consejo imperial y el mismo emperador fue un táctico extremadamente hábil y refinado, decidido a todo, pero pensando y obrando siempre como sacerdote y pastor. En este sentido, negó al paganismo el reconocimiento oficial por parte del Estado cristiano (la reconstrucción del altar de la diosa Roma en el Senado, los sacrificios correspondientes, el mantenimiento del apoyo financiero público para los colegios de sacerdotes paganos), escamoteando la solicitud magistralmente sopesada, pero profundamente escéptica 26, del retórico Símaco; se opuso a la entrega de su iglesia al obispo antiniceno propuesto por la corte, y eso aunque un edicto imperial hubiera salido en defensa de los semiarrianos (homoiousiani) y hubiera amenazado de muerte a sus adversarios por delito de lesa majestad; organizó formalmente la oposición (que se estaba convirtiendo en motín) de los fieles reunidos en la iglesia; mediante una alocución pública en el templo ante la comunidad reunida obligó al emperador Teodosio a revocar el decreto de reconstrucción de la sinagoga, incendiada por unos monjes fanáticos. En el mismo sentido, después de la cruel matanza de Tesalónica (390), sin viso ninguno de pronunciamiento despiadado, escribió a Teodosio comunicándole claramente la amenaza de excomunión, lo que el mismo Teodosio interpretó como una seria advertencia del sacerdote y pastor; así, Teodosio vino a la Iglesia sin ornamentos imperiales y confesó su culpa ante la asamblea, distinguiendo luego a Ambrosio con su amistad, hasta la muerte.

5. Como ya hemos indicado, Ambrosio piensa teológicamente, siendo su punto de partida específico la Iglesia y, en ella, su carácter sacramental. Su concepto de la misa como sacrificio místico es profundísimo y orientador. Y él fue además quien descubrió la fuerza inherente a la oración cantada por toda la comunidad en la iglesia. También aquí recogió la herencia del Oriente, enriqueciendo el patrimonio y regalando a sus creyentes con nuevos himnos, que no solamente conmovieron a Agustín 27, sino que aún hoy nos edifican a nosotros.

Finalmente, ese obispo figura también entre los grandes modelos de la Iglesia por haber sido un padre de los pobres, como habrían de serlo después, y cada vez más, los obispos durante la época de la invasión de los bárbaros: los pobres son el tesoro de la Iglesia, la cual, a su vez, puede ser totalmente pobre.

 

II. Agustín.

1. El Imperio romano se había convertido en el marco del desarrollo y robustecimiento de la Iglesia (los cristianos veían en esta coincidencia la ejecución de un plan divino). Bajo la protección del Imperio romano, la Iglesia había comenzado a plasmar la nueva vida cristiana. En el momento en que la parte occidental del Imperio comenzó a tambalearse ante el asalto de los pueblos germánicos y el ocaso de la civilización antigua entró en su fase aguda (§ 32), Dios concedió a su Iglesia un hombre que compendiaba en sí: 1) todo el trabajo realizado en la Iglesia hasta entonces, 2) toda la antigua civilización greco-romana, y que 3) la unificó e incremento con su eminente y creadora personalidad y santidad, de forma que esta riqueza fue capaz de guiar y regular la formación espiritual y política del nuevo mundo medieval que se avecinaba: Aurelio Agustín.

2. La imponente obra de Agustín se debe ante todo a la poderosa plenitud y creativa profundidad de sus conocimientos espirituales, que lo sitúan al lado de Platón, y al mismo tiempo a su relevante personalidad, caracterizado y fecundado todo ello por una extraordinaria fuerza religiosa. La religiosidad de Agustín era inusitadamente amplia, y se vio realizada e iluminada por la fe cristiana. En su figura hay algo infinitamente atractivo, íntimamente conmovedor, que en nada ha disminuido con el paso de los siglos. Nos hallamos ante un genio como la historia raras veces ha conocido y, a la par, ante un heroico luchador. Por él sabemos de experiencias singulares, que agitan, iluminan y regeneran, de auténticas revoluciones espirituales, religiosas y morales en el verdadero sentido de la palabra. Agustín se hizo cristiano a través de un largo y misterioso proceso, unas veces vistoso y ufano, muchas otras fatigoso y hasta atormentador, en el cual —según sus propias palabras— Dios le buscaba y acabó por atraparlo. Durante un tiempo se abatió sobre él la duda, casi una verdadera desesperación de poder hallar la verdad. La búsqueda apasionada de lo verdadero, la heroica lucha de su voluntad, la experiencia del fracaso moral y de la angustia por el pecado y, finalmente, el feliz refugio en la gracia de Dios, que se transformó en una adoración pletórica de ideas 28, casi inagotable, demuestran una inconcebible riqueza de valores espirituales, más exactamente religiosos y, en definitiva, cristianos. Recorrió, paladeó y sufrió todas las alturas y bajezas de la humanidad, toda su miseria, pero también la dicha de la ciencia universal y de la actividad creadora. Consecuencia de esta búsqueda fue su gran humildad, que le hacía decir a los maniqueos: "Que se irriten contra vosotros aquellos que no han experimentado lo difícil que es hallar la verdad" 29. Una adecuada caracterización de su íntima profundidad se encuentra en sus propias palabras, más frecuentemente citadas que comprendidas, que constituyen no sólo el comienzo, sino el manantial del cual brota el sobrecogedor arrebato de sus Confesiones (como reflejo de su evolución): "Intranquilo está nuestro corazón, oh Dios, hasta que descanse en ti." Agustín fue "una de las almas más religiosas que jamás existieron." Toda su vida giró en torno a Dios. Mucho antes de que se diese cuenta, ya lo estaba buscando, una anticipación viviente de las insondables palabras de Pascal: "Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya." Después de su conversión, Dios fue para él más cercano y más cierto que todo el mundo.

3. Agustín nació el año 354 en Tagaste, Numidia,( hoy Argelia). Su padre era pagano; su madre, a quien veneramos como Santa Mónica, era cristiana e hizo que el muchacho fuese admitido entre los catecúmenos. En sus años de estudiante llevó una vida bastante desenfrenada moralmente. Sus Confesiones están llenas del más amargo arrepentimiento de aquel tiempo. Después de terminar fuera sus estudios (se hizo maestro de retórica), comenzó su ya mencionada evolución interna, tan singularmente rica; el estudio le proporcionó toda la cultura de la época, que él pudo asimilar y elaborar creadoramente, dotado como estaba de altas prendas. La primera ocasión de profundizar su pensamiento se la brindó el Hortensius, un escrito filosófico de Cicerón. A los veinte años (desde el año 375), intranquilo y ansioso de verdad, se hizo "oyente" (el grado más bajo) de los maniqueos. Nueve años tardó en deshacerse de esta herejía; pero el maniqueísmo, para su bien, lo convirtió en escéptico. Su inseguridad interior se hizo cada vez mayor, sin dejar por eso de buscar incansablemente la verdad.

En el año 383 llegó a Milán como profesor de retórica. Allí habría de vivir el período más decisivo de su evolución. Antes los relatos de la Sagrada Escritura le habían parecido "cuentos de viejas," pero ahora, bajo la influencia de las homilías de san Ambrosio, la lectura de la Biblia se le tornó una gozosa costumbre. En esta época, el neoplatonismo, a menudo citado por Ambrosio, tuvo en él efectos relajantes. Entonces se le quedaron grabadas para siempre algunas actitudes anímicas y concepciones especulativas fundamentales. De aquí procede tanto su concepto de Dios (= summum bonum) como su religiosidad mística (contemplación de este supremo bien). El neoplatonismo descubrió a Agustín un nuevo mundo religioso suprasensible, una nueva esperanza de redención y comunión con Dios. Este terreno espiritual así preparado fue luego plenamente fecundado por las cartas de san Pablo. Agustín escuchó la llamada de la gracia y a la edad de treinta y tres años, en la noche de Pascua del año 387, se hizo bautizar con su hijo y un amigo de Ambrosio.

Antes de su viaje de regreso al África falleció en Ostia su madre, Mónica (noviembre del año 387). Siguieron luego tres años de soledad en sus posesiones de Tagaste, dedicados a la oración y al estudio; fueron los grandes ejercicios espirituales del santo antes de su heroico trabajo al servicio de la Iglesia. En el año 391 Agustín fue ordenado sacerdote y en el 395 consagrado obispo auxiliar de Hipona.

Siendo obispo (desde el año 396) vivió como un monje, junto con su clero. Ocupó su vida en toda suerte de actividades pastorales: la acción (actividad caritativa, vida de sacrificio personal), la palabra (predicación, catequesis para clero y para el pueblo), sus obras literarias y la oración.

Murió en el año 430, mientras los vándalos asediaban su ciudad, cuando un nuevo tiempo, "la Edad Media," estaba a las puertas.

4. Los escritos de Agustín son filosóficos, filosófico-históricos, exegéticos, dogmáticos, polémicos, catequéticos y autobiográficos. Entre los últimos figuran: 1) sus famosas Confesiones, uno de los grandes libros de la literatura mundial, que ha ejercido enorme influencia en todos los tiempos hasta nuestros días; 2) sus Retractationes, una especie de mirada retrospectiva y autocrítica de sus numerosos escritos compuestos hasta el año 427.

Su libro de mayor influencia es ciertamente La ciudad de Dios. Va dirigido contra algunas acusaciones que consideraban el curso de la historia universal como refutación de las doctrinas cristianas o lo veían en desacuerdo con la bondad de Dios. Ofrece una genial filosofía de la historia, específicamente cristiana, que influyó de modo esencial en las ideas medievales, más aún, les dio propiamente su fundamento; se presenta como una apología frente las objeciones cristianas y paganas, valiéndose de las ideas de providencia, libre albedrío, eternidad y, sobre todo, de la voluntad inescrutable de Dios, y así explica el sentido del mal y del dolor en el curso de la historia. Hay dos civitates, una la de Dios, otra la del diablo. La ciudad de Dios es el poder espiritual, que a la luz de la revelación es el señor nato hasta del poder temporal aunque en este siglo le esté generalmente sometido; una obra divina, en cuyo cumplimiento trabaja la historia universal. Mediante la "ley eterna," el divino legislador establece misteriosamente el número de los elegidos a quienes pertenece la ciudad de Dios. La comunidad de los elegidos es la auténtica civitas Dei, la ciudad de Dios, ¡precisamente invisible! Por eso hasta el juicio del último día estas dos civitates, la de Dios y la del diablo, están entrelazadas. Y por eso, hasta aquel día, los justos no son siempre ni sencillamente identificables. Y esto es debido a que hay enemigos de la Iglesia que no son enemigos de Dios, sino que un día serán admitidos como hijos de Dios; y, al contrario, muchos que están sellados por el sacramento no se salvarán.

A los mencionados escritos hay que añadir además sus numerosos sermones y cartas; estas últimas raras veces tratan de asuntos personales; son más bien tratados filosófico-teológicos.

5. La importancia teológico de Agustín se basa principalmente en dos cosas: 1) fue el predicador del pecado y de la gracia (en contra del pelagianismo); 2) fue el heraldo de la Iglesia visible, jerárquicamente estructurada, como única mediadora de la salvación 30, y de su santidad objetiva (contra el donatismo, cf. § 29). También en la cristología se impuso la vasta fecundidad de Agustín por medio de las escrituras y su esclarecido concepto de la persona del redentor. Ya antes de Efeso y de Calcedonia (§ 27) enseñó él la fe ortodoxa sobre la única persona de Cristo y sus dos naturalezas. Quizá hubiera podido ahogar en germen la difusión de las controversias cristológicas. Pero murió en vísperas del Concilio de Efeso.

Primeramente Agustín tuvo su ascendencia espiritual en la filosofía estoica; después se nutrió intensamente, como ya se ha dicho, de Platón (neoplatonismo) y, en cuanto teólogo, del trabajo intelectual de los Padres griegos. La religión como conocimiento la encontramos en él casi de la misma forma (pero profundizada) que en los apologetas del siglo II. Pero a esto se añade, como carácter determinante, un doble aspecto: 1) tiene un contacto íntimo y originario con su Dios, principio de todo ser, intimidad que supera toda reflexión y toda fórmula; 2) personalmente experimenta en si la fuerza del pecado, la necesidad de redención del hombre, la omnipotencia de la gracia; por eso coloca la teología paulina del pecado y de la gracia como punto céntrico de su pensamiento. Ambas corrientes teológicas, reunidas en Agustín, dominaron la Edad Media.

6. Agustín es una de las máximas encarnaciones del pensamiento cristiano, de la síntesis cristiana; no sólo por la gran plenitud de su espíritu, interesado creadoramente en todos los problemas; no sólo porque él representaba la especulación y la mística, sino principalmente por la unión en él de una piedad personalísima (¡la piedad de una mente tan genial y poderosa!) con la fidelidad a la Iglesia. Experimentó en sí mismo como pocos la vivencia religiosa y, sin embargo, también anunció intelectualmente, abriendo caminos científicos, la objetividad de la Iglesia sacramental. En él tenemos un insigne modelo de la síntesis cristiano-católica entre conmoción personal y subjetiva y aceptación de valores objetivos: nada tiene valor si tras él no está el hombre interior; pero éste no es la medida de sí mismo y de las cosas, sino que frente a él está indefectiblemente la única Iglesia, institución de gracia, fundada por Jesús. El convencimiento individual, decisivo, está complementado con la igualmente indispensable formación de la conciencia en la revelación objetiva, con la comunidad de fe sacramental y eclesial. Con ingente poder intelectual, iluminado por la gracia, Agustín sostuvo en sí mismo y proclamó la tensión entre estos dos polos, vitalmente imprescindibles 31. La carencia de este poder intelectual contagioso y avasallador convirtió más tarde a Lutero en hereje.

 

III. Jerónimo.

1. También Jerónimo (entre los años 345-420), nacido de familia cristiana en Estridón (Dalmacia) y bautizado relativamente joven, es uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Se convirtió de la actividad secular a la religiosa y en Aquileya abrazó una especie de vida monástica en comunidad con algunos amigos. Nunca se cansó de alabar la ascética, que él practicó durante muchos años, y la virginidad, por la que entusiasmó a muchos. Había conocido la vida monástica en Tréveris, donde Atanasio compuso su Vida de san Antonio. Con su propaganda literaria dio a conocer el verdadero ideal monástico en Occidente. Sus homilías y sus instrucciones privadas e íntimas en el convento de Belén, su ardiente amor a Cristo y su sencilla fidelidad a la Iglesia romana y sobre todo los servicios, jamás bien ponderados, que este filólogo (dominaba también el griego y el hebreo) prestó a la Iglesia, dotándola de un texto más puro de la Sagrada Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento 32, junto con una gran cantidad de comentarios de los libros sagrados, son otros de sus muchos y extraordinarios títulos honoríficos.

2. Pero frente a estos méritos presenta también un carácter impregnado de excesivas debilidades humanas, fogoso, fácilmente irritable, que perseguía a sus adversarios con malvada y mordaz ironía y hasta con odio, que no podía vencer su ilimitada vanidad. En resumen, su carácter no corresponde precisamente a la idea que generalmente se tiene de un santo.

No obstante, vive como un monje e incluso durante casi dos años como un ermitaño (en el desierto de Chalcis, cerca de Alepo). Hay que tener presente que este "monacato" no significaba pobreza ni auténtica sujeción a la obediencia. Más importante es el hecho de que su aspiración ascética personal rara vez es unitaria e interiormente nunca es libre del todo. Según sus palabras, fue el "miedo al infierno" el que le llevó allí, a la soledad, donde no llegó a librarse de la nostalgia de la vicia y del ambiente refinado de la gran ciudad, Roma 33, y de su "ardiente deseo." No obstante, resistió.

3. El verdadero rasgo que caracteriza toda su vida es su incesante aspiración a la cultura. También en su "monacato" lo que realmente le importó fue que su piadoso retiro le proporcionase sosiego y amparo bastante para sus estudios. Es un apasionado amigo y coleccionador de libros; siempre tiene consigo su biblioteca, que constantemente aumenta a su propia costa y a la ajena, tanto en la vivienda de su amigo de Aquileya como en la gruta del desierto en sus tiempos de ermitaño, igual en Roma, siendo influyente secretario privado del papa Dámaso, que en Belén de Palestina, al ejercer de superior de su monasterio. Es un constante deseo de cultura que le impulsa al intercambio de ideas por vía oral o escrita con amigos y amigas, lo que al fin se traduce en una vasta correspondencia: rasgos ambos verdaderamente "humanistas." Forman parte del cuadro típico de su vida 34, pequeños y grandes círculos de nobles damas, a quienes él entusiasma por la ascética y la vida claustral, que le escuchan y admiran, que se interesan por su trabajo.

Jerónimo vivió hondamente el problema humanista de "cultura mundana y ansias de perfección cristiana" y lo describió (por ejemplo, en su diálogo en sueños con Dios, en el que se le tilda de "ciceroniano"); esta tensión jamás logró superarla enteramente.

4. Cuán egoísta fue su interés por la formación teológica, a la que dedicó tan ingente trabajo, nos lo demuestra su postura respecto a la controversia arriana. Y se trataba de un problema de importancia vital para la Iglesia. Pero Jerónimo era un tipo adogmático. Las fórmulas teológicas le parecían más bien sutilezas griegas o pleitos de monjes.

Y esto se demostró igualmente en el tiempo que pasó en Constantinopla; eran los años decisivos de la victoria del Niceno (379-382). Por lo demás, en las posteriores controversias cristológicas jamás adoptó una posición clara 35. (Deberemos recordar esto cuando más tarde hablemos del "adogmatismo" de Erasmo; Jerónimo fue su patrón protector).

5. Hablando de Jerónimo, siempre hay que aludir a su trabajo bíblico. La fuente y el modelo de su quehacer científico sobre la Escritura, que él quería traducir a los latinos desde la "verdad" hebraica y griega, fue sobre todo Orígenes. Jerónimo, de hecho, renovó la Biblia latina y aclaró de raíz la confusión existente. Desde entonces leemos el texto en la forma por él elaborada, la Vulgata.

También comentó gran parte de los libros de la Escritura. Basándose en la verdad histórica y, consiguientemente, en el sentido literal, quiso destacar su contenido espiritual. Por eso combatió después tan duramente a su venerado modelo Orígenes, por causa de su alegorismo. A Jerónimo lo único que verdaderamente le importaba era el texto correcto. Su interpretación deja bastante que desear (y no sólo por la inaudita rapidez de su trabajo, lo que por fuerza tenía que acarrear errores por inadvertencia).

El hecho mismo de las traducciones implica un importante problema con respecto a la conservación pura de la revelación. Se advierte especialmente en el paso del griego a una lengua de espíritu tan radicalmente diferente como el latín. Este problema, de tanto alcance para la historia de la Iglesia, con el que ya hemos tropezado en otro contexto (§ 25:7), se puede ejemplificar en la traducción de una palabra como "metanoeite = cambiad de pensar" con "poenitentiam agite = haced penitencia" (Mt 3:2; 4:17).

 

26 "¡Qué más dan las razones con las que tratamos de investigar la verdad! ¡Puede que no sólo exista un camino para alcanzar el gran misterio!"

27 Agustín en sus Confesiones: "No hacía mucho tiempo que la Iglesia milanesa había comenzado a celebrar los oficios divinos de esta forma consoladora y edificante, de modo que las voces unidas en el canto en santo fervor unían también los corazones de los hermanos... Por entonces estaba ordenado que los himnos y los salmos se cantasen al modo oriental..." (9:7). En 9:12 cita dos estrofas "que cantó tu Ambrosio" y que le proporcionaron consuelo en la tumba de su madre.

28 Este rasgo lo distingue específicamente de otros santos piadosos

29 Su respeto a la verdad está estrechamente relacionado con su concepto de la gracia: Dios la da gratis.

30 Pero en tiempos difíciles también puede suceder que la providencia permita que sean excomulgados los inocentes. Estos pueden hallar su salvación fuera de la Iglesia; aunque a pesar de toda su buena voluntad no puedan reingresar, pueden hasta su muerte defender y confesar la fe católica. El Padre los escucha en lo escondido.

31 Esta síntesis, naturalmente, no es una armonización llana y sencilla. También está llena de tensiones. Especialmente ciertas formulaciones extremas de la última época de Agustín hacen difícil, por no decir imposible, su inserción lineal en el conjunto del sistema. Cf., por ejemplo, sus ideas referentes a la massa damnata y a la predestinación absoluta, que él admite, aunque manteniendo también el libre albedrío.

32 Es interesante la naturalidad con que Jerónimo describe las considerables dificultades que tuvo que vencer cuando decidió estudiar seriamente el hebreo.

33 Si su crítica es exacta, la situación media de la sociedad cristiana debió de ser poco edificante.

34 ¡Es sorprendente la intensidad con que los mismos rasgos de vida común ascética y erudita volverían a aparecer en ciertos monjes rigurosos y humanistas del siglo XVI! Cf., por ejemplo, los justinianos (véase t. 2, Reforma católica).

35 Como simpático complemento de esto hemos de recordar su distinción entre error y errante (herejía y hereje; cf. § 15,II).

 

 

 

§ 31. Los Pobres y el Culto Litúrgico.

1. La libertad de la Iglesia, su creciente influencia en el Estado y en la vida pública y el rápido crecimiento de la importancia social de los obispos hacían ahora posible la ampliación de los cuidados caritativos (§ 19) y su práctica regular. Los bienes de la Iglesia eran en parte bienes de los pobres. Tanto los seglares como el clero debían entregar para los pobres lo que no necesitasen para vivir. También ahora el centro de la caritas era el obispo, el cual, como nos informa, por ejemplo, Basilio de Cesarea 36, dirigía múltiples actividades asistenciales. La desigualdad económica seguía considerándose cosa obvia, pero con un significado más hondo: se veía como consecuencia del pecado (¡Agustín!), y de diversos modos se trataba de suavizar sus asperezas.

Partiendo de esta postura, la Iglesia no suprimió de golpe, por ejemplo, la esclavitud. La predicación de Jesús no se había dirigido en absoluto hacia un comunismo económico. Ahora bien: los esclavos dejaron de ser considerados como cosas. Su alma inmortal, redimida por Jesús, tenía el mismo valor que la de su señor, y la ley del amor, de la justicia y de la mansedumbre también imponía al señor deberes para con sus subordinados. El trabajo y el oficio o profesión fueron generalmente ennoblecidos y apoyados por la fe de que también eran un medio para conseguir la perfección cristiana.

Así como la caridad de la Iglesia de Roma ya había sido célebre en los primeros tiempos del cristianismo, también allí se organizó muy pronto y sistemáticamente la ayuda a los menesterosos (listas de pobres). En la época de san Juan Crisóstomo, la Iglesia de Antioquía tenía que cuidar de unos 10.000 pobres y la de Constantinopla de 7.700. A esto se añadía el cuidado de los expósitos, de los que se hallaban en peligro moral, de los perseguidos (derecho de asilo en las iglesias), de los prisioneros (también rescate, especialmente durante la invasión de los bárbaros). Se fundaron (primeramente en Oriente) albergues de forasteros y hospitales (por lo que los paganos envidiaban a los cristianos: el emperador Juliano). Así fue apareciendo poco a poco (junto con la construcción de iglesias) el verdadero rostro de la ciudad cristiana.

El estado floreciente de la vida religiosa se manifestó plenamente en los grandes santos teólogos del siglo IV, en los mártires bajo el reinado de Juliano, en Persia (donde en el año 342 Shahpur II emprendió una sangrienta persecución en la que, al parecer, perecieron 16.000 cristianos, entre ellos casi todos los obispos) y en el florecimiento del monacato (§ 32).

2. Estas breves indicaciones hacen necesaria una reflexión general. Como suele suceder entre los hombres, tampoco entonces se alcanzó plenamente ni en todas partes el ideal cristiano (del que en tantas cosas quedó deudor incluso el cristianismo primitivo). Con el rápido crecimiento del número de los cristianos tampoco se podía evitar que la cristianización resultase excesivamente superficial, sin llegar a ser una sincera conversión. Frecuentemente encontramos quejas (muy insistentes en Orígenes, muy ásperas en Jerónimo) contra este cristianismo aparente. Pero la figura y la vida de Jesús y los modelos de vida cristiana heroica de los tiempos antiguos (mártires, confesores), así como las nuevas formas de vida recoleta (ermitaños, monjes), hicieron que el ideal siguiera manteniéndose presente y efectivo en las conciencias. Es éste un fenómeno que encontraremos en todos los siglos de la historia de la Iglesia: la miseria moral del hombre reaparece una y otra vez, pero también lo decisivamente nuevo; la ley del amor y de la perfección establecida por la revelación (esto es, por Dios) constituye una fuerza indestructible e inagotable de edificación.

3. Una vez que la Iglesia quedó en libertad y como Iglesia del imperio, como Iglesia del augusto emperador, salió a la luz pública, también pudo desarrollarse el culto divino cristiano, cada vez con mayor grandiosidad. Aumentó la solemnidad exterior, sirviendo de modelo el ceremonial de la corte. Esto se hizo notar principalmente en la celebración de la misa. A la gran plegaria eucarística de los primeros cristianos se añadieron progresivamente nuevas lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento y nuevas ceremonias sagradas, hasta el punto de resultar una liturgia impresionante. Entre las lecturas de la Escritura se cantaban salmos. Ambrosio fue el que introdujo este canto en Occidente, componiendo él mismo varios himnos, doce de los cuales han llegado hasta nosotros (cf. § 30). El texto de la misa aún no estaba del todo establecido; todavía el obispo (o el sacerdote) celebrante lo formulaba libremente, dentro de un cierto esquema. Este fue uno de los motivos de que las oraciones (especialmente el orden de las mismas) cambiasen de una iglesia a otra. De ahí que su configuración no se haya de entender en el sentido de una norma central, sino como conservación de una tradición cristiana asombrosamente unitaria en el Occidente o como expresión de un crecimiento unitario.

El crecimiento de las comunidades y de los locales de reunión hizo poco a poco necesaria la fijación tanto del orden como de los textos. Naturalmente, en los lugares de mayor importancia eclesial, en las sedes patriarcales, fue donde se tomaron las correspondientes disposiciones. En el ámbito de la liturgia griega, con sus múltiples diferencias (Alejandría, Antioquía, Bizancio), se desarrollaron liturgias particulares en Egipto y en Siria, usando la propia lengua nacional (y en parte con infiltraciones heréticas). Cuando el latín se impuso en Roma y en el norte de África, se constituyó en estos lugares un campo litúrgico propio, dentro del cual surgieron a su vez distintas peculiaridades (rito romano — de Roma ciudad —, galo, español antiguo, después el iro-céltico, galicano, milanés). Más tarde aún se impuso como norma para el Occidente la forma romano-africana (fuertemente influida por elementos germánicos a partir de los siglos VIII y IX).

Durante mucho tiempo se mantuvo la antigua costumbre judía según la cual los que oraban estaban de pie (esta forma piadosa de orar es conservada por las Iglesias Ortodoxas de calendario juliano), tal como atestigua todavía hoy el canon de la misa, en el cual se pide por todos aquellos "que están de pie en torno" (circum-stantes).

Además de la liturgia dominical, a partir del año 350 aproximadamente, comienza a haber culto divino también en los días fériales 37. Surge con ocasión de los días estacionases y las fiestas de los mártires, pero al principio no es celebrado por toda la comunidad. Por lo que parece, esta costumbre se originó primeramente en el norte de África: Agustín, por ejemplo, la recomienda para los tiempos de peligro. Sin embargo, la regla de los benedictinos, por ejemplo, demuestra (cap. 35) que en el siglo VI no existía todavía la costumbre de celebrar misa diariamente ni aun en los monasterios.

4. Al principio sólo había un altar en cada iglesia (como entre los griegos, que aún no conocen la misa privada). Hasta el siglo VI no hubo vestiduras litúrgicas especiales. A partir del siglo V aparece la tonsura. Entonces se hizo cada vez más urgente el problema de una regulación de las nuevas vocaciones, así como de todo el estilo de vida de los sacerdotes. Algunas veces se hacía el máximo hincapié en el trabajo manual para el propio mantenimiento, cosa que, con diverso significado, habría de desempeñar tan gran papel en el monacato benedictino. Pero también había, como en la Iglesia primitiva (1Cor 9:13: "Quien sirve al altar, debe vivir del altar") ofrendas libres y limosnas en dinero (tanto en la liturgia como fuera de ella), que servían para la manutención del clero. En aquellas iglesias particulares (numerosas ya en el siglo IV; véase Agustín) en que había escuelas de catequistas también había una posibilidad, más o menos regular, de formación para los futuros sacerdotes.

La ordenación de obispos y sacerdotes estaba rodeada de una solemnidad especial; de esto dan testimonio las constituciones apostólicas (hacia el año 380) y los decretos de un Concilio de Cartago (398). Se concedió mayor valor a la forma externa de la predicación. Maestros de predicación cristiana son los tres "capadocios" (San Basilio "el Grande, San Gregorio "el Teólogo" y San Gregorio de Nisa), lo mismo que Crisóstomo, Ambrosio, Agustín y León I. En sus sermones se hace patente la herencia de la antigua cultura. Lo cual capacitó a estos hombres para extraer de la revelación un inagotable tesoro de pensamientos cristianos, de sentimientos, oraciones y consejos de diverso género, y darles una formulación válida. Aun cuando hoy algunas cosas referentes al método y a la exposición ya no nos interesan ni atraen, con todo aquellas lumbreras de la Iglesia, vistas en su conjunto, no han sido ni mucho menos superadas como anunciadores de la buena nueva.

Es importante observar este crecimiento y, con ello, la gran diferencia existente entre el culto cristiano primitivo (siglos I, II y aun el III) y el de la época posconstantiniana y preguntarse por sus causas. En el primer período urgía la necesidad de distanciarse del mundo pagano. Si en el trabajo eclesiástico de entonces, aparte del impulso de difundir la buena nueva, se puede admitir la existencia de una planificación, podemos afirmar que precisamente porque la Iglesia se centró sobre todo en su íntimo núcleo, por eso pudo vencer al paganismo, por su fuerza de irradiación. En el imperio pagano pudo a lo sumo cristianizar en parte algunas ideas centrales de validez universal, como vimos en la doctrina del logos spermatikós. A finales del siglo III, en el largo período de paz, los cristianos se hicieron más abiertos al mundo.

Cuando se alcanzó libertad externa para profesar la fe y reunirse y la afluencia a la Iglesia creció enormemente, se hizo posible y pedagógicamente aconsejable tomar en consideración conceptos y costumbres populares y símbolos religiosos muy difundidos y apropiárselos dándoles una interpretación cristiana: para tal adaptación (§ 5) se abrieron nuevas posibilidades y nuevas tareas. Por cierto que con ello también surgían nuevos peligros de cosificación religiosa, especialmente de superstición, que no siempre se pudieron evitar.

5. Aumentaron las fiestas del Señor con la de la Ascensión (mencionada por vez primera en el año 325) y principalmente con la Natividad del Redentor (la celebración de esta fiesta el 25 de diciembre está atestiguada en Roma hacia el año 330).

a) El culto de los mártires pudo también ahora desarrollarse libremente, llegando a su máximo esplendor. Ya en tiempo de las persecuciones los obispos habían confeccionado listas de mártires y confesores; hacia fines del siglo IV comienza a aparecer el santoral cristiano. Posteriormente se añadió el culto a otras personas consideradas como santas, especialmente obispos. En Occidente, el primer día conocido es el de san Martín, obispo de Tours, muerto en el año 397.

b) Gran incremento experimentó el culto de la Virgen María, Madre de Dios. A esto contribuyó el progresivo movimiento ascético, que exaltaba la gloria de la virginidad, y el solemne decreto de Efeso (contra Nestorio). La Madre de Dios es ensalzada en escritos, predicaciones y cantos. Como primera iglesia mariana se considera la de Efeso, donde se celebró el Concilio del año 431; poco después fue consagrada en Roma la actual basílica de Santa María la Mayor, y a éstas siguieron enseguida muchas otras iglesias marianas, especialmente en Oriente.

c) Una manifestación especial de piedad fueron las peregrinaciones a las tumbas de los mártires (especialmente en Roma y también en Egipto) y a Palestina (la emperatriz Elena fue la primera peregrina; una célebre descripción de esta peregrinatio procede de Eteria [Egeria] de Aquitania en el año 383).

El motivo de las peregrinaciones piadosas desempeña en la historia del cristianismo un papel muy determinante, difícil de valorar. Jesús y sus apóstoles dieron ejemplo de esta forma de predicación ambulante; llevaban la buena nueva y buscaban a los hombres. Después de la liberación y ya en la Edad Media, al lado de este deambular ascético y misionero (misión iro-escocesa y anglosajona; misión de ultramar), surgió algo completamente nuevo, que ya se puede atisbar en los viajes mencionados (Elena, Eteria): se buscaba lo santo en determinados lugares; así se configura la peregrinación en sentido medieval (§ 58).

6. Con la liberación de la Iglesia también se abrió libre camino para el arte figurativo cristiano. Se necesitaba iglesias grandes. Rápidamente se construyeron en gran número (mecenazgo de los emperadores; templos dedicados a los mártires, iglesias de peregrinación, más tarde fundación de monasterios). En ellas pudo desarrollarse la fuerza creadora del cristianismo en los más variados campos artísticos: arquitectura (construcciones en forma de cruz griega, especialmente en Oriente, y basílicas en forma de cruz latina), arte del mosaico, tallas en marfil y en madera. Los temas principales de la ornamentación interior de las iglesias eran: el paraíso con los cuatro ríos (de la vida), el Buen Pastor y el cordero, la resurrección de Lázaro. También las tumbas (sarcófagos) presentaron fecundos trabajos.

El desarrollo del arte cristiano va estrechamente unido a la postura de la Iglesia frente a la cultura en general. Ahora se rechazan las tendencias rigoristas, predomina la afirmación de los conceptos antiguos, pero exentos del elemento sensual pecaminoso. Qué valor tenga el elemento puramente artístico de estos fenómenos en una perspectiva genuinamente eclesial (referente a la expansión del reino de Dios) es un problema complicado que no puede resolverse en pocas líneas. En todo caso, prescindiendo de representaciones particulares, es importante decir que la Iglesia anunciadora del evangelio dio al orden iluminado por la belleza una impronta nueva, constituyéndolo a la vez en marco de la buena nueva.

En la basílica cristiana, el lugar destinado al clero está separado del de los fieles por unas cancelas, que, sin embargo, no dividen el espacio y, evidentemente, hacen posible a todos la concelebración del único sacrificio. Para la lectura de la epístola y del evangelio hay púlpitos a propósito: los ambones.

36 A las puertas de su ciudad episcopal construyó un hospital, donde él mismo practicó el cuidado de los enfermos.

37 Una práctica que se impuso antes en Occidente que en Oriente.

 

 

§ 32. El Monacato.

1. El siglo IV es también el siglo del monacato. Creación del Egipto cristiano, el monacato tuvo su primera floración general en Oriente. De allí pasó a Occidente, convirtiéndose también aquí en guía de su milenaria historia medieval. En Oriente mantuvo con mayor rigor su radical separación del mundo y raras veces intervino en el curso de la historia 38. Pero también allí, o precisamente allí, como refugio genuino de la renuncia al mundo y centro de cultivo de la liturgia y el arte sacro, constituyó un hontanar de vida para toda la Iglesia cristiana.

2. Jesús había enseñado que sólo una cosa tiene valor para el hombre: lo que no muere (Mt 10:28; 16:26). Pablo había exhortado a su comunidad a no sobrecargarse con las cosas de este mundo, sino a utilizarlas como si no las utilizara (1Cor 7:29-31). Con los candiles encendidos y los delantales ceñidos (Lc 12:35) debían los cristianos esperar la llegada del esposo. La renuncia al mundo, rasgo característico del cristianismo primitivo, fue luego debilitándose gradualmente en toda la cristiandad. Sin embargo, nunca dejó de estar vigente el espíritu de renuncia que exigía la doctrina fundamental del cristianismo y que en los primeros siglos celebró en los mártires su más importante victoria. Tanto la confesión de Pablo de que la ley del pecado vive en nuestros miembros (Rom 6:19), pero que él (Pablo) castiga su cuerpo (1Cor 9:27), como su grito anhelante de quedar libre de este cuerpo de muerte (Rom 7:24), junto con la doctrina y la vida de Jesús, impulsaron cada vez más a mortificar el cuerpo y sus apetitos, esto es, a practicar la ascética. Ya hemos visto las exigencias rigoristas de algunos círculos gnósticos, de Montano, Tertuliano, Novaciano. Sus exageradas ideas les llevaron a actitudes contrarias a la Iglesia. Pero también en la Iglesia hubo siempre ascetas que por amor a Dios renunciaron al matrimonio, a los bienes, a la carne y al vino. Estos, no obstante, en los primeros siglos, continuaron ejerciendo su profesión en la vida civil.

3. Una importante cesura en esta evolución se produjo con la persecución de Decio. Algunos cristianos de Egipto, que ante la amenaza de muerte habían huido al desierto de la Tebaida, una vez pasado el peligro, permanecieron en aquella soledad, en la cual, siguiendo el ejemplo del Señor (Lc 4:1) como Pablo (Gál 1:17) y algunos profetas del Antiguo Testamento hasta Juan Bautista, habían podido experimentar la fuerza transformadora de la soledad con Dios: éste es el comienzo de la vida eremítica. De aquí nació, en el siglo IV, el monacato.

Cuando con la libertad de la Iglesia y las conversiones en masa comenzó a descender peligrosamente el nivel de la vida religiosa y moral de la cristiandad, cuando ya apenas había mártires, precisamente entonces recibió la Iglesia estos nuevos planteles de heroísmo cristiano, en los cuales, en medio de un mundo completamente distinto, aún podían seguir cultivándose los supremos ideales del cristianismo y los grados heroicos de las primitivas virtudes cristianas: el monacato es la continuación, circunscrita a un lugar, de la primitiva idea cristiana de la huida del mundo.

En el desierto, esta imitación de Jesús en la cruz y en la pobreza tuvo una impronta especial: múltiples dones de la gracia, los mismos que en los primeros tiempos contribuyeron a configurar el rostro de la Iglesia, una esperanza viva en la inminente llegada del reino de Dios y vocaciones proféticas de diversa índole buscaron aquí su forma adecuada y cobraron gran fuerza. Los eremitas vivían al margen de la Iglesia visible: desconectados durante mucho tiempo de los sacramentos y del ministerio sacerdotal, entregados sólo a la meditación de la palabra de Dios y a la penitencia. Pero para la comunión de los santos fueron un tesoro inagotable. Su palabra inspirada sirvió a muchos de apoyo, y su sacrificio y oración, de fuerza nutricia.

4. La primera figura históricamente constatable de un eremita cristiano es el egipcio Antonio (+ hacia el año 356). San Atanasio nos describió su vida. En sus últimos años se le unieron otros ascetas para tomar de él consejo y dirección. Así surgieron orgánicamente los primeros impulsos para la vida en comunidad (cenobitismo) de estos ermitaños. "Una gran cantidad de hombres santos, que se concentran en lugares inhabitables, como en una especie de paraíso," así los define san Jerónimo, que también fue eremita durante algunos años.

a) El conocimiento de los peligros corporales y espirituales que entrañaba una vida eremítica tan irregular movió a Pacomio (igualmente en Egipto, + hacia el año 345) a reunir a los eremitas en una comunidad en el desierto. La vida en común hizo necesario un reglamento. Pacomio lo escribió, naciendo así la primera regla monástico, que sirvió de modelo para otras reglas posteriores.

El monacato de la Iglesia fue en su origen un movimiento de laicos. Sólo más tarde participaron en él también sacerdotes.

b) ¿Por qué surgió el monacato precisamente en Egipto? El clima y el terreno (desierto, soledad) eran ciertamente favorables. También pudo suceder que en Egipto, solar de una antiquísima cultura, los cristianos se hastiasen de aquella civilización tan refinada antes que en otras partes, lo que les indujo a huir del mundo. Pero todo eso es de una importancia secundaria. Para provocar semejante movimiento ha de intervenir un factor positivo 39. Este podría muy bien cifrarse en la extraordinaria importancia que en Egipto revestía, desde hacía milenios, la expectativa del más allá. Esta actitud espiritual y religiosa básica, de la que tantas generaciones se habían nutrido, era altamente apropiada para albergar y hacer fructificar las vocaciones cristianas a una ascesis especial y a la perfección evangélica.

5. La vida religiosa comunitaria en la soledad pasó de Egipto a Palestina y Siria. Fue sobre todo Basilio el Grande quien mediante su actividad y sus reglas (que incluían el estudio y la cura de almas; renovación de la liturgia) aseguró su victoria definitiva en Oriente (especialmente en Asia Menor) frente al ascetismo libre y personal y la oposición de parte del clero.

La primera noticia del nuevo género de vida la trajo a Occidente san Atanasio, durante su exilio en Roma y Tréveris. También contribuyeron grandemente a su introducción en Occidente Jerónimo y Martín de Tours. En Tours se erigió el primer monasterio de Occidente, dos siglos antes de Benito; la regla de Martín no ha llegado hasta nosotros.

Las bases de la vida monástica fueron, y siguieron siendo durante siglos, el trabajo manual y la oración; pero al principio aún no se aspiraba a una espiritualidad superior, tal como la encontraremos después en los monasterios medievales de Occidente. No obstante, algunas personalidades de espíritu elevado se sintieron, ya desde el primer momento, fuertemente atraídas por el monacato. Originariamente, la cura de almas directa no formó parte del ideal monástico. En Occidente sucedió lo mismo.

Mas también en este aspecto hubo de mostrar pronto su fuerza el carácter más activo del hombre occidental y, especialmente, el impulso misionero romano: con Gregorio I, los benedictinos comenzarían a salir de sus monasterios y a convertirse en grandes misioneros. De modos muy distintos, serían los monjes quienes cristianizarían los países europeos y la vida de sus habitantes en el ámbito de la Iglesia latina.

6. Benito de Nursia (hacia el 480-547) fue quien dio al monacato de Occidente organización estable. De su vida tenemos noticias tan inseguras que recientemente hasta se ha llegado a negar su existencia; esto lo decimos sólo a título de curiosidad. En todo caso, una cosa es evidente: la regla lleva su nombre. Esta obra maravillosamente equilibrada, de gran claridad y capacidad de adaptación, llena de mesura típicamente romana, es uno de los últimos grandes regalos que el genio romano hizo al incipiente mundo medieval. Cuando Benito fundó el monasterio de Monte Casino (529), que se convirtió en la cuna de la naciente orden benedictina, las olas de la invasión de los bárbaros ya habían bramado por todo el Occidente. Su monasterio y su regla fueron una expresión del establecimiento pacífico de los nuevos pueblos, entre los cuales ya podía comenzar la obra educadora de la Iglesia. Pero también, en cierto sentido, fueron causa de este establecimiento. La stabilitas loci ata a la tierra a los inquietos. La regulación de la jornada diaria establecida por Benito, que comienza con los tempranos maitines, se convirtió para los germanos en modelo de una actividad regular y, a la larga, constructiva.

La obra maestra de Benito, su regla, es un código de vida monacal que venció todas las otras reglas y costumbres conventuales, siendo hasta el siglo XIII la única regla vigente en Occidente. Benito se inspiró sobre todo en la Sagrada Escritura y en los santos Padres latinos; utilizó, además, ampliamente la regla de san Basilio 40. Benito centró toda la vida de los monjes — ora et labora — en la celebración del culto divino. También él conocía los peligros e inconvenientes de la vida de los monjes que deambulaban libremente. Por eso añadió a los tres votos conocidos la obligación de no cambiar de monasterio (stabilitas loci). Todo el orden de la vida comunitaria descansa, no obstante la participación de los monjes en la administración, en la autoridad paternal (paternitas) del abad; éste es por entero el representante de Dios.

También aquí se les exigió a los monjes, junto con la oración, el trabajo manual. Tanto es así que, aunque la regla siempre dio cabida al trabajo intelectual, fue el principio del trabajo manual lo que dio al monacato la gran importancia histórica que alcanzó en la Edad Media. En efecto, este trabajo creó civilización en los terrenos hasta entonces no cultivados, centro de los cuales continuó siendo el monasterio. Necesariamente, esta actividad no se limitó a lo económico. Tuvo también efectos en el plano intelectual y político (además del religioso, naturalmente). Así, estos lugares de huida del mundo se convirtieron en centros de configuración del mundo para la Iglesia, el Estado y la ciencia.

7. El haber introducido directamente el trabajo intelectual en el programa de los monasterios se debe en gran parte al eminente cónsul y senador romano Casiodoro (+ hacia el año 583), secretario privado del arriano Teodorico. Quiso fundar en Roma una universidad cristiana (bajo el papa Agapito I). En sus posesiones de Calabria (el sur de Italia padeció relativamente poco las invasiones de los bárbaros) fundó monasterios, a los que encomendó como tarea especial el estudio y trascripción de manuscritos (y también miniaturas). A él sobre todo debemos la salvación de los tesoros culturales de la Antigüedad latina.

8. También el monacato es una impresionante expresión de la síntesis católica: la Iglesia del mundo crea el monacato que huye del mundo. En vez de afirmar unilateralmente que esto significa una disociación de la moralidad obligatoria por igual para todos los cristianos, tenemos buenas razones para subrayar la fecundidad de esta síntesis, que no sólo garantiza la posibilidad del máximo heroísmo, sino que lo promueve directamente, presentando con insistencia ante todos el ideal común de perfección cristiana como fin supremo.

a) ¡Cuán cargado de simbolismo estuvo también el momento de su aparición! La Iglesia era desde hacía poco Iglesia estatal y estaba llamada a colaborar en la configuración del mundo. Entonces, de su propia vida espiritual, don inamisible de Cristo en su fundación, brotó el monacato, en el que a través de los siglos se cultivarían los carismas de la Iglesia primitiva.

A pesar de la lasitud que también este centro acusaría a menudo en los tiempos siguientes, es inmensa la fuerza que el monacato en sus múltiples formas hizo afluir a la Iglesia universal y al mundo.

b) Con el monacato también apareció en la Iglesia un nuevo ideal que habría de alcanzar gran importancia en la Edad Media y que aún hoy es uno de los rasgos esenciales de la Iglesia católica: la alta estima de la virginidad. Partiendo de la idea de la pertenencia indivisa al Señor (1Cor 7:34), la Iglesia tuvo desde el principio vírgenes consagradas a Dios, como atestiguan las actas de los mártires. El creciente culto de la Virgen, Madre de Dios (Efeso), elevó la dignidad de este estado 41. Para el monacato occidental, tal como lo organizó Benito de Nursia, la castidad era un supuesto absolutamente evidente; así, mientras Benito insertó en su regla un capítulo propio sobre la pobreza y la obediencia, resaltando la importancia de ambos factores, especialmente el de la obediencia, en ninguna parte dijo nada en elogio de la virginidad.

38 Sin embargo, los monjes participaron apasionadamente en las controversias doctrinales; véase, por ejemplo, el monofisismo y los iconoclastas (§ 39).

39 También el Egipto pagano tuvo sus ermitaños, que servían a Serapis. Factores favorables fueron también las condiciones climáticas y la situación de la Tebaida al "margen" de la civilización, o sea, bastante alejada de ella para hallar la soledad, pero bastante cerca para conseguir abastecimientos y seguridad.

40 La relación entre la regla de los benedictinos y la Regula Magistri recientemente descubierta, aún no ha sido del todo aclarada científicamente.

41 Sin duda, también en el Oriente rezumaron después influencias maniqueas; paralelamente a la alta estima en que se tenía al estado virginal, también se manifestó un cierto desprecio por el matrimonio.

 

 

§ 33. Invasión de los Pueblos Germánicos.

1. Con el nombre de "invasión de los pueblos germánicos" se entienden las irrupciones en el Imperio romano de las tribus establecidas al este del Rin y al norte del Danubio. Ordinariamente, la fecha de su comienzo se fija en el año 375; en ese año sufrieron los ostrogodos una aplastante derrota infligida por los hunos, viéndose obligados a abandonar sus lugares de asiento en el actual sur de Rusia. Para el Imperio romano termina la invasión de los bárbaros en el año 568, cuando los longobardos aparecen en la Italia septentrional.

Los pueblos germánicos de la época de las invasiones suelen subdividirse en:

1) Germanos orientales (godos, burgundios, vándalos, longobardos), que emigran en masa desde el noreste al sudoeste- y atravesando Macedonia, Grecia, Italia septentrional, Galia y España, penetran en el norte de África, ocupando finalmente toda Italia (ostrogodos; Teodorico en Rávena).

2) Germanos occidentales (los luego llamados alemanes o teutones), francos, bávaros, alamanes, turingios, anglos y sajones 42. Estas tribus se desplazaron lentamente más allá de sus fronteras, pero sin perder contacto con sus tierras de origen, ocupando la Galia, Recia, el Nórico y además la Bretaña.

El avance de los germanos orientales sobre todo se efectuó en diversas oleadas de pueblos radicalmente diferentes, que de continuo se empujaban y hostilizaban entre sí, de modo que en brevísimo tiempo ciertos territorios se vieron repetidas veces invadidos, conquistados y saqueados por un pueblo diferente, teniendo que estar a su servicio 43.

2. Mientras el Imperio romano de Oriente — a pesar de ser el primer objetivo de los germanos — no fue apenas hollado por los invasores bárbaros (excepción hecha de la península balcánica, en el año 396), sino que además empujó a los germanos hacia el Occidente (sólo mucho más tarde llegaría a padecer una invasión que, por su parte, también superaría o destruiría el elemento griego hasta entonces predominante) 44, el Imperio romano de Occidente tuvo que aguantar toda su furia, quedando destruido (y con él y tras él, poco a poco, todo el mundo antiguo). Los germanos invasores, que por largo tiempo habían sido en buena parte, no sólo como mercenarios, sino también como comandantes del ejército y como empleados, los mejores sostenes del imperio (los jefes germánicos Estilicón, Arbogasto, Odoacro, verdaderos regentes frente a los últimos emperadores fantoches) y en un amplio proceso de infiltración habían comenzado a fundirse con los pueblos románicos, destruyeron la estructura de las provincias y la administración del imperio.

Después del año 476, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, surgieron en el sur y suroeste de Europa reinos étnicos germánicos, primero dependientes nominalmente de Roma, luego cada vez más independientes.

3. A los romanos, habituados al orden unitario del imperio, aquellas masas de bárbaros que irrumpían en tropel les parecieron, y no sin razón, huestes de devastadores sin medida. En las ciudades conquistadas del Rin y de la Galia meridional los saqueos fueron continuos; los muertos se amontonaban a millares, incluso el asilo en las iglesias no siempre servía de protección. Las deportaciones y el mercado de esclavos, donde se vendían los prisioneros en pública subasta, estaban a la orden del día. La lucha destructora se desplazó desde las fronteras hacia el interior imperio.

En resumen puede decirse que la "barbarie" fue extendiéndose progresivamente por el centro de Europa e Italia. Las continuas guerras debilitaron el orden y las costumbres. Decayó la vida espiritual, a lo que se añadió la extrema penuria material. Desgarradora suena la voz del papa Agatón y de su sínodo del año 687 (contra los monoteletas), que se lamenta que no hay tiempo para aspiraciones culturales y que en la patria hace estragos diarios la furia de otros pueblos.

Sin embargo, la invasión de los bárbaros no trajo solamente la devastación. Ciertas descripciones, incluso las de Jerónimo (que por lo demás también estigmatiza la poco heroica resistencia de Roma), son exageraciones unilaterales. Los príncipes y los pueblos arrianos no siempre persiguieron a los cristianos ortodoxos.

Pero fue natural que las continuas migraciones dificultasen extraordinariamente el arraigamiento del mensaje cristiano. Aunque buena parte de la población autóctona permaneció en su patria, aquello que entonces podía llamarse pastoral ordinaria entró en un inmenso y general torbellino de cambios materiales, económicos, morales, religiosos y culturales y, tal como se ha dicho, tuvo que adaptarse rápidamente a las diferentes y sucesivas concepciones de la vida pública. Aunque hay que reconocer que algunos prudentes soberanos germánicos, como el arriano Teodorico, apoyaron a los obispos, también hay que admitir que las susodichas dificultades llegaron a poner en peligro hasta las raíces.

El efecto final más importante fue que se arruinó la antigua civilización ciudadana, que hacía tiempo estaba en vías de descomposición (ante todo, el cansancio de la vida, el descenso de la población). En este proceso de descomposición y reconstrucción, que duró siglos, Europa perdió gran parte de su carácter antiguo y adquirió un aspecto "medieval." Surgió el Occidente. En nuevas formas y con un concepto más sano de la vida, la seguridad y la esperanza hicieron frente al escepticismo. Desde un punto de vista meramente biológico, del siglo VIII en adelante se multiplicó tanto la descendencia que los terrenos incultos, que en la Antigüedad tardía habían ido extendiéndose sin cesar, pudieron en todas partes ser nuevamente roturados, ganando así nuevas tierras de labor.

4. En todas estas tormentas la Iglesia fue o siguió siendo la salvadora de la cultura y la consoladora de los pobres. Lo mismo que León Magno en Roma, así también San Severino, a finales del siglo V, y sin tener ningún cargo eclesiástico, fue el protector de la población autóctona de la región de la actual Salzburgo. Generalmente fueron los obispos los que hicieron esto. Conseguían y repartían grano y asistían a los abatidos.

A estos obispos que supieron permanecer en sus puestos hay que agradecer en gran parte el hecho de que la tarea de construcción religioso-eclesiástica realizada antes de la invasión pudiera, a pesar de todo, salvarse y conservarse en estos residuos embrionarios. Pero también es cierto que la posibilidad de desempeñar semejante función conservadora y salvadera se debió a que ellos mismos, gracias a la elevación del cristianismo a religión del Estado y a la aparición de la Iglesia imperial, con sus correspondientes privilegios, habían llegado a ser algo más que simples jefes espirituales. Habían trabado relaciones muy estrechas con el Estado y, en particular, se habían convertido en expertos ejecutores de la administración. El obispo era la primera personalidad de la civitas, de la parroquia, o sea, de la diócesis (una prueba: la liberación de un esclavo decretada por él en la asamblea de los fieles tenía fuerza de ley).

5. Desde el punto de vista religioso y eclesial, no obstante, el cuadro de la gran historia continuó llevando durante los siglos VI y VII la impronta del Imperio de Oriente. Y esto, especialmente, después de que Justiniano, combatiendo con los ostrogodos de Italia y con los vándalos del norte de África, hubo logrado otra vez, más o menos, la unidad del imperio. La vida de la Iglesia estatal bizantina, de la Iglesia siro-monofisita y de la Iglesia copta de Egipto superó ampliamente la vida de la Iglesia occidental en profundidad espiritual y religiosa (una causa específica: el florecimiento del monacato allí).

Esta fuerza religioso-eclesiástica quedó plasmada hasta hoy, y de forma impresionante, en las maravillosas iglesias de Rávena, en la "frontera" de la civilización greco-romana 45.

6. En Occidente la cultura fue salvada precisamente por los monjes. Los monjes no sólo guardaron los progresos de la antigua agricultura; también custodiaron los tesoros de la cultura clásica mediante la lectura y trascripción de preciosos códices. Sin esta actividad de los monasterios la humanidad se hubiera quedado en la mayor miseria espiritual. Pero de esta "custodia" lo primero que es preciso subrayar enérgicamente es su carácter no autónomo. Hacía siglos que en filosofía había ido disminuyendo la fuerza creadora del pensamiento; de ahí que en este tiempo, en general, se echase mano de los manuales y las traducciones (¡incluso a Agustín, en todo sobresaliente, le estaba cerrado el acceso a los originales griegos!). La consigna rezaba: "¡Copiar! ¡copiar! ¡copiar!"(Aubin).

A esta época pertenece también una serie de importantes transmisores de la cultura antigua al Occidente: Boecio (ajusticiado en el año 524 por presunta conjura contra los godos), traductor de Aristóteles e impugnador de los herejes; el docto Casiodoro, y (en Constantinopla) Prisciano, el gramático latino de la Edad Media (primera mitad del siglo VI).

Hacia el año 500 aparecen los escritos místicos neoplatónicos del Pseudo-Dionisio, falsamente considerado discípulo de los apóstoles (Hch 17:34), los cuales, traducidos al latín, se convirtieron más tarde en uno de los fundamentos de la teología occidental; su influencia es incalculable.

7. La disminución del poder del emperador de Bizancio sobre el Occidente y la primera y deplorable escisión, derivada de las controversias monofisitas, entre la Iglesia occidental y oriental en los años 484-519 (el cisma acaciano) fueron favorables a la independencia del papado. Mientras tanto hubo muchas dificultades que vencer. Los nuevos señores de Occidente eran arrianos en su totalidad. Existía una honda e íntima oposición entre ellos y los católicos romanos nativos, de modo que se hacía imposible una colaboración auténtica y duradera. El papa se encontraba entre dos fuerzas: Bizancio y los godos asentados en Italia (posteriormente los longobardos). Unos y otros amenazaban su existencia, tanto en el orden económico como en el político-eclesiástico. Su patriarcado occidental, tras haber sufrido amputaciones en el norte y en el sur de Italia (por el emperador León III, 717-741), quedó tan reducido que el papa corría el peligro de convertirse en un obispo territorial longobardo. No volvió a ser verdaderamente libre hasta que, como veremos, entabló relación con una familia y una casa real germanas, completamente independientes de Bizancio y que habían aceptado el cristianismo en su forma ortodoxa: los francos. Su rey, el cruel, ambicioso y ferocísimo Clodoveo, ya se había hecho bautizar en Reims por san Remigio junto con los grandes de su reino en un día de Navidad, hacia el año 496 (sólo veinte años después de la caída del último emperador romano, el año 476). A esto contribuyó su mujer, santa Clotilde, una princesa católica de Burgundia 46, y algunos obispos ortodoxos de la Galia.

8. El mundo europeo se hallaba en un proceso de transición. La antigua unidad del imperio como tal y su unión con la Iglesia imperial ya no existía. La situación de Occidente se caracterizaba por una fuerte contraposición de innumerables fuerzas aún no perfiladas. ¿Se formaría una nueva unidad significativa? La posibilidad existía: 1) por parte del cristianismo y de la Iglesia de Occidente, y 2) porque una potencia política unificadora de primer rango — los francos — se había aliado con ellos. Los dos polos en que estaba centrada la vida entera, oscilando entre los cuales se creó la nueva forma de vida, fueron el papado y los francos. El hecho de que en la organización del Imperio franco se conservase en gran parte el antiguo sistema romano de los obispados, salvaguardando con ello la continuidad de la administración eclesiástica, fue, junto con la lengua latina de la liturgia, uno de los más inestimables factores de unión entre la Antigüedad y la Edad Media.

Listas están las fuerzas que habrán de crear y configurar la nueva época, la Edad Medía del Occidente: los obispos, el papado, la herencia teológico-religiosa de Agustín, el monacato (en una palabra: la Iglesia) y los pueblos germánicos. De estos elementos unidos nacerá la cristiandad medieval. El futuro corresponde a la alianza de la Iglesia con los nuevos pueblos.

42 Recientemente se discute sobre la legitimidad de esta distinción entre germanos orientales y occidentales.

43 Por ejemplo, Roma se vio amenazada en el transcurso del siglo V tres veces; en el año 410 la saquearon los visigodos de Alarico; en el año 451, el papa León I logró evitar el saqueo de los hunos; en el año 455 irrumpieron en la ciudad eterna los vándalos de Genserico.

La invasión de los pueblos germánicos es sólo una parte de un desplazamiento más amplio, que comprende más de dos mil años (mil años antes de Cristo [trasmigración dórica] — mil años después de Cristo [últimos movimientos de los vikingos]).

44 En los siglos VII y VIII irrumpieron los eslavos serbios y croatas; transitoriamente, el pueblo nómada asiático de los ávaros en los siglos VI y VII, y más tarde los búlgaros turcos en los siglos VIII y IX y los selyúcidas en el siglo XI.

45 Por ejemplo, San Vital (construcción de planta octogonal, con galería interna y tribunas) fue comenzada después del año 521 por Teodorico, y tras la conquista por los bizantinos, en el año 547, fue consagrada a san Vital, casi como señal del triunfo sobre los godos arrianos.

46 Los burgundios fueron el primer pueblo de los germanos arrianos que abrazaron en masa la fe ortodoxa (517).

 

Edad Media.

El Período Romano-Germánico.

§ 34. Características Generales.

Preliminares. La acción de la Iglesia siempre se ha visto, en no pocas cosas, fuertemente condicionada por el tiempo histórico. La intensidad de esa vinculación ha sido diferente en cada época. Pero en la Edad Media fue sustancialmente más intensa que antes y después de ella. Porque entonces y sólo entonces, dado el curso de la historia precedente, tuvo la Iglesia la posibilidad de configurar la totalidad de la vida (incluida la vida pública) según su propio espíritu. La realización de esta tarea la llevó forzosamente a un íntimo contacto con el "mundo" y sus diversas manifestaciones (cultura y Estado). De este modo, en el Medioevo también hubo manifestaciones esenciales de la vida eclesiástica más fuertemente condicionadas por el tiempo histórico que antes y después, en especial las formas de dirección eclesiástica, como se nos presentan, por ejemplo, en la figura del príncipe-obispo medieval y en las formas específicamente medievales del papado.

Este condicionamiento temporal originó situaciones peculiares y tensiones, cuya justa valoración no resulta nada fácil. Por eso es preciso estudiar los antecedentes con especial cuidado.

Ante todo hay que tener muy en cuenta el cambio de significado que ha sufrido nuestro lenguaje. El sentido de ciertas expresiones no es el mismo en el siglo IX, en el siglo X y en el siglo XX. Cuando hablamos de la Iglesia como conformadora del Occidente, hay que entenderlo como comprobación de un hecho histórico, no como un ideal. La pretensión directa de un gobierno clerical no tiene base en el evangelio. O cuando hablamos de "Iglesia y Estado," no hay que pensar en un Estado secularizado que por su esencia haya de estar enfrentado con la Iglesia. Tal como se deduce del contexto, se piensa en los representantes de la Iglesia de entonces y del Estado de entonces, el cual tenía en parte un fundamento sagrado, o sea, hay que pensar en lo que generalmente se denomina sacerdotium e imperium.

Cuando se habla del auge de la jerarquía como rectora de la sociedad de Occidente, nos hallamos nuevamente ante una descripción histórica; de ningún modo se trata de una aprobación de los medios eventualmente empleados. Esto se desprende de la forma de exposición, que demuestra que este auge en algunos aspectos sólo fue una victoria pírrica.

La "cultura clerical del siglo XIII" no implica solamente unas manifestaciones piadosas correctas; a ella también pertenecen, por ejemplo, los tan desenfadados Carmina Burana y otras formas más o menos bastardas.

Los epígrafes sólo pueden señalar las grandes líneas de un tema; en cada exposición concreta deben ser una y otra vez completados con múltiples excepciones, corrientes contrarias, subdivisiones. Así, por ejemplo, debemos describir minuciosamente el predominio de lo clerical en la Iglesia de la Edad Media, pero no por eso podemos silenciar que el sacerdocio en general quedó muy lejos de conseguir la deseada interpretación.

 

I. El Escenario.

1. Por Edad Media entendemos, según el modo común de hablar, el tiempo que transcurre desde los siglos V / VI hasta el siglo XV. Ya se ha dicho que estos datos sólo pretenden tener un valor aproximado y que en Oriente y en Occidente tienen distinta validez.

La historia eclesiástica de la Edad Media, comparada con la historia eclesiástica de la Antigüedad, tiene una dimensión espacial distinta. El escenario de la historia de la Iglesia es, por una parte, más reducido y, por otra, más ancho que en los siglos cristianos precedentes.

En primer lugar, con el retroceso de los límites del imperio también se dio una reducción de la zona alcanzada por el mensaje cristiano, por ejemplo, en el norte de la Galia y en las Islas Británicas. Esta pérdida se vio compensada luego con una reconquista. La verdadera ampliación del escenario de la historia de la Iglesia se logró con la cristianización de los pueblos germánicos de Europa central y Escandinavia y de los pueblos eslavos de los Balcanes, de Rusia y Polonia y de la Hungría magiar.

Por otra parte, el escenario estuvo limitado a Europa. El auténtico escenario donde se desarrolló la historia eclesiástica medieval fue el Occidente. Esta circunscripción fue provocada, primero, por el Islam (desde el siglo VII) y, segundo, por la separación de la Iglesia oriental (Bizancio, Balcanes, Rusia) desde el siglo XI (En este Gran cisma tendrían mucho que ver los francos-dinastía carolingia-quienes inculcaron en occidente la herejía de"filoque").

Mahoma (574-632; primera aparición, 611) desarrolló su doctrina fuertemente influido por el pensamiento judío y el pensamiento cristiano escatológico (§ 8:3). Con la idea islámica de la conquista del mundo se hizo realidad, esta vez con la contribución del impulso religioso, la migración de los pueblos árabes hacia el noroeste y el nordeste, incoada ya muchos siglos antes de Mahoma. Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, vino a ser un huracán aniquilador que hizo que se perdieran para la Iglesia las provincias cristianas más antiguas y (junto con Roma) más independientes desde el punto de vista eclesiástico: Siria, Palestina, Egipto y el norte de África. Además, un siglo después de la primera aparición de Mahoma (711) cayó víctima del Islam el reino cristiano visigodo de España. En el año 732 las fuerzas del Occidente fueron capaces de mantener alejada de la Galia aquella oleada de infieles, logrando así salvar el naciente Occidente cristiano, es decir, nuestra "Europa" (victoria de Carlos Martel en Tours y Poitiers).

Es significativo que los pueblos agrupados en alianza defensiva al norte de los Pirineos recibieran el nombre colectivo de "europenses." El solo nombre pone de manifiesto el cambio fundamental de la situación: de Oriente ya no viene la luz de la fe, sino la amenaza de los "infieles" 1.

Sobre el punto segundo debemos advertir:

a) Las Iglesias de Oriente tuvieron desde muy pronto una gran independencia, de acuerdo con la mayor independencia general de las Iglesias en los primitivos tiempos del cristianismo. Especialmente por su fundación apostólica, gozaban de ciertos derechos particulares. A pesar de mantenerse la comunidad de fe entre Oriente y Occidente, las culturas de ambas mitades del imperio fueron viviendo distanciadas. Este crecimiento por separado tuvo un fundamento político en la rivalidad entre la nueva y la vieja Roma. En concreto, la rivalidad del todavía joven patriarca de Constantinopla con el primado de Occidente hizo que tal situación penetrara de inmediato en el ámbito eclesiástico. Mas aquí, por uno y otro lado, la cuestión fue llevada por muy distintas direcciones gracias a un tipo de pensamiento eclesiástico, especial en cada caso, que nos conduce al centro del problema de la historia eclesiástica medieval: toda la temática del Medioevo está dominada por la cuestión de las relaciones entre el sacerdocio y el poder político. El hecho de que la solución sea muy diferente en Oriente y en Occidente determina también — prescindiendo de los influjos externos — la diferencia de la historia eclesiástica medieval oriental y occidental: mezcla confusa de ambas esferas en Oriente, relaciones muy tensas entre ambas en Occidente.

b) Las Iglesias de Oriente conservaron, ciertamente, una independencia eclesiástica, pero ésta se vio limitada en grado sumo por el emperador; en efecto, en el emperador, el "rey-sacerdote" según el orden de Melquisedec, reconocían al único representante de Dios, que ejerce autoridad también sobre la Iglesia, aunque sus "asuntos internos" queden reservados a la jerarquía.

Esta mezcla (symphonia) inicial, progresivamente consumada, de ambas esferas tuvo también su correspondencia en Occidente. Mas la relación estuvo aquí desde el principio clarísimamente caracterizada por la distinción de dos órdenes radicalmente independientes. Desde luego, teóricamente, ambos debían estar "subordinados" a una unidad superior. Pero por ambas partes, tanto por la eclesiástica como por la temporal, no se realizó por completo la distinción ni se entendió suficientemente la unidad como verdadera coordinación. Lo que a lo largo de los siglos encontramos es más bien todo tipo de intromisiones recíprocas y el intento de someter al rival.

En estas tensiones, oscuras por muchos conceptos, radica la lucha existente entre sacerdotium e imperium, el Papado y el Imperio, que domina la Edad Media.

c) Al acentuarse la autoridad propia de la jerarquía, el carácter ministerial cobró mayor fuerza en el Occidente. La autoridad ministerial del papa reclamó para sí en exclusiva el poder religioso, con determinados derechos ajenos que anteriormente estaban reservados al emperador (principatus y auctoritas; cf. ya los papas León I, Félix III, Gelasio I). Al emperador únicamente debía corresponderle la ya limitada "potestad real" (regia potestas) 2.

La diferencia de esta actitud radical agudizó la rivalidad de los patriarcas orientales con el obispo de Roma. Conscientes de la fundación apostólica de sus respectivas Iglesias, consideraron una innovación las pretensiones de los papas. Aparte la poca antigüedad de la sede episcopal de Constantinopla, no tuvieron en cuenta que su propia idea de unidad, basada enteramente en el emperador y el imperio, no era en absoluto de origen apostólico.

Junto con la diversidad eclesiástica, la mencionada diversidad cultural llevó progresivamente a la separación espiritual. Su resultado fue el cisma de la iglesia romano-catolica del año 1054.

La Iglesia oriental, hacía ya mucho tiempo que no ejercía ninguna influencia esencial en la configuración de la Edad Media europea 3. Antes su influencia había sido no sólo importante, sino decisiva y fundamental en las definiciones dogmáticas de los grandes concilios ecuménicos. Pero desde principios del siglo VIII quedó sobremanera ensombrecida, a raíz de la disputa de los iconoclastas, cuestión provocada a su vez en gran parte por el contacto con el Islam. Sus repercusiones, que alborotaron el Oriente, implicando incluso a grandes masas populares (vencieron los defensores de la veneración de las imágenes, los monjes; el clero secular fracasó), constituyen uno de los ya mencionados graves altercados en los que el Oriente, formulando graves acusaciones contra el papado y los "latinos" (¡el emperador León III contra Gregorio III! cf. § 38), fue separándose cada vez más del Occidente.

En los siglos que llamamos medievales la vida de Iglesia de Oriente fue muy poco creativa; pero, no obstante, no se limitó en absoluto a conservar y transmitir las formas de la antigua vida cristiana.

d) Difícil es valorar en toda su amplitud la influencia indirecta del Oriente sobre el Occidente. En el desarrollo del primado de jurisdicción del papa, por ejemplo, tan íntimamente relacionado con la evolución de las pretensiones imperiales de los papas (cf. Gregorio VII e Inocencio III), desempeñó un importante papel el proceso de fusión las ideas romano-occidentales.

Como fecundación directa del Occidente por obra del Oriente hay que recordar el monacato. En su conjunto no es solamente un regalo del Oriente a la Iglesia [cf. § 26 (Atanasio)]; el monacato occidental, incluso en sus reformas, siempre se ha remitido a sus orígenes greco-orientales: Juan Casiano y, en general, el monacato galo anterior a San Benito; también el monacato irlandés acusó una fuerte influencia oriental por influjo a su vez del monacato galo. En la teología monástica es notoria la pervivencia de los Padres griegos. Como figura individual más destacada hay que mencionar a Escoto Eriúgena; él fue el traductor del Pseudo-Dionisio. Y precisamente en este caso se demuestra la profunda influencia de la teología griega en la occidental; Dionisio Areopagita llegó a ser para santo Tomás una autoridad poco menos que absoluta (cf. § 59). Del influjo del Oriente volveremos a hablar otra vez cuando nos ocupemos de las cruzadas y de la recepción de Aristóteles, realizada a través de España y Sicilia, como también de la irrupción de ciertas ideas religiosas "sincretistas" orientales. Un ejemplo singular y de suma importancia nos lo ofrece el movimiento cátaro (§ 56).

Dentro de este marco hay que incluir, finalmente, las tendencias de reunificación de ambas Iglesias, expresadas con frecuencia, pero siempre con insuficiente fuerza y escaso conocimiento de causa.

La doble reducción de la zona de influencia de la Iglesia romana en Oriente (por el Islam y por el cisma eclesiástico) es uno de los presupuestos para la formación de la eclesialidad unitaria occidental bajo el papado.

2. Nuestra exposición se ocupa primordialmente de la Iglesia Occidental. De ahí que, por lo general, sólo raras veces dirijamos nuestra mirada al Oriente, donde creció el cristianismo en aquellos primeros siglos heroicos. No obstante, no debemos pasar por alto lo siguiente: a) El Oriente no vivió, ni mucho menos, solamente de su ergotismo; más bien, manteniéndose cerca del cristianismo primitivo, conservó una significativa y peculiar piedad litúrgico-sacramental, que capacitó a sus fieles para el martirio, incluso en nuestros días (los armenios, entre los años 1895-1916; la Iglesia rusa en la persecución del Estado soviético, que por cierto hoy se ha convertido en una Iglesia del Silencio, de tal modo que apenas podemos obtener una visión adecuada de su vida). El haber conservado actitudes espirituales decididamente no occidentales (incluso la modalidad tan poco racional de la teología greco-rusa) 4 puede hacer que el cristianismo oriental se convierta, en cierto modo, en maestro de la piedad occidental; puede ser de enorme importancia para las futuras tareas de la Iglesia, bien fomentando una profundización en los valores cristianos de Occidente, bien propiciando una fecunda evangelización de los pueblos no europeos, especialmente del lejano Oriente. Incluso en la lucha por la reunificación de todos los cristianos en una sola Iglesia, a la Iglesia oriental le compete una importante función. b) Constantinopla, capital del cada vez más reducido Imperio de Oriente, constituyó durante toda la Edad Media, gracias a la solidez de sus muros, la valla protectora que impidió que el Occidente cristiano fuera tragado por la oleada de los "infieles." En este sentido fue Bizancio quien sin duda dio al Occidente la posibilidad de estructurar su vida, esto es, de tener una Edad Media.

 

II. Los Fundamentos.

1. Ya conocemos los hechos fundamentales y las líneas de fuerza de la Edad Media occidental. Tales fueron: 1) la invasión de los pueblos germánicos, que no sólo destruyeron el Imperio romano de Occidente, sino que también hicieron surgir los nuevos Estados germánicos en su propio suelo y en el resto de Europa, y con ello hicieron que la Iglesia y los pueblos adoptasen unas condiciones de vida esencialmente diferentes de las de la Antigüedad; 2) la Iglesia occidental, esto es, la Iglesia latina, tal como se había formado hasta el siglo V y siguió formándose por su propia evolución interna y como heredera de la cultura antigua; 3) los nuevos pueblos germánicos, aún jóvenes y capaces de evolución; 4) su ingreso en la Iglesia. A la configuración de estos elementos fundamentales se sumarán luego, en el siglo X, los pueblos eslavos occidentales.

Dos potencias, pues, están frente a frente: la Iglesia y los pueblos germánicos. En su unión descansa toda la Edad Media.

2. También tenemos noticia de la penetración, en parte pacífica (por migración solapada), en parte violenta, de los germanos en el Imperio romano, y otro tanto de la lenta, parcial desintegración de la civilización greco-romana. Los germanos fueron, en primer lugar, herederos directos y discípulos de aquella civilización todavía pujante (aunque ya en decadencia). En su calidad de funcionarios romanos ya la habían asimilado de diversos modos antes de que el poder político del Imperio romano se derrumbase. Aún en el siglo VI había en la Galia meridional escuelas de retórica a la antigua usanza, que difundían la cultura occidental. Y en la católica España floreció una vida cultural relativamente rica hasta la devastadora invasión de los musulmanes.

Fue Casiodoro (§ 32), sobre todo, quien con gran estilo intentó trasplantar el patrimonio cultural antiguo a los tiempos nuevos y utilizar las ciencias profanas para el estudio de la Sagrada Escritura. Probablemente sea aún más estimable la actividad mediadora del monacato irlandés-escocés y anglosajón (§ 36). La cultura antigua, en efecto, se propagó poderosamente en el aislamiento de las Islas Británicas. Mientras en el siglo VII el nivel cultural del continente europeo occidental casi llegó a cero, en Irlanda, aparte del estudio de la Escritura y de los Padres de la Iglesia, floreció la gramática, la retórica, la geometría, etc. Allí, incluso, aún se enseñaba y aprendía el griego.

No obstante, también en el continente pervivían de alguna manera relevantes concepciones antiguas (por ejemplo, la idea del imperio y del emperador). En el período de la depresión cultural no dejó de haber importantes centros de irradiación de la cultura antigua: sobre todo Roma, el sur de Italia y el exarcado de Rávena, que hasta los años 754-756 y el 800, respectivamente, pertenecieron políticamente al Imperio oriental 5. La liturgia latina nunca dejó de existir.

3. No hay que sobrevalorar el patrimonio cultural de la Iglesia en los primeros siglos de la Edad Media. El nivel general había descendido drásticamente a partir del siglo V, sobre todo en los territorios más septentrionales del Imperio romano. Las fuerzas espirituales que aún actuaban en la Iglesia fueron apenas suficientes para conservar los documentos salvados de la cultura antigua y los de su propio acervo teológico y transmitir importantes experiencias de la administración y de la agricultura. Esto, por otra parte, tuvo una enorme importancia. En la sola obra de san Agustín, por ejemplo, poseía la Iglesia, si no toda la cultura antigua, sí cuando menos un reflejo tan poderoso de ella que la hizo convertirse en fundamento de todo el milenio siguiente. La particularidad, el vigor y los límites de esta cultura teológico de la Iglesia a principios de la Edad Media pueden reconocerse en la regla de San Benito (§ 32) y en las obras literarias de Gregorio I (§ 35).

4. No se puede negar que los germanos, a pesar de algunas obras notables, estaban todavía subdesarrollados. Pero este hecho, que comparado con la cultura clásica de los antiguos constituye una deficiencia, debe estudiarse con mayor detalle para evitar una falsa interpretación.

a) En primer lugar es importante tener en cuenta la variadísima significación que desde el punto de vista objetivo, geográfico y temporal tienen esas expresiones generales de "migración de los pueblos," "germanos," "conversión de los germanos." Hasta Carlomagno, los germanos no constituyeron en absoluto una unidad como pueblo; ni siquiera las familias de los francos, sajones, etc., estaban íntimamente unidas; formaban más bien un grupo racial. "Peleaban entre sí con la misma hostilidad que con los extraños, y se aliaban con éstos lo mismo que con sus compañeros de tribu" (Ranke). El comportamiento de las distintas tribus germánicas con el cristianismo no es unitario (cf. conversión de los sajones, § 40).

Las migraciones como tales, además, significaron algo más decisivo para las tribus germanas orientales que para las del interior: los godos, vándalos y longobardos se alejaron mucho de sus lugares de origen, llegando a regiones del todo diferentes desde el punto de vista geográfico y cultural, tanto que su propia fuerza de conservación se vio gravemente amenazada. Por el contrario, las tribus del interior se vieron mucho menos afectadas por las migraciones; los antiguos sajones y los frisones no sufrieron ningún cambio esencial. Esta diferencia fue de suma importancia para la vida política, civil y religioso-eclesiástica de las tribus.

b) Los implicados en estos acontecimientos histórico-eclesiásticos de comienzos de la Edad Media no creamos que son los germanos de la era anterior a Cristo, en que la antigua fe pagana y su correspondiente conducta moral aún se conservaban con relativa pureza, sin haber sufrido la posterior descomposición. Tampoco debemos imaginarnos a los germanos occidentales de los siglos VI-VIII, que residían en el continente y a quienes había que evangelizar, según la imagen simplista que de ellos nos dan las sagas islandesas, aparecidas en su mayor parte después del primer milenio cristiano, fuertemente influidas por el cristianismo. Más bien tenemos que habérnoslas con una gran variedad de tribus germánicas, fundamentalmente diferentes por su carácter, experiencias, situación interna y externa, tal como eran al término y como resultado de las migraciones. Su modo de pensar lo hallamos fielmente reproducido en los escritores eclesiásticos del siglo VI y siguientes y en los informes sobre el trabajo de evangelización de los misioneros germánicos entre sus hermanos todavía paganos, en las primitivas vidas y leyendas de santos y en los decretos de los sínodos de la época. La valoración objetiva, científica de estas fuentes es, sin embargo, muy difícil, porque para los hombres de aquellos tiempos eran extrañas las categorías básicas de nuestro método crítico de pensar, observar, valorar e informar.

c) El concepto de "cultura" de aquellos tiempos, incluidas las tribus germánicas que tuvieron la ocasión de intervenir en las decisiones históricas, estaba preestablecido. En el Occidente, "cultura" equivalía a "Roma." Todos los pueblos que no formaban parte de la civilización grecorromana eran barbari; la cultura grecorromana en su conjunto era considerada indiscutiblemente como la más elevada. Los germanos en su mayoría aceptaron como evidente esta valoración; también evidentemente se esforzaron por asimilar la cultura grecorromana (que incluía asimismo el poderío romano), al encontrarse con ella en el curso de sus migraciones. La palabra "bárbaros" debe tomarse en el sentido en que la toma Bonifacio todavía en el año 742, siendo él mismo sajón, al hablar de los "alemanes, bávaros y francos, hombres rudos y simples."

d) La fe cristiana es por esencia algo más que cultura. Pero entonces se presentó a los germanos indisolublemente unida a la herencia cultural helenístico-romana. Fue una gran bendición que ellos, junto con la fe, aceptasen y afirmasen por principio esta cultura superior. Se les brindó la tarea de conservar y dar nueva forma al Imperio romano (en cuyo poder se hallaba la civilización helenística). Entre los que inculcaron a los germanos esta fecunda idea histórica hubo también papas, como Gregorio II, Gregorio III, Esteban II (cf. Bonifacio). Naturalmente, desde el punto de vista cristiano podía parecer casi imposible transmitir a los germanos la herencia romano-cristiana en pacífica continuidad.

En la predicación cristiana los germanos oyeron hablar del Dios creador, del Logos, de la gracia, de la predestinación, de los sacramentos (que no son ninguna magia), del infierno (que no es sólo el reino de los muertos). Aquí surge el problema central: ¿tenían los germanos capacidad intelectual para elaborar serena y autónomamente tales ideas, no sólo al término de las migraciones, sino en los siglos siguientes? La respuesta es obvia: para una elaboración verdaderamente creativa no estaban preparados, sencillamente porque les faltaba la cultura espiritual necesaria para ello.

Logro sorprendente de la Iglesia es el haber transmitido a estas tribus en toda su integridad y sin falsificaciones esenciales (aunque no sin muchos y prolongados esfuerzos) una doctrina tan altamente espiritual.

5. Para entender los primeros tiempos germano-cristianos es imprescindible comenzar aclarando si estas tribus tenían siquiera la posibilidad de una verdadera conversión. Sus grandes e innegables dificultades se ponen óptimamente de manifiesto cuando se las compara con las de la misión cristiana en la Antigüedad. Compárense, por ejemplo, los presupuestos de la aceptación del cristianismo entre los germanos y entre los judíos de Palestina, entre los cuales, tras una preparación de siglos y bajo una dirección providencial, apareció Jesús como el Mesías prometido. Pese a esta preparación básica y a los tres años de acción educativa del mismo Jesús, ¡cuán escaso fue el éxito inicial y cuántas las dificultades que se siguieron! Igualmente, no mayor éxito podía tener una reorganización de gran estilo — una Europa cristiana — en el Imperio romano, ni siquiera bajo los emperadores convertidos al cristianismo, puesto que allí la cultura pagana estaba harto anquilosada y siempre se hizo sentir como un cuerpo extraño. Ideal fue, en cambio, la posibilidad de fecundación, cuando la semilla del cristianismo cayó entre las tribus germánicas, que ofrecían un terreno de inmensos recursos, aunque todavía virgen e inculto.

a) La afluencia de elementos germánicos en el mensaje cristiano fue desde un principio considerable; más tarde, hasta resultó codeterminante para la formación de la liturgia y las concepciones teológicas. Pero donde más se hizo sentir la influencia germánica fue en el campo de la piedad popular. El cristianismo, nacido en Oriente, formulado en lengua griega, vertido y reformado en la ágil forma romana, era obviamente diferente, en cuanto a contenido y forma de presentación, de todo aquello que globalmente podemos llamar "germánico." En consecuencia, la cristianización de los germanos, tras la primera fase de conversión de las masas, resultó un largo y complicado proceso de crecimiento que en muchos lugares originó serias contiendas entre los valores de ambas partes, convirtiéndose así en un proceso de fermentación. El flujo de lo germánico en lo cristiano fue claramente diferente de la confluencia de la Antigüedad con el cristianismo: en efecto, principalmente se realizó por la vía del sentimiento, de la fantasía, del afecto; por eso sus primeras manifestaciones válidas 6 se dieron en el campo del arte (el poema Heliand: arquitecturas y esculturas de estilo románico primitivo). Por el contrario, durante muchos siglos no hubo ningún impulso teológico.

La pronta aparición de algunos problemas teológicos (por ejemplo, en el Heliand, o la turbulenta contienda de Godescalco [+ hacía el año 868] sobre el problema de la predestinación) naturalmente no dice nada contra esta tesis. Hubo algunos teólogos, incluso alguna que otra proposición herética; pero en general no hubo ni teología original ni herejías Hasta las falsa doctrinas del abad Radberto de Corbeya (+ hacia el año 860) sobre la eucaristía no tuvieron ni difusión ni consecuencias profundas.

En general, pues, no hubo entre los germanos especial interés por la teología, ni al principio ni en los tiempos del florecimiento teológico posterior. La teología en Occidente no fue ni por asomo tan popular como lo había sido en Oriente entre las grandes masas del pueblo, que tomaban postura respecto al nestorianismo, monofisismo y la disputa de los iconoclastas. La consecuencia fue una profunda y peligrosa discrepancia entre piedad popular y teología erudita. Más tarde se manifestó el pensamiento germánico en el campo de las instituciones eclesiásticas.

b) A pesar de ello surgieron peligros, y no pequeños, para la pureza del mensaje cristiano.

Algunas de las ya mencionadas ideas fundamentales de la predicación cristiana fueron reproducidas en imágenes o conceptos inadecuados. El ejemplo clásico en el campo de la doctrina de la fe es la concepción de Cristo como un caudillo, un héroe victorioso y vencedor del demonio al que se jura y mantiene fidelidad, un rey nacional alejado de su bajeza y menesterosidad humana, cuyos apóstoles aparecen como valerosos paladines de un soberano o feudatario y ante quien lo primero que se desvanece es la figura sufriente del siervo de Dios.

Dentro de un cúmulo de formas mágico-supersticiosas cobró vigencia una serie de concepciones más naturales, por no decir naturalistas, residuos de la antigua fe germánica, que podemos descubrir en el culto a los santos, demonios, reliquias, muertos y — lo que fue más funesto — en la brujería, tanto a principios de la Edad Media como en los siglos posteriores.

La moralidad cristiana se vio intensamente implicada en esta discusión: por una parte, se encontró fusionada con viejas concepciones tradicionales, más groseras; y, por otra especialmente entre los francos, perdió en parte su primitiva pureza en aras de valores inferiores tales como el uso indiscriminado de la fuerza, que no reconoce el carácter decisivo del derecho, las crueldades de los príncipes y sus mujeres, los asesinatos de príncipes en cantidades increíbles, el espíritu de venganza, la lujuria en todas sus tristes modalidades 7, el abuso inmoral de los esclavos y especialmente el adulterio y hasta una especie de poligamia, a lo que, como circunstancia externa, coadyuvó la ley de sucesión germánica con su cuasi politización del matrimonio.

c) Pero, con todo, salta a la vista la enorme diferencia entre esta "germanización" y la judaización o helenización del cristianismo intentada en los primeros siglos: ahora no existe peligro esencial alguno para la doctrina cristiana en el sentido de un intento consciente de interpretación teológica, sino a lo sumo, y en pequeña medida, una descomposición por insuficiencia cultural inconsciente. La abundancia de perturbaciones no representaba directamente un peligro vital, mientras la totalidad de la doctrina católica no se viera recortada unilateralmente; la Iglesia podía soportarlas. El paso decisivo estaba asegurado: la semilla de la doctrina divina podía echar raíces. Es cierto que los factores mencionados implicaban graves peligros; y éstos se agudizaron cuando en la evolución posterior no fueron reconocidos como principios equivocados ni fueron, por tanto, eliminados.

III. Tareas y Posibilidades.

1. Al comienzo de la Edad Media la Iglesia y las tribus germánicas, con todas sus posibilidades y patrimonio, estaban destinadas a vivir en mutua relación; pues la Iglesia fundada por Cristo con toda su vocación misionera y aquellos pueblos jóvenes con su indigencia cultural y religiosa llegaron a encontrarse en un mismo ámbito cultural. Si bien los germanos al principio sólo fueron los educandos de los obispos y monjes, rápidamente ocuparon su lugar y enseguida pudieron llevar a sus propios congéneres a la fe. En este proceso de fusión se basa la Edad Media.

Las características que en esta época determinan el ámbito espiritual de Occidente son múltiples, unas favorables, otras desfavorables para la obra de la Iglesia.

Tales características aparecen con toda claridad si las comparamos con las de la época antigua, y ofrecen diferencias sustanciales. Entonces la Iglesia era una semilla, que cayó sobre tres civilizaciones o culturas superiores, fundamentalmente distintas y plenamente desarrolladas. En cambio, a principios de la Edad Media la semilla ya ha crecido y se ha convertido en un gran organismo (aunque desde luego no del todo desarrollado y, además, nuevamente debilitado); tal organismo no tiene frente a él una cultura superior con la que de alguna manera pueda medir sus fuerzas, planteándole cuestiones de índole espiritual, y mucho menos varias culturas similares. En tal ambiente se daba una singular disposición y una posibilidad de formación, pero faltaban los supuestos específicos para la creación autónoma de una cultura superior. Es hacia los germanos, pobres de cultura pero capacitados para la instrucción, que inundan toda la zona del Imperio romano occidental, hacia quienes se orientó la acción misionera y educadora de la Iglesia. Con ello se plantean diversos problemas, problemas que se acusan claramente incluso al norte del limes y, aunque en formas menos agudas, hasta entre los grupos étnicos románico-celtas y eslavos.

2. En general, predominaron tanto las ventajas, la Iglesia era una potencia tan superior en el orden religioso y cultural que necesariamente hubo de imponerse. Pudo poner en práctica su programa esencial, esto es, llevar Europa a la fe de Jesucristo, el divino redentor hecho hombre. Mas no hay que olvidar que las ideas germánicas siempre ofuscaron, de forma permanente o transitoria, la predicación bíblica cristiana. Cierto que las desventajas ya mencionadas, una vez soslayado el primer peligro, no tendrían consecuencias verdaderamente peligrosas hasta más tarde, cuando estos jóvenes pueblos se convirtieron en naciones cultas, con una fe y un pensamiento particular e independiente: en las postrimerías de la Edad Media y en los tiempos modernos. Pero esto plantea serios interrogantes: los elementos peligrosos del carácter germánico, esto es, sus deformaciones en la fase de inmadurez, ¿no fueron tal vez simplemente aderezados o retocados, pero no eliminados sistemáticamente desde la raíz? (Partiendo de aquí, un análisis más profundo de la piedad medieval explica por qué tantas veces andan en ella indisolublemente unidas la fuerza y la debilidad).

Muy de otro modo fueron las cosas en el ámbito de la vida exterior y en el de las instituciones anejas a ella, donde el poder material temporal, el poder político y el potencial bélico era lo que decidía. Aquí, de entrada, la Iglesia medieval (en especial el papado) estaba en desventaja; en la forma de las Iglesias territoriales, por su propia estructura eclesial, en la teocracia imperial o en la idea de imperio, el factor eclesiástico dependió durante mucho tiempo en lo esencial de la benevolencia del soberano temporal. Esto, sin duda, no modifica en nada el hecho de que la Iglesia tuviese necesidad precisamente de estas "desventajas" (de forma más clara en la misión) y de que durante mucho tiempo, tal vez excesivo, incluso las aceptase y utilizase (especialmente el derecho eclesiástico propio). Pero la fuerza espiritual de la Iglesia fue tan predominante, que en la misma alta Edad Media llegó a ejercer la dirección también en este campo (con lo cual, naturalmente, surgieron otros peligros, o sea, que la Iglesia en su propia victoria sucumbió a los mismos inconvenientes); en la última Edad Medía, como es natural, tuvo que renunciar a esta dirección.

3. Las ventajas:

a) Cuando estos pueblos jóvenes, espiritualmente inmaduros, pasaron al cristianismo, reconocieron sin más la superioridad espiritual de la nueva religión y de la Iglesia. Como ya se ha dicho, aceptaron el cristianismo con toda objetividad y fidelidad, casi podríamos decir pasivamente, tal como la predicación de la Iglesia se lo presentaba; al principio ni siquiera intentaron por sí mismos penetrar intelectualmente las doctrinas de fe. Las posturas espirituales básicas, características de toda la Edad Media, tienen aquí su origen: el espíritu de fe fiel a la Iglesia (tradicionalismo y objetivismo), la uniformidad de toda la vida religiosa espiritual (universalismo 8) y la superioridad cultural del clero, de base sacramental (clericalismo medieval 9)

Conviene recordar aquí que frases programáticas o lemas como los antes mencionados son fórmulas abreviadas, y por eso no pueden expresar todas las diferenciaciones que serían necesarias. La excepción del curso histórico nos ofrecerá abundantes ocasiones para completarlas. El universalismo espiritual y religioso, por ejemplo, obliga también sin duda a una unión política bajo una sola autoridad en un solo imperio. Dentro de una mutua libertad y una equilibrada coordinación de ambas autoridades supremas, el sacerdocio y el imperio, esto podría ser incluso lo ideal. Sin embargo, el curso real de la historia demuestra que el universalismo espiritual se compagina perfectamente con un cierto particularismo en el campo político. Y esto vale tanto para el Imperio de Carlomagno como para las formas políticas de la alta Edad Media.

b) Ya hemos dicho que en la religiosidad germánica no se daban los supuestos inmediatos, espirituales y teológicos para la comprensión del mensaje cristiano. Pero es innegable que algunos pueblos germánicos poseían una profunda receptividad para la sublime y al mismo tiempo atractiva majestad de lo divino; por lo menos en los tiempos de Tácito, los germanos todavía la conservaban, a pesar del politeísmo. En su sentimiento panteizante afloraba un cierto presentimiento de un único Dios, que encuentra su mejor expresión en la fórmula vigente entre los sermones, y que también nos refiere Tácito, de un Dios que todo lo gobierna 10. Con esto iba ligada la idea de la sumisión a la voluntad de Dios, fundamental para toda religión auténtica, cosa que también reconocían los sermones, quienes no penetraban en el bosque sagrado más que encadenados, o bien llegaban a ofrecer sacrificios aberrantes, hasta el punto de sacrificar hombres y niños de la propia tribu. Naturalmente, no todas las tribus eran tan profundamente religiosas como los semnones; sabemos también que la religión de los germanos sólo duró hasta el tiempo de las migraciones, que precisamente en él se disolvió. No obstante, el desarrollo de la conversión de los germanos nos autoriza a creer que tales actitudes religiosas fundamentales no habían desaparecido del todo.

Por otra parte, no se trata de definir ciertas ideas germánicas como atisbos y modelos de algunas ideas cristianas. Los presuntos "paralelos" 11 no resisten a una investigación desapasionada. Viven sólo gracias a un método peligrosísimo que, aplicado al revés, conduce necesariamente a una devaluación sincretista del cristianismo. Más bien hay que confesar que el proceso interno de la conversión de los germanos no puede explicarse racionalmente con claridad, que, por tanto, los factores concretos que los condujeron a la conversión son aún menos inteligibles que los que influyeron en los pueblos del mundo antiguo. Esto depende también de la escasez de nuestras fuentes, que apenas nos dan información exacta de la situación espiritual de aquellos germanos y de la evolución interna de su conversión. Ciertamente se echa de ver una cierta nostalgia de redención; las doctrinas del buen Dios, de su reino venidero y de la comunión de los santos, esto es, de la victoria del bien, liberaron a los germanos de su oprimente y trágica visión de un destino ciego, aniquilador de dioses y hombres 12; la fe en la inmortalidad del alma les ofrecía una solución al atormentador enigma de la muerte (H. Rückert). Con razón se ha hecho hincapié en ciertos aspectos que podían facilitar la aceptación de la fe en un Dios creador.

c) Más importante que estos detalles parece ser el hecho de que los pueblos germánicos o romano-germánicos brindaron a la nueva religión una fuerza étnica todavía virgen y (a medida que avanzaba su cristianización) una extraña y profunda sensibilidad.

La escasez de cultura en el sentido indicado facilitó también que la lengua de la Iglesia romana unificase (más aún, configurase) la liturgia de la mayor parte de Europa y, en general, y durante siglos, toda la vida espiritual de Europa. La lengua latina, lengua de la liturgia, de todas las frases doctas y de buena parte de las comunicaciones públicas, fue, junto con la única fe cristiana, el más potente factor de cohesión de las múltiples tribus y fuerzas germánicas disidentes hasta llegar a la cultura unitaria eclesiástica del Medioevo.

No debemos aquí, naturalmente, pasar por alto el reverso de esta unificación; tal reverso se hace sobremanera patente en la maduración del cisma de Oriente. Sus contornos se hacen palpables en la identificación de la christianitas con la romanitas o latinitas a una con el repudio de los graeci (o barbari). De este modo, los valores propios, del todo legítimos, fueron malamente comprendidos.

4. Las desventajas:

a) Ya hemos mencionado un primer peligro: consistió en que el elemento natural-instintivo de los germanos pudo sofocar la espiritualidad del cristianismo y su elevada pureza. En efecto, la piedad cristiana perdió en un principio valores espirituales. Las ideas religiosas, como las formas de vida religiosa, fueron menos refinadas, se tornaron más groseras. Esto dependió en gran parte del hecho de que en los primeros siglos no hubo una lengua para la predicación cristiana: los dialectos germánicos carecían de terminología adecuada para poder expresar los "abstractos" dogmas cristianos. Muchos conceptos sólo pudieron traducirse superficialmente. Los germanos no tenían, por ejemplo, el concepto de un dominus (señor absoluto), sino el de un drochtin, jefe de partida a quien los adeptos seguían libremente. Entre los conceptos germanos tampoco había una palabra del todo equivalente al concepto de "gracia" del Nuevo Testamento. "Gracia" vino a ser "favor," el favor del rey del cielo con quien uno contrae una determinada relación de fidelidad para que se muestre propicio en las vicisitudes del destino terreno. Surgió así la idea de mutua ayuda o prestación recíproca. También para el pensamiento y el idioma germanos resultó difícil captar y expresar genuinamente lo sacramental. Se quedó en la exterioridad o se redujo al estaticismo. La unión mística sacramental del hombre-Dios Jesucristo con su comunidad, expresada y operada en su sacrificio, quedó reducida a su presencia (misa como presencialización). Y aún se tomó menor conciencia de la sacramentalidad de la penitencia, porque aquí la idea de reparación (basada en el principio de prestación según tarifas, cada vez más extendido) cubrió por entero la idea de remisión sacramental, esto es, remisión ganada por Cristo y regalada en él al penitente. Tenemos aquí una de las raíces del "moralismo" germánico, que pudo desarrollarse de múltiples formas gracias a la excesiva rapidez con que se produjo la conversión de las masas y que posteriormente resultaría funesto para la esencia de la religión. Otra de las raíces es que la mentalidad germana consideraba tanto el pecado como la virtud más desde el punto de vista del hecho que de la interioridad. Es cierto que con ello no quedaba excluida ni la reflexión ni la preocupación por la interioridad, pero ambas perdían importancia. Semejante realismo tiene sus ventajas, porque abarca al hombre y su realidad. El pecado como perturbación del orden exige una reparación que no se puede operar con el simple cambio de sentimientos. Pero, por otra parte, esta actitud fundamental tiende a la exteriorización de la acción, cosa que fácilmente hubo de entrar en conflicto con la ley fundamental de la "justicia mejor" cristiana, la justicia interior.

b) Lo que propia y decisivamente abrió la posibilidad de una conversión interior no fue que los germanos poseyesen una preparación o alguno de los conceptos fundamentales de la doctrina cristiana, con el cual hubiera podido conectar la evangelización; fue más bien la superioridad del cristianismo. Decisivo para la aceptación del cristianismo, pues, no fue ni en general ni en primer lugar su "verdad," sino el mayor poder del Dios de los cristianos. En el Heliand (hacia el año 830) es ensalzado Jesús como el "más fuerte de los nacidos, el más poderoso de todos los reyes, el héroe más valeroso," muy de acuerdo con el Muspilli de la época y sorprendentemente (por influjo veterotestamentario) incluso con "el héroe que lucha y sufre" de Susón (§ 69). La cuestión de la legitimidad de la vieja o de la nueva religión no se toma entre los germanos, poco dados a la filosofía, como un problema de verdad; la cuestión no se plantea desde la doctrina, sino desde la realidad, que se entiende como poder (el poder del nuevo Dios ellos lo experimentaron, por ejemplo, en la guerra y en el "juicio de Dios"). Dentro de la religión cristiana esto encajaba perfectamente con la doctrina del Dios todopoderoso.

El hecho de que la plegaria de los pueblos de la primera Edad Media no se dirigiera tan preferentemente a la majestad de Dios como a sus santos, cuyas reliquias conservaban y podían ver y tocar, implicaba para ellos un peligro especial, que con harta frecuencia se manifestó en formas groseras y supersticiones de todo tipo, agudizadas aún más hacia fines de la Edad Medía. Por otra parte, también aquí se puso de manifiesto la riqueza del cristianismo y la sabia pedagogía de la Iglesia, que conscientemente (Gregorio I, § 35) supo dar incluso a estos pueblos inmaduros medios adecuados a su capacidad de comprensión con los que pudieran encumbrarse a una piedad superior.

c) Los ideales de los nuevos pueblos se basan en buena parte en el concepto de un poder externo, que somete al adversario y se apropia de sus bienes. La historia de la Iglesia de los francos hasta Pipino, con las reiteradas confiscaciones de bienes eclesiásticos de toda clase, compensadas por otro lado con un sinnúmero de donaciones a iglesias y conventos 13, así como con la usurpación de derechos eclesiásticos por parte de los príncipes, puso de manifiesto este peligro, que tuvo hondas repercusiones en la constitución eclesiástica (deformaciones del concepto de Iglesia tanto local como territorial) y en el que podemos ver anunciado el gran problema de la lucha ulterior por la libertas de la Iglesia.

Otro tanto debe añadirse aquí, y es que la importancia de una personalidad se medía haciendo excesivo hincapié en su potencia militar y en sus posesiones. Así es como el obispo germánico se convirtió casi por necesidad en un terrateniente mundano y, posteriormente, en dueño de un señorío y en guerrero, lo que no pocas veces hubo de estar en contradicción con su ministerio sacerdotal.

d) De acuerdo con las concepciones antiguas y las ideas germánicas, la religión y el orden político, especialmente en la primera Edad Media, apenas se mantuvieron separados, salvo en casos en que los príncipes intentaban utilizar a la Iglesia en su provecho o, a la inversa, los obispos trataban de acrecentar su poder económico y político. Esto acarreó una ventaja muy peculiar, que dejó su impronta en toda la Edad Media: la íntima unión de vida civil (esto es, de todo lo profano) y vida eclesial en orden a una unidad cultural, la unidad cultural específica de la Edad Media 14. Mas también aquí acechó un grave peligro. Los pueblos germánicos trataron por todos los medios de encadenar el cristianismo a su propia forma nacional. El peligro se agravó notablemente por el carácter particularista de los germanos (por ejemplo, la tribu o la familia antes que el imperio). El peligro de las Iglesias nacionales 15 (muy enraizado en los reinos arrianos) y de las Iglesias territoriales fue demasiado evidente incluso en los reinos católicos (anglosajones, francos, burgundios, bávaros), con lo cual no sólo se vio amenazada la unidad de la Iglesia, sino que también se abrió una fuente perenne de secularización (politización); el peligro se hizo realidad a principios del siglo VIII en la Iglesia franca, enriquecida por el Estado, o más bien en sus obispos terratenientes. Aquí prenden también las raíces del funesto principio "pagano" (Engelbert Krebs): cuius regio, eius religio. Hemos de tener en cuenta que semejante politización del cristianismo y de la organización eclesiástica, en las primeras fases de su desarrollo, en parte fue irrealizable y en parte estuvo exenta de verdadero peligro, pero que con la progresiva maduración espiritual y religiosa el peligro se hizo efectivo, llegando al grado de perversión. Pues entonces la independencia intrínseca de ambas esferas llegó a exigir, junto con su coordinación, la necesaria separación. También hay que tener presente, en fin, que desde un principio la Iglesia, utilizando el poder real por ella consagrado, trató por su parte de conquistar el ámbito de lo secular, sin darse cuenta, ni suficientemente ni a tiempo, de la necesaria independencia de lo mundano.

 

IV. Régimen de la Iglesia Privada.

Su interdependencia con el mundo.

1. Es en el régimen de la iglesia privada que acabamos de mencionar donde el pensamiento germánico ejerció su más fuerte e indiscutible influencia sobre la vida de la Iglesia medieval. Tanta importancia tuvo este régimen para toda la historia de la Iglesia, que tendremos que volver a ocuparnos de él con mayor detalle. En buena parte confluyeron en él todas aquellas desventajas que el mundo germánico implicó para la misión de la Iglesia. También en él se echa de ver con toda claridad la ambivalencia de aquellos hechos y situaciones histórico-eclesiásticos del Medioevo que dieron lugar a la poco menos que inevitable tragedia de la historia de la Iglesia medieval, tragedia que una y otra vez nos ocupará e inquietará en el contexto de la lucha entre el sacerdotium y el imperium.

a) La iglesia fundada por el señor feudal germánico estaba de tal modo sometida a su dominio, que no sólo disponía de ella por derecho patrimonial, sino que sobre ella ejercía el pleno poder de la dirección espiritual (U. Stutz). Es cierto que el propio altar, o el santo patrón de la iglesia cuyas reliquias descansaban en él, llegó a ser el centro o el "titular" del patrimonio necesario para el funcionamiento y sostenimiento de la iglesia (edificio y decoración del templo, camposanto, casa parroquias, tierras y tributarios, parte correspondiente de la dula y los ingresos propiamente eclesiales). Pero el altar, por el suelo sobre el que estaba erigido, seguía siendo indefectiblemente propiedad del señor. La dotación de un altar no significaba para él más que el traspaso de ciertos bienes inmuebles, ciertos valores y ciertos derechos usufructuales de su patrimonio libre a un patrimonio colectivo especial.

Originariamente libre para modificar o suprimir el status de pertenencia, el señor del altar, debido a la legislación carolingia, tuvo después que admitir una limitación de sus derechos, en cuanto que los bienes, una vez entregados al altar, ya no podían volver a ser enajenados. Pero como un todo, la iglesia privada pudo, tanto antes como después, ser vendida, hipotecada o heredada. También la copropiedad o la participación de los derechos de propiedad fue posible y, a la larga, inevitable por la complejidad de la sucesión hereditaria. En caso de que los bienes de la iglesia no se requiriesen para el funcionamiento y mantenimiento de la misma, era al señor a quien correspondía el usufructo del excedente y hasta el derecho a tomar parte de las primicias, ofrendas y derechos de estola de los fieles 16. Si el señor tenía en funcionamiento varias iglesias o lograba heredar derechos parroquiales o diezmos, sus ingresos aumentaban considerablemente. La posesión de iglesias se convirtió así, posteriormente, en una empresa económica rentabilísima en nombre del santo patrón de la iglesia.

Cuando el señor era sacerdote, él mismo ejercía sin otro intermediario la dirección espiritual de la iglesia. En caso contrario designaba un sacerdote, que al principio solía ser un siervo o un mercenario pagado (mercenarius o conductus). Desde el año 819 el sacerdote tenía que ser necesariamente un hombre libre o al menos liberado para este fin, el cual luego, en caso de empréstito (en sus distintas formas y con distintas tasas) también era prestado a una con la iglesia privada. Estando así las cosas, la influencia del obispo quedaba poco menos que excluida. Desde luego, sólo el obispo podía consagrar el altar y la iglesia y conferir las órdenes a su sacerdote oficiante. Pero el clero de las iglesias privadas era enteramente dependiente de la corte y del pan del señor, de forma que resultaba punto menos que imposible controlar su acción ministerial. Tras un estado de anarquía eclesiástica, al final del reinado de Carlos Martel, la Iglesia logró limitar parcialmente las atribuciones del señor del altar, fijando los bienes de la Iglesia, asegurando la posición de los sacerdotes y estableciendo ciertos derechos de inspección episcopal.

b) En iguales condiciones que las iglesias menores se hallaban también los monasterios. En vez de los conventos constituidos al modo romano, con derechos de corporación y con un abad libremente elegido y confirmado por el obispo, aparecieron los monasterios privados germánicos, que, salvo pequeñas variantes, compartieron la suerte de las iglesias privadas. Cuando ya había gran número de reglas monásticas, el propio señor decidía por cuál de ellas tenían que regirse los monjes de su convento.

En su raíz, el sistema de la iglesia privada es romano y germánico. Por eso lo encontramos tan difundido en Occidente. Dondequiera que este sistema, en el curso de la invasión de los bárbaros y de su progresiva cristianización, chocó con la vieja constitución episcopal pública y jurídica de la Iglesia, hubo discusiones, pero en ellas la iglesia privada casi siempre se impuso sobre la iglesia episcopal. En la Franconia, el sistema de la iglesia privada se dio ya desde mediados del siglo VII.

2. Un derecho foráneo conquistó, pues, incluso la constitución de la Iglesia. Obispos y monasterios poseyeron desde entonces la mayor parte de sus iglesias en la modalidad de iglesia privada, y de este modo hicieron la competencia a los señores laicos de las iglesias germánicas.

a) Toda la importancia de esta acometida se hizo patente en un hecho: fue que el concepto jurídico de la iglesia privada marcó de forma imperceptible las relaciones de los reyes y nobles francos con las iglesias episcopales, los obispados e incluso las abadías hasta entonces libres. El modelo de los emperadores romanos orientales, supremos señores de la Iglesia, experimentó desde este momento una transformación específicamente germánica, cuya peculiaridad se manifestó de forma más intensa en la creciente feudalización del poder espiritual. Desde finales del siglo IX los reyes, grandes propietarios ellos mismos de iglesias y conventos privados, consiguieron progresivamente imponer frente a los obispos los principios del sistema de la iglesia privada.

Ya en Hincmaro de Reims (§ 41) había traslucido la idea (que llegaría a parecer obvia en la época poscarolingia) de que los obispos recibieran su obispado como beneficio de manos del rey. Desde esta perspectiva está claro que la investidura seglar (§ 48) debe contemplarse sobre el trasfondo del sistema de iglesia privada. De otra manera sería inexplicable que frente a los obispados y abadías libres pudieran alzarse tales derechos (típicos del sistema de iglesia privada) de usufructo provisional y testamentario. Pequeños obispados acabaron siendo propiedad de duques y condes y, como las iglesias privadas, fueron vendidos, pignorados, heredados o dados como dote.

Este derecho extraño, gracias a su preponderancia, llegó hasta obtener por algún tiempo el reconocimiento papal (con Eugenio II en el sínodo romano del año 826; con León IV en el sínodo del año 853). Hay que tener presente, además, que en algunos de sus elementos típicos aún siguió en vigor, incluso allí donde la Iglesia más duramente lo combatió y finalmente superó (en la lucha de las investiduras). En la legislación eclesiástica por todas partes encontramos sus huellas mediatas o inmediatas, como, por ejemplo, en el surgimiento del monasterio privado papal y de su consiguiente exención, en la institución de los beneficios eclesiásticos, en el derecho de patronato y, sobre todo, en aquellas exigencias de usufructo financiero de los bienes de la Iglesia que aparecen en el fiscalismo papal de las postrimerías del Medioevo (para las diferentes formas de tribulación, cf. § 64).

b) En lo que atañe a la valoración religioso-teológica del sistema germánico de las iglesias privadas, a la vista están sus inconvenientes. En primer lugar está la peligrosa dependencia del ministerio espiritual de los poderes materiales y patrimoniales; la posesión del suelo sobre el que se alza la iglesia lleva directa e indirectamente a la posesión de unos derechos eclesiásticos espirituales. Apenas habrá un ejemplo mejor y más craso de la mezcolanza germánica de ambos campos, y además con esa típica tendencia a hacer descender lo espiritual y sobrenatural a lo terreno y mundano. En esta actitud se manifiesta un egoísmo extrañamente contradictorio: uno regala, dona incluso iglesias para el culto divino, pero "se regala ricamente a sí mismo"; la fundación, de primera intención espiritual, obtiene elevados ingresos, lo que a la larga no puede dejar de repercutir en la misma intención. También aquí se hace ostensible la mentalidad del do ut des. Es una ofuscación que debe tenerse presente al enjuiciar la dadivosidad medieval y especialmente su cultivo por parte del clero y de los monjes.

No obstante la multitud de fórmulas piadosas, estas donaciones no siempre fueron expresión de perfección cristiana: por ejemplo, en tiempos de carestía, a muchos "libres" más pobres sólo les quedaba la posibilidad de entregar sus bienes a un convento o a un obispo si querían verse exonerados del servicio militar o de la obligación de acudir a las reuniones solemnes.

La incompatibilidad de todo este sistema jurídico con el cristianismo ya se evidencia en el mismo nombre de "iglesia privada": el hombre no puede tener su "iglesia propia privada." El hecho de que en los tiempos siguientes el sacerdotium y el regnum, por distintas motivaciones, contraviniesen esta exigencia fundamental cristiana fue lo que hubo de provocar la gran crisis del universalismo medieval.

Por otra parte, sin embargo, tampoco se debe olvidar la inevitabilidad histórica ni las beneficiosas consecuencias del sistema de la iglesia privada: a él se debe la floreciente vida cristiana que a través de las parroquias de pueblo y de innumerables oratorias y capillas alcanzó las más dilatadas zonas rurales de la Europa medieval.

3. De múltiples formas tratará la Iglesia de superar el peligro del aislamiento y de la cosificación. Si buscamos una palabra clave, capaz de aglutinar formalmente los diversos medios, podríamos mencionar el universalismo. El cristianismo es el mensaje salvador del Dios hecho hombre; religión de la humanidad y, por lo mismo, expresión de un universalismo religioso esencial que la Iglesia jamás puede perder.

Mas el peligro de ruptura de aquella unidad, que abarcaba todos los ámbitos de la vida, no fue conjurado para siempre. La enorme tarea educativa de los clérigos y monjes medievales entre los pueblos occidentales también tuvo como meta, por su propia naturaleza, su maduración y autonomía. El proceso educativo hizo que la vida cristiana cultivada por la iglesia alcanzara un espléndido desarrollo; con ello hizo también que se desarrollaran las peculiaridades del carácter germánico. En cuanto estas peculiaridades comenzaron a interferir la tarea de la Iglesia, sembraron el germen de su posterior decadencia. Así surgió esa forma de realidad eclesiástico-medieval, fuertemente condicionada por el tiempo histórico, que en parte y a la larga impidió precisamente la necesaria solución armónica.

Pues tanto el pensamiento como la vida independiente de los pueblos germánicos se acercaba ahora al cristianismo con sus propios problemas o aspiraciones, tratando de imprimir en él sus particularidades aun en aspectos esenciales, igual que lo hicieron en la Antigüedad la civilización judaica, griega y romana (§ 5). Entre los germanos, y especialmente entre los teutones y los escandinavos, este peligro revistió particular gravedad en la baja Edad Media. Pues todas las peculiaridades del carácter germánico llevaban dentro de sí una radical inclinación al particularismo, tendían al separatismo en todos los sentidos 17, y todo ello con proclividad a absolutizar lo separado (ilícitamente separado de la armonía de la comunidad).

4. Las causas de la disolución se concretan y evidencian en el trágico conflicto entre el papado y el Imperio, en el fondo del cual el problema que late no es otro que el de la relación cristianismo-mundo. La jerarquía y el monacato tendrán que luchar con el producto de su propia educación: a) se irán formando las individualidades nacionales (los modernos Estados o "naciones" frente al Sacro Imperio romano universal), que extenderán sus particularidades a todas los ámbitos de la vida superior: se disolverá el universalismo y aparecerá la característica determinante de los nuevos tiempos, el particularismo. b) Frente a la unidad del objetivismo medieval surgirán brotes de subjetivismo. c) El clero, representante nato de la Iglesia universal, será sustituido como agente de la cultura por el representante de la pluralidad nacional, el laicado. Este proceso de disolución llegó a su plenitud en el humanismo y en el Renacimiento. Fue fatal que dicho proceso afectase también al campo religioso-eclesiástico propiamente dicho, desembocando así en las grandes creaciones de las Iglesias sectarias y nacionales de los husitas y la Reforma. Esto, desde luego, sólo fue posible históricamente porque en la misma Iglesia la idea del universalismo objetivo ya había perdido mucho de su pureza y seguridad en el sentido antes indicado y, especialmente, por las superestructuras irreligiosas.

5. Un rasgo fundamental hubo que penetró, guió y coloreó esta evolución interna: la vuelta de la Iglesia a la cultura.

a) En la Antigüedad la actitud de la Iglesia ante la cultura había sido muy variable. Y no pudo haber sido de otro modo porque, vista desde la perspectiva del cristianismo, la cultura entonces existente estaba escindida: contenía valores provenientes de Dios y, no obstante, en su conjunto era contraria a Dios, pagana.

Mas desde que la Iglesia quedó libre en el Imperio romano, pudo expresar cada vez más y mejor su propio modo de pensar y de entender la vida, incluso públicamente. Ella misma y sus representantes, los obispos, llegaron a constituir un factor determinante de la vida pública; la vida pagana adquirió rasgos cristianos. No obstante, no se llegó a una cultura nacida por entero de raíces cristianas. Ahora, en cambio, en la primera Edad Media, los hombres de la Iglesia pudieron crear una vida cristiana en su aspecto exterior y, poco a poco, también en su realidad interior: el curso del año se dividió según las fiestas y tiempos del calendario cristiano, el curso de la semana comenzó con el domingo cristiano (en el cual todos los fieles van juntos a la iglesia). Posteriormente, la imagen de la ciudad o del pueblo comenzó a caracterizarse por la iglesia y su torre, o por un convento dentro de la ciudad o en las afueras, y por los hospitales. En el siglo VI se introdujeron las campanas, procedentes de Oriente (muy pequeñas hasta el siglo XI), que anunciaban el comienzo de la misa y del oficio divino, señalando así la distribución del día (el toque del ángelus sólo a partir del siglo XIV). Las casas se adornaron con motivos cristianos (imágenes conmemorativas de Jerusalén, donde surgió el culto de la cruz; imágenes de la crucifixión, en paulatino incremento desde los siglos IV/V); la literatura se ocupó de temas cristianos, incluso durante mucho tiempo sólo teológicos; las leyes comenzaron a llevar en su encabezamiento la confesión del Dios trino; los procesos judiciales adoptaron el juramento cristiano. Para los pueblos jóvenes la Iglesia se convirtió en "la fuente de toda la tradición política y jurídica, de toda la formación, de toda la cultura y la técnica... Aquí la Iglesia configuró el Estado y lo dominó, y con su espíritu reguló la ciencia y el arte, la familia y la sociedad, la economía y el trabajo" (Troeltsch).

b) Con esta positiva colaboración en la cultura la Iglesia operó una transformación que resultó decisiva para su trabajo y para el juego de las fuerzas occidentales.

Se realizó una transformación interior que dominó directamente toda la vida medieval, elevándola a su máxima altura y florecimiento, pero que luego también fue causa de su decadencia religiosa y eclesiástica. Es importante poner de relieve desde el principio que esta decadencia no sobrevino por azar, sino que acechaba como peligro inmediato en la misma orientación de la Iglesia hacia la cultura: ¡un ineludible dilema entre el deber, la altura de miras y el fruto visible por una parte, y una implícita amenaza del mensaje cristiano por otra!

Nuevamente nos hallamos ante el problema fundamental de la historia de la Iglesia: revelación y mundo o, más exactamente, ante la cuestión fatídica de la Edad Media: ¿logró el Medioevo eclesiástico el bautismo del mundo, de la política, de la ciencia, en una palabra: de la cultura, o. tal vez sólo consiguió una espiritualización excesivamente rápida y superficial de lo terreno, que de rechazo debía provocar, con toda certeza moral, una secularización de lo espiritual? ¿Nos hallamos quizá ante una consecuencia de la insuficiente separación de ambos campos, o sea, ante una satisfacción insuficiente de las legítimas exigencias de ambas esferas, esto es, ante una incompleta libertad en el ámbito de lo terreno junto a una deficiente pureza de lo religioso-eclesiástico?

6. Por otra parte, el hecho de que aquellos pueblos jóvenes fueran culturalmente pobres en el sentido indicado, así como el hecho de que la misión de la Iglesia como única y verdadera fuente de salvación había de ser la de conformar en lo posible toda la vida y todo el mundo a la voluntad de Cristo, hizo que este giro hacia la cultura apareciera como un deber innegable.

El Medioevo eclesiástico es, pues, un tiempo de evolución en sentido especialmente profundo (en el sentido de que algo todavía amorfo al principio llegó a adquirir su forma).

Su contenido religioso-cristiano, sin embargo, debe ser perfilado con precaución. Hay que guardarse de toda estimación exagerada o superlativa. El Medioevo está repleto de esplendores cristianos. Pero en manera alguna es un tiempo de la ecclesia triumphans en la tierra. En la medida en que el Medioevo tuvo ese juicio de sí mismo y las sucesivas generaciones se lo apropiaron, en esa misma medida tienen el uno y las otras una idea equivocada. El cristianismo exige la metanoia personal, vive de la palabra de Dios por la fe y por el sacramento. Justamente partiendo de estos elementos esenciales es preciso que el juicio sobre la cristiandad de la Edad Media sea muy diferenciado. Los límites de la conversión interior en el sentido del evangelio se hacen patentes en el problema de las conversiones de masas, en el moralismo medieval (§ 35:3) y en las dificultades que impiden la penetración del mensaje de salvación en la totalidad del pueblo, como también en el escasísimo acceso de las masas al sacramento de la eucaristía, actitud esta a la cual se oponía la idea satisfactoria y fuertemente moralista de la penitencia (§ 36, Iglesia iro-escocesa).

 

V. Subdivisión Temporal.

1. Una ojeada general a la historia de la Iglesia antigua desde Constantino el Grande permite observar un proceso creciente de unificación: el nacimiento de la Iglesia imperial. En la Iglesia occidental este proceso estuvo acompañado por el incremento de la autoridad de la cristiandad romana y de su primer obispo, el papa (este incremento puede estudiarse con la máxima claridad en el papa León I y Gelasio; cf. § 24). La convergencia hacia la unidad presentó muchas lagunas, pero fue providencial. Sin ella la Iglesia no hubiera podido cumplir su misión en la Edad Media. Su trabajo se vio peligrosamente interrumpido por la invasión de los pueblos bárbaros: tras la caída del antiguo Imperio romano universal la Iglesia no se enfrentó con una nueva estructura, sino con toda una serie de estados germánicos separados entre sí y autónomos, de extensión inestable y de insegura cohesión interna, que eran, además, arrianos o paganos.

2. El comienzo de la Edad Media ofrecía, pues, condiciones muy desfavorables para una evangelización unitaria. La misión, por ello, ocupó los primeros siglos siguientes a la irrupción de los bárbaros: es la primera época de la Edad Media. Es el tiempo de la fundamentación: primera penetración de la Iglesia en los nuevos pueblos germánicos, establecidos en el suelo del Imperio romano. Esta época alcanza parcialmente hasta mediados del siglo VIII: la época de los merovingios.

Esta fundamentación no debe en absoluto imaginarse como una perfecta planificación pensada, por ejemplo, por los obispos de Roma. Se lo impedía sencillamente su insuficiente conocimiento de las necesidades de la Iglesia y las posibilidades de los lejanos pueblos germánicos (§ 37). Pero, desde luego, es sorprendente ver cómo la conciencia misionera del papado empujó a cada uno de los obispos de Roma, aun en medio de sus tribulaciones políticas y eclesiásticas, a contribuir, recibiendo unas veces y dando otras, a la fatigosa creación de la nueva, incipiente unidad occidental.

3. La segunda época comienza cuando el papa, concierta la alianza con los francos, la mayor potencia secular de Occidente, y luego asocia al papado, el nuevo imperio occidental, como representante de los pueblos germánicos (mediados del siglo VIII y año 800; Pipino, Carlomagno).

Primero es el poder político (especialmente el Imperio franco-teutón) la fuerza dirigente frente al papado: la primera Edad Media (aproximadamente entre los años 750-1050). Se subdivide en dos períodos separados por un interregno caótico (el saeculum obscurum, finales del siglo IX hasta mediados del siglo X): 1) período de la cultura carolingia; 2) período de los Otones (Imperio teutón). Uno de los presupuestos que hacen posible y comprensible este predominio del poder político es, en ambos casos, la idea aceptada (e incluso promovida) por la Iglesia 18 de la dignidad sagrada del rey franco y del rey romano-germánico, luego ambos emperadores, que están equiparados al supremo sacerdocio para dirigir a la Iglesia. Y por eso en esta época (hasta Canossa) el predominio del emperador debe entenderse sobre el trasfondo de un dualismus de gobierno en la Iglesia (papa y emperador; "sacro Imperio").

Este "dualismo" es algo muy cambiante; también hay que entenderlo como una fuerte competencia. Cada uno de los dos poderes trata de utilizar al otro en provecho propio y poner en acto la preponderancia imperial o papal, según los casos. Precisamente en esta época de efectiva preponderancia imperial, la creación de la sagrada dignidad imperial y la idea de la translatio imperii, por ejemplo, son un medio en manos de los papas para subordinar a la autoridad espiritual (principatus sacerdotium) el poder todavía autónomo del rey o del emperador. Y, a la inversa, el emperador aspira a la jurisdicción completa, como "representante de Dios" (vicarius Dei), frente al cual el papa solamente sería un obispo "de segundo orden."

La causa inmediata del predominio imperial reside simplemente en el hecho de que el emperador tenía en su mano la espada y que en ambos casos se trataba de tiempos fundacionales de una realidad "política" no sólo internamente organizada, sino externamente representada. Pero, en tales casos, lo que en principio decide es siempre la potencia externa.

La Iglesia, desde los tiempos de las primeras misiones y mucho más después de la alianza del papado con los carolingios, siempre se apoyó en el brazo secular; de él reclamaba seguridad política y económica. La protección concedida por los dueños del poder político fue interpretada, a su vez, como una dependencia de la jerarquía y reivindicada como un derecho del brazo secular, reconocido por la Iglesia. Pero la jerarquía, una vez asegurada su existencia, irá presentando (expresa y consecuentemente) sus reclamaciones; y esto nos lleva a la época siguiente.

4. La tercera época comienza efectivamente cuando el papado, con la reforma de Cluny y de Gregorio VII, hace pasar a primer plano nuevos puntos de vista sobre la relación entre ambos poderes, plantea radicalmente sus ya generalizadas pretensiones de primado (León I, Gelasio I, "donación de Constantino") y, de esta forma tan exacerbada, inicia la lucha por la libertad y la primacía. La lleva a cabo victoriosamente y defiende luego su posición en una doble lucha defensiva contra el imperio de los Hohenstaufen: 1) la época de las aspiraciones de hegemonía del papado frente al imperio (siglos XI-XII); 2) papa e Iglesia como fuerza predominante en todo el Occidente cristiano (siglo XIII): la alta Edad Media.

Esta evolución se caracteriza por una progresiva clericalización de la Iglesia y por la correspondiente y fatal represión del elemento seglar: en el importante proceso de desacralización tanto del "sacro" Imperio y de su dignidad imperial como de gran parte de la cultura.

Esto provocó un grave trastorno del equilibrio y una peligrosa mezcla de ambos campos en manos del papado, mientras que, por el contrario, el poder secular no se sentía satisfecho en lo concerniente a su independencia y evolución. Hubo en todo ello una exageración que asentó las bases para el debilitamiento de entre ambas partes de la anterior "alianza" intraeclesial y, como ya hemos dicho, para la separación hostil de ambos campos: la cuarta época.

5. La cuarta época se caracteriza: 1) por el retroceso de la típica forma medieval del papado y por la disolución de las actitudes espirituales específicas de la Edad Medía; es el tiempo 2) del asentamiento de los modernos poderes nacionales y de las nuevas actitudes espirituales, más seculares, así como del asalto y penetración de unos y otras en el papado: la baja Edad Media (siglos XIV y XV).

6. El nombre de Edad Media es un producto de la presuntuosa autoestima de los humanistas; en principio quería descalificar el tiempo que va desde la Antigüedad clásica hasta su reaparición en el Renacimiento como un paréntesis carente de cultura. De ese mismo espíritu procede también la expresión "la oscura Edad Media" 19. Pero la época como tal se entendió a sí misma primeramente como civitas Dei o como orbis christianus.

Hoy ya sabemos todos que la Edad Media desarrolló en todos los campos fuerzas culturales de primera categoría y realizó obras de valor permanente. Además, sin la Edad Media no habría existido el Renacimiento, que tantas veces, especialmente en tiempos pretéritos, se ha utilizado para descalificarla, y apenas habría sido posible un auténtico acceso a lo antiguo; la humanidad moderna sin el Medioevo sería doblemente pobre. Por mucho que el Renacimiento quiera distanciarse del modo de ser medieval y tenga una fisonomía propia e independiente, algunas de sus raíces ahondan tanto en el Medioevo que su propia naturaleza sólo puede ser comprendida íntegramente si también estas fuerzan nutricias se consideran como esenciales. Muchos elementos de la liturgia, la filosofía, la teología y el derecho canónico, muchas formas de la administración y del arte, que en el Renacimiento alcanzaron plena autonomía, nacieron de la cultura monástica medieval.

1 Es característico que con la disminución del peligro y de la amenaza también cae en el olvido la nueva autodenominación.

2 Estas tendencias se encuentran reflejadas, de forma especialmente plástica, en la Donatio Constantini: § 39.

3 Como en Oriente no se efectuó la distinción entre Iglesia e imperio, o no se efectuó verdaderamente, también en él falta la temática central que hizo surgir la Edad Media en su sentido esencial.

4 Además, la más marcada actitud de adoración, a diferencia de la oración impetratoria en el Occidente.

5 Italia meridional hasta mediados del siglo XI.

6 ¡"Válidas" significa algo más que "correctas" !

7 Incluidos los vicios de sodomía y bestialidad, chocantes en un pueblo tan sano.

8 Universalismo significa que el pensar y el obrar están guiados por puntos de vista generales, pero unitariamente orientados, en contraposición al particularismo, que es el fraccionamiento en elementos individuales.

9 El clero, como representante de la Iglesia, era el único que, al comienzo de la Edad Media, se hallaba en posesión de las fuerzas superiores religiosas, morales, intelectuales y culturales en general (administración, técnica), de las que surge la vida medieval.

10 Regnator omnium Deus. Esto significa para los semnones (galos) cierta limitación de lo que posteriormente afirmamos (el concepto de un señor absoluto era desconocido entre los germanos), pero no lo suprime.

11 Tres seres divinos de la misma grandeza = trinidad; Odín en el patíbulo de la Weltesche (fresno del mundo) = Jesús en la cruz.

12 Por lo menos eso nos dice la tradición de los anglosajones (Beda).

13 Acerca de los problemas intrínsecos de tales "donaciones," cf. apartado IV: "El sistema de la iglesia privada."

14 Esta compenetración no fue igualmente estrecha en todas las partes de Europa. En ninguna otra parte fue tan sólida como en la Alemania del sistema de la iglesia privada y de los obispos investidos con feudos imperiales; especialmente en Francia la unión fue mucho más débil. Pero la forma agraria continuó siendo esencial para toda la Iglesia medieval, tanto más cuanto que sólo de allí extrajo los medios de subsistencia.

15 El término "nacional" en sentido riguroso sólo es aplicable a circunstancias posteriores. Aquí se emplea para distinguir las Iglesias arrianas "separatistas" de las Iglesias territoriales católicas dentro del imperio.

16 Derechos de estola son ciertos donativos que se hacen con ocasión de la administración de sacramentos o de otros servicios religiosos. En la Iglesia primitiva estaban absolutamente prohibidos y únicamente entraron en el derecho eclesiástico a través del régimen de iglesia privada propia.

17 Naturalmente, con esto no se niega el alto valor de este rasgo característico: las más grandes obras alemanas en el campo espiritual tienen sus profundas raíces, posiblemente las más profundas, en ese particularismo individualista: música, literatura, filosofía, mística, piedad popular. Pero siempre queda el interrogante de si la integración de valores objetivos, universales, no presentaría dificultades especiales.

18 Esto es válido a pesar de las antiguas raíces germánicas de las que también se nutre el concepto de "por la gracia de Dios" de los príncipes cristianos.

19 En la historia de la Iglesia se atribuye, y con razón, al siglo IX/X el saeculum, obscurum, especialmente en Italia.

 

Primera Época.

Fundamentos de la Edad Media.

Época de los Merovingios.

§ 35. Los dos Poderes del Futuro:

Los Francos y el Papado. Gregorio Magno.

I. La Iglesia de los Francos.

1. De todas las tribus germánicas establecidas en el territorio del Imperio romano hubo una que se colocó a la cabeza y dominó el futuro gracias al Estado por ella creado: los francos. Dos circunstancias fueron decisivas: a) los francos fueron (junto con los frisones y los bávaros) los únicos germanos que, por no proceder de tierras lejanas, sino por ser más bien vecinos inmediatos, recogieron la herencia del Imperio romano, en parte internándose pacíficamente, en parte combatiendo; no llegaron, por así decir, a abandonar su patria; b) mientras la mayoría de los otros germanos recibieron el cristianismo primeramente como arrianismo, ellos lo recibieron de inmediato en su forma ortodoxa. Esto les permitió integrarse en una unidad con la población romana nativa, que era ortodoxa. La falta de esta indispensable unidad cristiana fue una de las causas de la caída de los Estados germánicos arrianos.

2. El fundador del reino de los francos fue el merovingio Clodoveo (482-511), un príncipe de los francos sálicos, en la actual Bélgica. El y sus hijos extendieron tanto sus conquistas, que casi llegaron a ocupar toda la Galia, o sea, un país que ya era cristiano 1.

El bautismo de Clodoveo (498 o 499) estuvo preparado por su experiencia del poder del Dios de los cristianos en la guerra de los alamanes y por su mujer, católica, Crotequilda (Clotilde); también contribuyó la convivencia por algunas décadas de los victoriosos francos con los católicos galos. Clodoveo reconoció la superioridad religiosa y cultural del cristianismo y las ventajas políticas que éste podía aportar a su imperio (unidad; apoyo interno gracias al poder y autoridad de los obispos). El pueblo franco secundó la conversión del rey sin mayores reparos: el cristianismo había ya producido su efecto; el paganismo como profesión de fe ya no tenía firmes raíces. Con todo esto, sin embargo, aún no se ha dicho casi nada de la profundidad religiosa de la nueva profesión de fe.

No fue tan obvio, desde luego, que Clodoveo y sus francos aceptasen el cristianismo en la forma ortodoxa. Los germanos que irrumpieron en el imperio formaban ya, precisamente por su arrianismo, una cierta unidad. Desde este punto de vista, el Imperio romano cristiano ortodoxo no dejaba de ser, y de una forma especial, el enemigo común, o sea, justamente por eso el enemigo número uno de los francos. Además, Chilperico, rey de los burgundios y suegro de Clodoveo, era arriano. Que su mujer, Clotilde, fuese cristiana ortodoxa se debía a que había sido educada en Ginebra en la corte de su tío (donde había burgundios que permanecieron católicos desde el tiempo de la primera conversión). Dos hermanas de Clodoveo se hicieron arrianas; por una de ellas, Audofleda, el rey arriano de los ostrogodos, Teodorico, se convirtió en cuñado de Clodoveo. El arrianismo era la fuerza religiosa predominante en el centro de Europa. La decisión de Clodoveo, pues, fue contraria al curso natural de las fuerzas de la constelación política; debe atribuirse, subrayémoslo, exclusivamente a él. Por otra parte, las consideraciones políticas también jugaron un papel en el sentido de que la aceptación de la fe ortodoxa aseguraba a los francos la simpatía de los galorromanos ortodoxos.

El bautismo de Clodoveo tuvo incalculables repercusiones en la historia de la Iglesia; la primera consecuencia fue nada menos que la cristianización en la forma ortodoxa de las otras tribus germánicas anexionadas a su imperio por los francos; surgió una Iglesia nacional franca; desde ella fueron cristianizados los nuevos territorios del imperio franco a la derecha del Rin (hesienses, turingios, bávaros, alamanes), todavía paganos o semipaganos. Más tarde, con Dagoberto (+ 639), cayeron también los frisones bajo la influencia de la misión católica.

Con el crecimiento del Imperio franco hacia el este, dentro de la actual Alemania, fue apareciendo poco a poco, y cada vez más clara, una cierta diferencia cultural entre la parte oriental, Austrasia, casi puramente germánica, y la occidental, Neustria. Aquí (aproximadamente la actual Francia) los germanos se fundieron con la población nativa galorromana, formando un único pueblo románico, y la lengua materna germánica, al mezclarse con el latín, se convertiría en una lengua románica: el francés. (No hay que perder de vista que la aristocracia, sobre la que se basó la Francia posterior, era en gran parte de ascendencia germánica; pero también aquí se mezcló muy pronto la sangre a causa de los matrimonios entre francos y mujeres románicas).

3. En este Imperio de los merovingios francos, el curso de los acontecimientos histórico-eclesiásticos, su florecimiento y decadencia dependió esencialmente de la constitución de la Iglesia nacional o territorial.

a) Una primera característica de la Iglesia territorial fue su clausura hacia el exterior: los límites eclesiásticos se correspondían con los políticos (incluso dentro de las partes del reino), o sea, ninguna zona del imperio podía estar sometida a un obispado o una diócesis metropolitana exterior. Siempre que las conquistas merovingias avanzaban hasta una zona eclesiástica extraña había que modificar la antigua división de la diócesis.

Aunque la Iglesia territorial también estuvo radicalmente aislada bajo el aspecto jurisdiccional, no por eso quebrantó la unidad moral de la cristiandad: precisamente las últimas investigaciones sobre el patrocinio han constatado la enorme difusión del culto a san Pedro y a los apóstoles en la Galia antigua y en la Galia franca. La Iglesia territorial sabía que también se hallaba ligada a la unidad de la doctrina.

A la clausura hacia el exterior correspondía una rigurosa organización de la Iglesia en el interior, y ello bajo la autoritaria dirección de los mismos reyes, que en esto imitaban en parte la postura de los emperadores romanos antiguos y orientales y en parte seguían las viejas tradiciones germánicas (culto de la estirpe y sacerdocio de los reyes). Así, pues, el rey era quien convocaba los concilios merovingios imperiales o nacionales, decidía los temas a tratar y promulgaba los cánones que le placían como leyes obligatorias del imperio. A diferencia de lo que acontecía en los reinos visigodos, el episcopado franco sólo consiguió en mínima parte que se le encomendase la supervisión del orden jurídico y de otros quehaceres públicos. No obstante, la Iglesia influyó poderosamente en la vida pública por su acción caritativa y social, por el derecho de asilo (los criminales que buscaban amparo en el templo no podían ser castigados ni en su cuerpo ni en su vida) y por su contribución a la liberación de los siervos o esclavos.

El ingreso en el estado clerical sólo era posible con permiso del rey o del conde, lo que, naturalmente, se basaba en consideraciones fiscales o militares. Más decisiva fue la provisión de los obispados por los reyes francos, circunstancia que podemos rastrear hasta los tiempos de Clodoveo. La elección de los obispos por parte del clero y del pueblo, que los concilios siempre habían exigido, no quedaba del todo excluida, pero sólo significaba una propuesta que el rey podía aceptar o rechazar. Como ya denunció Gregorio de Tours, esto no era sino un principio de simonía, porque tanto el elegido como los electores, por lo general, corrían a obtener el favor real mediante valiosos obsequios. El rey podía, no obstante, nombrar obispos directamente, con lo cual su elección recayó a menudo sobre seglares, como también la concesión de beneficios eclesiásticos se debió muchas veces a motivos políticos. Del rey Chilperico se dice que bajo su reinado fueron pocos los clérigos que alcanzaron la dignidad episcopal.

b) Dada esta profunda dependencia, la reacción del episcopado contra el gobierno de la Iglesia por parte del rey nunca llegó a ser unitaria. La resistencia de los obispos, que nunca dejó de hacerse sentir, no acabó por concretarse en una oposición radical, lo cual también se los debió, entre otras razones, a que los reyes francos — excepción hecha de un intento de Chilperico I — nunca se entrometieron en el campo de la doctrina de fe.

En general, nadie pensó en discutir la posición de los reyes en la Iglesia, pues se entendía que sus funciones eran un modo de protegerla; protección que no era sólo un derecho de los reyes, sino también un deber. Los obispos, no obstante, fueron aún más allá, llegando a alabar el "espíritu sacerdotal" de Clodoveo, como hicieron los padres conciliares reunidos en Orleáns en el año 511, o llegando a apelar a las instrucciones del rey, como hizo Remigio de Reims, porque al rey se le debía obediencia como predicador y defensor de la fe. Venancio Fortunato llamó al rey Childeberto "nuestro rey y sacerdote Melquisedec," porque llevó a su cumplimiento como seglar la obra de la religión."

Por otra parte, el episcopado nunca estuvo incondicionalmente sometido al rey. Los sínodos echaban en cara a los reyes sus pecados y el obispo Germano de París llegó incluso a excomulgar al rey Chariberto por su matrimonio con una virgen consagrada a Dios.

Pero, naturalmente, la crítica al poder y a la majestad del rey pronto halló un límite, como testifica el mismo Gregorio de Tours: "Si uno de nosotros quisiera abandonar el camino de la justicia, podría ser reprendido por ti. Pero si tú caes en el error, ¿quién podrá entonces censurarte? Nosotros, sí, te hablamos, pero tú solamente nos escuchas cuando quieres...."

Hasta el mismo papa Gregorio Magno se adaptó a las circunstancias cuando en escritos elogiosos y ponderados se dirigió a la reina Brunequilda, cruel y sin escrúpulos, para inducirla a la reforma de la Iglesia franca.

4. En tiempos de Clodoveo, de sus hijas y sus nietos, las condiciones de la Iglesia territorial franca evolucionaron favorablemente en lo esencial. Pero sus sucesores, desde Dagoberto (+ 639), no fueron capaces de mantener la obra a la misma altura.

a) Las desavenencias y la incapacidad (por ejemplo, las formas primitivas de administración) causaron grave perjuicio al Imperio franco y a su Iglesia. Es cierto que aún se mantenía en buena parte la misma organización de las diócesis de los tiempos romanos. Pero las susodichas tendencias obraron efectos nocivos: en vez del sentimiento comunitario y del servido sin discriminaciones, lo que se manifestó fue un insano egoísmo. El robo en conventos, obispados y parroquias fue intensamente practicado desde el rey hasta el último arrendatario de bienes eclesiásticos (para más detalles, cf. § 39).

En el período de formación del Estado franco, la Iglesia representó una gran fuerza moral, que se manifestó especialmente en la influencia de los obispos (carácter sagrado; representante de las antiguas tradiciones; conocedor de la administración; cáritas) sobre la población nativa. Los soberanos merovingios quisieron utilizar esta fuerza en servicio del Estado, esto es, de sí mismos. Y aquí, sin duda, hubo evidente peligro para la vida sacramental y la predicación de la palabra. Pero, por encima de todo, lo decisivo era si el ministerio episcopal se ejercitaba o no con la necesaria libertad religiosa y misionera.

b) El hecho de que tal peligro no llegase a constituir una amenaza vital se debe a que aún estaba vigente la concepción del ministerio episcopal de los tiempos romanos. A comienzos del siglo VII, el fortalecimiento del Imperio merovingio trajo consigo, por poco tiempo, una mejora de la situación de la Iglesia franca. Hubo sínodos en Neustria, Austria, Burgundia. El más importante fue, sin duda, el sínodo imperial del año 614, que aprobó importantes cánones reformistas, como, por ejemplo, sobre la elección canónica del obispo, que al parecer estuvieron vigentes durante algún tiempo, por supuesto sin necesidad de derogar la aprobación real. Sorprendentemente hubo por entonces muchos santos, cuya fuerza de edificación espiritual no debe en absoluto atribuirse sólo a la Iglesia franca (cf. § 39).

La decadencia de la Iglesia franca, iniciada con la disolución del reino tras la muerte de Dagoberto, duró todo un siglo. En el Imperio de Oriente, el proceso de cristianización (cf. § 37) y la evangelización se detuvieron; los frisones, al recuperar la libertad política, retornaron completamente al paganismo.

c) El nuevo reforzamiento político fue obra de los mayordomos francos, principalmente de Pipino de Heristal (+ 714) y su hijo Carlos Martel (+ 741). Pero la situación de la Iglesia bajo Carlos Martel, de vida precisamente no muy cristiana, se tornó bastante insegura por los peligros antes mencionados (hubo robos de bienes eclesiásticos a favor de los nobles, sus partidarios políticos; un pariente de Carlos Martel recibió, junto con el arzobispado de Ruán, los obispados de París y Bayeux, así como las abadías de San Wandrille y de Jumièges, como consecuencia de la secularización de obispos y abades). Restablecer el orden e instar a la reforma interna de la iglesia fue tarea reservada, aparte la iniciativa de sus hijos (primeramente el piadoso Carlomán, que luego entró en un convento, y más tarde Pipino), a los misioneros de la Iglesia anglosajona.

 

II. El Papado.

1. En los duros y belicosos tiempos de confusión de los siglos VI y VII, como las fronteras variaban continuamente y la presión de los avances germanos se hacía sentir cada vez más fuerte en el interior de Italia, resultaba muy difícil establecer contacto desde Roma con los lejanos católicos del norte. Las comunicaciones solían ser muy raras. Es un impresionante signo de la indestructible fuerza de la Iglesia el hecho de que, a pesar de estar inmersa en la barbarie de aquellos tiempos y, además, gobernada en su mayoría por personas de poco relieve, no le faltase el ánimo ni la capacidad para proseguir, al menos en cierta medida, su tarea misionera en los puntos más importantes y más cargados de futuro y lograr resultados significativos.

2. El papa Gregorio Magno (590-604) es el hombre que por sus méritos históricos debe ser mencionado antes que todos los demás. Tan importante como el último gran papa de la Antigüedad decadente (León Magno, § 24), Gregorio Magno es el primer gran papa del nuevo mundo que despierta. Su obra fue decisiva para toda la Edad Media. Una realidad absolutamente fundamental para toda la evolución eclesiástica en Occidente fueron las Iglesias territoriales germánicas. Gregorio, el romano, reconoció que aquí acechaba un peligro de enormes consecuencias; la Iglesia universal podía verse amenazada por la escisión. Tanto más cuanto que no se podía prescindir de la organización de las Iglesias territoriales ni se debía renunciar a ella en interés precisamente de la cristianización. La obra del papa Gregorio marcó una pauta efectiva de solución: había que alcanzar el objetivo ya presente en la Antigüedad eclesiástica, sin el cual no habría habido ni Edad Media ni una Iglesia universal tal como la tenemos hoy: era preciso que el sucesor de Pedro dirigiese a toda la jerarquía con mayor rigor. Aunque la cosecha inmediata no correspondió a la siembra de ese gran hombre, desde el punto de vista histórico no resulta aventurado decir que ya en este primer Gregorio trasluce la gran idea de un Imperio cristiano occidental, mucho antes de que Carlomagno o incluso Gregorio VII revelaran su programa. Es de suma importancia religiosa para la historia de la Iglesia el hecho de que, en una situación de debilidad política tan desesperada — aunque no carente de prudencia política y económico-administrativa — surgiera una nueva (y espiritualizada) idea de Roma y fuera realizada esencialmente por las fuerzas de la fe.

3. Fueron aquellos unos tiempos caóticos para Italia. Pocas décadas habían transcurrido desde que Justiniano, en una devastadora guerra de dieciocho años (535-553), les arrebatase Italia a los godos arrianos, aniquilándolos. Roma había sido sitiada repetidas veces 2. Los Imperios de Oriente y de Occidente se unieron de nuevo. En el año 554 llegó a Rávena un gobernador bizantino (exarca) como jefe político del país (¡también del papa!). Residió allí unos doscientos años.

Pero ya en el 568 llegaron a Italia los longobardos arrianos (la última tribu puramente germánica que se afianzó en territorio romano), amenazando continuamente a Roma y con ello la independencia del papa. Durante siglo y medio subsistió el peligro de que el papa descendiera a la categoría de obispo territorial longobardo.

4. Cuando se busca una razón capaz de explicar los caracteres personales del papa Gregorio, la estructura de su programa y la posibilidad de sus éxitos, no se halla otra que su romanidad. Romanidad significa aquí no tanto cultura romana como sabiduría romana y rica humanidad; Gregorio quería que los subordinados fuesen tratados como hombres adultos: "Los hombres somos todos iguales por naturaleza." Gregorio, además, fue heredero del arte de gobierno de la antigua Roma (lo había aprendido y ejercitado en su anterior carrera al servicio del Estado), que tan genialmente había sabido atraerse y gobernar bajo un mando unitario a pueblos de tan distinta raza y tan lejanos lugares, respetando sabiamente sus peculiaridades; una actitud que en el monje Gregorio arraigó aún más profundamente por influjo de la mesurada regla de san Benito.

Esta romanidad, caracterizada desde el punto de vista tanto racional como operativo por su capacidad práctica de buen orden y mando, alcanzó en Gregorio tan extraordinaria profundidad en el sentido cristiano que en él ya no vivió ni fructificó por su propio dinamismo, sino por el cumplimiento de aquellas exigencias cristianas, aparentemente inconcretas, de realizar el lema de Mt 23:11: "el más grande de vosotros sea servidor vuestro."

Durante toda su vida el romano Gregorio permaneció íntimamente identificado con la antigua idea de imperio y de su representante, el emperador de Oriente. Pero no por eso dejó de querer la independencia de la Iglesia. Desde la terraza de su palacio de Letrán dirigió personalmente la defensa de su querida patria, Roma, contra los longobardos. No obstante, luego prefirió (en vez de secundar las exigencias del emperador y del exarca) conseguir la retirada del rey Agilulfo por medio de un elevado tributo anual. Frente a sus bárbaros y brutales enemigos jamás olvidó su carácter sacerdotal, tratando de ganarlos para la verdadera fe. Así obtuvo al fin que el hijo mayor del rey y heredero del trono recibiera el bautismo cristiano ortodoxo (la mujer del rey Agilulfo, la princesa bávara Teodolinda, era católica).

5. La gloria especial de Gregorio en la historia de la Iglesia proviene de su actividad misionera. Esta estuvo particularmente dirigida a los anglosajones. Pero él fue muy consciente de la importancia y del papel directivo de los francos. Las fuentes nos permiten afirmar que la misión británica se dirigió indirectamente a los francos. Gregorio, en efecto, en el año en que comenzó la misión de Inglaterra (595), escribió a Chilperico II, rey de Austrasia, la frase profética: "Como la dignidad del rey supera a la de todos los demás hombres, así el esplendor del imperio (de los francos) excede al de todos los demás reinos."

a) Al dar a cada uno de los pueblos de más allá del Mar del Norte una Iglesia estrechamente unida con el centro, con Roma, creó, por así decir, dos polos desde los cuales la vida religioso-eclesiástica católica pudo abarcar como una corriente los pueblos germánicos situados en el medio, preparando así, de forma decisiva, el gran trabajo del futuro. Como auténtico conductor de hombres sabía muy bien que de la noche a la mañana no se puede lograr una transformación interior, una conversión real de todo un pueblo, y mucho menos empleando la fuerza. Por eso defendió el principio genuinamente ortodoxo de que en la medida de lo posible hay que aceptar los usos y costumbres tradicionales de los pueblos y, en vez de eliminarlos, llenarlos de espíritu cristiano: "No se les puede quitar todo a los incultos. Quien quiere alcanzar la cota más elevada, sube paso a paso, no de una vez."

La inteligencia de aquellas escasas posibilidades espirituales y psicológicas de las misiones le llevó, por ejemplo, a permitir el uso de imágenes sagradas (¡pero no su adoración religiosa!) como medio de instrucción para los incultos que no sabían leer. (Calvino, en sus fervores puritanos, no tendrá en su día comprensión alguna para estas sanas ideas).

b) En esta misma línea estuvo también su prudente adaptación a las circunstancias eclesiásticas territoriales de los pueblos germánicos. A pesar de las escandalosas anomalías que se daban en la Iglesia merovingia (simonía en la provisión de las sedes episcopales, inmoralidad en el clero, etc.), respetó los derechos de los reyes en cuanto a la convocatoria de los concilios y el cumplimiento de sus acuerdos. Trató de conseguir la necesaria reforma con ellos y por ellos. No por propia iniciativa — como hubieran hecho muchos de sus predecesores y especialmente sus sucesores —, sino a petición del rey Childeberto, nombró vicario apostólico al obispo de Arlés. Supo también a la perfección cómo habituar a los germanos a la autoridad especial del papa, como, por ejemplo, cuando envió al propio rey la llave del sepulcro del príncipe de los apóstoles con una reliquia incrustada de la cadena que debió de llevar san Pedro estando prisionero. Apoyado en la secreta fuerza de la veneración que los germanos sentían por san Pedro, Gregorio se convirtió en una autoridad paterna exenta de todo paternalismo, que pudo llamar "hijos" a los poderosos reyes bárbaros y como tales corregirlos en caso de necesidad.

Así también se comportó con la Iglesia visigoda de España, que poco antes de su pontificado se había convertido del arrianismo a la fe ortodoxa. A su amigo Leandro de Sevilla le envió el palio, y al rey Recaredo, en agradecimiento por su declaración de lealtad, algunas preciosas reliquias y un escrito sobre los deberes de un rey cristiano. Pero en ningún momento hizo peligrar el primado de jurisdicción papal planteando exigencias inoportunas o incluso despóticas.

6. De esta manera enderezó la misión por el único camino fructífero que para bien de la cristiandad jamás debió ser abandonado: en vez de una rígida uniformidad según el modelo de la Iglesia-madre romana, autorizó y predicó una amplia y prudente adaptación (acomodación) para que la fe cristiana se encarnara realmente en el pensamiento y en la vida de los nuevos pueblos que se acercaban a Cristo. De este mismo espíritu están llenas las palabras que Gregorio dirigió a Agustín de Canterbury: "Hermano, tú conoces las costumbres de la Iglesia romana, en la cual has sido educado y que tú querrías conservar. Pero es mi deseo que, cuando encuentres algo en la Iglesia romana o gala o en cualquiera otra Iglesia que pueda agradar más a Dios todopoderoso, lo selecciones con cuidado y lo introduzcas en la Iglesia de los anglos, todavía joven en la fe... Porque los usos y costumbres no son estimables por su lugar de origen, sino el lugar de origen por sus usos y costumbres. Por lo cual elige de todas las Iglesias cuanto sea piadoso, religioso, correcto...."

Gregorio fue un pastor de almas de gran talla. Lo documenta ya cuanto se ha dicho, aunque todo ello se refiera más a la estructura externa y a la fundamentación formal (naturalmente, sin olvidar las actitudes espirituales de fondo que las determinan). Pero junto a ello y sobre todo ello — como ya se ha insinuado — fue un hombre de gran vida religiosa interior. Las raíces más hondas de su fortaleza han de buscarse en su piedad, esto es, en su fe.

Heredero de una rica familia, renunció a su brillante carrera para entrar (en diferentes etapas 3, por decirlo así) en el monasterio (¿de benedictinos?) que él mismo había fundado en su palacio romano. Hacia el año 575 ya había formado parte de una comunidad de vida monástica, pero sólo tras su regreso del apocrisiarado 4 y de la fundación de otros seis monasterios en sus latifundios de Sicilia, renunció en el año 587 a sus derechos patrimoniales, aún considerables, y se hizo definitivamente monje.

Hay que tener muy presente lo que esto significa. ¡Monasterios en Roma! ¡En la Roma de los templos y de los anfiteatros, en la Roma en otro tiempo dominadora del mundo, monjes que despreciaban y huían del mundo! ¡Y saliendo de un monasterio, equipado con todas las tradiciones de la noble romanidad, el salvador de Roma, el que dio forma a la Iglesia universal!

La unión de monacato y cura de almas no fue cosa corriente ni en el monacato antiguo ni en el contemporáneo; pero sí lo fue para el monje-papa, el romano Gregorio. Dio al monacato la providencial tarea misionera que ni el mismo San Benito había previsto como actividad específica de sus monjes.

Su espíritu ascético está atestiguado también en sus escritos, algunos de los cuales dominaron toda la Edad Media, haciéndola fecunda en muchos aspectos (por ejemplo, su regla pastoral para el clero, sus homilías, más de 800 cartas). Naturalmente, la alta y profunda espiritualidad de la antigua teología eclesiástica se había perdido. En comparación, las obras de Gregorio, en su contenido como en su forma, fueron de modesta categoría (aunque los viejos monjes, por múltiples caminos, supieron extraer de su exuberante estilo alegórico un vigoroso y sano alimento, muy de otra manera que nosotros). Indudablemente, su fuerza religiosa es enorme y se expresa en formas del todo válidas para las gentes de entonces (incluidos los monjes).

7. Muy en consonancia con el carácter de Gregorio discurrió también su organización del papado, del cual ha venido a ser a lo largo de la historia el representante ideal. La particularidad de su pontificado consiste en que, por una parte, está totalmente en la línea que va de León Magno a Gregorio VII y, por otra, parece contradecir en puntos esenciales esa misma poderosa corriente histórica. A este respecto es muy significativa la discusión de Gregorio con Juan el Ayunante (595), quien siendo obispo de Constantinopla se atribuyó el título de "patriarca ecuménico." El título como tal no era nuevo. Como expresión de la dignidad del patriarca de la capital del imperio, cuyo rango era superior al del patriarca de Alejandría y de Antioquía, había sido consentido durante mucho tiempo en la misma Roma e incluso por Gregorio, en contraposición con la postura de León Magno. Pero tal título podía también entenderse en el sentido de un episcopus universalis, lo que implicaba una inaceptable limitación del primado romano. Contra ello protestó Gregorio en una carta dirigida a su amigo el patriarca Juan, por otra parte altamente respetado por su piedad. En ella reivindicaba para sí el primado de la Silla de Pedro, a la vez que rechazaba el título de "obispo universal" como expresión de una injusta y poco caritativa presunción. En contra de la praxis bizantina y en conformidad con la primera carta de Pedro (5:1-3), y fiel a su propia exhortación al clero ("¡más servir que mandar!"), Gregorio se llamaba a sí mismo servus servorum Dei. Tampoco esta denominación, que en adelante emplearían los obispos de Roma para designarse a sí mismos, era nueva ni tenía un significado preciso. Ya León Magno había calificado su servicio como servitus y el emperador Justiniano, el poderoso dominador de la Iglesia, creyó poder considerarse a sí mismo como ultimus servus minimus. Pero en el caso de Gregorio este calificativo fue algo más que una fórmula de devoción o una exaltación de su cargo por vía contraria. De su alcance nos informa una carta que dirigió en el año 598 al patriarca Eulogio de Alejandría. En ella no solamente rechaza para sí el título de universalis papa, sino que explícitamente rehúsa la expresión epistolar "como vos habéis mandado," que Eulogio había empleado en una carta dirigida a Gregorio. Porque — así precisa el propio Gregorio — "él no ha mandado nada, sino simplemente se ha preocupado de comunicar al patriarca lo que le ha parecido útil." El primado — al cual también se atiene Gregorio, igual que sus predecesores — debe, por tanto, ejercerse, en su opinión, en forma de servicio, no de dominio. Gregorio rige la Iglesia en cuanto que sirve a los hermanos (cf. Lc 22:26ss).

De esta forma de entender el servus servorum Dei, típica de Gregorio, hay que distinguir la otra, según la cual el papa sirve a la Iglesia en cuanto que la rige. Es preciso tener presente esta importante distinción para comprender la íntima tensión existente entre historia y revelación en la evolución de la idea del primado desde Gregorio I hasta Gregorio VII; desde este primer papa-monje, que rechazó para el sucesor de Pedro el título de universalis papa como orgullosa presunción, degradante para los hermanos en el ministerio, hasta aquel otro monje sobre la sede del príncipe de los apóstoles, quien, no obstante su indiscutible humildad y su insuperable disposición al servicio, en su célebre Dictatus Papae 48) reclamó el mismo título como derecho exclusivo del papa. Especial título de honor de este gran papa de aquella época de transición es, pues, que él mismo, siendo romano, supiera desprenderse de la romana envoltura del principatus espiritual, poniendo en práctica la simplicidad y genuinidad evangélica del ministerio de Pedro.

Este mismo espíritu, unido a una sana política realista, fue el que al parecer guió a Gregorio cuando, frente a la autoridad del emperador, llegó a tomar una postura notablemente distinta de la de sus predecesores y sucesores. Tratándose de la fe, Gregorio no sabe retroceder. Mas cuando se trata de asuntos — como el ingreso de los soldados en el estado monacal — que atañen por igual al ámbito secular y eclesiástico o corresponden a la autoridad "político-eclesiástica" del emperador, entonces se contenta, si es necesario, con una obediencia tolerante. Y así indica claramente al emperador Mauricio que el edicto de exclusión de los soldados de la vida monástica es contrario a la voluntad de Dios. Con esta dura protesta cree haber cumplido con su deber. Por lo demás acata y promulga la ley imperial. El emperador, como cristiano y como protector de la Iglesia, debe ser personalmente responsable de su determinación ante Dios.

8. Sobre una personalidad semejante hubo de recaer, poco menos que automáticamente, la dirección política de Roma al desaparecer el Senado.

Además, como con el incremento de la riqueza también había ido creciendo el poder externo del papa, es comprensible que en la invasión de los longobardos no fuese considerado como el verdadero representante del Imperio romano de Oriente el exarca imperial de Rávena, sino la imponente personalidad del papa: el prestigio político del papado crece. Con la nueva ordenación económica (posesiones en el triángulo formado por Perusa, Ceprano y Viterbo), Gregorio puso de hecho los cimientos de los futuros Estados de la Iglesia (naturalmente, sin que en sus propósitos estuviera la idea de semejante estructura).

La evolución que acabamos de describir, sin duda, también puede entenderse (con Erich Caspar) en el sentido de que el papa, que en un principio superó la crisis desde el punto de vista económico, social y caritativo poniendo a contribución los bienes eclesiásticos, se convirtió sin advertirlo en jefe político. Pero no hay que olvidar un supuesto evidente: que lo religioso y lo pastoral en Gregorio no fue en absoluto consecuencia de lo económico y lo político. Disponer de trigo y de dinero para los necesitados, los prófugos y los prisioneros, tal fue para él el objetivo de su labor económica. Fue el padre y con ello el prototipo de obispo de la primera Edad Media.

El trabajo llenó su vida. Y realizó su trabajo luchando con un cuerpo aquejado de continuas enfermedades. Gregorio apenas podía caminar: es el espíritu el que vivifica, el espíritu lleno de fe.

9. De los sucesores de Gregorio I en el trono pontificio sólo poseemos escasas y pálidas noticias. De cierta celebridad goza solamente Honorio I (625-638), competente discípulo del papa Gregorio e influyente en el campo tanto político como eclesiástico, cuya desacertado postura en la disputa de los monoteletas (§ 27, 32) llevó al sexto concilio ecuménico y a León II a decir de él que "trató de socavar la pureza de la fe."

Mientras en este mismo tiempo se preparan nuevos éxitos en la evangelización de los germanos del norte y del oeste, en el suroeste surge la enorme y amenazadora potencia del Islam. En este contexto debe verse la vida de Gregorio y de sus sucesores.

1 Semejante juicio sobre los siglos V y VI no lo podemos acentuar en exceso, ni aun para un país como la Galia, en el cual penetró muy pronto el mensaje cristiano y la organización eclesiástica se había conservado relativamente intacta desde la época romana. Cf. a este propósito los datos relativos a la densidad de la cristianización, § 34.

2 Desde aquel tiempo quedó abandonado e insalubre el campo romano, anteriormente feraz y floreciente.

3 Poco a poco se sometió a todo el rigor de la regla: la llamada observancia parva.

4 Apocrisario era en aquel tiempo el título de los legados papales en Bizancio.

 

 

 

§ 36. El Cristianismo Celta Insular.

Visigodos, Anglosajones y Otros Germanos

I. Observaciones Fundamentales sobre la Evangelización de los Germanos.

1. La conversión de los germanos abarca en su totalidad un período de tiempo no inferior a los ochocientos años. Evidentemente, las condiciones de la conversión fueron en cada caso muy distintas y por eso su realización fue también muy diferente: diferente en el tiempo de la caída del antiguo Imperio romano y los inicios del Medioevo; diferente en la Antigüedad, al tiempo de la guerra de los marcomanos, al efectuarse simultáneamente una invasión más o menos pacífica de las masas germanas en la zona del imperio e incluso en la administración romana; diferente entre los germanos occidentales, en el territorio de la actual Alemania, y diferente entre los germanos del norte, en Dinamarca y Escandinavia, convertidos en su mayor parte mucho más tarde; y diferente, en fin, entre los germanos orientales, que por sus correrías hacia el sur y el sureste entraron completamente en la esfera de influencia cristiano-romana. Aun en el ámbito de la futura Alemania hubo diferencias esenciales entre la cristianización de los ostfalianos, quienes al retirarse los germanos orientales tuvieron por vecinos a los peligrosos eslavos que venían detrás, y la cristianización de las regiones de Colonia, Tréveris o Maguncia, conquistadas por los francos, donde a pesar de la ruina general hubo algún contacto con el cristianismo, que allí tenía ya un vigoroso desarrollo.

2. En la evangelización de los germanos las conversiones fueron por lo general masivas, como consecuencia de la conversión de la nobleza o del príncipe. Estas conversiones en masa plantean problemas extraordinariamente difíciles en cuanto a su valoración cristiana 5. La conversión, según el evangelio, es ante todo metanoia, cambio de pensar. Pero en una conversión masiva el peligro de que el cambio de pensamiento sea insuficiente, de que el acto se realice sólo en el exterior, es sumamente grave. La historia de la vida religiosa de los primeros siglos cristianos del Medioevo occidental lo confirma abundantemente. Pero el latente peligro de esa insuficiente realización de la vida moral cristiana o de esa grosera perturbación y aun ofuscación de la espiritualidad del cristianismo no fue ciertamente mayor que el peligro de la falsa interpretación judaica y gnóstica del cristianismo en la Antigüedad, sino más bien menor; las conversiones en masa también tenían un valor positivo propio: en la fidelidad del séquito se ponía de manifiesto la realidad de la comunidad, que nutrida con la idea de la "comunión de los santos" podía resultar muy fecunda. Cuando los germanos — convencidos de la fuerza de Cristo, aunque muy raras veces en plena posesión teórica de la verdad de la revelación — se acercaban a recibir el bautismo en su nombre, también él estaba realmente entre ellos (cf. Mt 18:20).

Así, pues, para valorar rectamente la evangelización de los germanos, hay que desembarazarse de la idea de que toda decisión, para ser moralmente válida, tiene que pasar por la conciencia individual que juzga teóricamente la doctrina cristiana. Es cierto que la aceptación y la comprensión deben efectuarse siempre de algún modo a través de la persona individual. Pero la aceptación del reino de Dios no está reservada a los sabios y menos aún a aquellos que son capaces de darse perfecta cuenta teológica del contenido de la fe.

Sabemos además que por lo menos algunas conversiones colectivas estuvieron precedidas de minuciosas reflexiones sobre el pro y el contra en diversos things o asambleas solemnes, donde la causa cristiana era expuesta por algunos ya convertidos o próximos a la conversión, o donde los mismos misioneros predicaban la doctrina cristiana. (Naturalmente, no faltan relatos ilustrativos de que con todo ello las conversiones no estaban a salvo de un concepto harto superficial del cambio de religión).

Finalmente, el bautismo fue para estos hombres, espiritualmente inmaduros, justamente el comienzo de su conversión. Se puede establecer un paralelismo con el bautismo de los niños. Los germanos fueron admitidos en el seno de la Iglesia, dispensadora de la vida sobrenatural; primero les era entregada (traditio) la fe y luego, durante largos períodos de tiempo, seguía la instrucción a cargo de los misioneros y, al fin, la correspondiente conversión interior.

3. En todo tiempo ha influido la personalidad cristiana del misionero como el instrumento más importante para la propagación de la verdad cristiana. Lo mismo sucedió en la evangelización de los germanos. Los misioneros capaces de llevarla a cabo, dispuestos a arrostrar las para nosotros inimaginables penalidades de aquella misión itinerante en la Germania tan poblada de bosques, fueron, en su mayor parte, germanos. Destruyeron santuarios paganos, comieron la carne de los animales sagrados y bautizaron en el sagrado manantial de los dioses (por ejemplo, Wilibrordo en Helgoland), para demostrar así el poder de Dios y la impotencia de los ídolos. Y en todo ello, por regla general, mostraron una prudente y pedagógica capacidad de discernimiento, que se correspondía con las magistrales directrices misioneras de Gregorio I. Hay que hacer constar que sólo unos pocos misioneros se desviaron de las instrucciones recomendadas y del espíritu de prudente acomodación, dejándose arrastrar por el fanatismo y por perjudiciales actos de violencia.

Por encima de todo, los misioneros se sentían motivados por el mandato misionero sobrenatural de Jesús. Cuando uno piensa en las dificultades de la misión de aquellos tiempos, no puede por menos de reconocer con asombro cuán impregnados de ardiente amor divino estuvieron especialmente aquellos misioneros venidos en cadena ininterrumpida (a pesar de los fracasos y contratiempos) de las lejanas Islas Británicas, totalmente desinteresados por las cosas del mundo 6. ¡Altamente significativo a este respecto fue el papel que desempeñó la oración en la misión de San Bonifacio!

4. Las circunstancias antedichas son sobre todo aplicables a la conversión de las tribus del interior de Germania. Para los germanos orientales y para los francos establecidos definitivamente en la Galia la conversión discurrió en general de muy otra manera. El paso al cristianismo no fue en este caso el resultado de la demostración de la fuerza superior del Dios de los cristianos, pues fueron precisamente los cristianos romanos los que sucumbieron a estos germanos. El que estas tribus llegaran a tomar contacto efectivo con el cristianismo durante largos años, aun antes de su conversión, se debió más bien al hecho de que el territorio que ellas invadieron ya estaba impregnado de cristianismo; el aire que respiraron, podríamos decir, fue aire cristiano.

a) Decir que algunos germanos, aunque sólo en una significativa minoría, abrazaron el cristianismo por la fuerza, contra su voluntad, es algo psicológicamente inconcebible, una fábula. La violencia sólo se empleó en una medida relativamente escasa, y únicamente en Noruega, Islandia, la Rusia y en algunos puntos de la misión sajona (§ 40).

Es evidente que a la conversión (como también a la resistencia) de ciertas tribus contribuyeron poderosamente las consideraciones políticas. Esto ha sido así en todas las formaciones nacionales de la historia universal: la unión siempre se ha obtenido a base de una idea religiosa basada esta en un liderazgo espiritual, fruto de la acción del Espíritu Divino de Cristo. Consideraciones políticas realistas contribuyeron en el Imperio romano a la decisión de Constantino el Grande, también fueron co-determinantes en el caso de los fritigios (visigodos) y en Clodoveo; el caso volvió a repetirse en la misión de los frisones y los sajones y en la cristianización de las tribus escandinavas. Pero las "consideraciones políticas" no tienen por qué ser completamente contrarias ni a la creación de una convicción religiosa unitaria ni al mantenimiento de su pureza. Salvo escasas defecciones, las tribus, una vez convertidas, permanecieron fieles a su fe. Por lo cual es imposible que se convirtieran a la Iglesia sólo exteriormente. Exterioridades las hubo todavía por mucho tiempo y en cantidades alarmantes. No obstante, puede decirse que la confesión cristiana fue por lo general sinceramente aceptada, se consolidó y echó raíces cada vez más profundas. Pero hemos de guardarnos muy bien de entender el concepto de "convencimiento interior" en un sentido demasiado abstracto y olvidar que se trata de pueblos espiritualmente muy jóvenes, con un modo de pensar utilitario, muy influido por lo natural.

b) El empleo de la violencia tampoco está atestiguado por mártires, quienes en tal caso habrían derramado su sangre por su fe pagano-germana. Un baño de sangre como, por ejemplo, el de Cannstatt no se dio como acto de la misión a los alamanes. La historia de la misión de los germanos nos habla de mártires cristianos, no paganos. La sola presión política como medio misionero jamás se vio, a la larga, coronada por el éxito. El intento del merovingio Dagoberto I de cristianizar a los frisones por un edicto de bautismo fracasó estrepitosamente 7. Mas en los pocos casos en que la desesperada situación política externa obligó a someterse a la religión del vencedor, una vez cambiada la situación política, inmediatamente tuvo lugar la reacción; algo así sucedió con los frisones, por obra de Radbod, tras la muerte de Pipino. La victoria se logró al fin únicamente por la libre aceptación de la nueva religión. Lo que no excluye que la predominante y duradera supremacía política contribuyera luego a que la nueva confesión, aceptada al principio contra la propia voluntad, pudiera echar fuertes raíces.

c) Llegados a este punto del análisis hemos de hacer una consideración general de gran importancia. Los reyes franco-merovingios no aceptaron la rigurosa legislación de la época romana sobre los herejes, lo que equivale a decir que básicamente no conocieron coacción religiosa alguna. Sus leyes, naturalmente, prohibían a los cristianos retornar al paganismo y difundirlo. De la misma manera, los visigodos arrianos tampoco se vieron obligados a aceptar la fe católica en las partes de la Galia conquistada por los francos; perdieron, eso sí, su libertad de culto, fueron desposeídos, por ejemplo, de las iglesias y los objetos sacros (contra lo cual, naturalmente, protestó el arzobispo Avito de Vienne, + hacia el año 527). Tampoco fueron perseguidos los judíos (como en el reino visigodo).

La prueba más convincente de la libertad de la conversión en el sentido que venimos diciendo nos la da el hecho ya sabido de que los germanos se convirtieron al cristianismo relativamente aprisa, a veces incluso con sorprendente rapidez. Y aquí, de nuevo, quien nos da la prueba más elocuente es la tribu que no sólo trató de conservar lo germánico en su mayor pureza (relativa), sino que con mayor obstinación se opuso al cristianismo: los sajones.

 

 

II. La Conversión de cada una de las Tribus.

Irlanda e Inglaterra.

1. Los visigodos, al tener su primer encuentro con Bizancio, entraron también en contacto con el cristianismo (§ 26, Wulfila o Ulfilas). Pero entonces Bizancio era arriana. Y muchas tribus germanas recibieron, junto con el arrianismo, otras concepciones propias del Oriente: su concepción política. Esto no se sale del ámbito de las posibilidades de la Antigüedad tardía; por ninguna parte entre estas tribus se echan de ver nuevos impulsos creativos conducentes a la Edad Media. El mismo intento, débil e ilusorio intento, pronto dejado de lado, del príncipe visigodo Ataúlfo de cambiar el nombre de "Romania" por "Gothia" demuestra un alto grado de dependencia interna, un límite espiritual que, juntamente con el desgarramiento religioso, debió haber obstruido a estos Estados el camino hacia el futuro.

a) Los visigodos, que asolaron Roma y marcharon luego a España para establecerse, ya eran en su mayor parte cristianos de confesión arriana; de ellos recibieron otras tribus germánicas — los suevos y burgundios — la fe cristiana. Así es como en el siglo VI había en España, al lado de la zona católica, otros dos reinos germanos arrianos: los suevos y los visigodos.

El camino hacia la confesión ortodoxa no era fácil. Hermenegildo (+ 585), hijo del rey visigodo, estaba casado con una princesa franca cristiana ortodoxa Esta no solamente rehusó hacerse arriana, sino que su marido se hizo católico y se rebeló contra su padre (liga con los francos y con Bizancio). Mas en la confrontación armada venció el rey arriano Leovigildo y, rompiendo su juramento, mandó ajusticiar a su hijo prisionero. Pero el hijo menor del rey, y su sucesor, Recaredo, se pasó igualmente al catolicismo en el año 587; bajo su gobierno, a finales el siglo VI, se realizó la unión con la Iglesia.

Importante es la estructura propia de la Iglesia territorial en España, con una fusión completa de ambos campos por el derecho del rey de proveer las sedes episcopales, convocar los concilios (en los que también participaban seglares: concilia mixta) y determinar asimismo su desarrollo. Pero lo decisivo fue la función de esta unión; de ninguna manera significó una simple dependencia de la Iglesia, sino más bien un incremento de la efectividad espiritual. Según Isidoro de Sevilla, como más adelante veremos, la función eclesiástica del rey se limitó a proporcionar por medio de su poder (terrore suo) autoridad a la palabra del sacerdote y a apartar al pueblo del mal. La influencia de los obispos fue muy grande, más que nada por su participación en la elección del rey, pues entre los visigodos no pudo imponerse el derecho hereditario de la dignidad real.

b) En el breve período de tiempo hasta la invasión de los mahometanos (711) la Iglesia de España alcanzó un primer florecimiento de la actividad espiritual muy notable para aquella época. Lo atestigua el arzobispo Isidoro de Sevilla (+ 633), el escritor latino más célebre del siglo VII, compilador y transmisor de la antigua ciencia eclesiástica y al mismo tiempo precursor de la idea papal de la alta Edad Media.

Después de la irrupción de los árabes, los indígenas iberorromanos y godos en su mayoría permanecieron fieles a la fe cristiana bajo el nombre de mozárabes 8. Su separación del resto de la Iglesia favoreció el desarrollo de un rito propio (el "mozárabe"), que se continuó hasta finales del siglo XI. Sólo en Asturias se mantuvo un reino cristiano independiente, desde el cual se inició más tarde la "reconquista."

2. Incomparablemente más importantes para el progreso de la historia del Occidente fueron las dos iglesias de las Islas Británicas. Ambas intentaron una tras otra la evangelización de los germanos del continente.

Sin embargo, tanto el método de trabajo como los resultados fueron muy diversos. La actividad iro-escocesa fue una auténtica evangelización itinerante, como luego veremos. Muy importante fue su influjo sobre el monacato, sobre la organización de la penitencia y sobre la fundamentación de la vida cristiana en el continente. Pero no pudo transmitir a éste lo que ella misma, en cuanto Iglesia monástica, no poseía; la organización eclesiástica no recibió la impronta duradera del cristianismo en su parte decisiva hasta la misión anglosajona.

a) La Iglesia más antigua es la formada por la cristiandad celta de Britania. Nació en el curso de la conquista romana (¿tal vez también con cristianos fugitivos de Lyón y de Vienne?), pero según el testimonio de Tertuliano se extendió más allá de las regiones ocupadas por los romanos (finales del siglo II). La presencia de los obispos británicos (Londres, Lincoln, York) en los concilios del siglo IV en la Galia, Bulgaria (Sárdica) e Italia (Ariminianum, 358) confirma la existencia de una organización eclesiástica en las Islas Británicas.

Este cristianismo se derrumbó como Iglesia (y con él la cultura romana) al mismo tiempo que la soberanía romana, como consecuencia de los ataques del Norte (pictos), del Oeste (iro-galos) y del Este (anglos y sajones) a finales del siglo IV y comienzos del siglo V. En el año 410, con las legiones romanas que se retiraban, vinieron por vez primera al continente los cristianos nativos de la Isla (celtas). Los encontramos no sólo en la Bretaña continental, sino también en el siglo VI en España (en "Galicia," al norte de España) con sus propios obispos (británicos).

Los cristianos que quedaron en Inglaterra se retiraron hacia la zona montañosa del Oeste, donde muy pronto se reorganizaron como Iglesia (Germanus de Auxerre actuó allí contra la herejía pelagiana hacia el año 429).

b) De la vitalidad de este floreciente resto de la Iglesia británica dio testimonio su fuerza misionera: de ella procedió directa o indirectamente la misión de Escocia y de Irlanda. De gran importancia fue también, ya en estos primeros tiempos, la influencia de Roma.

El británico Ninian, formado en Roma y consagrado obispo por el papa Siricio, fundó ya en el año 395 el monasterio de Candida Casa (Escocia sudoccidental, frente a la isla de Man), siguiendo el modelo del monasterio de San Martín de Tours, como central misionera para los pictos asentados en Escocia.

También en los confusos inicios de la misión irlandesa podemos descubrir la influencia de Roma; aparte de Ninian, se preocupó de los escoceses de Irlanda el obispo Palladius por encargo del papa Celestino (+ 432).

c) La auténtica conversión de Irlanda fue obra del hijo de un diácono británico, San Patricio. Raptado por los piratas irlandeses y llevado a la verde Erín, logró huir al continente. Llegó hasta Italia y completó su formación teológica probablemente en Lerín y en Auxerre.

Desde aquí, junto con otros compañeros británicos y galos, partió a la misión de Irlanda alrededor del año 431. Desarrolló su actividad primeramente en Irlanda del norte (hacia el año 444 fundó la que luego sería sede metropolitana de Armagh). En el sudoeste y el sudeste trabajaron discípulos de Patricio, obispos galos. Siguiendo el modelo galo, Patricio dio a Irlanda originariamente una constitución diocesana. Pero ésta no pudo mantenerse luego por una doble razón. Irlanda nunca había sido ocupada por los romanos y por eso le faltaba aquella división administrativa en que se apoyó la organización eclesiástica en las zonas romanas o transitoriamente ocupadas por los romanos. En segundo lugar, las fuerzas monásticas eran tan preponderantes, que fue su propio carácter el que, desde mediados del siglo VI en adelante, se impuso en la constitución eclesiástica; se llegó a la formación de una Iglesia puramente monacal, o sea, los monasterios eran los únicos centros de la administración eclesiástica y los monjes, en su calidad de obispos y sacerdotes, los encargados de la cura de almas.

La Iglesia de la misión irlandesa era además una Iglesia completamente nacional y tribal. La parroquia monástica se correspondía con el distrito del clan, cuyo jefe era el fundador, protector y propietario del monasterio. La dignidad abacial pasaba por herencia de generación en generación a sobrinos o primos. El clan se sentía responsable de la manutención y del crecimiento de su comunidad monástica: todo décimo hijo pertenecía al convento. Y, a la inversa, el convento servía a la tribu de iglesia y escuela.

Los conventos irlandeses dependieron en gran parte de abades que no eran sacerdotes y hacían que los necesarios ritos de la consagración fueran celebrados por obispos-monjes. Estos obispos sufragáneos fueron los que en sus peregrinaciones hicieron generoso uso de sus facultades de consagración, provocando numerosos conflictos con la jerarquía del continente.

d) Después de la retirada de las tropas romanas de Britania y del consiguiente aislamiento ocasionado por la irrupción de los sajones, anglos y jutlandeses, todos ellos paganos, hacia el año 450, esta Iglesia tuvo ya pocas posibilidades de mantener contacto con Roma. Sin embargo, sus representantes no quisieron otra cosa que mantener en pie la fe recibida de los príncipes de los apóstoles, por quienes sentían una profunda veneración y cuyos sepulcros eran la meta de sus peregrinaciones. En tiempos del papa Bonifacio IV (608-615) es nada menos que Columbano el Joven, misionero en el continente, quien atestigua la estrecha unión de la Iglesia celta con la Cathedra romana. Mas no por eso se abstuvo de echar en cara al papa con toda franqueza el fallo de su predecesor Virgilio: "La importancia de la sede apostólica lleva consigo la obligación de mantenerse alejada de toda impureza de la fe, porque en caso contrario la ‘cabeza’ de la Iglesia se convierte en ‘cola’ y los simples cristianos pueden juzgar el papado."

La Iglesia celta insular no estuvo, pues, desligada de Roma, aunque en ella se afirmó el primado de lo pneumático o espiritual sobre lo jurisdiccional durante más tiempo que en las restantes Iglesias de Occidente.

e) Así, pues, a pesar de que también aquí cobró peligrosa vigencia esa peculiar mezcolanza medieval de lo eclesiástico y lo mundano, o sea, la degeneración del obispo de pastor de almas en terrateniente, el cristianismo monástico de Irlanda alcanzó desde muy pronto un apogeo extraordinario y se convirtió en foco de amplia irradiación para la historia de la Iglesia (la isla de los santos). Aquí se hizo patente (como luego en los siglos VII y VIII en los conventos anglosajones) una síntesis modélica de formación espiritual y actitud ascético-religiosa, sumamente interesante para la construcción de la Iglesia medieval. Los monasterios irlandeses desempeñaron un papel incomparable en la conservación y transmisión de la cultura grecorromana. Jamás una legión romana puso el pie en Irlanda. Sin embargo, fue un terreno fecundo para muchos valores de la cultura romana. Debido también a que la invasión de los bárbaros no afectó a esta isla en el Occidente, la continuidad de la cultura romana jamás se vio aquí interrumpida. Todas estas circunstancias, más efectivas aún gracias al aislamiento impuesto por la irrupción de los sajones y de los anglos, favorecieron el desarrollo de toda suerte de particularidades eclesiásticas (cómputo de la Pascua, eucaristía, traje talar y peinado del cabello; y lo más importante: la práctica de la penitencia, como luego veremos).

Esta progresiva superioridad cultural se mostró, por ejemplo, en el conocimiento de la lengua griega, que en otras partes se había perdido, y de algunas obras platónicas y neoplatónicas. Su difusión se echa de ver en aquellos doctos de la primera Edad Media denominados Escotos (Escoto Eriúgena, + hacia el año 877; Sedulio Escoto, + 858; Mariano Escoto, + 1082; Duns Escoto, + 1308; también fue irlandés el docto obispo Virgilio de Salzburgo, § 38, II).

3. Por impulsos ascéticos muchos de estos monjes partieron de sus conventos hacia otras tierras, viajando en grupos (he aquí el motivo, tan multiforme como importante en la historia de la religión y de la Iglesia, de la peregrinación religiosa: peregrinatio; § 31, 5).

a) Tanto en su tierra como fuera de ella fueron pastores de almas. Si se encontraban entre paganos, se hacían misioneros. Todo el trabajo realizado por estos monjes está vinculado en gran parte a los nombres de los dos Columbanos: Columbano el Viejo (+ 597), del célebre monasterio de Hi o Jona, fue el apóstol y evangelizador de los pictos de Escocia. Esta gran obra de conversión de la Iglesia monástico irlandesa se extendió luego hacia el Sur, a los anglos y a los sajones al norte del Támesis.

Columbano el Joven (+ 615), del convento de Bangor de Irlanda, fue el renovador de la Iglesia franca. Entre los años 590-612, es decir, durante el pontificado de Gregorio I, fundó monasterios en la Galia, la zona de los alemanes, y en la Italia septentrional. Los principales fueron Luxeuil en Burgundia y Bobbio en el norte de Italia. Se convirtieron en planteles de misioneros galos y francos, que ejercieron una influencia renovadora en su propia Iglesia franca y, junto con los misioneros irlandeses, llevaron el cristianismo a los germanos aún paganos que habían caído bajo el dominio de los francos. Así, las peculiaridades surgidas en Irlanda fueron trasplantadas primeramente a la Galia y luego a Alemania y dieron allí su impronta a la vida monástica, a la concepción de la ascética cristiana.

Especialmente importante fue su influjo en la praxis de la penitencia; significó nada menos que la transformación de la práctica de la penitencia pública, vigente en la Iglesia antigua, en confesión privada, con fuerte acentuación de la penitencia satisfactoria. De este modo se introdujo, por ejemplo, la confesión frecuente y en los "libros penitenciales" apareció una especie de tarifa reguladora de los distintos tipos de penitencia Individual.

Columbano fue ayudado por compañeros de Irlanda, de los cuales conocemos algunos nombres eminentes. Con Columbano llegó al continente Galo (+ hacia el 640), el cual fundó una ermita donde más tarde se construyó el monasterio de St. Gallen. San Kilián (¿+ 689?) evangelizó la actual Franconia (Wurzburgo) 9. Es insegura la procedencia de Pirmino, fundador de la abadía de Reichenau (724), quien indudablemente provenía de uno de los mencionados conventos. Y, además, los santos misioneros irlandeses Fridolín, Fursa, Foillan y Disibod, entre otros.

b) Los resultados de esta misión iro-escocesa no fueron en absoluto unitarios. Tanto en el Imperio franco occidental como en Germania la vida ascética y sacrificada de estos monjes dio un fuerte impulso a la profundización de la vida cristiana, y entre los paganos fueron muchos los convertidos. Pero también hubo toda una serie de deficiencias.

Como la misión trabajó en parte bajo directa protección de los francos, en la Germania no franca despertó la sospecha de que servía a los intereses francos. Las tensiones políticas provocaron por esto muchos y sensibles retrocesos.

Los irlandeses insistían con excesiva obstinación en sus particularidades patrias, por ejemplo, en la celebración de la fiesta de la Pascua según su cómputo particular; así, nunca dejaron de ser en cierto sentido extraños al continente; no se adaptaron suficientemente a la jerarquía local y tampoco a los poderes temporales, con los que tuvieron continuos roces.

La afluencia de refuerzos de la patria no fue suficiente ni en número ni en regularidad.

La misión careció de planificación; los misioneros individuales (o grupos de misioneros) no trabajaron lo bastante unidos entre sí, ni quienes de entre ellos eran obispos organizaron obispados en los cuales pudieran incardinarse los sacerdotes por ellos ordenados. Aquí se advierte claramente el fallo esencial de la misión iro-escocesa: faltó el sistema de ordenación y apoyo. Dicho en términos históricos concretos: faltó el factor eclesiástico universal, faltó la colaboración con el centro, con Roma 10, única institución cuyo universalismo podía proporcionar la unidad interior necesaria para el futuro. Precisamente esta circunstancia hubo de ser la que llevó la misión anglosajona a resultados duraderos entre los frisones y los francos.

4. Como ya se ha dicho, la conversión de los anglos y sajones, los pueblos germánicos que irrumpieron en Inglaterra hacia el año 450, fue iniciada primero por la Iglesia británica y poco después por la irlandesa. Pero fueron principalmente los iro-escoceses quienes, desde Jona y el convento de Lindisfarne, en la Umbría nórdica, convirtieron a la gran mayoría de los anglosajones.

Se puede decir, no obstante, que la conversión del resto de los anglosajones (en Kent y en Sussex), y especialmente la inclusión de los celtas británicos, fue en la Edad Media el primer gran éxito de la Iglesia continental después de la conversión de los francos: la creación de una Iglesia británica anglosajona estrechamente vinculada a Roma. Ese es el mérito de Gregorio Magno. La Inglaterra cristiana es una creación de sus enviados. Por eso esta Iglesia fue la más vigorosamente romana del Occidente. Y por eso cien años después, desde ella, Bonifacio reorganizará la Iglesia franca y la unirá estrechamente con el centro de la Iglesia.

En la evangelización, el papa Gregorio procedió siguiendo un plan muy preciso. El relato, según el cual Gregorio habría comprado y educado esclavos anglosajones con el fin de emplearlos más tarde en la misión, tiene una base a todas luces legendaria. Pero el relato, en el fondo, contiene algo de verdad. El año 595 Gregorio mandó al administrador del patrimonio pontificio en la Galia hacer acopio de jóvenes anglosajones para el servicio en los monasterios. Parece ser que Gregorio estaba al corriente de la buena disposición de los anglosajones para la conversión y tomó personalmente la iniciativa, porque el episcopado franco del norte no se ocupaba de las misiones. Así, pues, en el año 596 envió a las Islas Británicas cuarenta benedictinos de su propio convento romano de San Andrés, entre ellos el rudo, innecesariamente rudo Agustín. Ya en el año 597 se produjo la primera conversión en masa. En el 601 el rey Etelberto de Kent fue ganado para el cristianismo por obra de su mujer cristiana ortodoxa franca, Berta 11. Por lo demás, el cristianismo (no obstante la reacción de los paganos tras la muerte de Etelberto, 616) hizo progresos lentos pero seguros, aunque no llegó a realizarse la grandiosa organización eclesiástica que se planeaba (Londres y York como metrópolis, con doce sedes sufragáneas cada una). También aquí los monasterios fueron los centros de la evangelización. La estima general de que disfrutaban se pone de manifiesto, entre otras cosas, en que reyes y reinas frecuentemente abdicaban de sus coronas para terminar su vida como monjes o monjas. En los siglos del primer entusiasmo cristiano esto sucedió no menos de 33 veces; y desde el siglo VII al XI se habla por lo menos de 23 reyes santos y de 60 reinas y princesas santas en los siete reinos anglosajones.

El trabajo realizado o dirigido por el espíritu universalista de Gregorio Magno fue proseguido por sus sucesores sólo en escasa medida. Su obra entre los anglosajones se vio seriamente amenazada por las interminables controversias entre la iglesia romano-anglosajona y la iro-escocesa. Por una parte, el tradicionalismo y la terquedad celta y, por otra, la tendencia romana a la uniformidad provocaron una oposición que sobrecargó seriamente las fuerzas de la Iglesia. En vano se intentó en los Concilios de la Unión (602-603) uniformar el cómputo de la Pascua y los ritos del bautismo y la confirmación. No faltaron lamentables acusaciones de herejía (¡la forma de tonsura y el cómputo de la Pascua irlandeses como signos de "herejía"!). Mas, por fortuna, a la Iglesia anglosajona le sobrevino la profundidad religioso-ascética de la Iglesia iro-escocesa, que llevó su evangelización desde el norte de las Islas Británicas a los anglos y sajones hasta el Támesis.

Un cambio definitivo se efectuó en el sínodo de Whitby (664), donde el anglosajón Wilfrido de York discutió sobre cuestiones controvertidas con el abad-obispo irlandés Colman de Lindisfarne ante el rey Oswin. La última decisión la tomó el rey, decisión que refleja a la perfección todo el ambiente: "Y yo os digo: puesto que éste (o sea, Pedro) es el portero, no quiero estar en contradicción con él... para que cuando llegue a la puerta del paraíso haya allí alguien que me abra y no se me vaya precisamente el que tiene la llave." El abad Colman y los suyos abandonaron inmediatamente el país, mientras que Wilfrido y su sucesor Acca, con el apoyo real, declararon una guerra implacable a los usos y costumbres irlandeses en todas las zonas. Todo debía estar regulado según el modelo romano.

No obstante, los irlandeses continuaron luchando por su independencia. La plena integración no se efectuó hasta los siglos XI-XII, desgraciadamente no sin una grave difamación de la antigua y venerable Iglesia de Irlanda (sin entrar en juicio alguno, aquí puede verse los primeros vestigios del imperialismo religioso romano, que luego se hará más fuerte con el transcurso de los tiempos. Es decir imponer las concepciones y ritos latinos a todas las iglesias), que pese a numerosos defectos había realizado grandes cosas en el campo de la actividad misionera. La tragedia y el fracaso — no exento de culpa — de estas discusiones se hizo nuevamente patente cuando Alejandro III (1159-1181.) sometió la "bárbara nación" de los irlandeses al dominio del rey inglés, ¡para que ésta, después de la necesaria reeducación, se haga digna "en el futuro de llevar con todo derecho el nombre de la religión cristiana"!

Desde el año 664, pues, la Iglesia anglosajona fue una Iglesia territorial unida a Roma; se impuso el espíritu romano-católico ortodoxo, que Bonifacio habría de llevar en seguida al continente franco. El griego Teodoro vino de Roma como arzobispo a la sede de Cantorbery (669-690).

En la cristianización de Inglaterra participaron de forma destacada los monasterios de monjas, con sus abadesas de alto rango social y espiritual. Cien años después de su fundación, la Iglesia inglesa fue la más floreciente de todo el Occidente. En sus monasterios, cultural y espiritualmente muy activos, nos presenta sabios, misioneros y santos (§ 37). Entre los sabios hay que destacar a Beda el Venerable (+ 735), que escribió una historia eclesiástica de los ingleses, complicaciones exegéticas y selectas Quaestiones con capítulos verdaderamente teológicos, independientes, sobre el libre albedrío, lo que le hace ser uno de los precursores de la Escolástica (Beda fue declarado doctor ecclesiae por el papa León XIII). Por esta fecundidad, y espiritualidad por su grandiosa actuación misionera en el continente, tan importante desde el punto de vista histórico, esta Iglesia demuestra con cuánta rapidez, dadas las circunstancias, pudo el cristianismo conquistar lo profundo de las almas de estos germanos y hacerlo fructificar creativamente 12.

 

5 Las conversiones masivas que encontramos en la Antigüedad (por ejemplo, en Jerusalén tras la venida del Espíritu Santo) no son auténticos modelos que podamos emplear aquí. Los supuestos de la conversión y el mismo proceso, en aquel tiempo, deben buscarse en la aceptación interior de la verdad.

6 Mas no por eso hay que menospreciar el comprensible interés natural de los monjes y de las monjas anglosajones en que prosperasen sus fundaciones en el continente después de haberlas logrado.

7 Ha sido muy discutida la historicidad de este mandato.

8 De mosta rabi = convertidos en árabes.

9 Se discute su procedencia de Irlanda.

10 No obstante, Columbano se dirigió a Roma, a Gregorio Magno, para conseguir un apoyo contra los obispos francos.

11 No conocemos exactamente la fecha de su bautismo. Ya en el año 596 había acogido obsequiosamente a los misioneros cristianos.

12 El empuje misionero anglosajón se manifestó, todavía mucho más tarde, entre los germanos del Norte: entre los suecos y noruegos (aquí por obra de su rey, Olaf Tryvasson, educado cristianamente en Inglaterra y muerto en el año 1000, al cual también se debe la conversión de Islandia). Mas en algunos casos también este rey germánico empleó la violencia.

 

 

 

§ 37. Vida y Actividad Social

de la Iglesia en la Época Merovingia.

1. El evangelio cuenta con un cierto orden espiritual, social y moral. En períodos de bajo nivel o de ocaso cultural, cuando llegan a faltar estos órdenes, el fruto de la palabra de Dios (en la medida en que la podemos conocer por sus frutos) ha de ser en general menos copioso. La formación del alma cristiana de los pueblos occidentales fue una tarea de gigantes, y su realización a Iglesia sólo podía lograrla poco a poco y con múltiples retrocesos, y aun así no del todo. Al considerar estos primeros siglos, debemos siempre pensar en las extraordinarias dificultades que obstaculizaban una auténtica cristianización. A pesar de todo, aun a pesar de los contactos preliminares con la Iglesia galoromana, las dificultades fueron poco menos que insoslayables en aquella inestable fase de transición política y social, agravada con las conversiones colectivas de hombres que ansiosamente preguntaban por las ventajas y beneficios de la nueva religión 13. Por Bonifacio y por muchas otras fuentes sabemos que la cristianización fue a menudo muy superficial y durante siglos arrastró consigo muchos elementos paganos. Esto es una constatación objetiva de los hechos, pero constatación que en aquel lejano siglo VI no implica la misma censura que cuando comprobamos más tarde, tras largos siglos de vida cristiana, un fracaso semejante en forma de decadencia moral y religiosa (cf. Renacimiento).

2. Algunas etapas importantes de esta evolución: hacia el año 556 en el Imperio franco se prohibió el culto pagano público; se prescribió por ley el descanso dominical y festivo. La vida cristiano-eclesiástica comenzó, incluso entre los germanos, a crearse una expresión propia, a imprimir su carácter a la vida diaria, al curso del año, a los usos y costumbres. En el ámbito estrictamente religioso se introdujo la confesión al principio de la cuaresma y la práctica de la comunión tres veces o, cuando menos, una vez al año. También se extendió la práctica de la comunión dominical (bajo las dos especies; el comulgante recibía la eucaristía en la mano derecha). La participación de los fieles en la misa (dominical) parece haber sido muy diversa según las circunstancias, el mayor o menor celo de los obispos, la efectividad de los sínodos y sus correspondientes prescripciones legales. En suma, se puede constatar una "buena" participación, sin que esto deba tomarse como una adecuada descripción del fervor religioso de los diversos estratos de la población. En general se puede afirmar con certeza que la fe cristiana se impuso en el Imperio de los francos con suficiente corrección o que tras un lamentable desmoronamiento se levantó de nuevo, aunque lentamente y con muchos residuos subcristianos (§ 38); pero tanto la piedad como la moralidad dejaron mucho que desear.

3. La piedad de aquel tiempo cobró un colorido especial por una muy acentuada veneración de los santos en forma de veneración de sus reliquias.

El santo, cuyas reliquias descansan en la Iglesia, era el protector de la comunidad, el "santo patrón." Por ello era también el auténtico dueño de los bienes de la parroquia, por cuyo bienestar y malestar se preocupa. Se comprende así que con frecuencia no se vacilase en entrar en posesión de un auxilio tan poderoso, incluso por medio del robo. El estado de cosas en este sentido llegó a ser en los siglos VII y VIII verdaderamente ruinoso y deplorable. "En el siglo VIII el robo de reliquias fue algo usual en toda la cristiandad" (Schnürer).

Tanto en la veneración de los santos como de sus reliquias tuvo un papel muy importante el temor; por eso en la primera Edad Media no se dividieron las reliquias; bastaba con las reliquias de contacto (del sepulcro o del relicario). La veneración de las reliquias constituyó una característica particular de toda la Edad Media 14. Y siempre se vio caracterizada por una excesiva exterioridad y, a veces, una cosificación casi mágica. Esto no ha dejado de ser un motivo muy serio de meditación para la Iglesia. ¿No traspasó esta acomodación los límites permitidos por el evangelio? ¿No se fomentó con ello una religiosidad legalista y moralista que, al derrumbarse objetivamente, tuvo efectos nocivos en la disolución de la piedad de la tardía Edad Media?

Por otra parte, la veneración de las reliquias, durante muchos siglos hasta la Reforma, atrajo a los grandes santuarios oleadas de creyentes de toda Europa: a Roma, donde descansa san Pedro, portero del Cielo; a Conques de la Santa Fe (que se hizo famosa después de ser llevada allí tras el robo de Avranches); a Santiago de Compostela, a Cantorbery, a los santos "nacionales" de los francos (ya con Clodoveo I) y a San Martín de Tours (316/17-397) con su manto 15.

4. En la moralidad hubo más sombras que luces. Especialmente en el siglo VII la línea fue descendente. A principios del siglo VIII, "todo lo que había sido iniciado (por la Iglesia) estuvo en peligro de perecer de nuevo" (Hauck).

a) El mal comenzó en la cúspide. Muchos miembros de la casa real franca se mancharon con actos de increíble y asesina crueldad. Las noticias del historiador de esta época, Gregorio de Tours, nos demuestran lo terriblemente natural que resultaba todo esto en el siglo VI.

La causa inmediata de estas crueldades inhumanas de los soberanos francos y de sus mujeres fue la "desdichada mentalidad germánica," según la cual el imperio o una parte del imperio, tras la muerte de su señor, tenía que ser dividido en partes iguales, como una propiedad privada, entre todos sus hijos. La rivalidad, de forma indiscriminada, se servía de toda suerte de intrigas y del asesinato a las claras: de 89 miembros de la dinastía merovingia, desde los hijos de Clodoveo en adelante, 21 murieron de muerte violenta.

También la moral del matrimonio tuvo un nivel peligrosamente bajo. Una de sus causas fue, sin duda, la politización del matrimonio por la ya mencionada sucesión hereditaria germánica. A ello también contribuyó desfavorablemente una serie de medidas legales eclesiásticas. Estando prohibido el matrimonio hasta el séptimo grado de parentesco en la línea colateral, había grandes posibilidades de anular el matrimonio. Tampoco fue rara en este tiempo la unión sacrílega con monjas.

Para explicar la frecuente degeneración sexual de los francos en este tiempo tenemos que remitirnos a las circunstancias típicas de aquel estado de transición (brutalidad de los primitivos, perversión de los galoromanos; la nueva conciencia moral sólo apareció con el cristianismo).

b) Hubo mucha deslealtad, incluso crueldad, que en ocasiones no se detuvo ni ante el derecho de asilo o trató arteramente de eludirlo 16. Estuvo muy extendida la embriaguez y la deshonestidad. La vida del prójimo valía muy poco, la santidad del juramento solía olvidarse pronto o se reinterpretaba burdamente 17.

c) No faltaron obispos y sacerdotes entre los degenerados ni entre los asesinos. En el siglo VII la mayor parte de los obispos del Imperio de los francos estaban casados, sus diócesis eran como un patrimonio familiar. Bonifacio nos informa de la aguda secularización del clero y del episcopado alrededor de los años 700 al 750. También en Italia los sínodos se lamentaron de las graves faltas de moralidad en el clero, por ejemplo, el de Roma (743).

Para explicar este estado de cosas (o esta masiva degeneración moral) hay que tener presente que el terreno espiritual del mundo germánico estaba aún por cultivar, todavía no estaba suficientemente preparado para admitir la semilla de la buena nueva. En los primeros tiempos, la cristiandad germánica aún no tenía fuerza interna para realizar plenamente el mandato de Cristo.

5. Frecuentemente encontraremos en la historia de la Iglesia anomalías religiosas, morales y eclesiásticas. El cristiano ortodoxo no debe tener reparos en constatarlas como son. La verdad es también aquí la única apología duradera. Pero la verdad exige a su vez que se tome en consideración todo el curso de las cosas, no solamente las sombras. Hay que tener presente que lo malo hace más ruido que lo bueno. El mal es más agresivo y por sus colores chillones permanece en la memoria de los pueblos. El bien es más discreto, a veces hasta ni tenemos noticia de él. Lo más importante es que las anomalías siempre han sido vencidas y superadas por la Iglesia; y de ello se deduce claramente que la santidad de la Iglesia es sustancial y no depende de la debilidad de sus miembros. Pero así como hay que indicar y delimitar según las fuentes el modo y manera de estas anomalías, lo mismo hay que hacer con su superación. La Iglesia es y seguirá siendo Iglesia de pecadores, y en el curso de la historia lo ha sido a veces de forma trágica.

Las deficiencias de la primera Edad Media, esto es, del tiempo de su fundamentación, demuestran inequívocamente el bajo nivel espiritual interior en que se encontraban muchos de los hombres con quienes y en quienes tenían que trabajar los mensajeros de la fe y los obispos de entonces. Con lo cual también ellos son un exponente de la fuerza de la Iglesia, si consideramos lo mucho que entonces se consiguió en el aspecto moral y social.

Para tratar de una manera fructífera desde el punto de vista religioso las anomalías de la primera Edad Media, el mejor método nos lo ofrece la Historia Francorum de Gregorio de Tours, de donde se ha tomado la mayor parte de los ejemplos citados. En su capítulo final conjura a sus sucesores en la sede episcopal de San Martín, por la segunda venida de Cristo el día del juicio, a dejar intacta esta documentación, con sus páginas luminosas y oscuras. Y con razón. Pues cuando él anatematiza los tristes crímenes de los francos como pecados que claman al cielo, presta el mejor servicio a la verdad y a la inmutable ley divina.

Al enjuiciar el bajo nivel moral del tiempo es importantísimo no perder de vista lo siguiente: lo que nosotros hemos definido como degeneración y mediocridad, para los cristianos de entonces fue un pecado que en numerosos casos particulares se impuso claramente por la fuerza, pero que jamás fue capaz de pervertir la verdad ni la ley. Con frecuencia, al crimen brutal correspondió una penitencia no menos violenta. Es altamente significativo que estos poderosos y violentos guerreros, en medio de la confusión de finales del siglo VII, supieran morir con heroísmo verdaderamente cristiano, como, por ejemplo, el obispo Leodegario de Autún. Siendo jefe de la nobleza franca, tan ansiosa de independencia, entró en conflicto con el mayordomo neustrio Ebroino, quien mandó ponerle sitio en su propia ciudad episcopal. Para salvar del pillaje a la población, él mismo se entregó a sus enemigos. Mutilado y ciego, pero sin brizna de odio, murió bajo el hacha del verdugo como "guerrero de Dios" que ha depuesto las "viejas armas." Una carta de despedida a su madre Sigrada, escrita desde la prisión, demuestra de forma impresionante cuán hondamente había arraigado la gracia de Dios en los francos, pese a todo.

6. Todos estos logros, en su mayor parte, fueron el resultado de la acción sistemática de la Iglesia. La base de todo su trabajo fue su firme doctrina, fijada dogmáticamente y defendida sin vacilaciones. Sobre esta misma base se levantó el culto, celebrado de forma regular, con la cura de almas a él inherente. En el culto se ofrecía y predicaba al pueblo la salvación día tras día (como en los monasterios) o cuando menos los domingos y días festivos a lo largo de todo el año eclesiástico. Esta continua asistencia dio rápidos frutos en algunas partes y, a la larga, cristianizó y eclesializó a todo el pueblo.

La fuerza específica que permitió a la Iglesia sacar provecho de su potencialidad religiosa y llevarla a muchos ininterrumpidamente fue su organización en diócesis y ligas metropolitanas, heredadas del tiempo de los romanos. Ella fue también la que la hizo muy superior al arrianismo germano (§ 26). Los obispos del Imperio franco — a fines del siglo VI había 125 bajo 11 metropolitanos — trabajaban bastante unidos. Otro medio, probado ya desde antiguo, fueron los sínodos, en buena parte los sínodos provinciales, pero sobre todo los concilios imperiales convocados por el rey (más de 30 en el siglo comprendido entre el 511 y el 614). En el siglo VI los sínodos demostraron una enorme efectividad interna. Se afrontaron cuestiones religiosas, morales y culturales en general (naturalmente, también seculares). La preocupación de los obispos se centró tanto en el clero como en el pueblo. El episcopado (a una con determinados misioneros) constituyó en este tiempo el factor moral más sobresaliente. Los mismos obispos (y sacerdotes casados no deben ser totalmente excluidos de esta alabanza, ya que la regulación romana del celibato aún no se había impuesto ni mucho menos en todas partes. En particular entre los germanos, el celibato todavía no era obligatorio. Y, en fin, incluso entre los obispos que se enriquecieron con los bienes de la Iglesia o los heredaron, no faltaron quienes sostuvieron iglesias y monasterios, fundando incluso otros nuevos. En última instancia, se trataba en todo caso de sus bienes (§ 34, IV: derecho de la iglesia privada).

7. La atención pastoral del campo se prestaba desde la ciudad (civitas) y era competencia del obispo, sus presbíteros y diáconos (§ 24). Y así se mantuvo en parte hasta el siglo VIII.

Mas los germanos eran un pueblo campesino. Cuando con su irrupción en el Imperio romano las ciudades y la cultura ciudadana decayeron (su disolución se debe también a otras causas), la vida volvió otra vez al campo. Este suceso rejuveneció a Europa. La moral cristiana, orientada de suyo a la comunidad natural-sobrenatural, pudo así conformar las comunidades familiares y rurales y, partiendo de estas raíces, efectuar luego la construcción de toda la vida europea. Hacia el 500 aproximadamente comenzaron a surgir en el campo parroquias independientes, las parroquias rurales. Estas parroquias, en comparación con la población residente en ellas, eran muy extensas y no siempre exactamente delimitadas. Las divisiones se hicieron más tarde. Su desarrollo fue muy distinto en Oriente, en Roma y entre los germanos.

En los países germanos, la gran parroquia rural constituyó el centro eclesial, siguiendo el modelo de las antiguas formaciones políticas de las centurias, los distritos y las marcas o también de las instituciones culturales paganas. Así, primeramente aparecieron las iglesias parroquiales corporativas o gremiales. Con la organización del señorío territorial y la creciente feudalización, la iglesia privada pasó a ser más y más la base de la organización eclesiástica del campo. Por muy nociva que fuera la figura jurídica del sistema de la iglesia privada para la vida de la Iglesia en su conjunto, la creación y el desarrollo de la parroquia rural fue esencialmente fruto de tal sistema.

Se creaba una parroquia. Los obispos levantaban un templo a costa de sus propios bienes o de los bienes de la Iglesia. O bien los ricos terratenientes erigían junto a sus residencias (al principio para su uso privado) una capilla (iglesia privada, propia). O bien una corporación o gremio (marca) fundaba una iglesia para sí. La iglesia se dotaba con bienes raíces. En ella había un sacerdote permanente, o bien la cura de almas era atendida por clérigos itinerantes, en los primerísimos tiempos también por corepíscopos u obispos delegados, (§ 24). De la misma iglesia parroquias se fundaban luego otras iglesias que solían depender por largo tiempo de la iglesia madre mediante los derechos parroquiales y los diezmos. Más tarde, el sacerdote de una iglesia rural recibió el título de parochus, párroco; él mismo debía elegir e instruir adecuadamente a sus sucesores. En la época merovingia, por lo demás, la actividad pastoral del bajo clero, al principio reclutado preferentemente entre los individuos no libres del propio feudo, no puede estimarse muy elevada. El señor feudal, si para herrero elegía al más forzudo, para el oficio eclesiástico elegía al más débil o al más ingenioso (cf. U. Stutz).

El surgimiento de parroquias rurales fue, por tanto, la más importante hazaña espiritual y social de la Iglesia en la primera Edad Media: mediante la persona del "párroco" se logró poner en continuo contacto con los ignorantes del campo un hombre "instruido" espiritualmente, esto es, preparado para la predicación de la revelación cristiana. Junto con los monasterios, aunque en un plano inferior, tenemos aquí un vivo foco de luz y calor para la naciente cultura occidental.

8. La salud espiritual de una gran comunidad o de un conjunto de tales comunidades no puede medirse exclusivamente por resultados extraordinarios particulares. También éstos deben integrarse en un análisis exhaustivo. De hecho, el valor y la fuerza de la múltiple actividad de la Iglesia en el Imperio franco se evidenció en una serie de santos obispos de este período, que por lo demás, y significativamente, fueron en su mayoría galorromanos: Cesáreo de Arlés (503-542), Avito de Vienne (+ 518), Remigio de Reims (+ 533?). Célebre fue el obispo Nicecio de Tréveris (+ 566), nacido en Reims, hombre verdaderamente apostólico e intrépido (esto significaba entonces mucho más que hoy), quien, al igual que San Ambrosio, tuvo clara conciencia de que el poder moral de la Iglesia es muy superior al poder político externo y que dijo la verdad incluso a los reyes (excomulgó a Teodeperto y a Clotario). Junto a él tenemos a su coetáneo San Gerrnán, obispo de París (555-576), que excomulgó al rey Chariberto por su matrimonio con una monja. Otros nombres; Ricario (en el año 625 fundó la abadía benedictina de Céntula en la Picardía), Audoin (Normandía, + 684), Didier (obispo de Vienne, + 607) y Eloy (Eligius, obispo de Noyon, 640-659).

El santo obispo Gregorio de Tours (+ 594) fue uno de los hombres más influyentes de la época merovingia. Su Historia de los francos es ciertamente demasiado crédula para aquellos primeros tiempos, en particular por sus relatos maravillosos, pero por lo demás constituye nuestra fuente más fidedigna para el siglo VI. En Venancio Fortunato (nacido en Treviso, educado en Rávena, muerto antes del año 610 como obispo de Poitiers) tuvo la Iglesia merovingia su último poeta relevante. Sus himnos eclesiásticos (por ejemplo, el Vexilla regis prodeunt) ayudaron a las celebraciones litúrgicas de numerosas iglesia nuevas 18 o se utilizaron (como el himno Pange lingua) para la veneración de una reliquia de la Cruz. La perfección formal de estas poesías nos da una impresión directa de la fuerte influencia que aún ejercía la cultura antigua, mientras el Norte se hundía ya en la barbarie.

9. Tampoco faltó en estos tiempos la ascesis heroica. Entre los monjes, monjas y ermitaños revistió a veces un carácter violento. No obstante, para los rudos hombres de la época supuso una especie de predicación sumamente efectiva 19.

a) Mencionemos sólo algunos nombres: Leonardo (siglo VI), Goario (hacia el 500), Huberto (+ 727), Lamberto (+ hacia el 705), Emerano (+ hacia el 730), Corbiniano (+ 725), Prayecto (+ 676), Ruperto (al parecer de la estirpe de los príncipes francos, + 732).

Numerosas fundaciones de monasterios fueron muestra de la fuerza de atracción del ideal monástico. El convento de Poitiers, fundado por Radegunda, contaba a su muerte con más de 200 monjas.

Junto a la crueldad y ruda indignidad de algunos soberanos, que encontraron compañeras de la misma condición, igualmente abominables (Chilperico, + 584, y Fredegunda), hubo luminosas figuras de santos, como santa Radegunda (de Turingia, 518-587), esposa del inmoral y violento Clotario I, cuya importancia espiritual se deduce del simple hecho de que un hombre como Venancio Fortunato recibiera inspiración del mero trato con ella. Aquí deben figurar también la reina Batilda (esclava anglosajona, + 680), Bililda (siglo VIII), Gertrudis de Nivelles (pariente de Pipino de Heristal, + hacia el 653), Adelgunda (+ hacia el 695), Odilia (hija de un duque alamán, + hacia el 720) y Erentrudis (sobrina de Ruperto, + hacia el 718).

b) Algunos sínodos organizaron la asistencia a los pobres, la cual se convirtió en un deber moral y sirvió para combatir la miseria y eliminar la mendicidad. Desde el año 350 aproximadamente había también leproserías e inclusas, a las que favorecieron ahora piadosas instituciones.

Mejoró la suerte de los esclavos. Lo más importante a la larga fue el reconocimiento de la libertad interior, lo que condujo a una equiparación en el terreno religioso y facilitó su reconocimiento en el plano social: el esclavo se convirtió paulatinamente en siervo de la gleba. Pero contra la esclavitud no se procedió de forma revolucionaria. Allí donde los obispos y monasterios requerían la ayuda de siervos para trabajar sus tierras, estos fueron tratados por lo general humanamente. Los obispos nunca dejaron de esforzarse por su liberación. Sin embargo, en este punto hubo de todo: no sólo un sensible progreso, sino también significativas vacilaciones. En realidad, la liberación sólo fue efectiva en forma de una nueva relación de servidumbre respecto a la Iglesia.

Con la conversión de la población del imperio a la fe cristiana y a medida que el clero fue imponiéndose como guía espiritual, las cuestiones que nos ocupan pasaron cada vez más (directa o indirectamente) al ámbito de responsabilidad de los clérigos. Una solución plenamente válida debía satisfacer por igual a las exigencias espirituales y a las seculares. No debe sorprendernos que esto no se consiguiera del todo. Donde sí se logró mucho fue en el aspecto espiritual-caritativo, aunque no con total desinterés (pensión vitalicia para los ancianos o los que se encontraban en apuros económicos, los cuales legaban sus propiedades inmuebles a la Iglesia; créditos de los monasterios a cambio de pignoración de los bienes y a veces también de la libertad). Muy meritoria fue la lucha de la Iglesia contra la usura: no obstante, la prohibición radical del cobro de intereses y la consiguiente proscripción de las transacciones monetarias en general ocasionó después graves perjuicios.

c) Tampoco se dio una respuesta unitaria a la cuestión de si los no libres podían asumir cargos eclesiásticos. Los papas León I y Gelasio condicionaron la admisión de los no libres a su libertad. De hecho, muchos esclavos y colonos huidos de sus señores hallaron frecuentemente acogida y protección en el clero o en un monasterio 20. Si el señor los reclamaba, los clérigos menores eran restituidos; mas los diáconos y sacerdotes podían compensar o resarcir a su señor. Los sacerdotes conservaban su dignidad, pero perdían sus ingresos. En el Imperio franco, el obispo que conscientemente ordenara de diácono o de sacerdote a un esclavo tenía que resarcir a su señor con el doble. De hecho, las más de las veces era entregado al señor en calidad de sacerdote propio. Con la difusión del sistema de la iglesia privada en el siglo VII se multiplicaron los casos en que los siervos eran ordenados para el servicio de las iglesias privadas. Sólo con la legislación carolingia quedó suprimida esta anomalía.

La Iglesia protegió también en esta época a las mujeres, especialmente a las viudas. La fábula de que el llamado concilio "enemigo de las mujeres," el Concilio de Mâcon (un sínodo general franco convocado en el año 585 por el rey Guntram bajo la presidencia del santo obispo Prisco de Lyón), negase el alma de las mujeres, se basa en la falsa interpretación del argumento presentado por uno de los participantes del concilio, a saber: que no se puede llamar a la mujer hominem, pues homo quiere decir varón, no-hombre (= ser humano) 21.

10. A pesar de todo, esta época, como hemos dicho varias veces, no logró un progreso duradero.

Ya conocemos varias de las diferentes causas. Pero si deseamos una amplia explicación de esta diferencia, deberemos oír la respuesta contenida en la obra de aquel hombre que, descontento con el susodicho fracaso, buscó los medios para remediar la situación: según Bonifacio, la causa principal radica en el fracaso de los obispos francos, y principalmente en un defecto objetivo de su orientación fundamental. Entre ellos no hubo un pensamiento eclesiástico-universal y canónico, sino más bien un deseo de poder esencialmente egoísta. Faltó la vinculación considerada por Bonifacio como necesaria para las iglesias, la colaboración con la jefatura apostólica, con el centro de la Iglesia, con el papa. Como los papas de entonces, Bonifacio vio que las iglesias territoriales eran un presupuesto indispensable para la construcción de la Iglesia. Pero el aislamiento de Roma implicaba el peligro de una escisión o de una atrofia particularista en muchos sentidos.

 

 

13 Según la concepción básica de la religiosidad germánica, en el sentido del do ut des.

14 La importancia del culto de las reliquias en la obra interna de la piedad cristiana puede ilustrarse comparándola con la piedad de la Iglesia oriental: lo que para el Occidente es la reliquia, para el Oriente es el icono, el cual ciertamente presupone una comprensión racional de la verdad venerada en la fe. Las primeras noticias del culto de los iconos proceden de finales del siglo V.

15 Martín era hijo de un tribuno romano y discípulo de Hilario de Poitiers (+ 367); siendo catecúmeno repartió su capa, qué luego se convirtió en una joya del imperio sobre la cual se prestaban los juramentos y que se solía llevar consigo a las batallas. Fue el más glorioso apóstol de la Galia, coronado con el éxito contra el arrianismo y contra los restos de paganismo.

16 También a este respecto Gregorio de Tours nos ofrece amplia documentación; de modo increíble y refinado se trataba de eludir el derecho de asilo. Un ejemplo horrible: el duque Rauching juró no separar a una joven pareja que se había refugiado en la iglesia y luego mandó sepultar vivos a los dos (el marido pudo ser salvado por el párroco). Lo que caracteriza la época es la enorme repetición de casos similares.

17 Un obispo juró sobre un relicario, del cual previamente había retirado las reliquias, y por eso se creyó autorizado a romper su juramento.

18 En la Alemania sudoccidental se han comprobado 844 construcciones de iglesias en el primitivo Medioevo. El número total de iglesias en Alemania a mediados del siglo IX puede fijarse con toda probabilidad en las tres mil quinientas.

19 También nos habla de esto Gregorio de Tours en innumerables capítulos de su Historia Francorum.

20 Pero, según una disposición de Gregorio Magno, un esclavo, antes de ingresar en el monasterio, tenía que ser rescatado por el mismo monasterio, y si luego lo abandonaba, tenía que volver a la esclavitud.

21 Por lo demás, esta noticia de la Historia Francorum no es indiscutible desde el punto de vista histórico.

 

 

 

§ 38. La Misión Anglosajona entre los Germanos.

I. Willibrordo.

1. A principios del siglo VIII no estaban aún aseguradas las bases del Occidente cristiano:

a) ni por parte cristiano-eclesiástica: pues precisamente en este sector hubo aquí, en el continente, síntomas muy graves de debilidad (véase más adelante); los paganos frisones y sajones se volvieron ofensivamente contra el Occidente; las iglesias territoriales autónomas, situadas unas junto a otras, favorecían más bien una evolución secesionista;

b) ni por parte de la constelación política: que distaba mucho de tener un seguro equilibrio. Por una parte, una potencia política mundial amenazaba la existencia del cristianismo y, por otra, estaba en juego su unidad. Los centros peligrosos eran: el Islam; la política antipapal de Bizancio (el emperador León, el iconoclasta, § 39); la oposición de las fuerzas políticas dentro del Imperio franco y sus desavenencias con los principados fronterizos; las pretensiones de los longobardos sobre Roma e Italia.

En el Imperio de los francos la situación se estabilizó tras la victoria sobre los árabes (Poitiers, 732) con la subida al trono del mayordomo de palacio Carlos Martel, lograda con la ayuda de la nobleza y del episcopado. Estos nobles, sin embargo, recibieron la debida recompensa con la asignación de bienes eclesiásticos. La Iglesia territorial franca quedó, pues, aún más estrechamente vinculada al status político del imperio.

2. La pregunta — que retrospectivamente podríamos formular — se refiere a cómo y por qué el Imperio franco pudo ser el centro de integración de una unidad occidental. La Iglesia territorial franca estaba excesivamente aislada para lograrlo; sólo una integración de toda la Iglesia podía hacer tangible la unidad.

El haber preparado esto es, precisamente, el mérito de San Bonifacio. El aproximó las dos potencias, el "papado" y el "Imperio franco" (que solamente tenían confusas ideas el uno del otro), hasta tal punto que hubo posibilidad de una firme alianza. La evolución política fue la que convirtió dicha posibilidad en un hecho. Es cierto que cuando el papa Gregorio III en el año 739 se dirigió por vez primera a Carlos Martel pidiéndole protección, el mayordomo, aliado con los longobardos, se negó. Pero con la auténtica unión entre el papa Esteban II y el rey Pipino en el año 753/54 llegó "uno de los grandes momentos de la historia universal; en ese instante se creó el Estado guerrero-sacerdotal, que es la base de toda la evolución europea" (Ranke).

3. Aparecieron los misioneros benedictinos de la Iglesia anglosajona, predicando con la cruz en alto, primeramente ante los frisones (costa del Mar del Norte, desde Bélgica hasta el Weser). El rudo sentido de independencia de este pueblo se opuso a la cristianización durante mucho tiempo. Tras los fracasados esfuerzos del obispo de York Wilfrido (+ 709) y algunos otros, en el año 689 Willibrordo (+ 739), discípulo de Wilfrido, desembarcó en esta tierra con otros once compañeros. Trabajó en connivencia con el mayordomo franco Pipino el Mediano, a quien visitó personalmente, y de acuerdo con el papa. Dos veces viajó a Roma. En su segundo viaje (695) fue consagrado arzobispo por el papa Sergio (687-701). Por indicación de Pipino estableció su sede en Utrecht. En el año 698 Santa Irmina (¿de la nobleza franca?) le regaló solar y bienes para fundar el monasterio de Echternach (en el actual Gran Ducado de Luxemburgo). Lo convirtió en seminario de misioneros. En cierto sentido Echternach fue el punto de partida de la misión definitiva de la actual Alemania. Pues muy probablemente Willibrordo envió desde allí, en el año 719, a Bonifacio hacia el Este, cuando Bonifacio rehusó seguir trabajando en la misma misión frisona. También allí, tras una vida llena de trabajos y éxitos, fue enterrado el "apóstol de los frisones." En los siglos siguientes Echternach se convirtió en un importantísimo centro de cultura y de religión cristiana (¡producción de libros!) y luego, a través de los siglos, fue una célebre abadía del imperio.

II. Bonifacio.

El discípulo y compañero de San Willibrordo tenía que superar a su maestro. Bonifacio es el propagador, purificador y organizador de la Iglesia en la Germania y en el reino de los francos occidentales.

1. Winfrido (así se llamaba) nació hacia el 672 (¿quizá también de la nobleza anglosajona?). De muchacho ya llevó el hábito de San Benito. Cumplidos ya los cuarenta años, dejó el convento para entregarse al trabajo misionero, para el cual vivió casi otros cuarenta años. Su primer viaje a los frisones, donde tras todo el trabajo de Willibrordo creía poder encontrar un buen punto de partida para sus intentos de conversión, no tuvo éxito alguno. Precisamente entonces, en el año 716, Radbod, duque frisón pagano, había reconquistado la Frisia sometida a los francos cristianos. Un segundo viaje llevó a Winfrido desde Inglaterra directamente a Roma. Allí, en el año 719, el papa Gregorio II, después de concederle el nombre romano de Bonifacio (por un mártir de Cilicia), lo admitió en la familia papal (aunque no en sentido jurídico) y lo envió a la Germania con el mandato general de misionar (hasta el 721 con Willibrordo en Frisia; el 722 en Hessen; fundación de un primer monasterio: Amöneburg).

Bonifacio, como los monjes de los monasterios anglosajones en general, estuvo fuertemente enraizado en el espíritu popular de su pueblo. Como consecuencia, él, el "nuevo" sajón, se sintió especialmente atraído por sus compañeros de tribu en el continente, por los sajones. Aunque él mismo no llegó a evangelizar estas tribus (porque el papa Gregorio III, en el año 737/38, con buen criterio no autorizó su plan orientado en este sentido), la misión sajona, no obstante, fue siempre la aspiración secreta de su vida, a la que estuvo especialísimamente dedicada su oración y la de sus amigos. Sus diversos trabajos misioneros deben ser en buena parte valorados como etapas preparatorias de su camino hacia los sajones.

2. En su segundo viaje a Roma (722) Bonifacio prestó juramento de fidelidad a Gregorio II 22, similar al que hasta entonces sólo los obispos de los alrededores de Roma estaban obligados a prestar, y fue consagrado obispo de misión (sin sede fija).

Ahora sí llegaron los grandes éxitos. Cerca de Geismar, la encina de Donar cayó a manos del heraldo de la fe: un verdadero juicio de Dios a los ojos de los paganos presentes. La misión de Hessen fue coronada con la fundación del monasterio de Geismar. Hacia el año 724 pudo darse por terminada la verdadera evangelización de los paganos.

Siguió luego el intento de purificar y profundizar la vida cristiana. En Hessen, y más todavía en Turingia, quedaban aún cristianos de los primeros tiempos. Pero el nivel de esta cristiandad inmadura o abandonada a sí misma era terriblemente bajo en sus burdas manifestaciones externas, que a veces llegaban a concretarse en múltiples formas de superstición y paganismo. Bonifacio también tuvo entonces que luchar, como durante toda su vida, contra el antiguo clero, totalmente desatendido, que dentro del Imperio franco se correspondía con unos obispos de la misma estirpe terratenientes y casados.

Con la ayuda de gran número de colaboradores provenientes de Inglaterra (entre otros Lull y Burchard), a quienes se sumaron valiosos elementos de los monasterios femeninos ingleses (Santa Tecla; Santa Lioba, pariente y amiga suya), completó el santo su obra misionera al este del Rin y en la actual Franconia con la erección de varios monasterios (también monasterios de monjas: Tauberbischofsheim, Kitzingen y Ochsenfurt, que se convirtieron en las primeras instituciones cristianas para la educación de muchachas en Alemania). La vastedad de su campo de trabajo le obligó, con harto sentimiento, a emplear también sacerdotes insuficientemente formados.

3. Mientras tanto, en la curia romana se reconoció la importancia de la obra de Bonifacio y se le elevó a la dignidad de arzobispo (732), pero sin asignarle una archidiócesis. Un tercer viaje a Roma [738/39] le sirvió para presentar un minucioso programa de la tarea que quedaba por hacer. Se trataba principalmente de la organización eclesiástica. El trabajo se inició con la ayuda de Odilio, duque de Baviera, en la Iglesia bávara.

A pesar de la actividad de Ruperto de Worms en Salzburgo, de Emerano en Ratisbona y de Corbiniano en Freising, en la Iglesia bávara sólo había entonces un obispo: el de Passau. Bonifacio dividió la Iglesia bávara en cuatro obispados (Salzburgo, Passau, Freising y Ratisbona). Posteriormente se agregó Eichstätt. Nuevos conventos se convirtieron en focos de vida religioso-eclesiástica. Los sínodos provinciales ayudaron a eliminar deficiencias y fomentaron todo tipo de bienes.

En el Imperio franco propiamente dicho Bonifacio no pudo emprender la organización de la Iglesia erigiendo nuevas diócesis hasta después de la muerte de Carlos Martel (741), bajo la protección de Carlomán y del menos fervoroso Pipino. En Hessen-Turingia erigió los obispados de Würzburgo, Erfurt y Büraburg (742). Para ellos pidió expresamente al papa las bulas de confirmación, cosa que hasta entonces nunca había sucedido. En cuanto estuvo en su mano, pues, Bonifacio transmitió a la Iglesia franca su vinculación personal con el papa, contraída por él mediante su juramento de fidelidad del año 722, extendiendo así la jurisdicción papal a esta Iglesia; un proceder de incalculable importancia.

Bonifacio se convirtió de hecho en el primado del reino franco-oriental (Austrasia). Ello se hizo patente en la decisiva participación que tuvo en el primer concilio general franco-oriental del año 743 (el llamado Concilium Germanicum, convocado por Carlomán, quien publicó sus decretos y les dio con ello fuerza de ley). Allí hizo que los obispos prestaran juramento de fidelidad al papa: una nueva ampliación de la jurisdicción pontificia. A los monasterios se les exigió la introducción de la regla de San Benito; se reguló la educación del clero y del episcopado, que según las descripciones de las cartas del santo estaban en su mayor parte increíblemente corrompidos desde el punto de vista moral (prohibición de la caza y del servicio de las armas). Los bienes arrebatados a las iglesias debían serles devueltos (pero no sucedió así).

4. Enseguida, el radio de acción del santo se amplió nuevamente. Por el Concilio de Soissons (744) y por el primer concilio general franco (745), Bonifacio apareció (naturalmente con la aprobación del mayordomo) incluso como jefe supremo de la Iglesia de Neustria y, por las decisiones conciliares, también como su reformador.

Pero la introducción de la constitución de metropolitanos, también entonces expresamente decretada, fracasó ante la oposición del antiguo episcopado franco, pese al éxito de las gestiones con el papa. El mismo Bonifacio no llegó a ser metropolitano con sede en Colonia, como se había decretado, sino que recibió el obispado de Maguncia (746).

En su enérgico proceder contra indignos miembros del clero, Bonifacio encontró la natural oposición. Los obispos francos autóctonos, casados en su mayoría, que sólo pensaban en el dinero, el placer y el poder, se mostraron contrarios desde los primeros años hasta el fin de la vida del misionero. No venció totalmente la resistencia, pero sí inició la reforma y la organización canónica con clara visión del objetivo, de modo que ellos mismos pudieran luego desarrollarse orgánicamente. Logró lo que se propuso: la renovación de las Iglesias de Germania y de la Galia y, de acuerdo con las tradiciones de la Iglesia de su patria inglesa, fundada por Roma, su unión con el centro determinado por voluntad divina. En un sínodo del año 747, Bonifacio logró que los obispos francos anunciasen que "ellos habían decidido mantener firmemente su unidad con la Iglesia de Roma y la sumisión de la misma."

5. Como escuela modelo y seminario para toda Alemania, Bonifacio fundó en el año 746 el monasterio de Fulda, nombrando abad del mismo al bávaro Sturm. Para el monasterio obtuvo, mediante indulto papal, exención completa en el sentido de independencia canónico-eclesiástica de cualquier obispo diocesano (he aquí otra notable ampliación del poder pontificio en la Iglesia territorial franca 23). El monasterio de Fulda fue también (como los monasterios ingleses) un centro de formación. Fulda fue la alegría del anciano misionero, convirtiéndose en un centro de actividad religiosa, económica, científica y artística. Bonifacio fue enterrado también en Fulda, cuando, retornando a su primer amor, haciendo un viaje de misión a la Frisia (su obispado de Maguncia ya lo había asegurado previamente para su discípulo Lull), murió martirizado junto con algunos compañeros en el año 754, a la edad aproximada de ochenta años.

6. En los últimos decenios, a San Bonifacio se le ha negado el título honorífico de "apóstol de los alemanes." El concepto de "alemanes" no se corresponde, efectivamente, con el de "germanos," los evangelizados por Bonifacio; tampoco fue él el único que trajo la luz del evangelio a las tribus de las que posteriormente se formó el pueblo alemán; además, fue misionero en una época en que la tarea misionera ya no se centraba preferentemente en los paganos. No obstante, este título tiene su razón de ser: a) primero porque fue muy relevante la región en que el santo evangelizó a los paganos (partes de Frisia, Hessen, Turingia); b) porque, además, purificando y reavivando antiguos centros eclesiásticos, consiguió logros decisivos; c) porque, mediante la organización eclesiástica, dio nueva vida real y duradera a toda la Iglesia franca; d) y finalmente, lo más importante: 1) porque de forma profunda e indeleble inculcó nuevamente en la conciencia de la Iglesia franca el ideal cristiano y, más concretamente, el sacerdotal, según las normas de la Iglesia antigua; y 2) porque toda su tarea, como él mismo dice, fue una legatio romana, porque trabajó expresamente como representante del papa. En resumen, él penetró hasta el centro mismo de la Iglesia 24; solamente así pudo prestar apoyo a las débiles iglesias territoriales. El hecho de que Bonifacio "como legado del papa fortaleciera la influencia de Roma en la Iglesia alemana por él dirigida, únicamente se le puede reprochar si se piensa de un modo completamente antihistórico" (Heuss). Porque con ello "dio tanto a la cristiandad alemana como a toda la cristiandad occidental el impulso vital decisivo, potente y fecundo, por el cual se alcanzó el esplendor de la Iglesia y con él la civilización de la Edad Media" (Sohm).

Naturalmente, no hay que olvidar que Bonifacio tuvo que realizar todo su trabajo de reforma dentro del marco característico de las iglesias territoriales. Pues Carlomán y Pipino consideraron la reforma de la Iglesia como cosa enteramente suya. Las declaraciones del mayordomo de Austrasia en el año 743 en el Concilium Germanicum y las de su hermano Pipino en Soissons en el año 744 exigen esta interpretación. Los obispos reunidos figuraron como consejeros, el mayordomo promulgó las decisiones eclesiásticas en sus capitularia como leyes. Esto se debe a que en los concilios también tomaban parte los grandes del mundo.

7. En cuanto a la situación religioso-política del Imperio franco antes de San Bonifacio (§ 37), su trabajo puede considerarse válido también para el Occidente: la revitalización de los sínodos, su proceder contra los usos y costumbres paganos, el nombramiento de obispos celosos de la reforma y, entre otras cosas, su intento de designar arzobispos. Estos obtenían su poder mediante la recepción del Pallium, enviado directamente del papa. Esto dio origen a relaciones frecuentes, ordinarias y regulares con el más importante y autorizado defensor de la idea de la antigua Iglesia y con el centro de pensamiento y de acción de la Iglesia universal: como hemos visto, un medio esencial para lograr la unidad del Occidente, tan ansiada como necesaria para el saludable desarrollo del cristianismo.

Todo esto, sin embargo, no quiere decir que las tribus evangelizadas por Bonifacio se convirtieran en su mayoría a un cristianismo pleno y conforme a la revelación bíblica. Según posteriores manifestaciones del santo, su juicio del año 742 sobre la situación moral y religiosa de su rebaño sigue siendo más o menos válido: "Los pueblos de Germania han sido en cierto modo sacudidos y llevados al buen camino."

22. En este juramento: "A ti, santo apóstol Pedro y a tu sucesor... Gregorio y sus sucesores..., por este tu santo cuerpo," él no prometió solamente la fe y la unidad católica, la fidelidad y la obediencia al sucesor de Pedro, sino también "no hacer causa común con los extraviados" e informar minuciosamente a Roma. De actuar en contra de esta promesa, sería considerado culpable del juicio eterno y del castigo de Ananías y Safira. Esta declaración de juramento "la he escrito con mi propia mano... y, como es costumbre, la he depositado sobre el santo cuerpo de san Pedro y la he jurado delante de Dios, juez y testigo." Un dato significativo de las intenciones político-eclesiásticas del misionero germánico, que pensaba (y debía actuar) de modo tan decididamente eclesiástico-universal, es que había tachado de la fórmula de juramento la referencia habitual al derecho romano y al emperador romano de Oriente.

23. Antes que Fulda, ya había obtenido el privilegio de la exención Bobbio, el monasterio de Columbano; pero aquí se había tratado simplemente de asegurar la vida monástica contra eventuales ataques del exterior (según el modelo irlandés).

24. Y esto también en lo concerniente a lo humano-personal: "Cualquier alegría o dolor que me saliera al paso, acostumbraba comunicarlo al sumo sacerdote sucesor de los apóstoles."

 

 

 

§ 39. Alianza del Papado con los Francos. El Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio.

1. Al hablar de Gregorio Magno ya pudimos comprobar que su mirada se volvía hacia los pueblos bárbaros de Europa, para congregarlos por medio de la evangelización en torno a Roma, la cátedra Petri. Esta tendencia fue seguida cada vez más intensamente por los papas del siglo VIII. Fue un movimiento paralelo a la confrontación con los emperadores romanos de Oriente y a un progresivo alejamiento de ellos, y se expresó en la experiencia de que "todo el Occidente tiene gran confianza en nosotros y en San Pedro, a quien todos los reinos de Occidente veneran como a Dios en la tierra," y están dispuestos a defender al papa contra el emperador iconoclasta. Efectivamente, las milicias de Pentápolis y Venecia respondieron a una llamada semejante del papa Gregorio II, del cual son las palabras anteriormente citadas, dirigidas al emperador León III.

No es posible comprobar si dichas manifestaciones estuvieron ya inspiradas en la idea de un nuevo Imperio occidental en unión con la Iglesia o si la amenaza económica y política del Oriente, junto con la idea religiosa de la evangelización nórdica (¡la legatio romana de Bonifacio!) bajo el reinado y con la ayuda de los príncipes francos, hizo surgir un nuevo programa eclesiástico-político. La evolución efectiva, que habría de culminar primero en la alianza entre el papado y los francos y, después, en el nuevo Imperio romano occidental y la vinculación del papado con él, es en todo caso deducible de los acontecimientos históricos.

De momento, aquí nos ocupamos sólo de las primeras etapas: Gregorio II ya tuvo planeado un viaje a los pueblos del Norte. Gregorio III aún llamó en vano a Carlos Martel en el año 739, para que se hiciera cargo de la protección de san Pedro. La realización efectiva se abrió camino gracias a la decisión del papa Zacarías, como veremos, y a los viajes de los papas a través de los Alpes y, luego, a los de los reyes nórdicos hacia Roma, donde de manos del vicario de san Pedro y junto a su sepulcro recibían, mediante unción consecratoria, la dignidad imperial universal.

Desde un principio hubo una gran tensión (decisiva en sus efectos históricos) entre los objetivos y el concepto de los obispos romanos por una parte y de los francos por otra. Los papas elevaron al mayordomo de los francos a la dignidad real y luego lo hicieron emperador, a fin de que como patricio romano protegiera la Iglesia de san Pedro. La autoridad casi absoluta del rey franco sobre su Iglesia territorial, que pronto se convertiría en Iglesia imperial, pretendió mucho más. Pero, desde luego, esto no respondía en absoluto al ideal eclesiástico-universal de los papas.

Según la diversa situación política objetiva, las pretensiones de ambas partes se hacían respectivamente más acusadas o se replegaban: pero la tensión como tal se mantuvo e hizo que la evolución avanzase, tal como ahora podremos seguirla a lo largo de la historia de la Edad Media. La alianza entre el papado y los francos y luego entre el papado y el imperio hizo que el Medioevo alcanzara su apogeo. Pero los problemas inherentes a ese proceso no se solucionaron del todo y por eso el Medioevo se quebró, por así decir, en sí mismo.

El análisis y las consideraciones que siguen no deben interpretarse en un sentido político excesivamente realista. Los francos ocuparon el lugar de los "griegos," esto es, de los romanos de Oriente; pero se diferenciaban fundamentalmente de ellos por la susodicha veneración de los germanos (no exenta de infantilismo) hacia Pedro, el portero del cielo, y por el consiguiente reconocimiento real (que, no obstante, no debe entenderse en sentido demasiado estricto) de sus sucesores y representantes, los papas.

2. Bonifacio había vinculado estrechamente la Iglesia franca con Roma. Al obispo de Roma, el papa Zacarías, se dirigió Pipino en el año 751. Una vez que Carlomán abandonó el gobierno, Pipino fue el único dueño del poder político, pero todavía no estaba asegurado contra la competencia de sus hijos, que entre tanto habían alcanzado la mayoría de edad. A la larga, sólo la dignidad real podía proteger eficazmente su posición de fuerza. Por eso él, que ya era "señor" de la Iglesia territorial franca, preguntó al papa "si quien ya poseía el poder real no debería también ser rey." La pregunta implicaba indirectamente el reconocimiento, hasta entonces inaudito, de una autoridad del papado con carácter vinculante en el plano estatal. Zacarías accedió a elevar al mayordomo a la dignidad real. Pipino fue elegido rey. Los obispos le confirieron una unción que otorgó al reino franco una consagración cristiano-eclesial y con ello una nueva autoridad. Dadas las circunstancias, esto significó al mismo tiempo una unión del rey franco con Roma.

Nada importa si fue Bonifacio quien ungió a Pipino o si esta unción la realizaron otros obispos francos; en cualquier caso, aquí encontró su continuación la obra más personal de Bonifacio y aquí se inició aquella grandiosa alianza de Carlomagno con la Iglesia, que daría origen a la verdadera Edad Media.

3. Esta alianza entre el papado y los francos se completó, reinando aún Pipino, con el papa Esteban II (752-757). Italia todavía pertenecía nominalmente al Imperio romano de Oriente; en Rávena residía el representante del emperador (§ 35), pero su influencia política se había debilitado enormemente. No obstante, el papa continuaba siendo súbdito político de Bizancio; hasta los documentos papales se databan al modo bizantino, y los papas de la época, a pesar de la mutua hostilidad, guardaron a los emperadores bizantinos fidelidad durante un tiempo sorprendentemente largo. Por otra parte, el prestigio secular y el valor político real del papa crecieron parejos (§ 35). Pero los longobardos querían Rávena y Roma y, a ser posible, toda Italia. Gregorio III fue el primer papa que solicitó de Carlos Martel ayuda y protección contra ellos, pero en vano. Cuando la presión de los longobardos se hizo cuestión de vida o muerte (conquista del exarcado de Rávena y de Pentápolis por el rey Aistulfo, 749-756) y nuevamente no llegó ayuda alguna del emperador, el papa Esteban II se dirigió a aquel soberano que, en buena parte, debía su corona al papado. Conducido y protegido por los legados francos, en Pavía se separó no sólo del rey longobardo (¡muy a pesar de este último!), sino también de los legados del emperador romano oriental, y en el Imperio de los francos tuvo con Pipino dos encuentros de suma importancia para la historia universal, primero en Ponthion y luego en Quierzy. Concluidas las negociaciones, en la Pascua del año 754 y en la abadía real de St. Denis consagró a Pipino por segunda vez (y al mismo tiempo a su mujer y a sus dos hijos; así, pues, también al que luego sería Carlomagno).

4. Que con esto no quedaran del todo eliminadas las profundas tensiones existentes es evidente por sí mismo y por las peculiaridades de la constelación histórica; ya iremos conociéndolas.

a) Incluso esta misma unión (y con ello la futura unidad del Occidente) no quedó asegurada de una vez para siempre. Los lazos de los papas con el supremo señor político de la Roma oriental no estaban definitivamente rotos. Los papas, como ya se ha dicho, siguieron aún mucho tiempo fechando sus documentos según los años del reinado Basileus, "nuestro señor"; en Constantinopla, a pesar del grave escándalo que provocó el proceder del obispo de Roma, se entendió la unión con los francos ante todo como un intento de defensa contra el enemigo común, los longobardos. De hecho, el peligro por este lado era muy grande: el piadoso Carlomán abandonó inesperadamente su monasterio, a instancias del longobardo Aistulfo, para hacer fracasar la unión del papa con Pipino; del éxito se hubieran beneficiado también sus hijos adultos. De acuerdo con Pipino, el papa mandó encerrar en un monasterio franco al monje fugitivo, antiguo mayordomo, junto con sus dos hijos.

Pero los francos en absoluto consideraron definitiva la alianza sin poner ningún reparo; por ejemplo, del importante título de "patricio" no hicieron uso hasta después de la conquista del reino longobardo, cuando dicho título representó no solamente deberes, sino también derechos.

La íntima tensión entre sacerdotium e imperium se evidenció ya al principio de la alianza: el informe romano sobre lo sucedido en Ponthion-Quierzy es esencialmente diferente del franco en la forma y en el contenido.

No obstante, aquí había ocurrido algo decisivo. Se habían asentado las bases para el futuro, en el sentido de la alianza eclesiástico-política medieval.

b) Se estableció una serie de acciones llenas de simbolismo y se formuló una serie de exigencias y reconocimientos históricamente vinculantes: Pipino había prestado al papa servicios de caballerizo mayor, que en el ceremonial cortesano bizantino únicamente podían prestarse al emperador (¡por primera vez aparece una vaga indicación del papa como emperador!). Por su parte, Esteban, al día siguiente, vestido de saco y ceniza, se había arrojado a los pies de Pipino y le había rogado, por los méritos del príncipe de los apóstoles, que le librara de las manos de los longobardos. Hay que tener muy en cuenta que el socio de Pipino en este convenio en definitiva no es el papa, sino Pedro, el portero celestial, cuyos "bienes" robados deben ser restituidos a su legítimo propietario. Con lo cual Pipino asume la defensa de los privilegios de Pedro 25.

Las fuentes no nos ofrecen un cuadro unitario y claro. Lo nuevo está junto a lo viejo de forma inmediata, más aún, inconciliable. Se puede casi palpar con las manos que todo está en devenir. Unas veces parece percibirse confusamente una íntima contradicción o divergencia, otras parece que conscientemente se pretende no salir de la ambigüedad.

Cualesquiera que hayan sido en concreto las intenciones de fondo, el poder profético-espiritual del sumo sacerdote logró aquí una legitimación política, esto es, un poder político: lo eclesiástico-pontificio, con gran estilo, penetró directamente en lo político-temporal. La unión y, en cierto modo, la mezcla de ambas esferas, básica para toda la Edad Media, se dio ya ahí, aceptada por ambas partes, aunque, como ya se ha dicho, arrastrando ciertas confusiones y, sobre todo, sin que las tensiones más hondas pudieran ser eliminadas.

c) El proceder de Esteban significó de hecho, aunque no formalmente, la ruptura con Bizancio, es decir, la ruptura con el antiguo Imperio romano: desde este momento el papado siguió, en medida siempre creciente, su propio camino político. El papa exigió que se le restituyera la zona del imperio como posesión jurídica, confirió a Pipino el título de patricius, que hasta entonces había sido concedido exclusivamente por el emperador (con este caso puede verse como el Obispo de Roma ejerce poderes que no le corresponden canónicamente (poder político) y comienza a desviar por un camino diferente al resto de la Iglesia Universal Ortodoxa, buscando siempre el poder temporal, el del imperio), y con ello transfirió al rey de los francos y a su casa la función protectora del exarca imperial de Rávena. De hecho, Pipino atravesó dos veces los Alpes (754 y 756) para proteger al papa. Entregó a la Sede romana las zonas arrebatadas por él a los longobardos (Pipino mandó que las llaves de las ciudades conquistadas fueran depositadas en el sepulcro de san Pedro). El papa se convirtió en un soberano temporal; por medio de esta "donación de Pipino" se fundó el "Estado de la Iglesia" con Roma incluida (756). El papa, pues, se hallaba políticamente bajo la protección de los reyes francos. Pero no tardaría en llegar el momento en que este poder de protección habría de convertirse en una supremacía política (cf., a este respecto, el mapa 17).

5. Estas concepciones (bajo muchos aspectos tan diversas, pero al principio aún no claramente delimitadas) sobre la esencia y la misión de cada uno de los dos "supremos" poderes y su relación mutua encontrarán a lo largo de los siglos una expresión literaria cada vez más rica, primero en forma de documentos (auténticos o inauténticos), luego de tratados teóricos y, finalmente, de libelos y escritos polémicas.

Como siempre ocurre en tan complicados procesos, lo más importante son los fundamentos y la tendencia evolutiva que en ellos se apunta.

a) Uno de los principales objetivos de la Iglesia de Roma fue su independencia de la presión del Estado, o sea, del emperador romano o romano-oriental. Este motivo quedó plasmado en la leyenda de San Silvestre, esto es, en una narración fabulada según la cual el papa Silvestre I había bautizado a Constantino el Grande y le había librado con ello de la lepra; en agradecimiento el emperador había hecho al papa valiosos regalos (por ejemplo, el palacio de Letrán).

b) Esta leyenda encontró su redacción literaria definitiva en un documento falsificado: la llamada "Donación de Constantino," que habría de revestir fatal importancia para la evolución del Occidente, especialmente para la relación sacerdotium e imperium. Por desgracia no se ha podido poner definitivamente en claro ni el tiempo ni el lugar de origen de tal documento. Junto a tendencias romano-papales se encuentran también elementos que permiten deducir influencias francas. En el orden político y político-eclesiástico esta falsificación fue utilizada únicamente por los papas, esporádicamente en el siglo X, más intensamente en el siglo XI y de forma general desde el siglo XII. Ya Otón I y excepcionalmente Otón III (en un documento del año 1001) la consideraron una falsificación. Pero luego fue tenida por auténtica durante todo el Medioevo. En el siglo XV, por fin, fue demostrada su falsedad (entre otros, por Nicolás de Cusa, § 71).

c) El documento falso se hace pasar por decreto imperial a favor del papa Silvestre y sus sucesores "hasta el fin de este tiempo terreno."

Esta falsa "donación de Constantino" fue después recogida como la pieza principal en la llamada "Recopilación de Decretales" del Pseudo-Isidoro (cf. § 41, II, 3).

6. Es evidente que también nosotros debemos tomar postura ante tan masivas y falsas afirmaciones, que tanta trascendencia histórica tuvieron.

a) En la Edad Media fueron frecuentes las falsificaciones de documentos 26. El actual concepto de falsificación de un documento era desconocido en aquellos siglos, ajenos por entero al modo de pensar histórico. A menudo se trataba de formular un derecho auténtico, pero no garantizado por escrito. En otros casos se trataba de robustecer la propia posición por medio de documentos inventados. En las piezas falsas de la recopilación pseudoisidoriana se traslucen las dos formas de pensar. Lo decisivo es la datación anticipada contraria a la verdad (o también la invención de documentos "antiguos") con el fin de dar a la ideas hierocráticas sostenidas el carácter de dignidad apostólica o proto-cristiana.

Las decretales pseudoisidorianas desempeñaron después un papel muy importante en la creación de la supremacía papal, específica de la Edad Media. El hecho de que muchas de las piezas contenidas en ellas sean inauténticas se considera como un grave cargo contra el catolicismo. Pues, desde el punto de vista histórico, la evolución hacia el pleno poder típicamente medieval del papado se realizó, efectivamente, también con la ayuda de aquellas piezas falsas. De ahí que un juicio puramente espiritualista crea poder discutir el derecho del efectivo desarrollo de la soberanía del papa. Pero es precisamente este juicio moderno de los sucesos de entonces el que resulta burdamente antihistórico; vista la conexión entonces existente entre poder material, político y espiritual (entre los representantes del sacerdotium, del regnum y del imperium), tal juicio es insostenible. Además, el núcleo central de toda es tendencia era la exaltación de lo religioso-eclesiástico, más concretamente lo papal, sobre lo mundano. No obstante toda esta gravosa problemática, que veremos con detalle dentro de este complejo, no podemos sin más ni más negar la legitimidad histórica de dicho núcleo central.

b) Ante todo: el primado dogmático de jurisdicción, que no está condicionado por el tiempo histórico, es totalmente independiente de esos falsos apoyos. El fundamento bíblico (incluida la tendencia orgánica de desarrollo, esencial a la Iglesia) no tiene nada que ver con ellos. Que, por otra parte, también dichas falsificaciones hayan contribuido a robustecer la idea del papado es otro testimonio histórico de cómo el camino de la revelación por la historia y la forma de su crecimiento histórico ha ido siempre muy unido a la respectiva situación histórica. Un resultado de esta evolución, "el poder absoluto del papa en lo temporal," acabará en la alta y tardía Edad Media exagerando la implicación de lo eclesiástico y lo temporal de una forma que resultará las más de las veces gravemente nociva para lo religioso-eclesiástico. Pero en cuanto al resultado esencial, el primado de jurisdicción, también esta evolución participa en el misterio de la felix culpa.

 

25 Responde a esta concepción el hecho de que Pipino en el mismo año, hiciera que la liturgia romana fuera obligatoria para la Iglesia franca, sustituyendo la antigua y venerable liturgia gálica.

26 En el ámbito directamente histórico-eclesiástico, ya el papa Nicolás I, en su largo escrito de protesta dirigido al emperador Miguel III (865), reprochó a los griegos la falsificación de las cartas pontificias como algo que sucedía frecuentemente. Las gestiones de los concilios y las asambleas habidas bajo Focio confirman este juicio.

CE, 2005.